Ahorcaron a un hombre que se había cortado la garganta, pero a quien habían salvado de morir. Lo ahorcaron por suicida. El médico los había prevenido de que era imposible ahorcarlo pues se le abriría la garganta y respiraría por la abertura. No escucharon la advertencia y colgaron al hombre. De inmediato, la herida se abrió y el hombre volvió a la vida, aunque lo habían ahorcado. Convocar a los regidores para que decidieran cómo resolver la cuestión llevó su tiempo. Por fin los regidores se reunieron y ajustaron el nudo por debajo de la herida hasta que el hombre murió. Oh, Mary mía, qué sociedad loca, qué civilización estúpida.1
Esto le escribía Nicholas Ogarev a su amante Mary Sutherland, en torno a 1860, sobre las noticias de los periódicos londinenses. Ogarev era exiliado ruso alcohólico, de inclinaciones tibiamente revolucionarias, hijo de un rico terrateniente y amigo íntimo de Alexander Herzen; la amante era prostituta de buen carácter que él había formado y poco a poco estaba educando. Sospecho que hacían falta dos marginados completos, uno de ellos extranjero ilustrado y politizado, para advertir la barbarie de la situación que el periódico había trasmitido como simple giro imprevisto de una ejecución pública, lo bastante rara como para ser noticia pero, por lo demás, no suficientemente perturbadora o notable para requerir comentario.
No obstante, al procesar al pobre suicida con tan siniestro espíritu vindicativo —condenando a un hombre a muerte por el delito de condenarse a muerte él mismo— los regidores de Londres seguían una tradición venerable santificada tanto por la Iglesia como por el Estado. La historia del suicidio en la Europa cristiana es la historia de la atrocidad oficial y la desesperación privada. Ambas pueden medirse por el tono seco e indiferente con que se describían las monstruosidades que se aceptaban. En una carta de 1601, el abogado isabelino Fulbecke cuenta que «se lleva al suicida a caballo hasta el lugar de castigo y la vergüenza, donde es colgado de una horca, y nadie puede bajar el cuerpo salvo la autoridad de un magistrado». Es decir, que el suicida era tan vil como el más vil de los criminales. Más tarde otra gran autoridad legal, Blackstone, escribiría que el entierro había sido «en el camino, con una estaca clavada al cadáver»,2 como si un suicida fuera lo mismo que un vampiro. Para abrir la tumba se solía elegir una encrucijada, que también era el lugar de la ejecución pública, y sobre la cara del muerto se ponía una piedra; como la estaca, impediría que se alzara como fantasma para acosar a los vivos. Aparentemente, el terror a los suicidas fue más duradero que el miedo a los vampiros y las brujas: la última degradación del cadáver de un suicida que se haya registrado tuvo lugar en Inglaterra en 1823, cuando un hombre de apellido Griffiths fue enterrado en la intersección de Grosvenor Place y King’s Road, en Chelsea. Pero ni siquiera entonces se dejó en paz a los autoasesinos: durante cincuenta años más los cadáveres de los suicidas indigentes o sin deudos fueron a las mesas de disección de los colegios de anatomía.
Con algunas variaciones, en toda Europa se aplicaban ultrajes similares. En Francia, con ligeras diferencias según las normas locales, el cadáver era colgado por los pies, arrastrado por las calles, quemado y arrojado al basurero público. En Metz metían al suicida en un tonel y lo botaban al Mosela para alejarlo de los lugares que el fantasma habría querido acechar. En Dantzig no se permitía sacar al cadáver por la puerta; había que bajarlo por la ventana con poleas, y luego se quemaba el marco. Hasta en la civilizada Atenas de Platón se enterraba al suicida fuera de la ciudad y lejos de otros difuntos; la mano ejecutora se le cercenaba para sepultarla aparte. Lo mismo, con variaciones menores ocurría en Tebas y en Chipre. En Esparta, fiel a las formas, las normas eran tan severas que Aristodemo fue castigado póstumamente por buscar adrede la muerte en la batalla de Platea.3
En Europa, estas venganzas primitivas adquirieron la debida dignidad; leyes estatales favorecieron su rentabilidad económica. Todavía en 1670 el rey Sol incorporó al código legal las prácticas más brutales de degradación del cadáver del suicida, añadiendo que debía difamarse el nombre del reo ad perpetuam rei memoriam; los nobles perdían el título y eran declarados plebeyos; se destruían sus blasones, se talaban sus bosques y se demolían sus castillos. En Inglaterra, el suicida era declarado felón (felo de se). En ambos países, las propiedades revertían a la Corona. Voltaire señaló qué significaba esto en la práctica: «On donne son bien au Roi qui en accorde presque toujours la moitié à la première fille de l’ opéra qui le fait demander par un de ses amants; l’ autre moitié appartient de droit à Messieurs les Fermiers généraux».*** 4
Pese al sarcasmo de Voltaire y Montesquieu, esas leyes duraron en Francia hasta 1770 y, por cierto, durante el siglo xviii fueron corroboradas dos veces. La confiscación de bienes y la difamación de la memoria desaparecieron por fin con la Revolución; el nuevo código penal de 1971 no menciona el suicidio.5 Distinto fue en Inglaterra, donde las leyes de confiscación de bienes no cambiaron hasta 1870 y en fecha tan tardía como 1961,**** cuando el suicida frustrado aún podía terminar en la cárcel. Así, los abogados desarrollaron la figura del «suicidio bajo alteración del equilibrio mental», pues un veredicto de felo de se podía privar al muerto de entierro religioso y a sus herederos del legado. Un escritor satírico del siglo xviii lo expresó de este modo:
La lectura de la prensa pública bien podría conducir a un extranjero a imaginar que somos el pueblo más lunático del mundo. Casi todos los días nos informan de que el juez instructor se ha ensañado con el cuerpo de algún suicida miserable y pronunciado el veredicto de locura. Más bien sabido es que la investigación no se ha verificado sobre el estado mental del difunto sino sobre su fortuna y su familia. Sin duda, la ley ha previsto que se trate al premeditado asesino de sí como a una bestia y se le nieguen los ritos de sepultura. Pero entre cientos de locos por fuerza, yo nunca he visto que tal sentencia se ejecutara sino en la persona de un pobre zapatero que se ahorcó en su propio local. Al pobre diablo sin un penique, que no deja dinero bastante para sufragar los gastos de un funeral, acaso pueda excluírselo del camposanto; pero la muerte autoinfligida con pistola de elegante adorno, o con espada de empuñadura francesa, califica al educado sujeto para la muerte súbita y le acredita un pomposo entierro y un monumento que asevere sus virtudes en la abadía de Westminster.6
De aquí el aforismo del profesor Joad de que en Inglaterra uno no puede suicidarse, so pena de que lo consideren delincuente si fracasa y loco si lo consigue.
Estas idioteces legales fueron, por fortuna, la última y pálida floración de unos prejuicios que antaño tenían una virulencia y una profundidad infinitamente mayores. Dado que el salvajismo de todo castigo es proporcional al miedo que suscita el acto, ¿por qué un gesto tan esencialmente privado inspiraría un miedo supersticioso tan primitivo? Fedden aporta pruebas para sugerir que las venganzas cristianas repiten, con adecuadas modificaciones, los tabúes y ritos de purificación de la mayoría de las tribus primitivas. Los doctos juristas que ordenaban enterrar a los suicidas en los cruces de caminos tenían al menos ese prejuicio en común con los brujos de Baganda.7 También se estaban retrotrayendo a una Europa precristiana donde se sacrificaban víctimas en altares alzados en las mismas encrucijadas. Como la estaca y la piedra, ese sitio, con su tráfico constante, tenía la función de impedir que el espíritu sin reposo se levantara; de no dar eso resultado, el variado número de direcciones confundiría al fantasma y le dificultaría el regreso a casa. Con la aparición del cristianismo, la cruz formada por los caminos se volvió un símbolo capaz de dispersar la energía maligna concentrada en el cadáver.8 Se trataba, en suma, de un miedo arcaico a que la sangre derramada erróneamente clamara venganza. Es decir, se trataba de ese terror particularmente desconcertado que produce la culpa. La superstición y la ley cristiana parecen sustentar la temprana teoría de Freud sobre el suicidio: que es un asesinato desplazado, un acto de hostilidad que del objeto se vuelve contra el sujeto.
En las sociedades primitivas, la mecánica de venganza es simple: bien el fantasma del suicida destruye a su perseguidor, bien el acto obliga a sus parientes a llevar a cabo la tarea, bien las férreas leyes de la tribu fuerzan al enemigo del suicida a matarse de la misma forma. Depende de las costumbres del país. Como sea, en estas condiciones el suicidio se vuelve curiosamente irreal; es como si se cometiera en la creencia cierta de que el propio suicida no morirá verdaderamente. Lo que hace —se supone— es perpetrar un acto mágico que inicia un ritual complejo, pero igualmente mágico, cuya culminación será la muerte del enemigo. A
El horror primitivo al suicidio, que sobrevivió en Europa durante tanto tiempo, era, pues, horror a la sangre derramada malignamente y no apaciguada. En la práctica esto equiparaba el suicidio con el asesinato. De allí, es de presumir, la costumbre de castigar al cuerpo del suicida colgándolo de una horca, como si fuera reo de un delito capital. De allí asimismo la terminología aplicada al acto. La palabra «suicidio», de origen latino y relativamente abstracta, es de aparición tardía. El Oxford English Dictionary data su primer uso en 1651; yo la he encontrado un poco antes en 1642*****. Pero aún era lo bastante rara como para no aparecer en la edición de 1755 del Diccionario del Dr. Johnson. Las expresiones usadas allí en cambio son «autoasesinato», «autodestrucción», «muerte de sí», «autohomicidio», «autoeliminación» (self-murder, self-destruction, self-killing, self-homicide, self-slaughter), todas las cuales reflejan las asociaciones del acto con el delito.
También reflejan las dificultades que tuvo la Iglesia para racionalizar su proscripción del suicidio, ya que ninguno de los dos Testamentos lo prohíbe directamente. El Antiguo Testamento relata cuatro suicidios —Sansón, Saúl, Abimelech y Achitofel—, ninguno de los cuales merece comentario adverso. De hecho, casi no se comentan. Con no mayor énfasis registra el Nuevo Testamento el suicidio de Judas Iscariote, el mayor de los criminales; el acto, antes que sumado a sus faltas, aparece como una medida de su arrepentimiento. Sólo mucho más tarde los teólogos invirtieron el juicio implícito de san Mateo para sugerir que Judas era más condenable por su suicidio que por la traición a Cristo. En los primeros tiempos de la Iglesia, el acto en cuestión era materia tan neutra que hasta la muerte de Cristo fue considerada por Tertuliano, uno de los Padres más feroces, como una suerte de suicidio. Tertuliano señaló, y Orígenes estuvo de acuerdo, que Cristo había entregado voluntariamente el espíritu, pues resultaba impensable que el Altísimo estuviera a merced de la cárcel. De allí derivaría el comentario de John Donne en su Biathanatos, la primera defensa formal del suicidio escrita en inglés: «Nuestro bendito Salvador… eligió sacrificar su vida por nuestra Redención, y verter su sangre».10
La idea del suicidio como pecado llega a la doctrina cristiana tardíamente y como ocurrencia subsidiaria. No fue sino desde el siglo vi que la Iglesia condenó el suicidio y la única autoridad bíblica que se invocó entonces fue una interpretación especial del sexto mandamiento: «No matarás». Fue san Agustín quien instó a los obispos a actuar; pero, como observaría Rousseau, no se basó en la Biblia sino en uno de los diálogos platónicos, el Fedón. Lo que dio filo a los argumentos de Agustín fue la manía suicida que, más que cualquier otra cosa, caracterizó a los cristianos primitivos. Volveré sobre esto más adelante. Pero en la última instancia las razones del santo eran impecablemente morales. El cristianismo se basaba en la creencia de que cada cuerpo humano es vehículo de una alma inmortal que será juzgada no en este mundo sino en el próximo. Y como todas las almas son inmortales, todas las vidas son igualmente valiosas. Puesto que la vida misma es un don de Dios, rechazarla es rechazarlo a él y frustrar Su voluntad; matar Su imagen es matarlo a Él: lo que comporta un billete sólo de ida a la condenación eterna.
El veto cristiano al suicidio, como el veto al infanticidio y el aborto, se fundaba pues en un respeto del todo extraño a la indiferencia y la proclividad romana al asesinato. Pero hay en esto una paradoja: como apuntó David Hume, el monoteísmo es la única forma religiosa que cabe tomarse en serio, porque sólo el monoteísmo trata el universo como un todo único, sistemático e inteligible; no obstante, sus consecuencias son el dogmatismo, el fanatismo y la persecución. Mientras que el politeísmo, que desde el punto de vista intelectual es absurdo, y constituye un obstáculo positivo al entendimiento científico, produce tolerancia, respeto por la libertad individual y un espacio civilizado y respirable.
Otro tanto sucede con el suicidio: al decidir que era un pecado, en cierto modo los obispos hicieron hincapié en la distancia moral recorrida desde la Roma pagana, donde el acto era habitual e incluso honorable. Pero lo que había comenzado como ternura moral e ilustración devino en las atrocidades legalizadas y santificadas por las cuales se degradaría el cadáver del suicida, se difamaría su memoria y se perseguiría a su familia. Así pues, aunque la idea del suicidio como crimen fue una invención cristiana tardía y relativamente sofisticada, más o menos ajena a la tradición judeo-helénica, se propagó por Europa como una niebla porque había tomado su fuerza de miedos, supersticiones y prejuicios primitivos que perduraban pese al desarrollo de las culturas cristiana, judía y helénica. Dada la barbarie de la Edad Oscura y de la Alta Edad Media, fue sin duda inevitable que volviese a prosperar la mente salvaje. El proceso fue muy parecido al de la asimilación de las fiestas paganas por el calendario cristiano. En México, por ejemplo, los primeros misioneros españoles inventaron santos a quienes dedicar las iglesias que construían sobre los altares de dioses mayas o aztecas. En el moderno mundo de los negocios se dice que esto es «comprar la buena voluntad» de una empresa difunta. Por lo que concierne al suicidio, el cristianismo adquirió la mala voluntad pagana.
Con todo, hay pruebas de que ni siquiera la mentalidad salvaje aceptaba el horroroso hecho con naturalidad. El miedo primitivo a los muertos puede haber sido abrumador; particularmente en el caso de muertes antinaturales o deliberadas, por asesinato o propia mano. En gran medida, fue como protección contra esos espíritus sin descanso ni paz que se elaboró el complejo e intrincado sistema de tabúes.11 Pero temer la venganza de los muertos es bastante diferente de temer la muerte en sí.******
Así, en ciertas sociedades guerreras de dioses violentos e ideales de coraje, al suicidio se lo consideraba como un bien mayor. El paraíso de los vikingos, por ejemplo, era el Valhalla, «Palacio de los que murieron por violencia», donde el dios Odín presidía el Banquete de los Héroes. Sólo podían participar del festín aquellos que hubieran muerto violentamente. El más grande honor y la calificación más segura era la caída en combate; a continuación venía el suicidio. Los que morían apaciblemente en el lecho, o de enfermedad o vejez quedaban excluidos del Walhalla por toda la eternidad. El propio Odín era el supremo Dios de la Guerra. Según Frazer, también se lo llamaba Señor de los Patíbulos o Dios de los Ahorcados, y de los árboles del bosquecillo sagrado de Uppsala colgaban en su honor cadáveres de hombres y animales. Unos versos de Hamaval tan hermosos como extraños sugieren que por el mismo rito había muerto el dios, como sacrificio para sí:
Sé que durante nueve noches enteras
pendí del árbol que agitaba el viento,
herido por la lanza , dedicado a Odín,
ofreciéndome a mí mismo.12
De acuerdo con otra tradición, Odín se hirió con su espada antes de ser incinerado ritualmente.13 En cualquier caso, era un suicida y sus adoradores actuaban siguiendo su divino ejemplo. De modo similar, había una máxima druídica que propugnaba el suicidio como principio religioso: «Hay otro mundo, y quienes se dan muerte para acompañar allí a sus amigos vivirán con ellos para siempre».14 Lo cual, a su vez, nos lleva a una costumbre habitual en tribus africanas: la de que, cuando muere su rey, guerreros y esclavos se maten para entrar en el paraíso; e incluso al suttee hindú: el rito en el cual la mujer viuda se quema en la pira funeraria de su marido.
Yendo a otros lugares, tribus tan apartadas como los esquimales iglulik y los habitantes de las islas Marquesas creían que la muerte violenta era un pasaporte al paraíso, a los que los iglulik llamaban Tierra del Día. En contraste, los que morían pacíficamente de causa natural eran confinados a la claustrofobia eterna de la Tierra Angosta. En las Marquesas iban a parar a lo más profundo del Hawaiki.15 Aun las víctimas de los terribles ritos aztecas, los jóvenes que pasajeramente se convertían en dioses gracias a que al fin les arrancarían el corazón vivo, iban al altar con una especie de optimismo perverso.
Evidentemente, promover la idea de la muerte violenta como acto glorioso era un modo eficaz de mantener en pie el espíritu guerrero; de haber podido infundir virtudes primitivas en los soldados, acaso los estadounidenses se habrían ahorrado parte de la vergüenza que pasaron en Vietnam. Los antiguos escitas, por ejemplo, consideraban que quitarse la vida cuando la vejez los incapacitaba para la vida nómada era el mayor de los honores; así libraban a los jóvenes de la tribu del trabajo y la culpa de matarlos. Quinto Curcio los describe muy gráficamente:
Existe entre ellos un tipo de hombres violentos y bestiales a los que dan el nombre de sabios. A sus ojos, anticipar el momento de la muerte es glorioso y, tan pronto como empiezan a aquejarlos la edad o los achaques, se hacen quemar vivos. Consideran que esperar pasivamente la muerte es deshonrar la vida. De modo que a los cuerpos que ha destruido la vejez no les rinden honores. El fuego se contaminaría si no recibiera al sacrificio aún palpitante.16
A este tipo de suicidio, Durkheim lo llamó «altruista»; uno de los ejemplos más altos es el capitán Oates, que se encaminó a la muerte en la nieve de la Antártida para ayudar a Scott y a sus demás compañeros condenados. Pero, allí donde a la luz de la moral toda y de la mitología de una tribu el suicidio parecía el camino a una vida mejor, los motivos de quienes se quitaban la vida no eran, es evidente, del todo puros y sacrificiales. Al contrario, eran de un intenso narcisismo: Dedicado a Odín, ofreciéndome a mí mismo. «Por medio del acto primitivo del suicidio», escribe Gregory Zílboorg, «el hombre alcanzaba una inmortalidad fantasiosa; es decir, la satisfacción ininterrumpida de un ideal hedonista, no por la vida real, sino por la mera fantasía».17 Como la muerte era a la vez inevitable y relativamente poco importante, en última instancia el suicidio era cuestión de más placer que de principio: uno sacrificaba unos días o años en este mundo para holgar eternamente con los dioses en el otro. Era, en esencia, un acto frívolo.
Por el contrario, el suicidio serio es una elección cuyos términos pertenecen por entero a este mundo; un hombre muere por su propia mano pensando que la vida que tiene no vale la pena. Suele considerarse que los suicidios de esta clase son signos de alta cultura —como si dijéramos «Dime tu índice de suicidios y te diré cuán civilizado eres»—, por la sencilla razón de que contravienen el instinto más básico: el de conservación. Pero no necesariamente es así. Si los aborígenes tasmanos se extinguieron, por ejemplo, no fue sólo porque los blancos se divirtieron cazándolos como canguros, sino también porque el mundo en el cual sucedía eso les resultaba intolerable; de modo que se suicidaron como raza negándose a alimentarse. Acaso irónicamente, y como para confirmar su dictamen, el gobierno australiano ha conservado los restos momificados de la última superviviente, una anciana, como rareza del museo. De modo parecido, cientos de judíos prefirieron quitarse la vida en Masada antes que someterse a las legiones romanas. En un plano más extremo, la conquista española del Nuevo Mundo fue un genocidio en el cual colaboraron los propios nativos. Tan cruel era el trato de los españoles que para no soportarlo miles de indios se mataron. De los cuarenta nativos del golfo de México que fueron puestos a trabajar en una mina del emperador Carlos V, treinta y nueve se dejaron morir de hambre. Todos los esclavos de un cargamento se las arreglaron para estrangularse en la bodega de un galeón, aunque el pesado lastre de piedras limitaba tanto el espacio que tuvieron que colgarse con las piernas encogidas. En el Caribe, según el historiador Girolamo Benzoni, cuatro mil hombres e innumerables mujeres y niños se arrojaron de acantilados o se mataron unos a otros. Benzoni agrega que, entre suicidios y matanzas, de los dos millones de habitantes que había originalmente en Haití sobrevivieron menos de ciento cincuenta.18 Al final, los españoles, al verse con una vergonzosa escasez de mano de obra, frenaron la epidemia persuadiendo a los indios de que ellos también se matarían para hostigarlos en el otro mundo con crueldades aún peores.
El suicidio racial por desesperación es un fenómeno particularmente puro y en comparación bastante raro. El mecanismo de autoconservación de un pueblo entero sólo da marcha atrás en las condiciones más extremas, sin sanción de la moral ni de las creencias, impávido al fanatismo. En culturas menos puras, más complejas, donde se acepta la muerte con tranquilidad pero las creencias ya no son simples y la moral fluctúa —dentro de ciertos límites— según los individuos, la cuestión del suicidio se vuelve urgente en otro sentido. El ejemplo supremo son los romanos, que transformaron la tolerancia del mundo antiguo con el suicidio en una costumbre refinada.
La tolerancia había empezado con los griegos. Los tabúes que predominaban incluso en Atenas —enterrar al cadáver fuera de la ciudad con la mano cortada y enterrada en otra fosa— se vinculaban al más hondo miedo griego a matar a los de la propia sangre. Por inferencia, el suicidio era un caso extremo de esto, y el lenguaje apenas distingue entre autoasesinato y asesinato de un familiar. No obstante, tanto en la literatura como en la filosofía el acto no merece comentarios, y sin duda no es culpabilizado. El primer suicidio literario, el de Yocasta, madre de Edipo, se nos presenta como encomiable, una salida honrosa a una situación insufrible. Homero registra el acto sin glosarlo, como cosa natural y normalmente heroica. La leyenda lo sustenta. Creyendo equivocadamente que su hijo Teseo ha caído en la lucha con el Minotauro, Egeo se arroja al mar, que en adelante llevará su nombre. Erigone se ahorca de pena al descubrir el cuerpo asesinado de su padre Icario, desatando así entre las mujeres atenienses, dicho sea de paso, una epidemia de suicidios que durará hasta que la sangre de Erigone se lave con la institución del festival de Eora. Leucaca se tira de una roca para evitar que Apolo la viole. Cuando el oráculo de Delfos anuncia que los lacedemonios tomarán Atenas si no matan al rey, Codro —el monarca reinante— entra disfrazado en campo enemigo, provoca una disputa con un guardia y se deja matar. Carondas, legislador de Catania, colonia griega en Sicilia, se quita la vida al ver que ha roto una de sus propias leyes. Otro legislador, el espartano Licurgo, extrae a su pueblo el juramento de que guardará las leyes hasta que él regrese de Delfos, adonde ha ido a consultar al oráculo sobre su nuevo código legal. El oráculo da una respuesta favorable, que Licurgo envía por escrito; luego se deja morir de hambre para que los espartanos nunca queden absueltos del juramento. Y así de seguido.19 Todos estos ejemplos tienen una cualidad en común: cierta nobleza de los motivos. Si atendemos a los relatos, los antiguos griegos sólo se quitaban la vida por las mejores razones: por pena, por altos principios patrióticos o para evitar la deshonra.
En la discusión filosófica del asunto aplicaban una distancia y un equilibrio proporcionales. Las claves eran la moderación y los principios más elevados. No se podía tolerar el suicidio si era una caprichosa falta de respeto a los dioses. Por eso los pitagóricos lo rechazaban tajantemente: para ellos, como más tarde para los cristianos, la vida era asunto divino. En el Fedón platónico, Sócrates expone con admiración esta doctrina órfica antes de beber la cicuta. Emplea el símil —que luego se repetirá a menudo— del soldado de guardia que no debe abandonar su puesto, y también el del hombre como propiedad de los dioses, a quienes irrita tanto que nos suicidemos como a nosotros nos irrita la destrucción de nuestros bienes. Un argumento muy parecido usa Aristóteles, aunque de modo más austero: el suicidio es un «delito contra el Estado» porque en el plano religioso contamina la ciudad y en el económico la debilita destruyendo un ciudadano útil. Es, por lo tanto, un acto de irresponsabilidad social. Desde el punto de vista lógico, la tesis es sin duda impecable; pero respecto al acto suicida en sí parece curiosamente irrelevante. Quiero decir: no es probable que este tipo de argumento cale en el estado de ánimo del que está a punto de matarse. El hecho de que se lo considerara tan convincente —autoridad de Aristóteles aparte— denota una actitud llamativamente serena y distanciada del problema.
Los argumentos de Platón, por el contrario, son menos sencillos, más sutiles. Sócrates repudia el suicidio en un tono de suave razón, pero al mismo tiempo hace que la muerte resulte infinitamente deseable: es la entrada a un mundo de presencias ideales del cual la realidad terrena es una mera sombra. Al final, Sócrates bebe la cicuta con tal alegría y ha defendido con tal elocuencia los beneficios de la muerte que su actitud es un ejemplo para quienes lo seguirán. Se cuenta que el Fedón inspiró al filósofo Cleombroto a ahogarse, y que la noche anterior a lanzarse sobre su espada Catón lo leyó dos veces.
Platón también propugna la moderación en otro sentido. Sostiene que cuando la vida misma se vuelve inmoderada, el suicidio pasa a ser un acto racional y justificable. Una enfermedad dolorosa o una privación intolerable son razones suficientes para perecer. Justificación ésta que filosóficamente bastaría cuando desaparecieran las supersticiones religiosas. En efecto, menos de un siglo después de la muerte de Sócrates, los estoicos habían hecho del suicidio la salida más razonable y apetecible. Tanto ellos como los epicúreos se proclamaban indiferentes a la muerte y a la vida. Para los epicúreos, el principio era el placer: todo cuanto lo promovía era bueno; lo que producía dolor, malo. Los estoicos tenían un ideal más vago, más digno: vivir de acuerdo con la naturaleza. Cuando dejaba de ser así, la muerte aparecía como elección racional adecuada a las naturalezas racionales. Así se dice que Zenón, el fundador de la escuela, se ahorcó de pura irritación después de dislocarse un pulgar a causa de un tropiezo; tenía entonces noventa y ocho años. Su sucesor, Cleanto, murió con igual aplomo filosófico. Para curarse de un flemón le habían indicado que ayunara. Como a los dos días estaba mejor, el médico lo había devuelto a la dieta ordinaria; pero Cleanto se negó aduciendo que «tras haber avanzando tanto en el viaje a la muerte, ahora no quedaría retroceder». Y debidamente se dejó morir de hambre.
En la Grecia clásica, pues, el suicidio lo dictaba una cordura tranquila aunque levemente excesiva. En Atenas y otras colonias griegas de Marsella y Ceos, donde se desarrolló la cicuta y cuyas costumbres inspiraron a Montaigne su elocuente defensa del suicidio noble, los magistrados guardaban una dosis de veneno para quienes desearan morir. El único requerimiento era elevar la causa al Senado y obtener permiso oficial. Los preceptos eran claros:
Quien ya no desee vivir deberá manifestar sus razones al Senado, y tras haber recibido permiso abandonará la vida. Si tu existencia te es odiosa, muere; si te abruma el destino, bebe la cicuta. Si te doblega la pena, abandona la vida. Haga el infeliz el recuento de su desdicha, provéale el magistrado del remedio y que la miseria llegue a su fin.20
Los primeros estoicos llevaron el tema de la propia muerte al mismo grado de la perspicacia que Henry James reservaría a la moral. Lo cual era apropiado pues, para ellos, la cuestión de cómo morir se convirtió en medida última de discriminación. Platón había justificado el suicidio cuando las circunstancias externas se hacían intolerables. Los estoicos griegos desarrollaron y racionalizaron esta postura según el ideal de vivir de acuerdo con la naturaleza. El estoicismo avanzado del Imperio Romano tardío actualizó los postulados platónicos, aunque ahora las circunstancias se habían interiorizado. Cuando la compulsión interior se hacía insoportable, la cuestión ya no era matarse o no, sino cómo hacerlo con la mayor dignidad, valentía y estilo. Para decirlo de otro modo: el logro de los griegos fue vaciar primero el suicidio de todos los horrores primitivos y, de modo paulatino, discutir el asunto más o menos racionalmente, como si en ningún aspecto pusiera en juego fuertes sentimientos. Los romanos, por su parte, lo revistieron de emoción, pero invirtiendo las emociones en el proceso. A sus ojos ya no sería moralmente malo; al contrario: la forma personal de marcharse se convertiría en prueba práctica de excelencia y virtud. La víspera de su muerte el emperador Antonino Pío ordenó a la guardia nocturna que usara como santo y seña la palabra «aequanimitas».21
Me he referido a la creencia de que, cuanto más perfeccionada y racional se vuelve una sociedad, más se aleja de los miedos primitivos y más fácilmente tolera el suicidio. El ejemplo más acabado parece ser el estoicismo romano. Los escritos estoicos rebosan de exhortaciones al suicidio, todos los cuales se bordan con más o menos elegancia en los preceptos atenienses que antes he citado en Libanio. La más célebre es la de Séneca:
Hombre necio, ¿de qué te quejas y qué temes? Mires adonde mires hay un fin a los males. ¿Ves aquel precipicio que abre su boca? Conduce a la libertad. ¿Ves ese torrente, ese río, ese pozo? La libertad mora en ellos. ¿Ves ese árbol atrofiado, reseco y dolido? La libertad cuelga de cada una de sus ramas. Tu cuello, tu garganta, tu corazón son otras tantas maneras de escapar de la esclavitud… ¿Preguntas por el camino a la libertad? Lo encontrarás en todas las venas de tu cuerpo.
Es una pieza retórica bella y cadenciosa. Pero si la retórica suele ser una protección contra la realidad, una armadura verbal que el escritor pone entre el mundo y él, Séneca llevó sus preceptos a la práctica: se clavó un puñal para evitar la venganza de Nerón, en otro tiempo discípulo suyo. No menos estoica, su mujer Paulina intentó morir con él de la misma forma; pero la salvaron.
Un solo ejemplo más basta para dar el tono de la época. Es el consejo de Atalo, ascético amigo de Séneca, a cierto Marcelino que sufría de una enfermedad incurable y contemplaba la posibilidad del suicidio:
No te atormentes, Marcelino, como si estuvieras deliberando sobre una gran cuestión. La vida es cosa sin dignidad ni importancia. Hasta tus esclavos y tus animales la poseen en común contigo: pero es cosa grande morir con honra, prudencia y valor. Piensa cuánto tiempo llevas comprometido en el mismo decurso opaco: comer, dormir y consentir tus apetitos. Tal ha sido el círculo. No sólo el hombre prudente, el valeroso o el desdichado pueden querer morir, sino aun el fastidioso.22
Tampoco aquí hay brecha alguna entre la retórica y la realidad. Marcelino adoptó el consejo de su amigo y se mató de hambre, respuesta «fastidiosa» a la salvaje complacencia de la Roma de Tiberio.
De ese modo su nombre entró en compañía de los más distinguidos del mundo antiguo. Ya he mencionado a Sócrates, Codro, Carondas, Licurgo, Cleombroto, Catón, Zenón, Cleanto, Séneca y Paulina. Entre muchos otros, están también los oradores griegos Isócrates y Demóstenes, los poetas romanos Lucrecio, Lucano y Labieno, el dramaturgo Terencio, el crítico Aristarco, y también Petronio, el más fastidioso de todos; Aníbal, Bodicea, Bruto, Casio, Marco Antonio y Cleopatra, Cocceio Nerva, Estacio, Nerón, Othon, el rey de Ptolomeo de Chipre y el rey de Sardanápalo de Persia. También están Mitrídates, que, para protegerse de sus enemigos, se había inmunizado tragando durante años pequeñas dosis de veneno. Como resultado, cuando intentó envenenarse él mismo fracasó. Y los nombres continúan. La lista de suicidas del mundo antiguo confeccionada por John Donne ocupa tres páginas, incluidos comentarios ingeniosos. Montaigne ofreció una hueste no menos numerosa. Ambos eligieron más o menos al azar entre muchos cientos de individuos, y éstos, a su vez, eran sólo una fracción de los que murieron en la boga romana.
Hay evidencia, pues, de que los romanos no observaban el suicidio con miedo ni repugnancia; lo consideraban una convalidación escogida de la forma en que habían vivido y los principios que los habían guiado. El ejemplo supremo —y supremamente perverso— es el de Corelio Rufo, un noble que, según Fedden, «dejó de lado la idea de cometer suicidio bajo el reino de Domiciano, alegando que no quería perecer en una tiranía. Una vez el poderoso emperador hubo muerto se quitó la vida con ánimo dispuesto, y como romano libre».23 Vivir con la nobleza significaba también vivir noblemente y en el momento correcto. Todo dependía del dominio de la voluntad y de una elección racional.
La ley romana se ocupaba de imponer esta actitud. No había venganzas, degradación ni muestras de miedo u horror. Al contrario: la ley era la ley, una cuestión práctica. Según el Digesto de Justiniano no podía castigarse el suicidio de un ciudadano particular si era producto de «impaciencia ante el dolor o la enfermedad, u otra causa», o bien de «cansancio de la vida… locura o miedo a la deshonra». Dado que este espectro cubría todas las causas racionales, sólo quedaba el suicidio totalmente irracional, «sin causa», y éste era punible sobre la base de que «quien no se perdone la vida, mucho menos se la perdonará a otro».24 En otras palabras, no se le castigaba porque fuese irracional sino por ser un delito. Había otras excepciones, aunque todas aún más estrictamente prácticas: era delito que se matase un esclavo por la sencilla razón de que su amo había invertido en él un capital. Como los coches, los esclavos estaban garantizados contra defectos: ocultas averías físicas, temperamento suicida o criminal. Si alguno se mataba o intentaba hacerlo dentro de los seis meses posteriores a la adquisición, se podía devolver —vivo o muerto— al antiguo amo y el trato era declarado inválido.25 De igual modo, los soldados eran propiedad estatal y su suicidio equivalía a deserción. Es decir, que la ley romana tomaba literalmente los dos símiles —el soldado y las propiedades— que Sócrates había usado con tanta elocuencia. Por último, también era ilícito que un criminal se quitara la vida durante un juicio por un crimen cuyo castigo sería la confiscación de sus bienes. En este caso se declaraba al suicida falto de herederos legales. No obstante, se permitía que los familiares defendieran al acusado como si aún viviera; si se le encontraba inocente, ellos retenían la herencia; si no, los bienes iban al Estado. En resumen, para el derecho romano el delito del suicidio era estrictamente económico. No ofendía a la moral ni a la religión, sólo a las inversiones de capital de los poseedores de esclavos o al erario estatal.
Hay en todo esto un heroísmo glacial admirable, envidiable incluso, y también —al menos desde nuestra perspectiva— curiosamente irreal. Parece imposible que alguna vez la vida y la conducta hayan podido ser tan racionales, y la voluntad tan digna de confianza en el momento crítico. Que los romanos fueran capaces de actuar como obedeciendo a una extraordinaria disciplina interior, una disciplina del alma en la cual no creían. Y ese heroísmo también nos dice algo sobre la monstruosa civilización de la cual formaba parte. Antes sugerí que sólo hace relativamente poco la muerte dejó de ser un hecho público y superficial. En la Roma imperial, la superficialidad alcanzó ese grado de locura en que nada menor que la muerte era para la muchedumbre entretenimiento de veras. Donne cita una fuente autorizada según la cual en un solo mes murieron treinta mil hombres en espectáculos de gladiadores.26 Frazer dice que en un momento la gente llegó a ofrecerse para ejecuciones públicas a un precio de cinco minae (unos 200 dólares actuales) a ser pagados a los herederos; añade que tan competitivo era el mercado que los candidatos se ofrecían a morir apaleados, y no decapitados, ya que el apaleamiento era más lento, más doloroso y por lo tanto más espectacular.******* 27 Quizá, entonces, la dignidad estoica fuese la última defensa contra la sordidez asesina de la propia Roma. Cuando esos héroes impávidos miraban en torno veían una vida tan atroz, cruel, arbitraria, corrupta y aparentemente inapreciada que se aferraban al ideal racional muy a la manera en que los pobres cristianos se aferraban a la fe en el Paraíso y la bondad de Dios pese a —o a causa de— lo míseramente que vivían en la tierra. El estoicismo, en suma, era una filosofía de la desesperación. No por nada Séneca, el vocero más poderoso e influyente de la escuela, había sido también maestro de Nerón, el emperador más sanguinario.
Tal vez fue por esto que la histeria religiosa de los primeros cristianos asimiló tan fácilmente el ideal estoico de la serenidad. El suicidio racional era una especie de corolario aristocrático al apetito vulgar de sangre. El cristianismo, que empezó como religión para los pobres y rechazados, se hizo cargo de ese apetito, lo combinó con el hábito del suicidio y los proyectó en el deseo de martirio. Los romanos podían arrojar a los cristianos a los leones para divertirse, pero no estaban preparados para que los cristianos recibieran a los animales como instrumentos de gloria y salvación. «Dejadme gozar de estas fieras», dijo Ignacio, «a quienes desearía mucho más crueles de lo que son; y si no me atacan, las provocaré y atraeré por la fuerza».28 La persecución de los primeros cristianos fue menos un hecho religioso y político que una perversión de su propia búsqueda. Para los refinados magistrados romanos, la obstinación de los cristianos era sobre todo un motivo de vergüenza; como cuando se negaban a hacer los gestos de fórmula hacia la religión oficial que les salvaría la vida o, una vez condenados, cuando se rehusaban a disponer entre juicio y ejecución de un lapso conveniente para escaparse. La vergüenza se volvía irritación cuando los presuntos mártires, pioneros en tácticas revolucionarias, respondían a la clemencia con la provocación. Y culminaba en tedio. Cierto procónsul africano, rodeado por una turba cristiana que pedía el martirio a ladridos, gritó: «Colgaos y ahorcaros vosotros solos y dejad al magistrado en paz».29 Otros, no menos hartos, no lo soportaban tan bien. La gloriosa compañía de los mártires llegó a acoger a miles de hombres, mujeres y niños que fueron decapitados, quemados vivos, arrojados a precipicios, asados en parrillas o descuartizados, todos más o menos gratuitamente, por voluntad propia, siempre a modo de provocación. El martirio fue tanto una represalia de Roma como una creación cristiana.
Así como asimilaron las fiestas religiosas, los cristianos primitivos adoptaron la actitud romana hacia la muerte y el suicidio; en el proceso, las magnificaron teológicamente, las distorsionaron y por último las invirtieron. Fuera de la clase que fuesen, los romanos no daban importancia a la muerte. En cambio les importaba mucho que la forma de morir fuese decente, racional, digna y oportuna. En otras palabras, por el modo de morir se medía el valor final de una vida. Aunque mostraban la misma indiferencia, los primeros cristianos cambiaron la perspectiva. Vista desde el cielo cristiano, en el mejor de los casos la vida era trivial; en el peor, vil: cuando más plena la vida, más grande la tentación de pecar. Por eso, la muerte era una liberación que se esperaba o buscaba con impaciencia. O sea, que cuanto más poderosamente la Iglesia inoculaba a los creyentes la idea de que este mundo era un valle de lágrimas, pecado y tentaciones, donde esperaban de mala gana que la muerte les franqueara el paso a la gloria eterna, más irresistible se hacía el deseo de suicidarse. Ni siquiera para los romanos más estoicos el suicidio dejó de ser nunca más que un último recurso; al menos esperaban hasta que la vida se hacía insoportable. Para la Iglesia primitiva, en cambio, la vida era insoportable en cualquier condición. ¿Por qué esperar entonces vivir sin redención cuando apenas una puñalada separaba de la dicha celestial? En los comienzos, la enseñanza cristiana fue una poderosa incitación al suicidio.
Los Padres de la Iglesia idearon otro estímulo, al menos no tan poderoso como la dicha celestial. Ofrecían la gloria póstuma: los nombres de los mártires celebrados anualmente en el calendario eclesiástico, el relato oficial de las muertes, la adoración de las reliquias. Tertuliano, el más sediento de sangre —prohibió explícitamente a su rebaño intentar siquiera huir a la persecución—, sacó a relucir también la más dulce de las recompensas: la venganza. «No ha escapado al castigo la ciudad que haya derramado sangre cristiana».30 Los mártires atisbarían desde el Paraíso la eterna tortura de sus enemigos en el Infierno.
Pero por encima de todo estaba el logro de cierta redención. Así como el bautismo purgaba el pecado original, el martirio lavaba todas las transgresiones subsiguientes. Al igual que la muerte violenta para los vikingos o los esquimales iglulik, les garantizaba a los cristianos el ingreso al Paraíso. La única diferencia era que los mártires no morían como guerreros sino como víctimas pasivas; la guerra que libraban no era de este mundo y sólo obtenían victorias pírricas. Por otro camino, hemos vuelto al suicidio frívolo.
Teológicamente, el argumento era irresistible, pero responderle exigía un fanatismo rayano en la demencia. De mala y con cierta incomodidad, Donne observó «que esos tiempos adolecían de un deseo natural de tal muerte… Pues la época había desarrollado una hambre tan voraz [de martirio] que a muchos se les bautizaba sólo porque serían quemados, y a los niños se les enseñaba a ofender y provocar a los verdugos, para que éstos los arrojaran al fuego».31 Lo cual culminó en la genuina locura de los donatistas, cuya lujuria martirológica alcanzó tal extremo que la Iglesia acabó declarándolos herejes. Gibbon describió con elegancia su gloria extraña y ambigua:
Inflamaba la furia de los donatistas un frenesí de la más extraordinaria especie; y el cual, si realmente prevaleció entre ellos en grado tan extravagante, sin duda no tiene paralelo en ningún otro país ni época. A muchos de estos fanáticos los poseían el horror a la vida y el deseo de martirio; y, si su conducta era santificada por la intención de consagrarse a la gloria de la fe verdadera y la esperanza de la dicha eterna, se les daba un ardite a manos de quién perecían o por qué medios. En ocasiones perturbaban toscamente las fiestas y profanaban los templos de los paganos con el deseo de incitar a los idólatras más celosos de vengar el honor de sus dioses injuriados. A veces se habrían paso en los tribunales de justicia y obligaban a atemorizados jueces a ordenar que los ejecutaran. Con frecuencia paraban a los viajeros en los caminos públicos y los forzaban a infligirles el golpe del martirio, prometiéndoles una recompensa si consentían, y amenazándolos de muerte instantánea si se negaban a dispensar un favor tan singular. Cuando fracasaban con todo otro recurso, anunciaban el día en que, en presencia de amigos y hermanos, se arrojarían de una roca empinada; y se sabe de muchos precipicios que adquirieron fama por el número de estos suicidios religiosos.32
Los donatistas florecieron —si cabe la palabra— en los siglos iv y v de nuestra era e inspiraron a su contemporáneo san Agustín el siguiente comentario: «Su juego diario es matarse por respeto al martirio». Pero Agustín también reconocía el dilema teológico de la enseñanza cristiana: si el suicidio se permitía como forma de evitar el pecado, era lógico que se convirtiese en la salida para los que acababan de bautizarse. Este sofisma, combinado con la manía suicida de los mártires, lo indujo a urdir argumentos para demostrar que el suicidio era «una vileza detestable y condenable», un pecado mortal mayor que cualquier otro posible de cometerse entre el bautismo y la muerte divinamente dispuesta. Ya he dicho que la primera línea argumental la derivó del quinto mandamiento, «No matarás». El que se daba muerte infringía este mandamiento y se volvía asesino.B Además, si alguien se mataba para pagar sus faltas estaba usurpando la función del Estado y la de la Iglesia; y, si se mataba por no pecar, se estaba tiñendo las manos con su propia sangre inocente: pecado peor que todos cuantos pudiera cometer, ya que no podía arrepentirse. Por último, Agustín retomó el argumento platónico y pitagórico de que la vida es un don de Dios y de que nuestras acciones no deben acortarnos los sufrimientos, que han sido divinamente ordenados; la paciencia con que los soportamos da la medida de nuestra grandeza de alma. Matarnos sólo demuestra que no hemos aceptado la voluntad divida.
La amplia autoridad de Agustín y los excesos de los presuntos mártires acabaron por inclinar la opinión en contra del suicidio. En el año 533, el Concilio de Orleans negó los ritos funerarios a quien se matara tras haber sido acusado de un delito. Con esto no sólo seguía la ley romana formulada para salvaguardar el derecho del Estado a la herencia del suicida sino que también condenaba el suicidio como falta en sí y como crimen más serio que otros, ya que a los criminales corrientes se les concedía sepultura cristiana. Treinta años más tarde la Ley Canónica reconocería esta seriedad sin calificarla. En 562, el Concilio de Braga negó los ritos funerarios a todos los suicidas, independientemente de la posición social, la razón o el método utilizado. El paso final lo dio en 693 el Concilio de Toledo, por el cual aun el intento de suicidio pasó a ser causa de excomunión.
La puerta se había cerrado de golpe. Lo que para los romanos fuera alternativa decente, y para los cristianos primitivos llave de entrada al Paraíso, se transformaba en el más mortal de los pecados. Mientras que san Mateo había relatado el suicidio de Judas Iscariote sin comentarios —dando a entender así que en cierto modo el acto expiaba sus otros crímenes—, los teólogos posteriores condenaban a Judas más por haberse matado que por haber traicionado a Cristo. En el siglo xi, san Bruno llamó a los suicidas «mártires de Satán», y dos siglos después santo Tomás de Aquino selló la cuestión entera en la Summa: el suicidio, decía, era un pecado mortal contra Dios, quien daba la vida; también un pecado contra la justicia y la caridad. Pero incluso allí, en lo que sería el centro de la doctrina cristiana, Aquino se estaba valiendo de fuentes no cristianas, tal como el argumento de Agustín en el cual el pecado contra Dios derivaba en última instancia de Platón. El del pecado contra la justicia —referido a la responsabilidad individual para la comunidad— se remontaba a Aristóteles. En cuanto al pecado contra la caridad, Aquino se refiere a la caridad instintiva que cada cual se debe a sí mismo; es decir, al instinto de autoconservación que el hombre comparte con los animales inferiores; oponérsele significa pecar mortalmente, porque es ir contra la naturaleza.C El primero que utilizó este razonamiento fue el general hebreo Josefo, y lo hizo para disuadir a sus soldados de matarse después de que los derrotaran los romanos (Josefo también empleó el argumento de Platón).
Pero por mucho que los argumentos se apoyaran en fuentes no cristianas, en los largos y supersticiosos siglos que transcurrieron entre san Agustín y santo Tomás el suicidio fue para el cristianismo el pecado más mortal. Agustín lo había atacado a modo preventivo: el culto del martirio se había desbocado y, en todo caso, en el siglo iv ya no era relevante para la situación de la Iglesia. Además, ofendía ese respeto por la vida como vehículo del alma que era esencial a la enseñanza de Cristo; no tenía sentido amar al prójimo como uno mismo si estaba permitido matarse. No obstante subsistía el hecho de que, apenas disfrazado de martirio, el suicidio era la roca sobre la cual la Iglesia se había alzado. Es posible, pues, que el carácter absoluto de la condena y las espantosas venganzas que recibían los cadáveres de los suicidas fueran directamente proporcionales al poder que el acto ejercía en la imaginación cristiana y a la persistente tentación de escapar a las trampas de la carne por el camino más corto y seguro. Así, cuando a comienzos del siglo xiii los albigenses buscaron el martirio siguiendo el ejemplo de los primeros santos, la Iglesia consideró que sólo estaban agravando la condena que ya les habían valido otras herejías. Justificaban así el salvajismo terrible con que serían masacrados.
Fedden cree que las enseñanzas de Agustín y la Ley Canónica fueron conjuntamente el catalizador que liberó el primitivo terror al suicidio que en períodos más racionales había estado reprimido. Puede ser. Pero también ocurrió algo más profundo: lo que había empezado como medida preventiva derivó en una especie de cambio universal de carácter. El mismo acto que durante el primer florecimiento de la civilización occidental fuera tolerado, después admirado y al cabo anhelado como signo supremo de fe, terminó convirtiéndose en objeto de intensa repulsa moral. Cuando en el Renacimiento tardío volvió a surgir la cuestión del derecho individual a quitarse la vida, pareció que desafiaba la estructura toda de las creencias y de la moral cristiana. De allí que, tras un paréntesis de más de mil años, hombres como John Donne tuvieran que defender el acto tan sinuosamente. De allí también el tono de áspera rectitud moral de los detractores, la sincera certeza de que no necesitaba razonar porque tenía detrás todo el peso inmenso de la autoridad eclesiástica. Los argumentos cada vez más abiertos y racionales de los filósofos —Voltaire, Hume, Schopenhauer— lograron conmover poco y nada esa certeza, aunque con el paso del tiempo las denuncias pías se fueron volviendo más estridentes, menos seguras, más furiosas.
Para que hubiera un cambio hizo falta la contrarrevolución científica. En 1879, Henry Morselli, profesor italiano de medicina psicológica y el predecesor más distinguido de Durkheim en el uso de las estadísticas para analizar el problema, escribió: «La antigua filosofía individualista le había dado al suicidio un carácter de libertad y espontaneidad, pero ahora es preciso estudiarlo, ya no como expresión de facultades individuales e independientes, sino como fenómeno social vinculado a otras fuerzas raciales».35
Se trata de un cambio de lo individual a lo social, de la moral a los problemas. Socialmente hablando, el beneficio fue enorme: poco a poco desaparecieron las penas legales; las familias de los suicidas ya no se vieron desheredadas ni manchadas por sospechas de locura trasmitida; pudieron enterrar a sus muertos y llorarlos como cualquier deudo. En cuanto al suicida frustrado ya no fue a parar al patíbulo ni a la prisión sino, en el peor de los casos, a una sala de observación en un hospital psiquiátrico; más a menudo no tuvo que enfrentarse con nada más doloroso que su depresión.
Existencialmente, con todo, también hubo pérdidas. Bastante brutal; la condena de la Iglesia al autoasesinato se basaba en la preocupación por el alma del suicida. Contrariamente, gran parte de la moderna tolerancia científica parece sostenerse en la indiferencia humana. Se retira el acto del reino de la condena sólo al precio de transformarlo en un problema interesante pero puramente intelectual, ajeno no sólo al oprobio sino también a la tragedia y la moral. Pienso que hay una distancia notablemente corta entre la idea de la muerte como un suceso fascinante, levemente erótico, que ocurre en una pantalla televisiva, y la del suicidio como problema sociológico abstracto. Pese a lo mucho que se habla de prevención, quizá el científico social no esté rechazando el suicidio menos dogmáticamente que los teólogos cristianos. Así, hasta el autor que inicia el tema en la Enciclopedia de la Religión y la Ética escribe con inocultable alivio: «Acaso la mayor contribución de los tiempos modernos al tratamiento racional del problema sea la consideración… de que muchos suicidios son hechos de carácter no moral, competencia del especialista en enfermedades mentales». Las connotaciones son claras: se ha retirado al suicida moderno del vulnerable, volátil mundo de los seres humanos para esconderlo a salvo en el pabellón aislado de la ciencia. Dudo de que Ogarev y su amada prostituta hubieran agradecido mucho el cambio.