4. LA AGONÍA ROMÁNTICA





Para el doctor Johnson, figura eminente del siglo xviii, Chatterton fue objeto de una admiración condescendiente, gruñona y amable: «Es el joven más extraordinario con que ha topado mi conocimiento. Maravilla que ese cachorro haya escrito semejantes cosas». Hay signos de que, de haber vivido más, Chatterton habría llegado a ser el tipo de escritor que ha Johnson le era fácil elogiar y los románticos del siglo xix detestarían; antes de que muriese había casi cerrado la tapa de los poemas góticos de Rowley, y el gusto le había virado hacia la sátira, la política y el teatro.

No obstante, una generación después Chatterton se había convertido en símbolo supremo del poeta romántico. Hasta Wordsworth, cuya absorción en lo «sublime egoísta» hubiera debido —es de suponer— despertarle una antipatía crónica por el estilo de vida, los intereses y el talento de Chatterton, lo llamó «el Muchacho Maravilloso, el Alma Insomne que pereció orgullosa». Coleridge escribió sobre él una «Monodia», Keats un soneto pobre, De Vigny una obra exitosa e influyente, y Shelley lo invocó bellamente en «Adonais», la elegía que dedicó a Keats:

Los herederos de incumplido renombre

se levantaron de sus tronos, construidos más allá

del pensamiento humano, en lo Inaparente.

Chatterton se alzaba pálido; aún no se había apagado

su solemne agonía…

Pero el único romántico que parece haber usado y comprendido la poesía misma de Chatterton es Keats. Dos días después de componer la «Oda al otoño» escribió una carta a su amigo John Reynolds donde decía:

En cierto modo, siempre he asociado a Chatterton con el otoño. Es el escritor más puro de la lengua inglesa. No tiene expresiones francesas ni partículas al modo de Chaucer: es genuina expresión inglesa con palabras inglesas. He abandonado Hiperión; estaba demasiado lleno de inversiones miltonianas. El vero miltoniano sólo puede escribirse con ánimo ingenioso, o más bien de artista. Yo deseo entregarme a otras sensaciones. Hay que mantener el inglés en marcha.87

La poesía de Chatterton en sí misma, entonces, fue crucial para el desarrollo de los últimos y grandes poemas de Keats. A los demás, parece, los versos del muchacho les interesaron sólo de pasada. Lo que importaba era su modo de vida: el brillante, ingobernado talento surgido de la nada y la perturbadora combinación de orgullo y precocidad. Más importante aún era su muerte. Aunque las circunstancias exactas y las demoledoras razones financieras no se avenían del todo al estilo romántico, a grandes rasgos el cuadro se adaptaba a su ideal: anacronismo, derroche, pathos, falta de reconocimiento, rechazo y condición prematura. Para los románticos, Chatterton era el primer caso de muerte por alienación.

Con la mezcla tradicional de genio y melancolía, que tanto había preocupado al Renacimiento, los románticos crearon la hermandad siamesa de genio y muerte prematura. «Cubrid su rostro: mis ojos se deslumbran; murió joven». Dado el ideal de espontaneidad lírica y ese afán de unidad con la naturaleza tan exquisita y completa que el poeta florece y se marchita como «una planta sensitiva» (en palabras de Shelley), difícilmente habría podido ser de otro modo.88 Juventud y poesía se hicieron sinónimos. Keats murió en 1821 a los veinticinco años, Shelley un año después, a los veintinueve, y cuando dos años después Byron murió a los treinta y seis, según el post mortem ya mostraba signos de vejez en el corazón y el cerebro: «… el átomo intenso fulgura un momento/ y luego se apaga en el más frío reposo». Son versos de «Adonais», la afirmación más plena y enfática de la convicción romántica de que, para el poeta, la corrupción real es la propia vida; de que sólo «el resplandor blanco de la eternidad» es lo bastante puro para su fina sensibilidad:

Paz, paz. Él no está muerto, no duerme:

ha despertado del sueño de la vida.

Somos nosotros quienes, perdidos en visiones tempestuosas,

libramos con fantasmas una lucha inservible

y, en loco trance, hundimos el cuchillo del espíritu

en invulnerables nadas. Nosotros nos pudrimos

como cadáveres en un osario; miedo y dolor

nos convulsionan y consumen día a día y, como gusanos,

las frías esperanzas infestan nuestra arcilla viviente.

No tiene sentido, claro, preguntarse qué habría pensado de esto Keats: con su apetito, su vigor, su fibra, su goce de la vida y su inteligencia sagaz e inquieta. Como Chatterton, se ha convertido en parte del mito. Acaso el tratamiento salvaje que le propinaron los reseñadores, las cuitas causadas por Fanny Brawne y la muerte temprana fuesen tan irrelevantes para sus dotes como lo fueron para su vitalidad sus enfermizos retratos póstumos de Severn. Pero acabaron siendo esenciales para la imagen romántica. Para el siglo xix, un Keats maduro, famoso, casado y honorable habría sido una figura totalmente insatisfactoria, aun si hubiese realizado hasta el último atisbo de su genio creador:

Del contagio del lento herrumbre del mundo

está ya a salvo, y no podrá dolerse nunca

de un corazón enfriado, de un pelo encanecido en vano;

ni, cuando el centro del espíritu haya dejado de arder,

llenar de cenizas sin rescoldo una urna no llorada.

Era un dogma romántico que la vida intensa y sincera de los sentimientos no sobrevive en la edad madura. En La piel de zapa, Balzac definió las alternativas: «Tal es nuestro destino: matar la emoción y así vivir hasta viejos, o aceptar el martirio de las pasiones y morir jóvenes». Aun Coleridge, que vivió hasta la prosaica sexta década, parece haber suscrito este credo. Pero mientras los otros románticos creían que «los poderes visionarios» desaparecían inexorablemente, como juventud y con ella, sólo Coleridge reconoció la muerte de su creatividad como una especie de suicidio. De hecho, ése es el tema de su obra maestra, «Desaliento: una oda»:

Pero ahora las penas me doblan hasta el suelo;

y no me importa que me roben la alegría;

mas ¡ay! cada visitación

suspende lo que la naturaleza me dio cuando nací:

mi formador espíritu de imaginación.

Pues no pensar en lo que por necesidad debo sentir

sino ser calmo y paciente en lo posible;

y tal vez por abstrusa indagación extraer

de mi naturaleza todo el hombre natural:

ése era mi único recurso, mi solo plan;

hasta que lo que a una parte convenía infectó el todo,

y ahora se ha vuelto casi costumbre de mi alma.

De allí que acerbos pensamientos…

Parte de la genialidad del poema radica en el curioso, plañidero realismo con el cual Coleridge enfrenta las complejidades de su situación, las responsabilidades del desaliento. Si ahora las penas lo doblegan como no podían antes, no es simplemente porque aumenten su poder a medida que él envejece, sino porque él mismo ha colaborado en la traición.

Me parece indudable que Coleridge reconoce en esto una forma de suicidio, aunque sólo sea porque el pasaje reformula un tema de su «Monodia en la muerte de Chatterton», un poema que al parecer tuvo en la mente muchos años. Había escrito la primera versión a los dieciséis, siendo aún escolar en el Christ’s Hospital. En aquella etapa, el único indicio de afinidad con la solución final de Chatterton estaba en los ambiguos últimos versos, de cuyo carácter suicida nadie habría sospechado sin la avergonzada nota al pie añadida por otra mano. Durante años, Coleridge no paró de modelar el texto, de reescribirlo y extenderlo hasta duplicar la extensión original. Sólo en los agregados finales a la versión definitiva admitió la tentación que sentía por el suicidio, aunque con más retórica que convicción.

… ya no me atrevo a meditar sobre el triste tema,

temiendo que las congojas persuadan a un análogo sino:

pues, ¡ah!, goterones de hiel del ala de la locura

han ennegrecido la rubia promesa de mi primavera;

y, con dardos ciegos, el rígido destino ha traspasado

la última, pálida esperanza que temblaba en mi corazón.

Por eso sombríos pensamientos…

Seis años después el tema y el lenguaje de la «Monodia» reaparecieron mientras Coleridge escribía la gran oda «Desaliento». Así acechaba el recuerdo de Chatterton la imaginación de los poetas de comienzo del siglo xix en sus momentos de crisis; era el patrón por el cual medían la desesperación. Así como él había tomado arsénico, ahora Coleridge se envenenaba la imaginación con sobredosis de Kant y de Fichte, porque sobrevivir como poeta exigía un esfuerzo, una sensibilidad y una exposición constante que a él le resultaban demasiado dolorosas. Más adelante, lo que había iniciado la metafísica lo terminaría el opio. Aunque Coleridge siguió escribiendo poemas hasta su muerte, en 1834, como él mismo dijo, era «un trabajo sin esperanza». Poéticamente hablando, sus últimos treinta y tantos años de vida fueron una existencia póstuma.

El suicidio simbólico de Coleridge —la muerte creativa por opio— se iba a convertir en una opción para los no destinados a morir prematuramente. Baudelaire también era adicto al opio y se sumergía sistemáticamente en les bans fonds; Rimbaud, que se llamaba a sí mismo «littératuricide», abandonó la poesía a los veinte años y terminó como mercader en Etiopía. Y así con una serie de figuras menores. Más adelante volveré sobre esto. De momento, lo que importa es que, con los románticos, el poeta cambió radicalmente de imagen. Pasó a ser una figura predestinada; el público esperaba eso.

El terreno, cuatro años después de la muerte de Chatterton, lo había preparado ya la novela de Goethe Las tribulaciones del joven Werther. El martirio del amor no correspondido y la sensibilidad excesiva dieron origen a un nuevo estilo internacional de sufrimiento:

Se desató una epidemia de Werther: hubo una fiebre de Werther, una moda Werther —jóvenes de levita azul y chaleco amarillo—, caricaturas Werther y suicidios Werther. El recuerdo del personaje se conmemoraba junto a la tumba del joven Jerusalén, su original, mientras los clérigos disparaban sermones contra el libro oprobioso. Y todo esto se prolongó no años sino décadas; y no sólo en Alemania sino también en Inglaterra, Francia, Holanda y Escandinavia. El mismo Goethe observó con orgullo que hasta los chinos habían pintado a Werther y Carlota en porcelanas; su mayor triunfo fue que, cuando se encontraron, Napoleón le dijera que había leído el libro siete veces…

… Cuando la epidemia estaba en su apogeo, cierto oficial dijo: «Un individuo que se pega un tiro por una muchacha con la que no puede acostarse es un tonto, y qué importa en el mundo un tonto más o un tonto menos». Había montones de tontos así. Un «nuevo Werther» se mató con particular brillantez: después de afeitarse cuidadosamente, rizarse la coleta y ponerse ropa limpia, dejó sobre la mesa el libro de Goethe abierto en la página 218, abrió la puerta revolver en mano para atraer al público y, habiendo mirado en torno para cerciorarse de que le prestaban suficiente atención, se llevó el arma al ojo izquierdo y apretó el gatillo.89

Antes de la locura de Werther, suicidarse por razones más altas que el dinero se consideraba una falta de gusto; ahora era más que perdonable: era elegante. El caudal de alto sentimiento espontáneo que irrumpió a fines del siglo xviii como un genio de una botella quedó vindicado por sus propios excesos. Fueron justamente éstos los que manifestaron la nueva libertad frente a las restricciones racionales, chismosas y empolvadas del período clásico. El nuevo tipo de genio encontraba sus modelos en dos suicidas, Werther y —de un modo un poco diferente— Chatterton:

En aquellos días, la palabra genio se usaba mucho e indiscriminadamente, y tenía un segundo sentido peyorativo: un «genio» era un joven presuntuoso y algo extraño que se daba grandes aires sin haber demostrado que eran justificados.

De lo cual se desprende que la vida de los verdaderos genios, que además de posar producían genialidades, debía tener cierto timbre dramático, al menos en la imaginación del público idólatra. En el momento de la fiebre romántica, esa intensidad personal llegó a importar casi más que la obra misma. Sin duda, vida y obra empezaron a parecer inseparables. Por muy denodadamente que los poetas insistiesen en la impersonalidad del arte, el público se resistía a leerlos de otra manera que aquella por la cual la tuberculosis de Keats, el opio de Coleridge y el incesto de Byron se convertían en parte intrínseca de su obra; casi un arte en sí mismo, iguales y en absoluto separados.

Una vez más el paradigma primero y mejor es Werther:

En aquel tiempo, el público tenía una actitud muy personal hacia los autores, y también hacia los personajes novelescos… Se rastreaba casi con celo a los originales de los héroes de ficción famosos y, una vez se los encontraba, se sometía su vida íntima a las intrusiones más desvergonzadas y desenfrenadas. Entretanto, Carlota, Frau Hofrat Kestner, fue la primera víctima de este tratamiento, para su pena y satisfacción. El siguiente fue su marido, que entró en el juego y empezó a quejarse con toda franqueza de que, como «Albert», Goethe no le había conferido integridad y dignidad suficientes. La tumba del desdichado Jerusalén se convirtió en lugar de peregrinaje. Los peregrinos maldecían al párroco que le había negado sepultura honesta, dejaban flores en la tumba, entonaban canciones sentimentales y escribían a casa relatando esa experiencia conmovedora.

Un rasgo esencial de la revolución romántica fue hacer de la literatura no tanto un accesorio de la vida —una forma de placer y recreación para ociosos caballeros pudientes, como remilgadamente le advirtiera Walpole al atribulado Chatterton—, sino una forma de vida en sí. De modo que para el público de su tiempo Werther ya no era sólo un personaje de novela sino un modelo de vida, el iniciador de todo un estilo de sentir y desesperar. Los racionalistas y las generaciones previas habían reivindicado el suicidio y contribuido a cambiar las leyes y modernizar los primitivos tabúes eclesiásticos; pero el que volvió el acto positivamente deseable a los jóvenes románticos de toda Europa fue Werther. Algo muy parecido significó Chatterton para los poetas ingleses; su considerable reputación no dependía de su escritura sino de su muerte.

El talento romántico, pues, era suicida. Byron, el más conscientemente predestinado y dramático de la escuela, señaló una vez: «Ningún hombre empuña una navaja sin que se le ocurra cuán fácil sería cortar el hilo dorado de la vida». Por otro lado, Goethe, pese al vasto éxito de la tragedia del joven Werther, siempre miró la empresa con escepticismo. Él mismo cuenta que en su juventud admiraba tanto al emperador Otón, que se había apuñalado, que finalmente decidió que, si él no tenía valor para morir de esa forma, no lo tenía para morir de ninguna:

Esta convicción me salvó del propósito, o, más propiamente hablando, del capricho del suicidio. Entre una considerable colección de armas, yo poseía una costosa daga bien templada. Noche a noche la dejaba a mi lado y, antes de que se apagara la luz, probaba si era capaz de clavarme la aguda punta una o dos pulgadas en el corazón. Pero como en realidad no lo logré nunca, al final empecé a reírme de mí, aparté esas mañas hipocondríacas y me resolví a vivir.90

Por muy hilarante que el capricho le resultara al Goethe maduro no podemos dejar de lado que los románticos pensaban en el suicidio al acostarse, y a la mañana siguiente volvían a pensar en él mientras se afeitaban.

Una vez William Empson señaló que el primer verso de la «Oda a la melancolía» de Keats («No, no, no vayas al Leteo; no te desvíes…») nos está diciendo que «alguien, o alguna fuerza presente en el poeta, debía de tener enormes ganas de ir al Leteo, si pensamos que para frenarlos hicieron falta cuatro partículas negativas».91 En diversos grados, lo mismo vale para todos los románticos. Literalmente, la muerte era su Cleopatra fatal. Pero concebían la muerte y el suicidio con un espíritu infantil: no como final de todo sino como dramático, supremo gesto de desprecio hacia un insípido mundo burgués. La trayectoria del Werther es como la del Juggernaut indio; su triunfo se mide por el número de suicidios que deja al pasar. Lo mismo ocurre con el Chatterton de De Vigny, del que se asegura que entre 1830 y 1840 duplicó el índice anual de suicidios en Francia. Pero las autoeliminaciones à la mode de esta epidemia tenían un denominador común: la necesidad de que el suicida fuese testigo del drama de muerte. «Nuestra conciencia», dice Freud, «no cree en su propia muerte; se comporta como si fuese inmortal». Así, el gesto suicida amplifica una personalidad que mágicamente sobrevive. Se trata, pues, de una afectación literaria no menor que la moda de la levita azul y el chaleco amarillo de Werther. De nuevo Freud:

El resultado inevitable [de la compleja negación de la muerte] es que buscamos en el mundo de la ficción, en la literatura y el teatro, la compensación por lo que hemos perdido en la vida. Allí todavía encontramos gente que sabe morir; que, por cierto, se las arregla para matar a otro. Sólo allí, además, puede cumplirse la condición necesaria para reconciliarnos con la muerte; a saber, que detrás de todas las vicisitudes de la vida podamos conservar una vida intacta. Pues es realmente muy triste que la vida sea como el ajedrez, donde un mal movimiento puede obligarnos a ceder la partida, y con la diferencia de que en la vida no hay revancha. En el dominio de la ficción encontramos la pluralidad de vida que necesitamos. Morimos como el héroe con quien nos hemos identificado; pero le sobrevivimos, y estamos dispuestos a morir de nuevo, igualmente a salvo, con un héroe más.92

En el cenit del romanticismo, la vida misma llegó a vivirse como ficción y el suicidio se convirtió en un acto literario, un histérico ademán de solidaridad con el héroe literario que fuese la sensación del momento. «El único deseo de todos los Renés y los Chatterton de nuestra época», dijo Sainte-Beuve, «es ser un gran poeta y morir». Cuando a los veinte años le mostraron un paisaje especialmente delicioso, Alfred de Musset gritó de placer: «¡Ah, qué hermoso sería matarse aquí!» Algo muy parecido dijo Gérard de Nerval paseando un atardecer junto al Danubio. Años más tarde De Nerval se ahorcó con un cordón de delantal que, en su locura, tomó por «el cinturón que usaba Mme. De Maintenon cuando hizo Esther en Saint Cyr».93 Y en realidad fue uno de los pocos escritores que representó la tortura romántica hasta el final lógico. Los demás se conformaban con escribir. Hasta Flaubert, que rápidamente se especializó en asuntos más tranquilos, confesó en sus cartas que de joven «soñaba con el suicidio». Del grupo de jóvenes provincianos que integraba escribió nostálgicamente: «Vivíamos en un mundo extraño, te aseguro; nos balanceábamos entre la locura y el suicidio; algunos acabaron matándose… otro se estranguló con la corbata, varios murieron de disipación por evitar el aburrimiento. ¡Qué hermoso era!»94

Para los jóvenes románticos que imitaban a sus héroes pero no tenían las dotes de ellos, la muerte era la «gran inspiradora» y el «gran consuelo». Ellos pusieron de moda el suicidio, y en Francia, durante la epidemia de la década de 1830, «lo practicaban como el deporte más elegante».95 Acusado de empujar a su amante embarazada al Sena, un hombre se defendió diciendo: «Vivimos en la era del suicidio; esta mujer se entregó a la muerte». Para los jóvenes futuros poetas, novelistas, dramaturgos, pintores, grandes amantes y miembros de los innumerables clubes de suicidas, morir por mano propia era un camino corto y seguro a la fama. En palabras del héroe de una novela satírica del momento, Jérôme Paturot en busca de una posición social (1844), «el suicidio establece al hombre. Vivo, uno no es nada. Muerto se vuelve héroe… No hay suicidio que no sea un éxito; los periódicos se ocupan; la gente se conduele. Decididamente tengo que empezar mis preparativos». Puede que Jérôme fuera objeto de burla, pero docenas de jóvenes ya habían hecho lo que él se proponía. De 1833 a 1836, dice Maigron, los periódicos rebosaban de muertes por suicidio; cada mañana, con el café, «le lecteur peut s’ en donner, avec un petit frisson, l’émotion délicieuse» («el lector puede darse, con un pequeño escalofrío, la deliciosa emoción»).

En Inglaterra, la epidemia nunca cuajó del todo. Cierto que los índices subieron, pero se consideró que las causas eran más groseras y más prácticas que el exceso literario. En 1840, un cirujano, Forbes Winslow, atribuyó el aumento de las cifras al socialismo; dijo que después de publicarse La edad de la razón, de Tom Paine, había habido una alza repentina. También culpaba a «la humedad atmosférica» y, desde luego, a la masturbación, «cierto vicio secreto cuya práctica, nos lo temíamos, está enormemente extendida en nuestras escuelas públicas». Como cura para la fiebre francesa recomendaba duchas frías y laxantes; una respuesta de la Educación Pública a la pregunta decisiva.

A medida que el siglo xix se iba agotando y el ideal romántico degeneraba, también degeneró el ideal de muerte. En La muerte, la carne y el diablo, Mario Praz ha mostrado cómo paulatinamente el fatalismo llegó a ser sinónimo de fatalidad sexual; la femme fatale reemplazó a la muerte como inspiración suprema. «Le satanisme a gagné», escribió Baudelaire. «Satan s’ est fait ingénu» («El satanismo ha vencido. Satán se ha vuelto ingenuo»). El lugar del suicidio lo ocuparon la homosexualidad, el incesto y el sadomasoquismo, aunque no fuese sino porque resultaban mucho más chocantes. A medida que perdían poder los tabúes legales contra el suicidio se fortalecieron los tabúes sexuales. El sexo fatal tenía la ventaja de ser más seguro y lento que el suicidio, más una intensificación que la contradicción de una vida dedicada al arte.