Escuchen el llanto del recién nacido en la hora del nacimiento —vean la lucha con la muerte en la hora final— y declaren luego si puede pretenderse que es gozo lo que comienza y acaba de esta forma.

Es muy cierto que los humanos hacemos todo lo más deprisa posible para huir de esos dos puntos, que nos apresuramos a olvidar el llanto del alumbramiento y trocarlo en delicia porque se nos ha dado una vida. Y cuando muere alguien, en seguida decimos: suave y benévolamente se ha ido, la muerte es un sueño, un sueño tranquilo, cosa que no decimos por el bien del muerto, pues nuestras palabras no pueden ayudarlo, sino por el nuestro, para no perder ni un ápice del brío de la vida entre el intervalo del grito del nacimiento y el gemido de la muerte, entre el alarido de la madre y su eco en el niño, cuando llegado el momento el niño muere.

Imaginen ahora, en algún sitio, un espléndido salón donde todo se ha dispuesto para producir alegría y solaz; pero la entrada al lugar es una escalera desagradable, embarrada, horrenda, y es imposible pasar sin ensuciarse repulsivamente, y la admisión se paga prostituyéndose, y cuando amanece, la diversión termina y todo concluye con que nos echan de una patada; ¡mas durante la noche entera se hace de todo para mantener e inflamar la diversión y el placer!

¿Qué es la reflexión? Reflexionar simplemente sobre estas dos preguntas: cómo he entrado en esto y cómo vuelvo a salir, cómo termina. ¿Qué es el descuido? Juntarlo todo para ahogar esto de la entrada y la salida en el olvido, juntarlo todo para explicar una y otra vez y acabar con la entrada y la salida, perdiéndose simplemente en el intervalo entre el llanto del nacimiento y la repetición de ese llanto cuando el que ha nacido expira en la lucha mortal.

SØREN KIERKEGAARD