3. LOS SENTIMIENTOS





Las teorías psicoanalíticas del suicidio sólo demuestran, quizá, algo que ya era evidente: que los procesos que llevan a un individuo a quitarse la vida son al menos tan complejos como aquellos por los que otro sigue viviendo. Las teorías ayudan a desenredar la maraña de motivos y definir la profunda ambigüedad del deseo de morir; pero dicen poco de lo que significa ser suicida y de lo que se siente.

Primero y más importante, el suicidio es un mundo cerrado de una lógica propia e irresistible. No estoy diciendo que la gente se suicide como los estoicos, fría, deliberadamente, por elección racional entre alternativas racionales. Puede que los romanos se disciplinaran para aceptar esa lógica glacial, pero, analizándolo a fondo, quienes han hecho lo mismo en la historia moderna son monstruos. Y como monstruos, difíciles de encontrar. En 1735, John Robeck, un filósofo sueco, concluyó una larga defensa del suicidio como acto justo, correcto y deseable; a continuación puso cuidadosamente sus principios en práctica regalando su propiedad antes de ahogarse en el Weser. Su muerte causó sensación. Voltaire, a través de un personaje de Cándido, comentó: «He visto un prodigioso número de personas que execraban su existencia; pero apenas he visto una docena que voluntariamente pusieran fin a su miseria: tres negros, cuatro ingleses, cuatro ginebrinos y un profesor llamado Robeck». Aun para Voltaire, el racionalista supremo, un suicidio puramente racional era prodigioso y un poco grotesco, como un cometa o un cordero con dos cabezas.

La lógica del suicidio, pues, no es racional en el antiguo sentido estoico. Difícilmente podría ser así ya que hoy casi nadie cree, ni siquiera entre los filósofos, que la razón es limpia y franca, o que los motivos no son siempre equívocos. «Los deseos de corazón —dijo Auden— son más retorcidos que los sacacorchos». En la medida en que el suicidio es lógico también es irreal: demasiado simple, demasiado convincente, demasiado total, como uno de esos sistemas paranoicos —como el Crédito Social de Ezra Pound— que los locos inventan para explicar todo el universo. La lógica del suicidio es diferente. Es como la irrebatible lógica de la pesadilla, o como la fantasía científica de verse súbitamente proyectado a otra dimensión: todo cobra sentido y sigue reglas estrictas; pero al mismo tiempo es diferente, está pervertido, cabeza abajo. En cuanto alguien decide matarse entra a un mundo hermético, impermeable pero totalmente convincente donde todos los detalles encajan y cualquier incidente refuerza la decisión. Una discusión con un extraño en un bar, una carta esperada que no llega, la voz que no debía sonar en el teléfono, alguien que no debía llamar a la puerta, hasta un cambio de tiempo: todo se carga de significación especial; todos contribuyen. El mundo del suicidio es supersticioso, está grávido de augurios. Freud consideraba el suicidio como una gran pasión, como el nacimiento del amor: «En las dos situaciones opuestas de estar inmensamente enamorado y de querer suicidarse, el ego se encuentra abrumado por el objeto; pero en cada caso de un modo bien distinto Como en el amor, la que es presa del monstruo da enorme importancia a cosas que desde afuera parecen triviales, aburridas o graciosas; los más sensatos argumentos en contra le parecen sencillamente absurdos.

La impermeabilidad del mundo de la autodestrucción puede crear una obsesión tan extraña, tan compleja, tan psicótica que la muerte misma se vuelve secundaria. En la Viena del siglo xix, un viejo de setenta años se hundió siete clavos de tres pulgadas en la coronilla con un pesado martillo de forja. Como por alguna razón no murió en seguida, cambió de idea y, chorreando sangre, fue a pie hasta el hospital.55 En marzo de 1971, un empresario de Belfast se mató agujereándose nueve veces el cráneo con un taladro. También está el caso de una muchacha polaca que, no correspondida en su amor, a lo largo de cinco meses se tragó cuatro cucharas, tres cuchillos, diecinueve monedas, veinte clavos, siete picaportes, una cruz de bronce, ciento un alfileres, una piedra, tres trozos de vidrio y dos cuentas de un rosario.56 Da la impresión de que en todos estos casos el gesto suicida importaba más que el resultado. Si alguien trata de morir de una forma tan operística es porque los medios lo obsesionan más que el fin, así como el fetichista goza más con sus ritos que con el orgasmo que le procuran. El denominador común del anciano que se remachó la cabeza, el empresario que se perforó el cráneo y la chica enamorada que ingirió una ferretería entera es una desesperación violentísima. Pero para comportarse precisamente así todos han de haber cavilado interminablemente los detalles, seleccionando, modificando, perfeccionando el proceder como artistas, hasta que cada uno produjo un happening irrepetible que expresaba su locura con singularidad plena. En circunstancias tales puede llegar la muerte, pero es superflua.********

Sin la violencia dramática de la psicosis, hay un tipo de suicidio más corriente pero también más letal que no es sino una forma extrema de autolesión. Los psicoanalistas sugieren que ciertas personas pueden destruirse no porque quieran morir sino porque hay un aspecto de sí mismas que no toleran. El suicida de esta especie es un perfeccionista. Los defectos naturales lo irritan como una inaccesible picazón secreta. De modo que actúan de golpe, bruscamente, por exasperación. Así, Kirilov, en Los demonios, dice que se mata para mostrar que es Dios; pero en realidad se mata porque él sabe que no es Dios. De ser menos ambicioso, acaso sólo haría un intento o se mutilaría. Concibe su mortalidad como una especie de lapsus, un error que lo ofende hasta lo insufrible. De modo que al fin aprieta el gatillo para despojarse de la mortalidad como de una ropa estropeada, aunque sin tomar en cuenta que la ropa es su cuerpo tibio.

Comparado con los demás revolucionarios de la novela de Dostoievski, Kirilov parece cuerdo, tierno y recto. No obstante, puede que su preocupación por lo divino y la libertad metafísica también lo consignen a los suburbios de la psicosis. Lo cual lo aparta de la mayoría de los habitantes del mundo cerrado del suicidio. Para éstos, el acto no es bruto, ni operístico ni en modo alguno desequilibrado. Al contrario: es insidiosamente una vocación. Una vez confinados no parece haber para ellos ninguna época en que fueron suicidas. Así como un escritor siente que nunca fue otra cosa que escritor —aunque se avergüence al recordar sus primeros ripios o aunque, como Conrad, se haya pasado años disfrazado de marino—, el suicida siente que secretamente siempre se ha preparado para el acto final. Tanto el déjà vu como las justificaciones son incesantes. La memoria se abarrota de largas, negras tardes de infancia, del sabor de placeres ineficaces, de pérdidas y fracasos amargos, todos repetidos al infinito como fragmentos de un disco rayado.

Una novelista inglesa que había hecho dos intentos serios de suicidio me dijo lo siguiente:

No sé cuánto piensan en la cosa los suicidas potenciales. Yo debo decir que nunca lo he pensado mucho. Sin embargo, está siempre ahí. Para mí, el suicidio es una tentación constante. No afloja nunca. En este momento va todo bien. Pero me siento como una alcohólica curada: no me atrevo a beber ni un trago porque sé que caería de nuevo. Y es que, sea lo que sea, algo allí no varía. Es una pauta de toda mi vida. Me gustaría creer que fue producto de ciertas tensiones. Pero la verdad, si soy sincera y miro hacia atrás, me doy cuenta de que la pauta está desde que tengo memoria.

A mis padres les gustaba mucho la muerte. Era su objetivo predilecto. De chica me parecía constantemente que mi padre estaba a punto de hacerlo. Todo lo que decía, todas sus metáforas, tenían relación con la muerte. Una vez, recuerdo, me dijo que el matrimonio era el último clavo en el ataúd de su vida. Yo tenía unos ocho años. Tanto él como mi madre, por razones diferentes, consideraban la muerte un alivio perfecto a sus problemas. Juntos eran muy infelices, y me parece que eso caló muy hondo. Como mi padre, yo siempre le he exigido mucho a la vida, a la gente y a las relaciones, mucho más de lo que hay realmente. Y cuando descubro que no hay lo siento como un rechazo. Probablemente no sea ningún rechazo; lo que pasa es que no hay. Quiero decir que, a una, el aire vacío no la rechaza; se limita a decirle «Estoy vacío». Pero el rechazo y la decepción son dos cosas que nunca he podido tragar.

De tarde mis padres se retiraban a dormir. O sea, se retiraban a la muerte. Realmente se pasaban la tarde muertos. Papá era párroco. No tenía nada que hacer, no tenía trabajo. Ahora empiezo a entender qué le ocurría. Cuando yo no trabajo soy capaz de dormir casi toda la mañana. Después empiezo a tomar somníferos de día para estar dopada y poder dormirme a cualquier hora. Tomar somníferos de día para dormir no está muy lejos de tomar somníferos para morir. Es sólo un poco más práctico y un poco más cobarde. En vez de tomar doscientos, una se toma dos. Pero en aquellas tardes yo me sentía viva y alegre. Aunque la casa era grandísima no me atrevía a hacer un solo ruido. Por no despertarlos no me atrevía ni a desenchufar un aparato. Como cerraban la puerta, se volvían totalmente inaccesibles. Yo sentía que, por más que tuviera una crisis terrible, no habría podido ir a decirles que se despertaran y me escuchasen. Y duraban mucho las tardes aquellas. Durante la guerra volví a vivir con ellos y seguía siendo exactamente igual. Si alguna vez decidía liquidarme, lo haría por la tarde. De hecho fue por la tarde que lo intenté la primera vez. La segunda fue después de una tarde espantosa. Más aún: después de una tarde en el campo, que detesto por las mismas razones por las que detesto las tardes. La razón es sencilla: cuando estoy sola dejo de creer que existo.

Si bien la que habla aquí es una mujer madura y exitosa, dentro de ella sigue poderosamente viva la niña que fue una vez. Tal vez sea por este elemento que es tan difícil escapar del mundo del suicidio: las heridas del pasado, como las del Rey Pescador, no cicatrizan nunca —los analistas dirían que el yo es demasiado frágil—; al contrario, se abren una y otra vez para obliterar los modificados placeres y las aceptaciones del presente. La vida del suicida no perdona nunca, y esto en un grado extraordinario. Nada que el sujeto consiga por esfuerzo o por fortuna lo reconcilia con el pasado injurioso.

Así, en agosto de 1959, diez días antes de tomar los somníferos, Pavese escribió en su diario: «Hoy veo con claridad que desde 1928 he vivido siempre bajo esta sombra Pero en 1928 Pavese ya tenía veinte años. Por lo que sabemos de su desolada infancia —el padre muerto cuando él tenía seis años, la madre de acero templado, dura y austera— probablemente la sombra estuviera con él desde mucho antes; a los veinte simplemente la había reconocido como lo que era. A los treinta, sin rodeos ni autocompasión, como si acabara de reparar en un detalle práctico, había escrito: «Cada lujo hay que pagarlo, y todo es un lujo, antes que nada estar en el mundo

Un suicida de este tipo nace, no se hace. Como he dicho antes, recibe sus motivos —del nudo de culpa, pérdida y desesperación que sea— siendo aún demasiado joven para manejarlos o comprenderlos. Lo único que le queda es aceptarlos con inocencia e intentar defenderse lo mejor posible. Cuando llega a reconocerlos más objetivamente ya se le han vuelto parte de la sensibilidad, de la manera de ver y de la forma de vida. Al contrario de la del autoagresor psicótico, cuyo suicidio es una súbita curva fatal del camino, su vida entera es una curva en declive paulatino, más pronunciado al final, por la que avanza con toda conciencia, incapaz de frenar y sin ganas de hacerlo. Por mucho que triunfe no cambiará. Antes de matarse, Pavese estaba escribiendo mejor que nunca: con más potencia, riqueza y soltura. En el último año había acabado dos de sus grandes novelas, cada una en menos de dos meses de escritura. Una mes antes del final había recibido el premio Strega, galardón supremo para los escritores italianos. «Nunca he estado tan vivo como ahora», había escrito; «Nunca he sido más joven». Pocos días después moría. Quizá la dulzura misma de los poderes creativos le hiciera más difícil soportar la depresión innata. Es como si la fuerza y las recompensas hubieran pertenecido a una parte suya que sentía irredimiblemente ajena.

También es característico de este tipo de suicida el hecho de que las creencias no le sirvan de nada. Aunque él se decía comunista, el pensamiento político de Pavese no impregna su obra imaginativa ni sus diarios privados. Sospecho que era un simple gesto de solidaridad con la gente que quería, contra los que le disgustaban. No era comunista por alguna convicción personal sino porque los fascistas lo habían mandado a la cárcel. En la practica era como casi todo el mundo en ésta época: escéptico, pragmático, un hombre a la deriva, sin sostén en la religión de la Iglesia ni en la del Partido. En tales circunstancias, «el oficio de vivir» —título de sus diarios— se vuelve muy arriesgado. Lo que Durkheim llamó «anomia» puede conducir a una concepción social del hombre infinitamente más pobre que cualquier formulación religiosa de su papel como siervo de Dios. No obstante, desde la decadencia de la autoridad religiosaG la única alternativa a las sucedáneas, insatisfactorias religiones de la ciencia y la política ha sido una libertad intranquila y peligrosa. Alternativa que se resume en una nota encontrada en una casa vacía de Hampstead: «¿Por qué el suicidio? ¿Por qué no?».

¿Por qué no? Demasiadas veces los placeres de la vida —los placeres hedonistas de los sentidos, los más complejos y exigentes de la concentración y de la realización, incluso los incontestables compromisos del amor— parecen no más grandes ni más frecuentes que las frustraciones; el peso continuo de las cuestiones inacabadas e inacabables, una sensación angustiosa, crispante, desbocada. Si el único impulso del hombre secularizado fuera el principio de placer, la raza humana ya se habría extinguido. Pero acaso la fuerza del hombre radique en su secularidad. Elige la vida porque no tiene otra opción, porque sabe que después de la muerte no hay nada. En 1940 —después de la caída de Francia, una grave enfermedad personal y una especie de crisis depresiva—, Camus empezó El mito de Sísifo con el suicidio, pero lo terminó con una afirmación de la vida individual en sí y por sí misma, deseable justamente por «absurda», sin sentido último ni justificación metafísica. «La vida es un don al cual nadie debería renunciar», le dijo a su esposa el gran poeta ruso Osip Mandelstam cuando, exiliados tras el encarcelamiento de él, respondió a su propuesta de suicidarse juntos si la policía secreta de Stalin volvía a arrestarlos.H Hamlet dice que el único obstáculo para eliminarse es el miedo a la otra vida; respuesta poco convencida ésta, pero cristiana, en contraste con los nobles suicidios que tan decididamente consuman los héroes de las obras romanas de Shakespeare. Sin el respaldo del cristianismo, sin la fría dignidad de un estoicismo que había surgido en respuesta a un mundo donde la vida humana era una mercancía trivial, lo bastante barata para despilfarrarla en el circo, los obstáculos racionales les empezaron a parecer extrañamente débiles. Cuando no sirven los altos fines ni el imperativo categórico, los únicos argumentos que quedan son circulares. En otras palabras, el argumento final contra el suicidio es la vida. Uno se detiene y presta atención: el corazón le late en el pecho, afuera los árboles rebosan de hojas nuevas, en el follaje se mueve un gorrión, reverbera la luz, la gente va a sus asuntos. Tal vez a esto se refiera Freud cuando hablaba de «las satisfacciones narcisistas que [el yo] obtiene de estar vivo». Casi todo el tiempo parecen suficientes. En todo caso son lo único que tendremos nunca o nos cabe esperar.

Claro que también son muy frágiles. Un cambio de foco en la vida, una pérdida o una separación repentina, un solo acto irreversible basta a veces para que el proceso entero se vuelva intolerable. Quizá sea esto lo que quiere indicar «suicidio bajo alteración del equilibrio mental». La frase, claro, es una fórmula legal ideada para proteger al muerto de la ley y permitir que la familia salve los sentimientos y cobre el seguro. Pero también contiene cierta verdad existencial: sin los controles de la creencia, el equilibrio entre la vida y muerte puede volverse amenazadoramente precario.

Imaginemos un escalador en una pared empinada, apoyado en una saliente minúscula. La estrechez del apoyo y el ángulo violento de la roca le aumentan el placer de escalar, siempre y cuando domine bien la situación. Ese individuo está jugando al ajedrez con su cuerpo; lee la secuencia de los movimientos con antelación suficiente para que la economía física —la razón entre esfuerzo y reservas de energía— no se le perturbe del todo. Cuanto más difícil sea la situación, más tendrá que exigirse y más suave le fluirá la sangre después, cuando haya superado la tensión. El peligro le sirve de incentivo para aguzar la conciencia y el control. Y tal vez así sea la lógica de todos los deportes de riesgo: se aumenta adrede la demanda de esfuerzo y concentración para, por así decir, limpiarse la mente de trivialidades. Es un modelo a escala de la vida, pero con una diferencia: al revés que en la vida rutinaria —donde en general se pueden corregir los errores y llegar a algún arreglo—, aquí todo acto, aunque por un lapso breve, es mortalmente serio.

Pienso que habrá gente que se mata así: para alcanzar una calma y un dominio que en la vida no encontraron nunca. Antonin Artaud, que se pasó la mayor parte de la vida en manicomios, escribió una vez:

Si me suicido no será para destruirme sino para recomponerme. Para mí, el suicidio sólo será un medio de reconquistarme violentamente, de invadir brutalmente mi ser, de anticipar los impredecibles acercamientos de Dios. Al suicidarme vuelvo a introducir mis designios en la naturaleza, por primera vez modelo las cosas a mi voluntad. Me libero de los reflejos condicionados de mis órganos, tan mal ajustados a mi identidad profunda, y la vida deja de ser un accidente absurdo mediante el cual pienso lo que me dicen que piense. No: ahora elijo mi pensamiento y la dirección de mis facultades, mis tendencias, mi realidad. Me sitúo entre lo bello y lo detestable, entre lo bueno y lo malo. Me pongo en suspensión, sin propensiones innatas, neutral, y en estado de equilibrio entre las peticiones del bien y del mal.59

Hay, me parece, una clase entera de suicidas —infinitamente menos talentosos que Artaud, cierto, y de percepción menos extrema— que se quitan la vida no para morir sino para huir de la confusión, para limpiarse la cabeza. Usan deliberadamente el suicidio para crearse una realidad sin trabas o romper las pautas de obsesión y necedad que ellos mismos se han impuesto sin darse cuenta.******** Luego están aquellos, parecidos pero menos desesperados, a quienes la mera idea del suicidio les basta; siguen funcionando con eficacia, y hasta con alegría, siempre y cuando sepan que tienen siempre a punto un modo de huir propio y elegido especialmente: un oculto frasco de pastillas o una pistola al fondo de un cajón; como la mujer del poema de Lowell, que duerme todas las noches con la llave del coche y un billete de diez dólares atado al muslo.

Pero también hay otros, tal vez más numerosos, a quienes la idea de matarse les resulta totalmente repugnante. Son personas que harán cualquier cosa por destruirse, salvo aceptar que lo que están buscando es eso; harán lo que sea, es decir, excepto asumir la responsabilidad final de sus actos. De aquí tantos casos de lo que Karl Menninger llama «suicidio crónico», los alcohólicos y drogadictos que se matan despacio y por partes, sin dejar de aducir que están dando los pasos necesarios para hacer tolerable una vida insufrible. De aquí también los miles de inexplicables accidentes fatales —los buenos conductores que mueren en choques, los peatones prudentes que se hacen atropellar— nunca incluidos en las estadísticas de suicidio. Vuelve a la cabeza la imagen del escalador en una situación despiadada. Acosado por una depresión que acaso ni reconozca, ese hombre puede matarse sin saberlo. Impaciente, olvida tomar las medidas de seguridad, trepa una pizca demasiado rápido o sin prever pasos suficientes; y de pronto los riesgos se han vuelto desmesurados. Un accidente fatal no precisa pensamiento consciente o impulso desesperado alguno, menos todavía un acto deliberado. Basta con rendirse un momento a la oscuridad de más allá del umbral. Un ínfimo error —un movimiento impetuoso y no del todo equilibrado, una apreciación falsa que lo pone más allá de sus fuerzas, sin retroceso posible ni perspectiva de alivio— y el individuo morirá sin percatarse de que era aquello justamente lo que quería. «La víctima se deja llevar —dijo Valéry— y la muerte se le escapa como un comentario irreflexivo… Se mata porque es demasiado fácil matarse».60 De lo cual, supongo, los llamados «suicidas impetuosos», quienes, de sobrevivir, afirman que nunca habían pensado en el acto hasta poco antes de intentarlo. Una vez se recobran, se los ve sobre todo incómodos, avergonzados, remisos a admitir que eran genuinamente suicidas. Sólo pueden volver a la vida negando la fuerza de su desesperación, transformando una elección inconsciente pero deliberada en un error impulsivo y no interpretable. Querían morir, aunque pareciera que no.

Cada tanto ocurre exactamente lo contrario: un culto al suicidio que poca relación tiene con la muerte de verdad. El romanticismo de comienzos del siglo xix —más como fenómeno pop que como movimiento creativo serio— estuvo dominado por las almas gemelas de Chatterton y el joven Werther. El ideal era «apagarse sin dolor hacia la medianoche», joven aún, bello y promiscuo. El suicidio añadía una dimensión de drama y predestinación, una fina orquídea negra a la selva ya tropical de la vida emotiva del período. Cien años más tarde un culto semejante crecería en torno a la Inconnue de la Seine. Durante las décadas del 20 y el 30 de este siglo, en toda Europa, casi todos los estudiantes sensibles tenían una réplica de su máscara mortuoria: un rostro, joven, de sonrisa dulce, que parece menos muerto que apaciblemente dormido. Me han contado que toda una generación de alemanas moldeó su aspecto sobre el de esa muchacha.******** Aparece en relatos apropiadamente fogosos de Richard Le Gallienne, Jules Supervielle y Claire Goll, y —harto extrañamente, ya que el autor era comunista— es el espíritu motor de la heroína de Aurélian, una larga novela que Louis Aragon consideraba su obra maestra. Pero el medio más eficaz de difusión de su fama fue La desconocida, un empalagoso aunque muy traducido bestseller de Reinhold Conrad Muschler. En él es una joven campesina inocente que va a París, se enamora de un apuesto diplomático inglés —con título de nobleza, desde luego—, tiene un romance tan breve como idílico y, cuando penosamente milord la abandona para casarse con la presentable y aristocrática novia inglesa, se ahoga en el Sena. Como prueban las cifras de venta del libro, éste era el tipo de explicación que buscaba el público para el enigma del rostro muerto.

En realidad, sin embargo, la muchacha era auténticamente inconnue. Lo único que se sabe de ella es que la sacaron del Sena y en la Morgue de París, junto con otros doscientos cuerpos que esperaban ser identificados, la pusieron sobre un bloque de hielo. Nunca la reclamó nadie, pero su sonrisa plácida impresionó a alguien lo suficiente como para hacer un molde. Considerando el peinado, Sacheverell Sitwell calcula que esto sucedió a más tardar a comienzos de la década de 1880.

También es posible que no haya sucedido. Según otra versión de la historia, un investigador, incapaz de obtener información en la Morgue, siguió el rastro hasta el taller alemán que producía los vaciados en yeso. Allí, en Hamburgo, se encontró con la Inconnue en persona, viva y contenta, hija del ahora próspero fabricante de su imagen.

De lo que no se debe dudar es del culto. Parece haber atraído a los jóvenes de entreguerras como atraen las drogas a los de hoy: significaba optar antes de empezar, abandonar la lucha en un mundo atemorizador y desagradable, escabullirse a un profundo sueño interior. En términos de fantasía, la muerte por ahogo y el desquicio por droga se reducen a lo mismo: la dulzura, la sombra y el alivio fácil de una regresión consumada. De modo que el culto a la Inconnue floreció pese a la falta de datos; quizá floreció precisamente por la falta de datos. Como una mancha de Rorschach, la cara muerta aceptaba cualquier sentimiento que los contempladores quisieran proyectar. Y, como el de la Esfinge y el de Mona Lisa, su poder estaba en la promesa de paz de una sonrisa sutil y ausente. La muchacha no sólo estaba más allá de todo problema, de toda responsabilidad; además, seguía siendo hermosa. Había conservado la cualidad que los jóvenes más temen perder: la juventud. Aunque Sitwell atribuye a su influencia la epidemia de suicidios ocurrida en Évreux, yo sospecho que quizá la desconocida haya salvado más vidas que las que destruyó: saber que es posible hacerlo, que la alternativa existe e incluso es tentadora, a menudo basta para aliviar una tenue ansiedad suicida. En el fondo, la función del culto romántico al suicidio es concentrar una melancolía errática; en realidad no muere casi nadie.

La expresión de la cara de la Inconnue sugería que había muerto fácilmente y sin dolor. Éstas son, me parece, las cualidades gemelas que distinguen el suicidio moderno del de antaño. Una vez Robert Lowell observó que, de haber en el brazo un botoncito que uno pudiera apretar para morirse en seguida y sin sufrir, tarde o temprano todo el mundo se suicidaría. Al parecer, hoy avanzamos rápidamente hacia el cumplimiento de ese ideal discutible. No es difícil explicarlo. Si algo valen, las estadísticas muestran que en Gran Bretaña, Francia, Alemania y Japón ha habido un extraordinario aumento de las muertes por drogas. En un ensayo brillante, «Envenenarse», el doctor Neil Kessel escribió:

A lo largo de todos los siglos anteriores al nuestro, venenos y drogas fueron cosas diferentes. Los venenos eran sustancias que no podían tomarse en absoluto, competencia no de los médicos sino de los brujos. Sus propiedades lindaban con lo mágico. Eran, ciertamente, «extremaunciones compradas a charlatanes». Hacia la segunda mitad del siglo xix, la ciencia había desplazado a la hechicería y los venenos ya no se compraban al alquimista sino al farmacéutico. Pero seguían difiriendo de las drogas. Con pocas excepciones se consideraba que las drogas —aunque se sabía que el consumo excesivo causaba actos indeseables— eran agentes letales, y no se las usaba para matar. El aumento del autoenvenenamiento ha llegado con la proliferación, cada vez mayor, de preparados muy peligrosos de empleo terapéutico, junto con la creciente costumbre de prescribir órdenes médicas que autorizan la adquisición de tales recetas. A consecuencia de esta revolución médica, los venenos se han vuelto sumamente accesibles y bastante seguros. De este modo empezó a florecer el autoenvenenamiento. Cualquiera tiene una sustancia adecuada a su alcance.61

Paralelamente al aumento de los suicidios con drogas ha habido un descenso de los métodos más antiguos y molestos: ahorcarse, pegarse un tiro, clavarse un cuchillo, tirarse al vacío. Lo que está en juego aquí, creo yo, es un salto de cantidad y calidad en el carácter del acto. Desde que por la oscura razón que sea dejó de usarse la cicuta, suicidarse siempre ha entrañado una gran violencia física. Los romanos se arrojaban sobre la espada o, en el mejor de los casos, se cortaban las venas en bañeras de agua caliente; hasta la fastidiosa Cleopatra se hizo picar por una serpiente. En el siglo xviii, el tipo de violencia que empleaba cada uno dependía de se clase social: habitualmente los caballeros se mataban con pistolas; las capas inferiores se ahorcaban. Más tarde se puso de moda ahogarse o soportar los convulsivos tormentos de venenos baratos como el arsénico y la estricnina. Quizá el antiguo, supersticioso horror al suicidio haya persistido tanto debido a la imposibilidad de disfrazar la naturaleza de un acto tan violento. Nada de paz y olvido; el suicidio era una violación de la vida tan inequívoca como el asesinato.

Todo esto ha cambiado con las drogas modernas y el gas doméstico. El suicidio no sólo se ha vuelto más o menos indoloro; también parece menos mágico. La persona que empuña un cuchillo para abrirse la garganta se está asesinando. Pero cuando alguien se acuesta junto a un horno con el gas abierto o traga somníferos da la impresión de que, más que la muerte, esté buscando un rato de olvido. El Kirilov de Dostoievski dice que hay sólo dos razones para no matarnos: el dolor y el miedo al otro mundo. En mayor o menor medida, parece que nosotros nos hemos librado de las dos. Como en otras esferas de la actividad humana, en el suicidio ha habido un santo tecnológico que, democráticamente, puso al alcance de todo el mundo una muerte barata y bastante indolora. Tal vez por esto la cuestión es hoy tan central y apremiante, y los gobiernos invierten algún dinero en descubrir las causas posibles y prevenirlas. Contamos ya con una suicidología; lo único que por suerte nos falta, de momento, es una interpretación puramente filosófica del acto en sí. No cabe duda de que llegará. Pero quizá no debe ser de otra manera en una época en la que el suicidio global por guerra atómica es una posibilidad permanente.