5. EL CERO DEL MAÑANA: LA TRANSICIÓN AL SIGLO XX





El suicidio no desapareció del arte; pasó a integrar su materia. En el momento de apogeo, los románticos establecieron en la mentalidad popular la idea de que era uno de los muchos precios a pagar por el genio. Aunque la idea se fue eclipsando, desde entonces nada ha sido igual. El suicidio ha impregnado la cultura occidental como una tintura imposible de borrar. Es como si las epidemias de la Alemania y la Francia románticas hubieran desarrollado en toda Europa una tolerancia general al acto. «Tolerancia» en los sentidos corriente y médico del término: la actitud pública se volvió más comprensiva, es decir, se dejó de considerar al suicida un delincuente, más allá de las leyes obsoletas y, al mismo tiempo, el sistema cultural empezó a asimilar el suicidio como una droga o un veneno. Esta conducta no sólo se mantuvo pese a los altos niveles de suicidio sino que gracias precisamente a esos niveles floreció, un poco como Poe y Berlioz, que en el curso de amoríos infelices consumieron dosis casi letales de opio: en vez de morir se inspiraron.

Una vez el suicidio fue aceptado como hecho socialmente común —no noble alternativa romana, pecado mortal del Medioevo ni causa a ser defendida o execrada sino, simplemente, algo que la gente hacía sin grandes titubeos, como cometer adulterio— automáticamente se convirtió en propiedad corriente del arte. Y porque echaba sobre los momentos críticos de la vida una luz aguda, estrecha, intensamente dramática, pasó a preocupar a cierto tipo de escritores posrománticos, como Dostoievski, pioneros de la literatura del siglo xx.

En el centro de la revolución romántica estaba la aceptación de una nueva responsabilidad. Cuando, por ejemplo, los augustianos hablaban del «mundo», se referían a su público, la sociedad educada; el «mundo» florecía en ciertos salones de Londres y París, de Bath y Versalles. Para los románticos, de otra parte, «mundo» solía significar una Naturaleza —probablemente montañas, sin duda indomadas— por la cual el poeta se movía solitario, justificado por la intensidad de sus impremeditadas respuestas al ruiseñor y la alondra, al pimpollo y al arco iris. Al principio, bastaba con que las respuestas fuesen puras, frescas y personales, que el artista se librase de las férreas convenciones clasicistas que lo habían aherrojado durante más de un siglo. Pero a medida que se apagaba el entusiasmo inicial se hizo claro que la revolución era más profunda de lo que había parecido. Tuvo lugar una reorientación radical: el artista ya no era responsable de la sociedad educada; al contrario, a menudo le hacía la guerra. Antes que nada debía responsabilidad a su propia conciencia.

Las artes del siglo xx heredaron esa responsabilidad y la han mantenido, tal como todos heredamos las responsabilidades políticas —el principio de democracia, el de autogobierno— propugnadas por las revoluciones francesa y estadounidense. Pero dado que el descubrimiento (o redescubrimiento) del self como campo de las artes coincidió con el derrumbe del sistema de valores por el cual se juzgaba y se ordenaba tradicionalmente la experiencia: la religión, la política, las culturas nacionales y finalmente la razón misma,96 el estado nuevo, permanente del artista pasó a ser la depresión. Kierkegaard fue el primero en describir el proceso con claridad. En su diario leemos:

La época toda puede dividirse entre los que escriben y los que no escriben. Los que escriben representan la desesperación, y los que leen la desaprueban y se creen poseedores de una sabiduría superior; sin embargo, si fueran capaces de escribir, escribirían lo mismo. En el fondo, los dos grupos están igualmente desesperados; pero, cuando uno no tiene la oportunidad de que su desesperación lo vuelva importante, apenas vale la pena desesperarse y mostrarlo. ¿Esto significa entonces haber dominado la desesperación?97

La desesperación era para Kierkegaard lo que la gracia para los puritanos: un signo, si no de elección, al menos de potencialidad espiritual. Para Dostoievski y la mayoría de los artistas importantes que lo han seguido es la única cualidad común que define su esfuerzo creativo. Aunque al principio parecía limitada, a la larga abrió el camino a nuevos campos, normas y enfoques desde los cuales lo modos tradicionales de entender el arte —como una forma de ornamento y gracia social, de religión y hasta de humanitarismo romántico optimista— resultaban estrechos y confinados. Si la nueva preocupación del arte era el ser individual, inevitablemente la preocupación última debía condensarse en el fin de ese ser; es decir, la muerte.

Nada nuevo, evidentemente; puede que la mitad de la literatura del mundo trate de la muerte. Lo nuevo era el énfasis y la perspectiva. En la Edad Media, por ejemplo, la muerte preocupaba a los hombres hasta la obsesión. Pero la muerte era la entrada a la otra vida; en consecuencia, la vida misma perdía importancia, quedaba devaluada. A la mentalidad moderna —la que nació en el siglo xix y desde entonces no ha dejado de intensificarse— le preocupa una muerte sin más allá. Por eso la forma de morir ya no decide cómo pasará uno la eternidad; en cambio resume y pone en cuestión cómo ha vivido:

Desde el sombrío horizonte de mi futuro ha soplado siempre hacia mí una especie de brisa lenta y persistente, toda la vida, surgida de los años que vendrían. Y en su camino esa brisa alisaba todas las ideas que la gente ha intentado endilgarme en los años igualmente irreales que yo atravesaba por entonces.

A esta relación lúgubre y desagradecida llega Meursault, el héroe de El extranjero de Camus, en su gran diatriba contra el cura que va a consolarlo a la celda de condenado. La cercanía de la muerte reduce a nada todas las piedades que sostienen la moral social. Significativamente, es un cura quien ayuda al extranjero a llegar a esta visión apabullante, pues con el debilitamiento del poder de la religión ha crecido el poder del suicidio. Éste ya no es meramente un acto aceptado y nada chocante; es una necesidad lógica:

Me inclino a expresar mi incredulidad… Para mí no hay idea más alta que la inexistencia de Dios… Lo único que hizo el hombre fue inventar a Dios para vivir sin matarse. Ésa es hasta hoy la esencia de la historia universal. Soy el primer hombre de la historia universal que se ha negado a inventar a Dios.

Lo mismo dice Kirilov de Los demonios, y luego se pega un tiro. Comete lo que Dostoievski define como «suicidio lógico». En El mito de Sísifo, Camus habla de «crimen metafísico» cuya lógica, inevitablemente, es absurda. Es decir, que Camus transforma a Kirilov en una figura del siglo xx. Y esto concuerda a la perfección con la variedad y hondura que Dostoievski confirió al personaje, esa mezcla de seriedad, propensión a la cólera, obsesión, método, energía y ternura. No obstante, tal vez las intenciones de Dostoievski fueran más estrechas que su arte. Cinco años después de escribir Los demonios volvió al tema del suicidio lógico en Diario de un escritor, ese extraordinario documento mensual. Sin la impersonalidad creativa de una novela que matice y espese las respuestas, su compromiso parece más urgente y a la vez más tradicional.

Una y otra vez, en 1876 vuelve como un cachorro sobre la cuestión del suicidio, y no suelta el hueso. Saquea periódicos, informes oficiales, chismes de amigos, y acopia suicidios por orgullo, por «canallismo» y hasta por fe. En uno de esos casos basa un cuento; para otro inventa un complejo sermón autojustificatorio. Y de continuo vuelve a la idea única de que el suicidio está inextricablemente ligado con la creencia en la inmortalidad. En particular, lo fascina y lo turba la nota que ha dejado una muchacha de diecisiete años: «Voy a emprender un largo viaje. Si no lo consigo, dejad que la gente se reúna a celebrar mi resurrección con una botella de Cliquot. Si lo consigo, pido que se me entierre sólo cuando esté bien muerta, porque despertarse en un ataúd bajo tierra es muy desagradable. ¡No es chic98

Está claro que Dostoievski debió de encontrar la nota irresistible. Esa mezcla de perversidad y desesperación era precisamente el estilo de sus héroes y heroínas. Pero en su visión, la perversidad no es sencilla:

Habla de champán desde el deseo de perpetrar, cuando muera, el cinismo más abominable y sucio posible… para insultar con su suciedad todo lo que está abandonado en la tierra, para maldecir la tierra y toda su propia vida terrena… La ilimitada exasperación de ese giro… da testimonio del sufrimiento y del penoso estado de su espíritu, de la desesperación que habrá sentido en el último instante de su vida.

El grado de frivolidad y de cinismo de la muchacha es directamente proporcional a su angustia. Da la medida de su rebelión «contra la simplicidad de lo visible, contra el sinsentido de la vida».

Dostoievski dedica al caso páginas enteras, vuelve a él una y otra vez. ¿Por qué esa intensidad, ese continuo rezongo sobre el problema, como de persona irritada por una carie? Tal vez el suicidio lo tentara a él más de lo que habría deseado aceptar; pero esto es imposible de decir. Lo cierto es que el elegante desdén de la muchacha por quienes para ella sobreviven estúpidamente, insensibles como bueyes, se parece al deseo de Kirilov de adornar su nota de suicidio con una cara que les saque la lengua a ésos. Ambos gestos desafían el orden aceptado. Por implicación, también cuestionan los dolorosos esfuerzos del escritor Dostoievski; pues si el alma no es inmortal, si lo visible es simple y con la muerte se acaba todo, la vida carece de significado y su obra no tiene sentido.

Inspirado, o exacerbado, por esta posibilidad terrible, Dostoievski postuló un «suicidio lógico» cuyos argumentos zanjan la cuestión de una vez por todas:

No puedo ser feliz y no lo seré mientras me amenace el cero del mañana… Es profundamente ofensivo… Así pues, en mi inconfundible papel de demandante y defensor, de juez y acusado, condeno a esta naturaleza que con tanta descortesía e impudor me ha traído a la existencia para sufrir, para ser aniquilado conmigo mismo… Y puesto que no puedo destruir la naturaleza, me destruyo a mí, cansado de soportar una tiranía en la cual no hay culpable.

Es el mismo razonamiento de Kirilov reducido a lo esencial. Pero hay una diferencia: creado como personaje que existe allá fuera, Kirilov puede llevar su lógica hasta más allá del punto en donde Dostoievski —en su diario— se detiene. Por eso, si el suicidio de Kirilov lo hace en cierto modo más complejo y humano, el «suicidio lógico» de Dostoievski es petulante, un poco ridículo, porque en última instancia él no se permitirá refrendarlo. «Lo único que hizo el hombre fue inventar a Dios para vivir sin matarse», dice Kirilov. Es decir: si uno cree que todo lo que hace es voluntad divina, anticiparse a esa voluntad quitándose la vida es cometer una falta contra Dios. Es el argumento clásico con el cual santo Tomás demostró que el suicidio es pecado mortal. Pero si no hay Dios, la voluntad y la vida del hombre son suyas. Por lo tanto, el hombre se vuelve un dios, y en un sentido no altaneramente nietzscheano sino chato, poco halagador; no hay nada más allá ni por encima de él. Entonces, la afirmación suprema de voluntad individual es asumir la función de Dios y la de asignarse uno mismo la muerte.

Más tarde, Wittgenstein señalaría que el suicidio es el eje sobre el cual gira todo sistema ético:

Si está permitido el suicidio, está permitido todo.

Si no está permitido nada, no está permitido el suicidio.

Esto ilumina la naturaleza de la ética, pues el suicidio

es, por así decir, el pecado elemental. Y cuando uno lo

investiga es como si investigase el vapor de mercurio para

comprender la naturaleza de los vapores.

¿O bien ni el suicidio es en sí mismo bueno ni malo?99

Este dilema ya había sido dramáticamente representado por Kirilov, que al suicidarse estaba refrenando aquello que más tarde Camus llamaría «el absurdo»: la convicción de que no hay soluciones últimas; sólo el mundo tal como es con sus contradicciones, flujos y oposiciones.

En las páginas de su diario, Dostoievski no acepta la perspectiva de un «cero del mañana». La terrible angustia que proyecta en el cinismo de la muchacha y la negativa del «suicida lógico» a que el sinsentido de la vida lo insulte dan la medida de la tensión e intensidad con que él mismo insistía en inventar a Dios, casi en contra de su instinto de artista. «Está claro, pues —escribe—, que, cuando se ha perdido la idea de inmortalidad, el suicidio se vuelve una necesidad total e inevitable para cualquiera que, por su desarrollo mental, se haya elevado siquiera ligeramente por encima del rebaño». La necesidad es de su propio cuño y el tono estridente, como si amenazando con suicidarse pudiera forzar a Dios a que se revele.

En definitiva, sospecho, la cuestión atañe tanto a su obra como a su alma. Si más allá de esta vida y del cero terminal del mañana no hay nada, bien podría no haberse hecho tanto esfuerzo y todos esos libros son mera vanidad, gratificación pasajera, junto con «el amor del pastel de pescado, los caballos hermosos, la disolución, los rangos, el poder burocrático, la adoración… de los subordinados y los porteros». El ambivalente cristianismo de Dostoievski —una creencia tan filosa que constantemente parecía a punto de cortarlo— era el paralelo espiritual de su conservadurismo político. Le aliviaba la desesperación invistiéndola de una coherencia última, sin la cual no habría podido soportar su irredenta visión de artista.

Es en la cuestión del suicidio, pues, donde Dostoievski sirve de puente entre el siglo xix y el nuestro. Los personajes de sus novelas actúan el drama de una vida espiritual que ha ido más allá de la religión; así, Kirilov, con plena conciencia y por una lógica propia, ineludible, se mata victoriosamente. Pero como individuo, Dostoievski se niega la lógica y no abandona sus creencias tradicionales. Por así decir, el cristianismo era la excusa que se daba para escribir, para celebrar la vida que rezuman sus libros. Pero, al mismo tiempo, daba la medida de su desesperación. Por eso, en sus novelas, cuanto más grandes son el amor y la caridad cristianas, más intensas la culpa y la duplicidad. Cuando muere el santo padre Zosima, el cadáver empieza a apestar de inmediato. Es como si Dostoievski hubiera sentido que los anhelos cristianos le hedían en las narices.********