2. JOHN DONNE Y EL RENACIMIENTO





En la Edad Media, el tabú contra el suicidio iba unido a una intensa preocupación por la muerte y sus detalles más horripilantes: la putrefacción y los gusanos, la fugacidad de la gloria terrena, la fatalidad de la ruina y el salvaje y cicatero juicio de Dios. La gran imagen popular de todo esto —representada, pintada, labrada en iglesias e incesantemente propagada en grabados baratos y adecuadamente truculentos— era la Danza de la Muerte, en la cual un desenfadado esqueleto bailaba el último vals con cuarenta órdenes de vida diferentes. Cualquiera que fuese el rango o la profesión, no escapaba nadie. La muerte era la única forma de igualdad política que la Edad Media entendía; una igualdad del terror:

Nada delata con más claridad el excesivo miedo a la muerte dominante en la Edad Media que la creencia popular, luego difundida ampliamente, de que Lázaro, después de resucitar, vivió siempre infeliz y aterrorizado, pensando que tendría que cruzar otra vez el umbral de la muerte. Si un justo tenía tanto miedo, ¿cómo iba a calmarse el pecador?64

La vía era torva y estrecha; la muerte, atroz; la eternidad, probablemente peor. Hay una diferencia profunda entre esta obsesión despavorida y el tono sereno del Renacimiento:

La muerte remedia todos los males: es un amparo segurísimo al que no se ha de temer y que a menudo se ha de buscar: todo se reduce a un lapso, ya ponga el hombre fin por sí mismo, ya lo soporte, ya se adelante a su hora, ya la espere; cuando quiera que llegue, siempre será la suya; dondequiera el hilo se rompa, allí estará todo y será el final de la trama. La muerte más voluntaria es la más bella. La vida depende del empeño de otros; la muerte, del nuestro.65

El párrafo es de Montaigne y pertenece a «Una costumbre de la isla de Cea», siendo costumbre de marras el suicidio legal para aquellos cuya vida ha perdido propósito y sentido. Montaigne lo discute sin exaltarse, como si fuera el acto más natural del mundo. Una digna usanza romana que estaría bien recuperar. Y la autoridad que invoca no es la de la Iglesia sino la de los clásicos, en particular Séneca. Las connotaciones de este cambio de marco referencial —por mucho que en la práctica se limitara y que la Iglesia conservara su enorme poder— serían enormes. He aquí a Montaigne una vez más: «Hegesias solía decir que, lo mismo que las condiciones de la vida, la calidad de la muerte dependía de nuestra elección». Es como si el redescubrimiento de los clásicos hubiera devuelto al hombre el don de la muerte propia.

Dante escribió la Divina comedia a comienzos del siglo xiv. En menos de doscientos años, sin que nadie siquiera lo mencionase, el suicidio volvía a ser una opción posible. Siguiendo a Platón, Tomás Moro, en la Utopía, le había dado el visto bueno como una suerte de eutanasia voluntaria. En el siglo xvi, la muerte ante la deshonra y el suicidio por amor serían lugares comunes de poetas y dramaturgos, por mucho que tronantes predicadores aún los condenaran como crímenes enormes. Para los poetas tudor e isabelinos, el modelo de la virtud matrimonial era Lucrecia. Con todo, la desesperación seguía siendo un pecado mortal. En uno de los pasajes mejor escritos de La reina de las hadas, una Desesperación alegórica, agazapada en su cueva entre cadáveres de suicidas, tienta al caballero de la Cruz Roja:

¿Y qué si algún dolor da el tránsito,

que a la frágil carne hace temer la ola amarga?

¿No es dolor breve y bienvenido el que procura largo alivio

y pone el alma, a dormir en tumba quieta?

El sueño tras el afán, tras la tormenta el puerto,

la paz tras el combate, la muerte tras la vida dan gran gozo.

Se ha sugerido que Spencer ensalzó la desesperación porque era muy proclive a ella, aislado como vivía en Irlanda, desdichado, en la ruina y sin reconocimiento. Pero los argumentos que usa son perfectamente tradicionales. (El soldado no debe abandonar su puesto, dice el Caballero de la Cruz Roja. Pero cuanto más se vive, contraataca la Desesperación, más se peca.) Y cuando al fin el caballero acepta una daga para apuñalarse, Una se adelanta y en una sola estrofa vivaz logra convencerlo de que no lo haga. A lo cual ambos parten, dejando a la Desesperación desesperada.

Por lo general, puede confiarse en que Spencer plantee lo convencional con elegancia, pero convencionalmente. En otros autores, las certezas son menos firmes. Bacon, por ejemplo, no hace distinción moral entre el suicidio y la muerte por causas naturales; para él, como para el sociólogo decimonónico Morselli, «un cadáver es un cadáver». Lo único que importa del acto es la dignidad, cierta elegancia. Lo mismo ocurre con Shakespeare: como en todo lo demás se mantiene neutral gracias a su papel de dramaturgo práctico.66 De los muchos suicidas que hay en sus dramas —catorce en ocho obras, dice Fedden— sólo Ofelia, la menos convencional, es objeto de condena eclesiástica. Pero el sacerdote que le niega los ritos funerarios plenos es apartado por Laertes, que apasionado y convencido exclama:

Te digo, cura patán,

que mi hermana será un ángel mediador

cuando tú aúlles en la fosa.

Otro cura, fray Lorenzo, narra el doble suicidio de Romeo y Julieta sin un atisbo de reprobación, y hasta un buen católico veneciano como Casio recibe el suicidio de Otelo como un rasgo de nobleza: «Ya temía yo esto, mas pensé que no tenía arma; pues era de gran corazón». Es un tratamiento exactamente opuesto al que da Dante a Piero delle Vigne: el suicidio no tiene ningún peso pecaminoso; lo que importa es su inevitabilidad trágica y cuánto enaltece su carácter heroico. En vez de condenar al Moro, el suicidio corrobora su nobleza.

De lo cual no puede deducirse gran cosa. La actitud de Shakespeare hacia los problemas morales era básicamente la misma que tenía hacia las fuentes: una actitud pragmática. La cuestión es la obra. Nunca habría permitido que los prejuicios morales —cualesquiera que tuviese— subvirtieran su instinto para la eficacia dramática. Por lo demás, los gustos del Alto Renacimiento en materia trágica no entrañaban ninguna tolerancia nueva al suicidio real. El sufrimiento de un héroe, distanciado y ennoblecido por el drama poético, transcurría literalmente en otro mundo que el del suicida de la calle, que rara vez era trágico, nunca grandioso y muy a menudo sórdido, deprimente y empantanado. No habría habido razón válida para que el cadáver de un Otelo real no fuera arrastrado por la ciudad y enterrado en una encrucijada con una estaca en el corazón. Hasta en la santa república ideal de Tomás Moro al suicida no autorizado se lo habría dejado «insepulto en una ciénaga hedionda».

Así pues, lo que distingue la actitud renacentista de la medieval ante el suicidio no es un súbito acceso práctico de ilustración sino una insistencia nueva en el individualismo, a cuya luz los grandes problemas morales de la vida, la muerte y la responsabilidad se muestran más fluidos y complejos que antes, y mucho más abiertos al debate. El Renacimiento fue un momento de considerable refinamiento; una inclinación en el eje del mundo moral había cambiado todo el ambiente.

El ejemplo más notable y claro es John Donne, que aparte de otros talentos y distinciones, escribió la primera defensa inglesa del suicidio: Biathanatos. Una declaración de la paradoja, o tesis, de que el homicidio de sí no es tan naturalmente pecado que no pueda ser de otro modo.I En un tiempo, entre los académicos resultaba elegante explicar que en realidad Donne no había dicho en serio lo que había dicho. El libro era un mero alarde más de ingenio y erudición, de la habilidad de un escritor, célebre por sus paradojas y poemas escandalosos, para defender cualquier postulado por indefendible que pareciese. La verdad, el libro es una de las realizaciones menos atractivas de Donne: intrincado, puntilloso, a veces pedante y a menudo tan culto que se nos antoja asfixiante. En suma, tan apretado de defensa como de argumentación. Por otra parte no encaja bien con la imagen del casto, sombrío eclesiástico cristiano en que Donne acabaría convirtiéndose. Pero él no tiene remilgos en mostrar cuán familiar le es el tema.J En el prefacio explica que justamente por eso ha escrito el libro:

Beza, hombre… eminente e ilustre, en el ápice de la gloria y el cenit del entendimiento… confesó de sí que sólo por la angustia de la caspa que le cubría la cabeza se habría ahogado una vez arrojándose en París del puente de los Molineros, si por azar su tío no se hubiera cruzado por allí; a menudo yo tengo tal enfermiza inclinación. Y sea porque tuve mi primera crianza y conversación con hombres de una religión reprimida y acongojada, habituada al desprecio de la muerte y hambrienta de un martirio imaginado; o porque el enemigo común encuentra en mí esa puerta peor cerrada contra su intromisión; o porque haya una perplejidad y flexibilidad en la doctrina misma; o porque mi conciencia me asegura que ninguna cavilación rebelde contra los dones de Dios, ni otra concurrencia pecaminosa, acompaña en mí estos pensamientos; o que un valeroso desdén, o que una tenue cobardía lo engendre, cuando quiera que me asola una aflicción, creo tener las llaves de mi prisión en mi mano, y no hay remedio que se me presente al corazón tan pronto como mi propia espada. La asidua meditación de estas cosas me ha llevado a interpretar caritativamente a quienes actúan de ese modo: y me ha inducido a observar un poco y examinar sus razones, que tan perentorios juicios les acarrean.68

No hay aquí el menor disimulo. Donne ha escrito sobre el suicidio porque se ha visto continuamente tentado de cometerlo. Más avanzado el libro se esfuerza por exhibir su ingenuidad y su dominio de los recovecos de las leyes civil y canónica; escribe como quien lo ha leído literalmente todo y quiere que se sepa. El prefacio es escrupulosamente personal de un modo en que lo es muy poca prosa del siglo xvii. Con esa curiosa intuición intelectual que sustenta todo lo que hizo, Donne llega incluso, en el mejor estilo psicoanalítico, a vincular su sentimiento del suicidio con una infancia entre oprimidos jesuitas.

Es precisamente esta mirada interior la que distingue su actitud del estoicismo fácil de sus contemporáneos. La esencia del suicidio estoico radica en la deliberación: es un acto de orgullosa nobleza procedente de una filosofía vital que juzga qué es insoportable y qué no. Siempre hay en el un atisbo de autodramatización, lo cual, entre otras razones, explica por qué a Shakespeare le resultaba tan útil. Da la impresión de que para Donne, en cambio, el suicidio hubiera sido un problema no de elección o de acción sino de estado de ánimo; algo vago pero penetrante, como una larga lluvia. Al cabo de cierto punto, la existencia le quedó impregnada de una humedad suicida.

De modo que al escribir Biathanatos no se limitaba a exponer las inconsistencias de la normativa eclesiástica contra el suicidio, ni mucho menos defender porfiada y ostentosamente una paradoja herética. Se ha sugerido que su doctísima exploración del suicidio en las sociedades no cristianas y el mundo animal, y la conclusión triunfal de que «en todo tiempo, en todo lugar, en toda ocasión hombres de todas las condiciones se han visto afectados por él, y hacia él han sentido inclinación», no pasa de ser un ensayo psicológico primitivo, tosco primer borrador de la teoría freudiana del instinto de muerte.69 Según esta perspectiva, cuando Donne tomó los hábitos la obsesión por la muerte, en vez de desaparecer, «se transfirió del campo psicológico al teológico». De allí la continua insistencia en la muerte de sus sermones y poemas divinos y el drama macabro de sus últimas semanas, tan impresionante para sus contemporáneos, cuando se levantó del lecho de muerte para pronunciar su sermón último y supremo, «El duelo de la muerte»:

Cuando para asombro de algunos testigos apareció en el púlpito, muchos de ellos pensaron que se presentaba no para predicar la mortificación con voz viva, sino la mortalidad con un cuerpo en ruinas y el rostro moribundo… Muchos vieron sus lágrimas, y oyeron su voz débil y hueca, profesando luego que en su parecer el texto había sido proféticamente escogido, y que el doctor Donne había dicho su propio sermón funerario.70

Parece que Donne pensaba lo mismo. Hizo pintar su retrato en una mortaja, cerrados los ojos, las manos cruzadas. Luego, este cuadro de él mismo como cadáver fue colgado junto al lecho, donde pudo contemplarlo durante los quince días que le quedaron. Su último acto fue colocarse en la posición en que sería enterrado, casi como si quisiera saber de antemano cómo era estar muerto: «Cuando su alma ya ascendía, y él exhalaba el último aliento, cerró los ojos; y luego dispuso las manos y el cuerpo en una postura tal que no requiriese la menor alteración de los que iban a amortajarlo».71

El profesor Roberts opina que la representación, excesiva y muy por encima de las costumbres de la época, era un signo de la constante obsesión de Donne con la muerte. Tal vez. Pero también era un gesto conservador, a tono con las actitudes medievales y la adjunta meditación exacerbada sobre las Cuatro Cosas Últimas: la Muerte, el Juicio, el Cielo y el Infierno. Es como si en sus días finales Donne hubiera santificado su obsesión canalizándola en formas tradicionales. Quizá por eso a una figura piadosa y convencional como Walton no le fue difícil admirar el rito. La imagen depresiva y atormentada, bastante propia del siglo xx, que Donne había ofrecido antes de entrar en la Iglesia, se había transformado lentamente en un clérigo tradicionalmente pío y sediento de Más Allá.

El mismo choque entre tradición y novedad se lee en Biathanatos. Para defender el suicidio, Donne adopta una línea particularmente moderna y admite haber sentido la tentación. No obstante, al mismo tiempo convoca y expone todos los torturados argumentos medievales en contra del acto. Así, la obra se vuelve una lucha entre dos corrientes culturales opuestas: los inmensos conocimientos y la lógica formal entrañan un largo compromiso con el mundo escolástico; pero la argumentación rechaza ese mundo en sus propios términos y mediante sus propias fórmulas. En suma, Donne escribe una obra casi medieval para desaprobar la creencia medieval de que el suicidio no es un tema posible.

De no ser por el prefacio, Biathanatos —un texto formal, espinoso, repelente— parecería harto remoto de las preocupaciones íntimas de Donne. Pero el mismo año en que lo escribió, 1608, escribió también una carta a su amigo sir Henry Goodyer que sitúa firmemente el libro en su contexto de depresión:

Dos de las cosas más preciosas que Dios nos ha concedido, para tormento y ejercitación de nuestro juicio y espíritu, que son una sed y una ansia de la vida próxima, y la plegaria y meditación sobre ellos, a menudo se ven emponzoñadas, y se pudren, y caen abandonadas en morbo corrupto… A menudo se ha sospechado estar poseído de la primera de estas cosas; o sea, de un deseo de la otra vida: de lo cual sé que no es por mero cansancio que sienta de ésta, pues los mismos deseos tenía cuando me dejaba llevar por la corriente, y gozaba de esperanzas más lúcidas que ahora: sin embargo, dudo de que los escollos de la vida los haya incrementado. No querría que la muerte me llevara dormido. No quisiera que meramente se apoderase de mí y sólo me declarara muerto, sino que me asaltara y me venciera. Cuando deba zozobrar quisiera hacerlo en el mar, donde mi impotencia encuentre alguna excusa; ni en una triste laguna entre juncos donde no cupiera mucho esforzarse a nado. Por lo tanto, de buena gana haría algo: pero no ser parte de algo es no ser nada. A lo sumo, los más grandes personajes no son sino quistes y excrecencias; ni siquiera son hombres de ingenio y conversación deliciosa, sino lunares de adorno, salvo que estén tan incorporados al cuerpo del mundo como para contribuir en algo al sustento de todo. En esto contó a mi favor el haber empezado pronto, cuando emprendí el estudio de nuestras leyes: pero me distrajo la peor voluptuosidad, que es un inmoderado deseo hidrópico de conocimiento y lenguas humanas: bellos adornos para grandes fortunas; mas la mía necesitaba una ocupación y una senda, en la cual me creí bien entrado cuando me sometí a un servicio que supuse podría aprovechar las pobres ventajas que yo poseía. Y allí tropecé también, aunque volvería a intentarlo: pues en esta hora no soy nada, o tan poco, que apenas si soy tema y asunto lo bastante bueno para una de mis propias cartas: sin embargo es mi temor, que nunca procede de buena raíz, que acaso bien me contente con ser menos, o sea, estar muerto.72

Los primeros años del siglo xvii fueron el momento más bajo de la vida de Donne. Su precipitado casamiento secreto con Ann More, en la Navidad de 1601, frenó una carrera que hasta entonces no había dejado de ganar brillante ímpetu. El furioso padre de la novia, arruinadas las grandiosas expectativas que había puesto en su hija, había hecho que lo enviaran un tiempo a la cárcel y que lo despojaran del cargo de secretario privado del guardián del Sello Real. También había retirado la dote de la muchacha. «John Donne, Ann Donne, Undone»,******** se dice que escribió el poeta al pie de una carta que envió a la esposa desde la cárcel, a lo cual Walton añadió: «Sabe Dios que se demostró cierto». Se pasaron diez años viviendo enfermos, pobres y cargados de niños, dependiendo de la hospitalidad de amigos. Él había gastado la mayor parte de su herencia antes de casarse y, pese a su extraordinario talento, no tenía ninguna perspectiva. Biathanatos y la carta a Goodyer pertenecen a la medianoche de ese período de oscuridad. Como de costumbre, Donne estaba enfermo; como de costumbre, fracasó en los intentos de encontrar trabajo; seguía viviendo en su involuntario retiro de Mitcham, «una triste laguna entre juncos» lejos de la borrasca, el tráfico y el mar abierto de la corte de Londres, a la cual se sentía pertenecer. Todo sumado configura otro ejemplo de crisis de mitad de la vida, aquí especialmente penosa. Donne tenía algo más de treinta y cinco años. Se habían acabado una carrera y un estilo literario; la corte, pese a sus esfuerzos, quedaba ya tan irremisiblemente atrás como su temprana y audacísima poesía amorosa. Aún no habían nacido otra vida ni otro estilo; pasarían años antes de que lo recibiesen en la Iglesia y se convirtiera en el predicador más famoso y seductor de su tiempo. La pasión y las ambiciones de su brillante juventud, ese «inmoderado deseo hidrópico de conocimiento y lenguas humanas», había dejado el lugar a su contrario suicida: «una sed y una ansia de la vida próxima». Primero Eros, luego Tánatos; más allá del principio del placer, el instinto de muerte. Al parecer, Donne percibió que eran las dos caras de la misma potencia, porque las describió con la misma metáfora hidropésica.

De muchas de sus cartas, en especial las dirigidas a su íntimo amigo Goodyer, Donne surge como un rezongón crónico, siempre quejándose de enfermedades y depresiones, preocupado por el dinero, la promoción y el éxito ajeno. Pero la carta en cuestión es de una calidad y una especie diferentes; se lee como si el autor hubiera llegado al filo crítico en que debe comprender o sucumbir. En el prefacio a Biathanatos, Donne confiesa su perenne tentación de suicidarse; en la carta la califica: bien que los problemas presentes lo hayan incrementado, el deseo estaba en él ya «cuando me dejaba llevar por la corriente, y gozaba de esperanzas más lucidas que ahora». Pero antes se había defendido de la depresión con la actividad. De allí su asombrosa carrera, primero como niño prodigio —lo habían proclamado un nuevo Pico della Mirandola—, luego como hombre de ingenio y amante, como poeta brillante y ambicioso funcionario de éxito. Ahora ya no había ninguna posibilidad de acción, y entre él y la desesperación no mediaba nada. Como para el existencialista moderno, para Donne la identidad era cosa de acción y elección: «Elegir es hacer: pero no ser parte de algo es no ser nada». Alienado del «cuerpo del mundo», se vuelve en sí mismo superfluo, como superfluos son su saber sin dinero y su talento sin trabajo. Más tarde y ya más sereno, como desde el otro lado del abismo, repetiría esto en un célebre pasaje: «Nadie que en una isla…»

Para decirlo de otro modo, la esencia de su poesía radicaba en lo que él llamaba «persuasiva fuerza masculina», un incansable impulso lógico que lo impelía a llevar cada idea percibida a su conclusión, impaciente y desdeñoso de los retrasos y los titubeos de otros. Por eso cada poema, por apasionado, por tierno que sea, también es en sí una discusión completa, el recorrido de una clara distancia y el logro de una meta. Parte de la energía de su obra temprana proviene de un obvio regocijo en el propio talento, en su refinamiento, así como en su sensualidad, su erudición y su arrogancia. La esencia de su desesperación es todo lo contrario: un abrumador sentimiento de «impotencia», derivado del aislamiento del agitado mundo de las posibilidades, la elección y la acción. Cuando se le negaron estas salidas, la energía se volvió hacia dentro, se agrió y dio la impresión de que iba a aniquilarlo. En esas circunstancias, el suicidio empezó a despuntar como el único acto definitivo que podía reafirmarle la identidad. Me pregunto si Biathanatos no comenzó como preludio a la autodestrucción y acabó como sucedáneo. Es decir, si Donne no se propuso encontrar razones y precedentes para matarse sin dejar se ser cristiano —o al menos sin condenarse por toda la Eternidad— y en el proceso de escribir el libro, al comandar su intrincado conocimiento y su destreza dialéctica, fue aliviando la tensión hasta restablecer el sentido de sí.

En última instancia, desde luego, la importancia de Donne no reside en sus capacidades como estudioso tardío o escritor de cartas sino en su poesía. De modo que todo esto apenas sería más que un interesante aspecto lateral de una figura mayor si no se hubiera plasmado en uno de sus poemas más grandes y pasmosos, «Nocturno en el día de Santa Lucía, que es el día más corto»:********

Es medianoche del año, y es la jornada,

Lucía, que apenas siete horas se desenmascara.

Agotado el sol, ahora su redoma

lanza leve chispas, no rayos constantes;

toda la savia del mundo se ha retirado;

la hidrópica tierra ha bebido el bálsamo general,

y en ella, como a los pies del lecho, se encoge la vida,

muerta y enterrada; y sin embargo parece que todo

riera comparado conmigo, que soy su epitafio.

Miradme, pues, vosotros, que seréis amantes

en el próximo mundo, es decir, la primavera próxima:

pues soy toda cosa muerta

en que el amor forjó una nueva alquimia.

Pues su arte extrajo

una quintaesencia incluso de la nada,

de sosas privaciones y magra vacuidad:

él me arruinó, y he sido reengendrado

de la ausencia, la oscuridad, la muerte; cosas que no son.

Todos los demás, de todas las cosas, absorben lo que es bueno;

Vida, alma, forma, espíritu, de donde obtienen el ser;

Yo, merced al alambique del amor, soy la tumba

de todo cuanto es nada. A menudo a torrentes

los dos hemos llorado, y así inundado

el mundo entero, nosotros dos; a menudo en sendos caos

nos hemos transformado cuando en verdad mostramos

preocupación por otra cosa; y a menudo las ausencias

nos despojaron del alma, volviéndonos cadáveres.

Más yo, con su muerte (palabra que con ella es inicua)

me he vuelto el elixir de la nada primera;

Si fuese un hombre, que era tal,

debería saber por fuerza; me inclinaría,

si fuera una bestia,

por ciertos fines, ciertos medios; aun las plantas, aun las bestias

detestan y aman; todo muestra alguna propiedad;

si fuera una simple nada,

como una sombra, debería haber un cuerpo y una luz.

Más soy nada de esto; ni se renovará mi sol.

Amantes, vosotros por cuya causa el sol menor

ahora hasta la Cabra se ha llegado

a buscar nueva pasión y dárosla,

gozad vuestro verano todo;

y puesto que ella goza la fiesta de su larga noche,

dejad que para ella me prepare, y que llame a esta hora

su vigilia y su víspera, pues

del año y del día es la profunda medianoche.

En este poema se conjugan la aniquiladora depresión de la carta a Goodyer y la lógica desesperada y docta de Biathanatos. Es en todos los sentidos un «Nocturno», escrito en medio de la noche más larga, que es también la medianoche invernal del año y que por otra parte es la más oscura medianoche de la vida de Donne. En esa tiniebla, las estrellas (las «chispas» del sol) flaquean y la tierra se encoge en sí misma como un moribundo acurrucado al pie de la cama. Una vez más la enfermedad fatal es la hidropesía: la tierra inanimada le sorbe la vida a todo, tal como aquel «inmoderado deseo hidrópico de conocimiento y lenguas humanas» le había sorbido a Donne la energía vital y al mismo tiempo la herencia.

Contra ese fondo de enfermedad, muerte, tiniebla envolvente y silencio, en donde hasta las palabras del poeta deben ser un siseo (en inglés el segundo verso alitera la s: «Lucies, who scarce seven hours herself unmaskes»), Donne avanza a tientas hacia su tema: la negación y el vacío, «no ser parte de algo es no ser nada». Se trata de una retirada forzosa tanto de la sociedad como de sí mismo, tanto de la acción como de los sentimientos. Pero ahora Donne se enfrenta con la cuestión de forma factual y autobiográfica: el amor —es decir, su precipitado matrimonio— «me arruinó, y he sido reengendrado/ de la ausencia, la oscuridad, la muerte, cosas que no son». El activo amante, cortesano, pensador y hombre de ingenio se ha transformado en víctima pasiva de un monstruoso experimento alquímico por el cual el amor, sumado a la negación espiritual a las «sosas privaciones» que él ya venía soportando, lo reduce a «quintaesencia incluso de la nada». Su única distinción es una vacuidad superior al vacío, un despojamiento que es también parálisis de la voluntad y el alma.

Lo que sigue es un intento desesperado por encontrar alguna salida del laberinto. Donne vuelve aun a sus primeros poemas de amor, comprimiendo en una taquigrafía angustiada imágenes que antes había usado constantemente: las lágrimas de los amantes como torrente universal, su capacidad para crear un mundo perfecto a partir del caos, la separación como forma de asesinato. Luego pasa de la poesía a la filosofía. En la cuarta estrofa, la lógica es insistente, contorsionada, y se va resecando a medida que el poeta saquea a Aristóteles y la doctrina escolástica del alma para encontrar algún argumento o una verdad filosófica que lo convenza de que existe.

Pero no hay ninguna. La frenética cacería de una razón tras otra se ve cortada por una afirmación breve y pétrea: «Mas no soy nada de esto». Después, lo único que queda es devolver el poema al comienzo: una despedida irónica, levemente desdeñosa a los amantes todavía presas de su ardor, y para el poeta la larga, oscura vigilia de invierno y el reconocimiento de que, como a la medianoche misma, a la desesperación es imposible vencerla; sólo se la puede soportar. Y sin embargo, retrospectivamente, la afirmación tajante —«no soy nada de esto»— arroja sobre el poema una luz nueva. Pese al tema, una curiosa energía inquieta no ha dejado de impulsar la pieza adelante. Pero toda esa energía está en las negaciones. Cada etapa de la argumentación termina con una retracción mayor hacia la nada: «toda la savia del mundo se ha retirado», «soy su epitafio», «él me arruinó», «me he vuelto el elixir de la nada primera», «Si fuera una simple nada», «Mas no soy nada de esto». Aquella «persuasiva fuerza» de argumentación masculina, en otros momentos tan impregnadora y eficaz, se ha transformado aquí en una poderosa corriente negativa que paso a paso va confinando al poeta en su desolación.

Pero finalmente ni el suicidio es una posibilidad. Como su energía intelectual, la formación y devoción cristiana de Donne eran en última instancia más fuertes que su desesperanza. Quizá por eso el «Nocturno» traza un círculo y el último verso retorna al primero: el poema habla de un estado de ánimo tan estéril que está incluso más allá del suicidio. En vez de matarse, Donne salió de la crisis de la mitad de la vida mediante una negociación: tomó los hábitos.

Al contrario que Biathanatos, el poema no es sobre el suicidio. Está escrito como desde dentro del acto: no sólo define el estado de ánimo del suicida y describe el sentimiento del cero absoluto; también transmite cómo es pensar en esa situación. Es un poema que se adelanta a su tiempo; está escrito por un Donne precursor de Kierkegaard.

En un plano, sin embargo, a los contemporáneos no debe haberles parecido especialmente raro. Debieron de leerlo como una expresión más de la enfermedad de moda en la época, la «melancolía». Aquello que la «neurosis» y la «alienación» eran para nosotros hace poco, y la «esquizofrenia» para Ronald Laing y sus discípulos, era la «melancolía» para los isabelinos: un término lábil que cubría todas las sensibilidades mórbidas, de la del genio a la del loco declarado. Había melancólicos que se creían lobos u orinales; otros que decían estar hechos de cristal, mantequilla o ladrillos, o llevar sapos en el estómago. También había quienes se consideraban poetas. «La imaginación del lunático, el amante y el poeta son de una y la misma materia». El Ferdinando enfermo de licantropía de La duquesa de Malfi; Hamlet —que finge locura y sopesa el suicidio—; el melancólico Jaques que moraliza y se figura poeta; cada uno a su manera, todos son melancólicos. «El motivo principal de la popularidad de la melancolía [en la Inglaterra de Isabel y de los Estuardo]… era la aceptación general de que iba aparejada con las mentes superiores, los genios. [Esta] noción aristotélica había investido al carácter melancólico de una sobria dignidad filosófica, una suerte de grandeur byroniano».73 De modo que la imagen romántica del genio como individuo lúgubre, perturbado y apartado proviene en última instancia de las teorías isabelinas sobre el efecto desquiciante del exceso de bilis negra en el organismo. Y la bilis negra, había dicho Robert Burton, era para el suicida «una corneta de espanto»:

De tal modo la pena y la extremidad de su desdicha lo atormentan [al melancólico] que, lejos de obtener gozo de la vida, se ve obligado a ofrecerse violencia a sí mismo para librarse de los presentes e insufribles dolores… Es una calamidad corriente y un término fatal de esta enfermedad. Nada más queda a tales personas, si el médico providencial, por la sola gracia de su asistencia y su compasión, no lo impide (pues ningún arte ni persuasión humana será de ayuda) que ser matarifes de sí y ejecutarse.74

Aunque se dice que Burton se ahorcó para cumplir con la fecha de muerte que se había vaticinado astrológicamente, el suicidio era para él un asunto bastante secundario, subproducto desafortunado de una enfermedad que al parecer infectaba todos los aspectos de la vida. Su Anatomía de la melancolía, publicada por primera vez en 1621, es un compendio vasto y divagatorio, discursivo e idiosincrático hasta la exasperación, atiborrado de citas, anécdotas y referencias imposibles. Burton borda, inventa autoridades, se niega a ir al grano. Es como si dudara entre rendirse a la necesidad infantil de llamar la atención sobre su sufrimiento —al fin y al cabo, dijo, «hay que rascarse en donde a uno le pica»— o distraer al lector con una pedantería demente.

Pero su contribución al debate sobre el suicidio es una sola y sencilla: la empatía. Aunque cita todos los ejemplos clásicos corrientes, rechaza la justificación estoica del quitarse la vida como acto de dignidad razonada y autoafirmación. En cambio afirma una verdad más evidente pero menos halagadora: que el suicidio no es racional ni digno ni mesurado; que la gente se mata porque la vida que vive se le ha vuelto intolerable. «Esos infelices se encuentran en un estado miserable, más allá de toda esperanza o recuperación, incurablemente enfermos; cuanto más viven, peor están; y sólo la muerte los aliviará». Lo mejor que les cabe esperar es la piedad de Dios; el juicio es asunto de Él, no nuestro. Sostener esto en aquello época era una osadía. Pero como Burton bregaba con la doble carga de ser profesor en Oxford y clérigo, a la larga difícilmente podía sacar mucho los pies del plato. De modo que hacia el fin reparte los acostumbrados descargos y condenas pías. Pero a esas alturas ya es tarde; le falta convicción. A su vacilante y fragmentario modo comprende la confusión del desesperado, la imposibilidad de aliviarse, la impropiedad de las soluciones morales. A la vista de lo cual sólo ofrece una forma decente de caridad:

Así pues, de sus bienes y sus cuerpos podemos deshacernos; pero qué será de sus almas, sólo Dios puede decirlo; ojalá su piedad se interponga inter pontem et fontem, inter gladium et jugulum, entre el puente y el torrente, entre el cuchillo y la garganta… ¿Quién sabe cómo puede ser tentado? Es su caso; podría ser el tuyo… No deberíamos censurar con tanta prisa y rigor como hacemos algunos: más juiciosa será la caridad: ¡Dios se apiade de todos!

Por mezcladas que fueran las razones de Burton, por mucho que lo veamos temblar al filo de una confesión que habría sido impropio de él hacer, en el fondo estaba dispuesto a mantenerse moralmente abierto. En su época, la mayoría de los predicadores respondían a la desdicha humana con fariseísmo; él respondió con compasión. En tiempos de cristianismo dogmático no es habitual que alguien insista en las virtudes cristianas.

La Anatomía —como La reina de las hadas— es un libro para adictos, más o menos ilegible para los extraños al club. No obstante, en la Inglaterra del siglo xvii tocó algún nervio empático. Al contrario que Biathanatos, que sólo se publicó póstumamente y contra el deseo de Donne, el libro de Burton fue un bestseller. Las tres primeras ediciones, anunció el mismo autor, «se agotaron pronto, se leyeron con avidez». Hubo dos ediciones más antes de que Burton muriera (en 1639) y otras tres hasta el fin del siglo. Según un comentarista, «si hubiera que juzgar por la frecuencia de sus ediciones, Anatomía de la melancolía era tres veces más popular que las obras de Shakespeare».75 Hizo a Burton famoso y rico al editor. También nos dice algo sobre la prevalencia de la melancolía entre los intelectuales, aunque es difícil decidir cuánto. Acaso toda persona leída y ambiciosa aspirara a contraerla porque se le asociaba con el genio. Pero la melancolía extrema ya era otra cosa. No es lo mismo cierta ambición de ser diferente o interesante —«melancólico», «neurótico», «alienado» o como se lo llame— que una ambición mortal. Lo único seguro es que, cada cual a su modo, Donne y Burton renovaron un interrogante que hasta entonces se zanjaba con preconceptos. Entraron en la amplia dimensión de duda e incertidumbre que habitamos hoy. Hasta entonces se había proscrito al suicidio por sucio, se lo había condenado y degradado en el horror. Ahora, al menos, empezaba a parecer humano: «Es su caso; podría ser el tuyo».