26
De la vida en
Arenas
Un silencio molesto y sólido rubricó la determinación con la que la infanta pronunció esas palabras. «Cumplir con» equivale a tener que realizar una ceremonia por convención social, aunque en el fondo se convenga en su falta de sentido fuera del que la costumbre y la convención le otorga. Si la infanta hubiera hecho explícita una declaración en este sentido, habría ascendido muchos enteros en el aprecio de Galván, pues este, por sus ideas modernas que le habían obligado a dejar la clerecía, estaba convencido de que a largo plazo el futuro de las religiones, incluido el catolicismo y otras, era ir perdiendo vigencia religiosa, pero no social, y quedarse en meras instituciones ceremoniales: bautismo, bodas y entierros, y por supuesto procesiones, más coloristas y socialmente relevantes con ritos y cantos del clero que si celebrados con prosa civil y a palo seco. Al cabo de unos momentos fue ella misma quien enhebró el hilo de la charla.
—Hablábamos de Arenas. Se tardó en construir el palacio mucho más de lo previsto; bueno, como saben, nunca se terminó: solo la mitad, y quedó manco del ala izquierda. ¿Que por qué? —añadió, respondiendo a un interrogante mudo de Galván—. Porque como en la Casa Frías estábamos incómodos, teníamos prisa por subir a la Mosquera cuando esa mitad estuvo terminada. La decoración fue lenta y, por supuesto, costosa, pero don Luis no reparaba en gastos, que para él nada suponían. Pintura, suelos, jaspes, mármoles, cortinas, tapizados, lámparas, relojes, paredes recubiertas de papel o sedas, delicados muebles encargados en maderas nobles sobre diseños de don Ventura o enviados desde París a tío Pedro por su hermano el duque de Berwick, docenas de cuadros y centenares de libros traídos de Madrid, La Granja y Boadilla y colocados estéticamente, instalar la famosa pajarera y el gabinete de animales disecados y otras curiosidades naturales… Ya vivíamos allí desde septiembre al volver de Velada, y aún continuaban los trabajos.
Francisco del Campo guardaba silencio, feliz al comprobar que tanto su adorada María Teresa como don Anselmo habían superado el amago de depresión que le había parecido observar en ellos la noche anterior. Mas a otra pregunta de Galván resumió en pocas palabras el estilo de vida que la pequeña corte llevaba en las dos residencias de Arenas y en Velada:
—Nuestra vida estaba regida por unas normas bastante inflexibles, ya que don Luis y la infanta, ¿no es verdad, María Teresa?, eran esclavos de la puntualidad, parecidos en esto a lo que se decía del rey, enemigos de introducir costumbres nuevas en su conducta y la de sus servidores. Es verdad que la regularidad ayudaba a observar el orden a tantas personas como convivíamos en aquel estrecho espacio, pero, al no haber teatro ni ópera, los actos y las diversiones se reducían a repetir siempre los mismos.
—Por la mañana —dijo la infanta, asumiendo de nuevo la voz cantante—, misa diaria, algo tenían que hacer los capellanes y confesores, que nunca fueron de mi agrado; desayuno, caza; almuerzo en familia si era posible. Después del descanso, cada cual a sus ocupaciones: yo, a los hijos, dar normas para el desempeño doméstico, labores de costura en charlas con damas locales o alguna visitante de las cuales la marquesa de San Leonardo, tía Benita, era la más asidua. Luis prefería la soledad: lectura en la biblioteca o un rato en el museo hasta la merienda, seguida de un paseo por los jardines o las cercanías del pueblo; algunas veces, caza. Los arenenses, no habituados a la cercanía de un miembro de la realeza, le admiraban y sentían por él hondo cariño.
—Antes de cenar —cortó Del Campo como reclamando su turno—, animada tertulia con algunos de nosotros y con invitados del pueblo o sin ellos, especialmente, casi a diario, don José de Béjar, antiguo funcionario real retirado en Arenas, que a veces competía con don Luis en dibujos y en el juego de naipes y era invitado a la cena. Para terminar el día, el también casi cotidiano concierto boccheriniano. Y prontito a la cama.
María Luisa, quien solo había vivido allí los dos primeros años de su niñez, no contuvo una interrupción muy propia de ella:
—Un horario casi de convento, como el de mi hermana y mío en las monjas de Toledo. Sospecho que, aunque no os atreváis a confesarlo, os aburríais más de un poco.
—Bueno, a veces ocurrían cosas que nos sacaban de la rutina diaria —dijo Del Campo.
Ante la expectativa, la infanta retomó la palabra, complacida.
—En primavera de 1780, si no recuerdo mal, nos visitó en Velada con numeroso séquito la reina de Portugal, hermana queridísima de Luis, Marianina, o sea doña María Ana Victoria, viuda desde tres años antes. Estaba muy adelantado mi embarazo de María Teresa, por lo cual no debió de ser la mejor la impresión que le produje. En uno de los momentos en que pudimos hablar a solas, me preguntó si éramos felices. Le respondí que yo sí, pero insistió en saber qué le pasaba a mi marido. No se veían desde hacía muchos años, pero le encontraba —dijo— alterado, como ausente y raro. «Sí, como abstraído, añadí por mi parte, como perdido en cavilaciones que yo nunca oso interrumpir». Fueron días agotadores, pero para mí sumamente gratos: congeniamos. Al fin y al cabo, aunque la dulce Marianina —porfió en que la llamara así— me llevaba treinta años, fue la única persona de la familia real que quiso conocerme.
A don Juan Ángel le intrigó que la infanta reconociera en don Luis ese poso de malestar espiritual. Por eso le preguntó cómo se comportó en los meses sucesivos.
—Buena pregunta, señor canónigo. Yo siempre he creído que presentía que no iba a vivir mucho. No estaba enfermo, pero enflaquecía sin motivo aparente y sufría constantes desarreglos gástricos. En agosto de ese mismo año escribió a Floridablanca que quería hacer testamento, recuerdo sus palabras, «para mi mayor quietud y sosiego y para estar prevenido con tiempo en todo caso». Por las consabidas triquiñuelas en todos los asuntos referentes a nuestras relaciones con el rey —¿se dan cuenta? ¡su hermano!—, Carlos III puso inconvenientes en las cláusulas sobre mi mantenimiento como viuda y el de nuestros hijos y sobre mis derechos de tutora de ellos. Mi marido se hallaba en grave depresión, pues llegó a intimar a Floridablanca: «Te ruego veas si se puede hacer todo con algo más de honor hacia mi persona», y en otra ocasión, meses más tarde: «Cuanto antes, pues la muerte y la vida están en manos de Dios». Firmó el testamento el 22 de abril de 1782, ¡dos años después! ¡En fin, cosas de Carlos III!
—¿Y lo de los bandoleros, María Teresa? —le sugirió, cambiando al tuteo, Francisco del Campo.
—Sí, hombre. Pedro Piñero, alias el Maragato. ¿No se llamaba así el jefe de aquellos forajidos que merodeaban por los alrededores de Arenas? En abril de 1781, mi Luis, tímido y timorato, se quejó de falta de seguridad en Arenas, tan cercano a las abruptas quebradas de Gredos. Alertado por Aristia, que era como jefe de todo el servicio —y a su sola mención Galván no dejó de sorprender un gesto de desagrado y menosprecio en el rostro de don Paco—, el rey envió un juez apoyado por cincuenta de infantería y quince de caballería mandados por un capitán de apellido ilustre en esto del orden público, don Francisco de Ahumada, probable descendiente de un pariente de Santa Teresa de Ávila, que lo tenía por segundo tras el primero, Cepeda. En pocos días, con eficacia no exenta de rigor y crueldad, consiguieron que toda esa tierra volviera a hallarse sin miedo a ladrones.
Fue de nuevo la curiosidad del canónigo la causa de que la larga sobremesa culminara en otra anécdota cuya narración hizo las delicias de la atenta concurrencia. Pidiendo excusas por su continuo uso de la palabra («pero su alteza es el mejor y en ciertos casos único testigo de estos sucesos que tanto nos interesan, así que prosiga, por favor»), contó la infanta sabrosos detalles de una visita que no recibieron, sino que hicieron a la joven duquesa de Alba y su marido en su cercano palacio de Piedrahita.
—Hacia 1784, Cayetana estaba en la cumbre de su popularidad. Desde que se había casado, a diferencia de otras damas de la alta nobleza, nunca tuvo inconveniente en mezclarse con grupos de majos y majas y lucir con ellos su palmito por el recién inaugurado paseo del Prado. Las gentes la idolatraban por su belleza, su garbo y su salero.
—Perdón —interrumpió Galván, dispuesto a cualquier cosa por ofrecer una cita erudita—. He leído en un libro francés, Voyage de Figaro en Espagne, escrito ese mismo año por Jean-Marie Flauriot, uno de esos viajeros curiosillos que nos visitan sin entendernos, una frase inolvidable: «La duquesa de Alba no tiene un cabello que no inspire deseos. Nada en el mundo es tan hermoso como ella; imposible hacerla mejor aunque se la hubiera hecho exprés».
—¡Don Anselmo, no tanto! Demasiado delgada para mi gusto, y… seguramente también para el de usted.
Un coro de sonrisas acogió el comentario. A sus sesenta, Galván no había perdido su atractivo juvenil que, como era sabido, explotaba con discreción a beneficio de un selecto grupo de damas y, más veces de las que se sabía, para el suyo propio.
—Cayetana y su marido no llevaban vida matrimonial regular. Cada cual seguía su camino, aunque no indico con esto que yo crea en tantos amores ilícitos como malsanas habladurías le han atribuido, ni siquiera con Goya, quizá ni con mi maldito yerno Manuel Godoy. Una de las pocas veces que fueron juntos a descansar a Piedrahita nos enviaron un propio a preguntar si preferíamos que nos visitaran en Arenas o que fuéramos nosotros a pasar unos días con ellos. A Luis y a mí nos gustó esto último. Era otra de las ansiadas rupturas de la rutina. Por no molestar, fuimos solo con ocho sirvientes para las dos sillas de mano y el carruaje, que la mayor parte del trayecto fue vacío; ni siquiera Paco nos acompañó, y pueden imaginar cuánto debió de sentirlo, ¿no?
—Por supuesto, María Teresa, pero a lo mejor por esos días es posible que, como se dice, no estuviera el horno para bollos…
María Luisa frunció el entrecejo, dando a entender que no captaba el sentido del metafórico horno o de los presuntos bollos a los que el siempre evasivo Del Campo podría aludir, pero Anselmo y Juan Ángel se cruzaron miradas de entendedores. Tras breve pausa por la sorpresa, continuó la infanta:
—A quien sí invitamos fue a don Luigi. Nos lo pidió cuando se enteró del proyecto, pues quería compartir con el marido de Cayetana, el ilustrado y fino marqués de Villafranca, ideas musicales, especialmente sobre Haydn, a quien ambos admiraban por encima de todos los músicos y con quien ambos mantenían correspondencia bastante regular. La ilusión con que emprendimos el viaje nos hizo desoír a quienes nos alertaban sobre lo mal trazado e incómodo del camino, pero por aquellas bravas cumbres y aldeas montaraces de nombre entre poético y guerrero —Navarredonda, Hoyos del Espino, Navacepeda de Tormes— disfrutamos como adolescentes. Es que fuimos sin los hijos. Para volver a Arenas tomamos la más sensata ruta de Ávila, ciudad donde ni Luis ni yo habíamos estado nunca. Nos detuvimos un par de días, alojados en el palacio de los Velada frente a la catedral, pero no dejamos de visitar en las afueras el monasterio de Santo Tomás, con el singular sepulcro del príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos. Luis sentía por él especial afinidad: si al joven la muerte le impidió ocupar el trono unido de España, a él —decía a veces con impotente nostalgia— se lo impidió la injusticia.
—Me alegra, María Teresa —interrumpió Galván—, tu entusiasmo y el de don Luis por ese malogrado príncipe. Esa misma ruta Madrid-Ávila-Arenas escogí, va a hacer veinte años, ¿recuerdas?, para visitarte poco después de la muerte del infante. Andaba yo metido por entonces en un libro, La vida y muerte del príncipe don Juan, y aproveché para admirar ese monasterio edificado por el inquisidor Torquemada y el maravilloso sepulcro renacentista de don Juan. Su muerte torció la historia de nuestro país. Con profundo sentimiento cantábamos en la universidad la endecha que compuso Juan del Encina, uno de nuestros grandes genios:
Triste España sin ventura,
todos te deben llorar,
despoblada de alegría
para nunca en ti tornar.
—Sí, la recuerdo, letra y música —terció don Juan Ángel—.Y lo misterioso de ese texto es que uno no sabe del todo si lo que nunca va a tornar es la alegría a España o España a sí misma después de perder con don Juan la dinastía real autóctona que la venía rigiendo desde tiempo inmemorial. Austrias y Borbones son gente extranjera. Y don Carlos IV, también.
De nuevo se hizo un silencio molesto, mientras cada uno pensaba en la analogía entre la personalidad y la muerte de don Juan y las de don Luis.
—Nos hemos ido del tema —prosiguió, habladora como raras veces la infanta—. Piedrahita, a la otra vertiente de Gredos. Escenario de los juegos infantiles de Cayetana niña y de fiestas y reuniones cuando allí iba. Su abuelo don Fernando, temiendo intrigas de la reina Farnesio y de Ensenada contra él cuando muriera Fernando VI y que quizá tendría que salir de Madrid, como ella al morir Felipe V, había transformado el viejo castillo en palacio campestre. Puente levadizo, rica biblioteca, habitaciones repletas de porcelanas y tapices, jardines, estanques, cotos de caza. Fueron unos días inolvidables. Pude conocer mejor a la simpática Cayetana, casi coetánea mía; nuestros dos maridos, de gustos tan afines, charlaron cuanto quisieron de arte y música, admiradores ambos de Boccherini allí presente y de Haydn. Y por hallarnos fuera del entorno habitual y sin testigos, fue allí en Piedrahita, en las estancias de su pequeño y coquetón palacio y en sus alrededores a la vista de Gredos, donde Luis y yo hablamos con la mejor intimidad de enamorados. ¿Dorados años de mi juventud! ¿Qué pronto se me esfumaron! ¿Qué pronto se me fue lo que parecía felicidad!
María Teresa quedó cabizbaja, silenciosa, pensativa, y se enjugó una lágrima. Los otros cuatro comensales respetaron su silencio, intercambiaron una rápida mirada de interrogación y a una señal de María Luisa, emocionada por las palabras finales de su madre y secundada por don Francisco del Campo, se levantaron y salieron al patio, dejando a la infanta a la mesa, sola con sus pensamientos.
• • •
Ya en el patio, María Luisa y Del Campo optaron, como de costumbre, por hacerse servir el café en el consueto rincón más fresco mientras continuaban charlando; los dos amigos iniciaron la subida al piso superior. Galván, bastante afectado, le dijo a Gimeno que le permitiera una breve siesta, al cabo de la cual se reuniría con él en la biblioteca para seguir trabajando.
Aprovechó Juan Ángel la oportunidad para repasar las páginas del Recuerdos de don Luis y del Diario de la infanta por ver si hallaba algún texto que reflejara el estado anímico de sus autores en relación con los sentimientos expresados por María Teresa en sus últimas palabras. Había terminado de descifrar su contenido, por lo cual nada tardó en eludir las que, tanto en el Diario como en el escrito del infante, se limitaban a señalar fechas o narrar hechos, especialmente aquellas en las que María Teresa, como toda madre que despliegue en letra escrita sus emociones de maternidad, evocaba las reacciones de sus entrañas al percibir su primer embarazo, la plenitud de gozo que la embargaba al tomar en sus brazos a los hijos recién emanados de su cuerpo, el alborozo continuo al verlos crecer a medida que descubrían el mundo en torno, el desgarro de impotencia al no poder impedir que la muerte se llevara a su segundo varón. Pero parecían rehuir indagar con alguna profundidad en el sentido de todo eso: las renuncias, el amor, la familia, los júbilos, las penas, la vida, la muerte, que es lo que a él y a su amigo realmente les importaba cuando se entregaban, como ahora, a escribir de historia y a repensarla. Dio al fin con algunas secuencias que llamaron su atención. Se desprendía de ellas cuánto sufrían infante y esposa por culpa de las humillaciones recibidas de Carlos III. Ella, por verse menospreciada, ser tratada como mujerzuela, recibir el tratamiento de señora y nunca de alteza, ser despreciada oficialmente por la corte y de rechazo sentirse además objeto de irrisión de muchos de los que la rodeaban: no podía dejar de estar amargada. Él, porque a pesar de haber renunciado primero a su insensato cardenalato y luego a su disipada soltería en busca de la paz de su conciencia, se sentía de algún modo despreciado por María Teresa por no haber sabido resistir a su hermano por muy rey que fuera, ni negarse a aceptar las crueles condiciones de su exilio. Mujer al cabo, en su estilo de vida confinada no veía condigna compensación de su vanidad ante el sacrificio que de su libertad había hecho.
Estos sentimientos afloraban en las entradas correspondientes a los años 1776 al 83 durante los cuales la familia vivió en continua mudanza o hacinada en residencias indignas del infante y su esposa. En algunos párrafos dominados por la ambigüedad parecía indicar que, al contrario que a tía Benita, no le importaba tanto el ambiente de riqueza y esplendor que la rodeaba cuanto la búsqueda de una felicidad auténtica, la que se encuentra —concluía— en el sosiego y la plenitud espiritual. En fin, ambos se daban cuenta de haber sido víctimas de las maquinaciones del rey, débil e impotente el infante ante presuntas razones de Estado. También él se sentía insatisfecho, anhelante, incompleto, a pesar de la mujer, su mujer, su definitivamente única mujer, que en ocasiones a él mismo le parecía un ángel desterrado, y a pesar también de los hijos, maravillosos hijos, que uno tras otro iban llegando. En búsqueda constante, escribe bella e inesperadamente:
En búsqueda constante de una paz que se me evade como el agua entre las manos, como el horizonte en la infinitud del desierto, como el hipotético fin del firmamento penetrado por un telescopio cada vez más potente. El precio que estoy pagando por buscar solución a mi problema de conciencia es, primero, una burda injusticia, y después, una agridulce soledad; y mi castigo, seguir siempre buscando esa paz inasequible, además de la sospecha de infidelidad de mi querida María Teresa.
Cuando el canónigo, confesor de la infanta, lo leyó, no pudo menos de sobresaltarse y reafirmar su esfuerzo por ocultarle a Galván sus reacciones a fin de salvaguardar su sagrado secreto; y cuando el escritor, refrescado en el descanso, se dispuso a afrontar el trabajo de la tarde y se reencontró con su amigo, le informó de sus hallazgos. Revisó el resumen que queda transcrito y lo encontró, como no se podía esperar menos de la inteligencia y la pluma de su amigo, perfecto, por lo cual decidió incorporarlo a esta su historia. Pero el avispado canónigo había intercalado un papel entre dos folios de Recuerdos señalando algún texto potencialmente notable. Galván lo abrió, lo leyó con asombro y no pudo resistir la idea de agregarlo:
Nada fácil me es describir el vacío interno de mi vida. Repaso mis años de bello, jadeante y exhaustivo sexo loco, tan restringido ahora por edad y enfermedad. Repaso este breve periodo desde que me zambullí en la contradictoria coraza del matrimonio, garantía de consuelo y de ternura, pero barrera de la libertad, aunque compensada por las caricias de la mujer y de los niños. Mi decisión, que tomo adelantándome a sucesos que pudieran sorprenderme y consigno ahora para no repetirme, es aguantar, dominar mi impaciencia, ahogar en sonrisas la inquietud y el descontento que me abruman. No tengo por qué mostrarle los motivos de mi desasosiego; no los captaría. No es ficción mía su frialdad desde que quedó embarazada de la pequeñita. Alguna vez leí hasta qué punto se deterioran las relaciones más profundas de los cónyuges —esas que no se expresan con palabras, pero se sienten a gritos mudos— cuando cesa entre ellos no solo el contacto sexual, sino incluso el abrazo, la caricia, el beso, el calorcito de la proximidad física. Me rehúye. Refleje o no infidelidad o ingratitud, ninguna de las cuales sería justa, no entiendo su conducta, pero quizá sea así el misterio de la vida humana aun para personas que se quieren o se han querido: la radical incapacidad de comprenderse.