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La educación de
la infanta
Anselmo Galván se pregunta si la joven viajera no quedaría tan aturdida con tantas referencias de su tía a su nobleza de linaje como el lector al leerlas ahora, pero no ve manera de eludirlas si había de conservar la veracidad de esta historia, fórmula repetidas veces usada por Cervantes en Don Quijote para apuntalar la suya. A la aragonesa entereza de María Teresa hay que atribuir que sobreviviera al ajetreo del carruaje y al incansable parloteo de la casamentera tía atiborrado de fechas, nombres y títulos nobiliarios. Para Galván había sido una mañana productiva, por aclararse recientes pero oscuras líneas genealógicas, entre ellas la de la casa de Alba, aunque no del todo. Para ello se vio forzado a completar los confusos datos del Diario con los de algunas otras fuentes, y aún iba a importunar a la infanta con algunas preguntas durante el almuerzo. Tras aguardar el momento oportuno, la abordó sobre un punto que de verdad le intrigaba:
—Alteza, ¿me permite una pregunta?
—Don Anselmo, ya es hora de que apee tratamiento y simplemente me llame de tú y María Teresa, como en los viejos tiempos de la parroquia de San Felipe, ¿no le parece?
—De eso hace más de treinta años, pero gracias, me es difícil y lo intentaré, y es que… tú subiste de huérfana a infanta de España y yo bajé de posible cardenal a profesor y modestillo aprendiz de escritor.
—¿Ya se está quitando méritos! —zanjó, como de costumbre, la joven María Luisa—. Como si no supiéramos de los libros que ha publicado y del prestigio que le merecen.
Prefirió él eludir la respuesta agradeciéndoselo con una sonrisa.
—Si me permites, pues, ¿es abuso de confianza pedirte nos digas algo, lo que puedas, del impacto que en tu formación tuvieron los meses que pasaste en Madrid hasta tu boda?
La infanta no se turbó, mas el brillo instantáneo de sus ojos y un rictus de su boca delataron atisbos contradictorios de ilusión y de nostalgia. Los comensales se aprestaron a escucharla.
—Mi tía la marquesa era bien intencionada al repetirnos las raíces nobles de nuestra familia; aspiraba a imbuir a esta provinciana (y al decir esto se apuntó coquetamente con el índice al pecho) la convicción de que todo iba cambiar en adelante. Y lo logró. Desde que nos instalamos con ella y tío Pedro en una casa de la calle de Toledo cerca de la plaza Mayor, casi frente a lo que hasta la expulsión de los jesuitas fue Colegio Imperial, me sentí otra. Me enseñó perfecto francés, tarea iniciada por mamá, hasta hablarlo como ellas, nacidas ambas en Bayona. Me vistió con rica elegancia para hacerme sentir segura en ambientes hasta entonces para mí desconocidos, pues sus dos matrimonios la habían puesto en contacto directo con el mundo de la política y de la nobleza. Tío Pedro, marqués y hermano de duque, era marino desde su juventud, por lo cual había pasado largas temporadas en los mares. En las veladas de invierno tía Benita me embelesaba relatando y rebozando a su gusto las aventuras que él le había contado: sus luchas con buques de potencias berberiscas, su participación en la defensa de Cartagena de Indias en 1741 contra una armada inglesa comandada por el almirante Vernon y en otra batalla victoriosa de varios días cerca del cabo de San Vicente contra una escuadra argelina, o visitas más o menos pacíficas a puertos del canal de la Mancha. Ya con rango de teniente general de la Armada, había sido el encargado de dirigir el viaje marítimo de Carlos III de Nápoles a Barcelona. En premio le nombró en 1759 caballerizo mayor, y desde entonces ya residió con su mujer en la corte. No sería fácil decir en pocas palabras —concluyó— lo que aprendí de los tíos sobre historia y otros países y, lo que más me sirvió, sobre los entresijos de la vida social y cortesana; ni lo que me ayudaron tanto en mis aspiraciones cuanto en mis problemas.
Su voz pareció teñirse de melancolía a la par que subió la tensa expectación de los oyentes. Creyendo contribuir a relajarla, intervino, diplomático y mediador, Francisco del Campo, mas su mal tino casi logró que a María Teresa le saltaran lágrimas:
—Es lamentable que la infanta, recluida en Velada, uno de sus injustos destierros, no pudiera asistir al entierro de su tío don Pedro, valiente marino y pundonoroso caballero. En 1789 le había elevado el rey a la suprema dignidad de capitán general de la Armada, mas al poco tiempo murió, y también su majestad aquel mismo año, e incluso la tía Benita.
Fue el canónigo don Juan Ángel quien, siempre rápido como un rayo, dio en el clavo haciendo gala de su conocimiento intuitivo de las reacciones más hondas de las personas. Le llamó la atención a Galván, no obstante, que a trece años de conocerla y de amistad desde que ella llegó a Zaragoza, aún le dirigiera su tratamiento nobiliario:
—Alteza, es de suponer que si por su parte tía Benita contribuyó a perfeccionar su educación, su tío don Pedro, hermano del duque de Berwick y Liria, la presentaría en los ambientes aristocráticos como sobrina suya. Somos todo oídos para escucharla, y seguro que Anselmo va a tomar buenas notas, al menos mentales, para aprovecharlas en esa historia tan larga que al parecer tanto esfuerzo le está costando.
—Gracias, Juan —interpuso Galván—; eso es colaborar. Buen pillo que eres. Te estás ganando el título de coautor de la biografía de don Luis y de la infanta, ¿eh?
Rieron la ocurrencia, incluso ella, quien sin interrumpir su almuerzo y entre sorbitos de agua para aliviarse, honró la doble sugerencia del avispado mosén Gimeno:
—Al poco de llegar a Madrid, ya después de las fiestas de Navidad, es decir, a comienzos de 1774, tía Benita logró que me admitieran como alumna de día en el Real Colegio de Nuestra Señora de Loreto, en una esquina de la plazuela de Antón Martín. Loreto fue fundado por Felipe II como casa de amparo para niñas huérfanas, pero hacía tiempo que su alumnado había cambiado. Allí se educaron ella y mamá, y de él salieron para casarse una con Campillo y otra con papá. En mis tiempos era una de las poquísimas escuelas de monjas para señoritas ricas; para las pobres no había ninguna. Más me habría gustado completar mi educación en el seminario de señoritas nobles fundado por la reina Bárbara en las Salesas Reales, en cuya iglesia reposa cerca del rey Fernando, pero no había lugar y a mi tía no le valieron sus buenas relaciones; además, ya no tenía edad yo para entrar en ese internado.
El canónigo, visiblemente nervioso mientras escuchaba estas frases, no pudo reprimirse y alzó un poco la mano derecha como demandando venia:
—Perdone, alteza, que le recuerde una curiosa laguna en sus rememoraciones que ya he leído sobre su niñez. Dice allí que los años posteriores a los motines zaragozanos de 1766 fueron pura rutina «excepto unos meses en Madrid», pero luego se olvida de decir a qué se refiere con eso.
—Precisamente se lo quería preguntar también —interrumpió don Anselmo.
—¡Qué casualidad, hombre! —interpuso don Juan Ángel, aparentando disgustarse.
—Sí, te lo quería preguntar, María Teresa. Aunque yo aún no estaba en Zaragoza por entonces, sino en mis estudios, ni conocía a tu familia, tu madre me dijo años después, y he comprobado, que pasaste una temporada en las Salesas de Madrid. ¿Qué hay de eso?
Al retomar la palabra, la infanta sonrió con cierto mohín de extrañeza, perpleja de que para preparar esta biografía el Galván ratoncito de archivos y bibliotecas ya hubiera hurgado en los papeles de las Salesas, fundadas en 1758. Se preguntaba si sabía de su propia vida casi tanto como ella misma. Por eso, emulando el estilo de diplomáticos y gallegos, le respondió con una pregunta:
—¿Qué ha leído sobre esa interrupción madrileña de mi niñez zaragozana?
—Verás. Ha caído en mis manos la lista de las chicas nobles que fueron alumnas de estas monjas francesas con su nombre y su edad al ingresar en el internado; para 1766 hay solo dos: María Luisa Centurión y Vera, y Teresa Villabriga, de siete años, acortando tu primer nombre y equivocando el apellido. Eres tú, ¿no?
—Sí, don Anselmo. Tía Benita insistió en llevarme a tan corta edad. Ella sabía que, según los capítulos fundacionales de la reina Bárbara, las educandas en tan codiciado colegio debían contar entre cuatro y ocho o nueve años como máximo. Estuve allí interna desde poco después de los motines hasta abril del año siguiente. Poco antes habían estado las hijas del conde de Fuentes y las del mismísimo marqués de Esquilache. Yo entré por recomendación de tío Pedro, que no en vano era hermano del Berwick y Liria. Entonces o en visitas posteriores entablé amistad, no siendo yo noble de cuna, con chicas que lo eran y se casaron con muchos grandes de España.
—Pero, querida infanta, ninguna de ellas te alcanzó en este título. Las has superado a todas —añadió con innecesaria lisonja Francisco del Campo.
—Es verdad, pero eso me ha servido de poco, aquí donde me ves.
—¿Y qué estudiabais, mamá? —apuntó María Luisa, procurando disipar la nube que amagaba en la charla—. A mi hermana y a mí las Bernardas de Toledo solo nos enseñaron a bordar y a rezar, pero ni a bailar ni a...
—Tienes razón, hija, pero en vuestra educación no tuve arte ni parte. Contra todo derecho me arrebató la iniciativa el rey Carlos, mi enemigo declarado, al cual el cardenal Lorenzana obedeció al pie de la letra. Las Salesas exigían que nuestras familias aportaran la ropa de cama y lavado y la de vestir, y en cuanto a la enseñanza, a tan corta edad se limitaba a hacer cuentas elementales, coser, mucho rezar, mucho catecismo del padre Ripalda, y leer y escribir párrafos de libros piadosos como el Compendio de la fe del padre Luis de Granada, pero en un ambiente de suavidad y orden que aún recuerdo con afecto.
—Eso con las aristocráticas Salesas, ¿y con las de Loreto?
—Con ellas ya era otra cosa, pues éramos mocitas casaderas. Enseñaban a hablar y escribir francés, a…
—Espero —interrumpió insensatamente Galván— no fuera como aquello que jocosamente critica el padre Isla en su Fray Gerundio:
Yo conocí en Madrid a una condesa
que aprendió a estornudar a la francesa.
La infanta le dirigió una mirada de indisimulado desagrado y continuó:
—… A apreciar la buena pintura y la buena música, a ser contenidas en la conversación, modales elegantes, algo de historia y filosofía para entender y charlar sobre ellas, y una devoción ni fría, ni mojigata, ni sensiblera; y sí, María Luisa, ya que algunas de nuestras monjas, lo mismo que algunas de las Descalzas Reales y la Encarnación, habían tomado el velo tras renunciar a su vida mundana y a las fiestas de la corte, nos enseñaban a bailar rigodones, minuetos y chaconas, ritmos no conflictivos con tentaciones contra la castidad y otras buenas pero aburridas costumbres —concluyó con una risita algo cómplice.
Envidiosa escuchaba María Luisa el relato de su madre, ardiendo en curiosidad, pero de nuevo se le adelantó Galván:
—María Teresa, ¿y en cuanto a tu presentación en las altas esferas de la corte de la mano del tío don Pedro, emparentado con los Alba-Huéscar por su hermano el duque?
Como pocas, estas palabras de Galván iluminaron sus ojos y le devolvieron la sonrisa, como si la hubieran remozado las ilusiones de la zaragozanita adolescente que en esos ambientes se había abierto a un horizonte antes nunca soñado.
—A dos pasos de nuestra casa estaban las del conde de Barajas, de los marqueses de Santa Cruz, de Perales, de Anglona (donde poco antes de llegar yo a Madrid se habían casado la condesa-duquesa de Benavente y el marqués de Peñafiel, boda de cuyos fastos aún se seguía hablando), casi esquina a Estudios la del duque de Alba en la calle de su nombre, aunque como residencia habitual ya se habían trasladado a unas casas de la calle del Barquillo que llamaban Buenavista; cerca del palacio real los de Uceda, Abrantes, Infantado, Villafranca, Benavente; y no demasiado lejos, el reciente de Liria. Un barrio salpicado de casas ilustres, muchas de las cuales conocí por dentro en poco tiempo.
Se comprende que de nuevo fuera María Luisa quien impulsara el diálogo:
—Cuenta, cuenta, mamá. Te envidio. Tú disfrutaste de un par de años de goce y brillo en Madrid; mi hermana y yo pasamos la juventud pudriéndonos con las Bernardas de Toledo.
La infanta pareció no haber oído la inútil queja de su hija y prosiguió su relación.
—La proximidad de nuestra casa a varias de las que acabo de mencionar facilitó mi trato con muchachas que en ellas vivían, trato que allanaban los contactos del bueno de tío Pedro y las eficaces mañas de tía Benita. En esos dos años, de la primavera de 1774 a la del 76, nos llevaban a cuantos teatros, óperas, bailes o reuniones en salones madrileños pudieran obtener entrada o hacerse invitar, y ella, que se desvivía por mí, correspondía con mayor munificencia de la que podía disponer. A más de alguna de esas muchachas y a sus madres les satisfacía relacionarse con la cuñada del tercer duque de Berwick y con su sobrina, que era yo.
La infanta acompañó estas palabras con una sonrisita de orgullo y otro gracioso golpecito al pecho con el índice de su derecha. Esta vez fue Paco del Campo quien insertó una sugerencia en el breve momento de silencio.
—Los detalles que nos cuentas nos encantan, alteza, pero nos gustará nos digas cómo y cuándo conociste a don Luis y también a Cayetana, la duquesa de Alba, que aún no hace tres años murió tan joven y que he oído decir que fue novia suya antes que tú.
El canónigo y el historiador intercambiaron una rápida mirada: suspicaces, prevenidos por sus charlas al respecto, ambos habían detectado los flujos inconscientes y presuntamente delatadores de don Paco entre el alteza y el tú.
—Pues los conocí, al infante y a Cayetana, a los dos a la vez —afirmó rápida—. Desde 1775 se rumoreaba que el infante había decidido contraer matrimonio al cabo de años de despejada soltería, por lo cual apenas perdía ocasión de encontrarse con posibles candidatas. Por otra parte, habiendo muerto el padre de Cayetana, duque de Huéscar, cuando ella tenía ocho años, su madre y su encopetado abuelo, que era el duodécimo de Alba, querían casarla cuanto antes para asegurar la urgente continuidad del título. Tía Benita logró que la otra tía abuela de Cayetana, María Ana, duquesa de Medina Sidonia, su madrina queridísima, en cuyo palacio iba a celebrarse una fiesta, invitara no solo a los Berwick-Liria, sino a mis tíos y a mí. Curiosa no menos que nerviosa, me llevaron a la más exigente de mis presentaciones en alta sociedad. Fue el día del Corpus de 1774, cumpleaños —doce, solo doce— de la futura duquesita. No es para describir, ni viene a cuento, la riqueza de salones, vestuarios, manjares, el ostentoso despliegue de atenciones, reverencias, modales elegantes, o las melodías apacibles que sobre el murmullo de las charlas discretas y el taconeo de los chapines nos hacían llegar unos músicos desde el coro del salón. Alguien comentó que los dirigía un italiano, un tal don Luigi, cedido por el infante como su contribución a la fiesta. ¿Quién iba a decírmelo? ¡Nuestro Boccherini! En fin, engalanada con refinamiento y afianzada con joyas que tía Benita me prestó, no ejecuté mal el papel que me encareció desempeñar. —Los ojos de la infanta se entrecerraron levemente, y otra ligera nube de melancolía oscureció su semblante—. En un momento dado, asida yo a mis tíos, se formó un círculo en torno a Cayetana y su familia: la duquesa anfitriona y su hijo Pedro de Alcántara, el ya renqueante abuelo don Fernando, la propia madre de Cayetana, viuda aún reciente pero vistosamente al brazo de su novio el conde de Fuentes don Joaquín Pignatelli, que también acababa de enviudar. Apenas nos cruzamos unas palabras propias de chicas jóvenes, pero bastaron para asentar recíproca simpatía. En esto se acercó al grupo el infante don Luis, y todos, como movidos por un resorte, le hicimos corro y nos inclinamos en atenta reverencia. Saludó a los mayores, le hizo una caricia a Cayetana, a mí ni me lo presentaron ni me habló, y se retiró a un ángulo con Fuentes.
—¡Qué desilusión, mamá! —irrumpió María Luisa—. ¡¿O sea que nada de flechazo, de eso que llaman coup de foudre!?
—Por mi parte, no. En fin de cuentas, un señor mayor, cuarenta y seis años, mientras yo apenas contaba con quince. Pero en el camino a casa me dijo tía Benita, que no perdía detalle: «¿Te has dado cuenta, chiquilla, de la sorpresa que le han causado esos tus ojazos negros y del codicioso repaso que te ha echado al escote? ¡Si parece que quería meterse dentro!». Recuerdo que tío Pedro lanzó una carcajada en plena calle, añadiendo: «Don Luis tiene fama de mujeriego incansable, como si tuviera prisa por recuperar el tiempo que perdió cuando era cardenal». «¡Pues la verdad, no me importaría emparentar con los Borbones!, ¿eh, chiquilla?», concluyó mi tía, rubricando la frase con insolencia entre ingenua y pícara que aumentó mi rubor y mi azoramiento.
• • •
Como casi todos los días después de las comidas, se habían acomodado en sillones en torno a la coqueta mesita del rincón favorito del patio. Don Anselmo procuraba alargar la sobremesa, agradecido a las espontáneas confesiones de la infanta y temeroso de no hallarlas en su manuscrito. No arbitró mejor pretexto que desdeñar los consejos de su galeno contra el abuso del café y, con venia de la anfitriona, solicitar otra taza más. Pero fue don Juan Ángel quien se le adelantó:
—Perdón, alteza. No entiendo que si el infante estaba interesado en Cayetana, no se casara con ella. ¿Podían los Alba resistirse a un Borbón? ¿Podía el rey don Carlos emparejar a su hermano con una hembrita de mayor alcurnia que una Alba entre toda la nobleza de España?
Ya iba ella a responder, pero al advertir en Paco deseo de hablar le cedió la palabra.
—Permíteme explicarlo, María Teresa. Hubiera desplante o no, y hubiera o no insinuación de petición de mano, el lance se comentó sobradamente en los despachos y las secretarías donde yo por entonces trabajaba. A mediados de ese año era ya sabido que el infante iba a casarse; lo era también que don Carlos no toleraría permitirle una boda que incluso a la larga pudiera perjudicar los intereses dinásticos de sus propios hijos, nacidos todos fuera de España, extranjeros, en Nápoles. Por esta razón no le permitió fijar sus ojos en su hija la infanta María Josefa, pero tampoco en damas o damitas de alta nobleza. Se dijo que ni ella ni la futura duquesita de Alba, tan diferentes en temperamento, habrían rechazado al hermano del rey, pero se impuso la augusta voluntad. También se comentó que este contratiempo, siempre a remolque de la voluntad del monarca, le amargó hasta el punto de que por entonces mismo, en reacción, inició sin prudencia una carrera de amoríos indignos de él.
—Lamentable, Paco, aunque verdad —apostilló tristona—. Pero tengo un dato importante que añadir. Y es, por paradójico que parezca, la negativa del abuelo, el duque de Alba. Vean ustedes: don Fernando de Silva y Álvarez de Toledo estuvo siempre preocupado, incluso humillado, por si el posible duque hijo de Cayetana no tuviera como primer apellido el originario; en él mismo, como se ve, había pasado a segundo. Le parecía que un duque o duquesa de Alba que no ostentara como primero el ancestral Álvarez de Toledo era menos duque, menos auténtico. Bien consciente era de que el ducado había sido erigido a mediados del siglo XV por elevación del marquesado de Coria y el condado de Alba y de Salvatierra en su titular inicial, don García Álvarez de Toledo. Desde entonces diez personajes habían transmitido sin interrupción título y apellido hasta su propio abuelo materno. El último Álvarez de Toledo descendiente directo del fundador había sido, pero ya con el apellido en segundo lugar, una mujer, la undécima duquesa, su madre. A él, único varón entre hermanas, le había correspondido el ducado y el inmortal apellido como de refilón, y eso había que remediarlo.
—¿Quiere decir, alteza, que por ese motivo don Fernando se opuso a que Cayetanita se casara nada menos que con un infante de España, nuestro don Luis de Borbón, su difunto esposo? —preguntó ansioso don Juan Ángel.
—Ni más ni menos. Mucho respetaba el rey Carlos a don Fernando, pero no necesitaba demasiados argumentos para ceder: al fin y al cabo, tanto y por los mismos motivos le repugnaba casar a su hermano con María Josefa como con cualquiera otra dama de la alta nobleza. El astuto don Fernando y la madre de Cayetana, ilustrada, traductora, poeta, mecenas de artistas, que llegó a ser directora de la Real Academia de San Fernando, pronto urdieron la boda de la casi niña con José Álvarez de Toledo y Gonzaga, hijo del duque de Montalbo y marqués de Villafranca del Bierzo. No en vano, el novio procedía en línea directa y varonil del hijo segundo del segundo duque, el don Pedro de la rancia calle madrileña adyacente a la de Mancebos, a quien Carlos V hizo virrey de Nápoles. Desde entonces hasta él estuvo ligado a ese marquesado el apellido Álvarez de Toledo, que a los Alba se les había esfumado.
Locuaz se mostraba la infanta, flanco que aprovechó Galván para seguir inquiriendo:
—María Teresa, una preguntita más, o dos: ¿viste a don Luis alguna otra vez antes de que te ofrecieran casarte con él? ¿Cómo se llegó, y por qué medios, a tal decisión?
—Sí que vi alguna vez más (o mejor, él a mí, pues de eso se trataba) a quien meses después sería mi marido, cosa en que nadie, y menos yo, podía ni pensar. Una de ellas, en la boda de Cayetana, aquel friísimo 15 de enero de 1775, en la iglesia de San Luis Obispo, de la parroquia de San Ginés. De nuevo nos invitó doña María Ana, la cuñada de tío Pedro, a la ceremonia y al banquete en el ala vieja del palacio de la calle del Barquillo. El infante tuvo la amabilidad, y algunos dijeron que el heroísmo, de enaltecer con su presencia los actos en representación del rey, pero no como padrino, pues lo fueron don Fernando, Medina Sidonia y Fuentes, y tía Benita se las arregló para pasar conmigo ante él de modo que no pudiera menos de verme.
Don Juan Ángel, aun a riesgo de inoportuno, añadió que, según le había dicho tiempo atrás su compañero de cabildo en el Pilar, don Ramón de Pignatelli, la misma tarde de la boda de Cayetana casó él privadamente en el mismo templo de San Luis a su hermano el conde de Fuentes con la madre de la novia. Galván, por su parte, recordó, no sin pedantería, que el matrimonio de Cayetana no había remediado que el flamante apellido Álvarez de Toledo se evadiera de la casa de Alba. Heredó ella el título en 1776 al morir su abuelo don Fernando, pero no tuvo descendencia, muerta a sus cuarenta en 1802, ocho años después de su marido, que se había ido al poco de retratarle Goya con una partitura de Haydn en la mano.
El dilema que se planteaba era trascendental: no ya el apellido, sino el ducado mismo amenazaba volatilizarse. Ante tamaña tragedia, se recurrió a complejas artimañas leguleyas que al fin, contra todo lo previsible, decidieron que el título recayera —¡qué vueltas da la vida al marearse en el carro de la muerte!— en un biznieto del tercer duque de Berwick y Liria, cuñado de tía Benita: el niño Carlos Miguel Fitz-James Stuart y Fernández de Híjar, Silva y Palafox, ¡nada menos!, que había nacido póstumo en 1794, delgado hilo del que pendía el inmenso ducado, pero ya, de él en adelante, no con el sello de un auténtico Álvarez de Toledo. ¡El título más copetudo de las Españas, transferido a un apellido inglés heredado de un lejano bastardo real! Al orgulloso, aprensivo y visionario don Fernando se le burlaron los cálculos por azares del destino. Menos mal que no alcanzó a presenciar lo que él se temía pudiera llegar a ser una pérdida de autenticidad.
—Pero no querrás decirnos, María Teresa, que al infante le bastó ese par de veces que te vio para convencerse de que eras tú a quien quería llevar al altar —insinuó Del Campo, intentando reencauzar la charla.
—¿Es que no crees, Paco, que al buen entendedor le basta verme una vez para impresionarle? —respondió ella, haciendo a la vez un guiño presuntamente tunante que suscitó una risita general y al malintencionado Galván le pareció indicio de sus mejores sospechas. Calmado el jolgorio que la respuesta provocó, añadió serena—: Una vez mis tíos me llevaron a una cacería en la que le fue ineludible que me viera.
—He leído —interrumpió el pedantón Galván— en el libro Viajes por España en 1775 y 1776, de un tal Henry Swinburne, un viajero inglés que recorrió nuestro país sin enterarse de lo más importante pero sí observando detalles curiosos, que se conocieron en Aranjuez cazando mariposas. ¿Es verdad, infanta?
—¡Mariposas! —rio María Luisa—. Eso es lo que hizo papá durante más de veinte años, hasta que le cazó mamá. Mariposear, ¿eh? ¿O es que los ingleses no distinguen las diversas especies de animalitos?
Incontenible carcajada general secundó la gracia de la aparentemente tímida muchacha.
—Hija, estás muy dicharachera. Pero sigamos. Como ustedes saben, tío Pedro era caballerizo mayor de su majestad, supervisor de las cuadras reales, y obligado a acompañarle en sus jornadas. Tía Benita tenía derecho a ir con él en las salidas de Madrid y procuraba llevarme con ellos. En primavera y verano de mis dos años madrileños pasé temporadas en Aranjuez y en La Granja, y siendo estos ambientes más reducidos que los de la capital y alrededores, más de una vez me crucé con el infante. ¿Cuál era la otra pregunta?
—Sí, mujer —apuntó Paco—. ¿Cómo se llegó a que el infante te eligiera como esposa?
—Ah, sí, gracias. Pues no sabría responder con certeza. Pero en la primavera del 76 los tíos se enteraron de que mi nombre se barajaba entre las candidatas. No me pregunten de qué mañas se valió tía Benita, pero era mujer de infinitos recursos. «Chiquilla, ¿no te dije con qué ansias devoraba el infante tus ojazos y serpenteaban los suyos por el generoso canalito de tu pechera?».
A María Luisa se le escapó una risotada más nerviosa que procaz, coreada por los caballeros mientras la sonrosada tez de la infanta enrojecía no tanto de pudor cuanto de grato orgullo. Fue la ocasión que la generosa anfitriona aprovechó para levantarse, dando por terminada la sobremesa. La imitaron todos, siguieron sus huellas y se refugiaron en sus cuartos. El fervor de la agitada conversación, reforzado por los vapores del mejor Cariñena y los subsiguientes de los postres con coñac —¡francés, cómo no!— les propició un sueño restaurador en el par de horas de siesta que hacía imprescindible la intempestiva canícula de aquel junio zaragozano. El palacio Zaporta se sumió durante ellas en un maravilloso silencio.
• • •
Intranquilo, nervioso, aspiraba a no permitírselas Galván, resuelto a terminar antes del anochecer la verdadera historia del matrimonio de la infanta. La barruntaba ambigua porque más de una vez, al hablar de su difunto marido, había observado en su semblante gestos espontáneos que, al socaire de forzada impavidez, delataban reprimidos sentimientos de desencanto que él se atrevía ya a interpretar como de arrepentimiento. Pero pronto se dijo que la tarea, ya muy adelantada, bien podría esperar: en ese momento más le urgía otro plan. Se permitió unos minutos de descanso en el cuarto en penumbras, pero, viéndose desnudo, como de costumbre, el resorte pasional del demonio meridiano contra el que viejas letanías imploran libéranos, Domine, le impulsó a saltar de la cama, lavarse rápido, ponerse camisa nueva bien planchada, embutirse en sus mejores botines, pantalones y casaca de seda y encaminarse presto, como un novio cargado de ilusiones, al encuentro de su viejo amor. No se habían visto desde hacía quince años, quince, en la última de sus cada vez más escasas visitas a Zaragoza, y ahora frisaba él en los sesenta y en los cuarenta y cinco ella. Seguía manteniéndose del alquiler de los demás pisos de la casa, herencia de sus abuelos.
Subió con lento resuello las docenas de peldaños, a diferencia de los tiempos de joven, cuando el ansia le hacía volar sobre ellos de tres en tres. Golpeó la puerta con confiados nudillos, se abrió, y la acogida no le permitió dudar de que su visita fuera inesperada. El río del tiempo parecía haberse congelado: en su fluir, no en el frío con el que pudiera haber sido recibido. Se fundieron en un abrazo interminable, mudo, que es el lenguaje de los mejores silencios. Abrazados se acercaron al viejo sofá, cubierto con cretonas nuevas para disimular el tapizado original descolorido. Sentados, enlazados aún, le atrajo ella hacia sí con falso enfado: «¡Fresco! Más de una semana, y no has venido hasta hoy». No respondió, ¿para qué? Le cerró la boca con sus labios. Se contaron sus rutinas respectivas durante un largo rato ojo en ojo, mano en mano, hasta que las de él, tan impacientes como las de ella, empezaron a palpar y acariciar el doble «sutil relieve», en cuya cumbre —¡las veces que habían comentado estas palabras de Argensola!— «vivo forma un rubí su centro leve». Al cabo de los años y por influjo de la distancia, la emoción y el impacto pasional de los viejos tiempos habían ido dando paso a un sereno cariño, y este a esa peculiar especie de ternura que se llama amor, el que nada pide y todo lo da, a la felicidad de entenderse sin necesidad de palabras. Pero pervivía el rescoldo. Al soplo del sabio, magistral tacto, remozaron las brasas del calibo. Rugió la tempestad, bulló el volcán, hambriento de su cráter se empinó el pináculo. No hizo falta moverse: allí sentados, sus largos y diestros dedos liberaron de la jaula al pájaro, que sentada en sus piernas —su posición favorita— ella cubrió, también libre de obstáculos, con los amplios repliegues de su falda. No se habló más. Flotaron los suspiros al calor vespertino. Se encajaron audaces en sublime armonía, confirmando que, si el amor perdura, encuentra el modo de atravesar el portal que le hace bajar de las alturas del sentimiento y arder el mutuo atractivo de dos carnes maduras. En la cúspide del arrebato le salió a Galván del hondón de su alma la exclamación quizá más verdadera de toda su vida: «¡Lupe, Lupe, amor de mi vida!».
Media hora de descanso en caricias y susurros de silencioso encanto, unos sorbos del café que ella turraba a la perfección, y necesario poner fin al embeleso.
—¿Ya me dejas? Bien sé que quieres más tu trabajo que a mí —dijo coqueta.
—No es verdad, Lupe, y bien lo sabes tú. Pero dime, querida, la bella Lucita ¿es de verdad sobrina tuya o…? —le asaltó con repentino acento de sincero preocupado.
—Es mi sobrina; no conoces a todos los hijos de mis hermanos.
Se despidieron con el más cálido de sus besos. Una última mirada hacia atrás al cerrarse la puerta. Volviendo Anselmo sobre sus pasos por las estrechas calles zaragozanas, pensando cómo reanudar su tarea interrumpida, no podía sobreponerse al aplomo con que Lupe había respondido a la inquietud de su pregunta. Antes de llamar al portalón del palacio Zaporta, abrumado por el ingente peso de la sospechada alternativa, se detuvo un instante, apoyó una mano en la pared y dijo en voz alta, incontenible: «¡Jamás le perdonaría que me hubiera mentido, jamás me permitiría saber que un hijo o hija míos andan por el mundo sin haberlos reconocido como míos!».
Lo que Anselmo no sabía es que Lupe y él ya no volverían a verse. Arrastraba un cáncer, que le ocultó, del que murió tres años después. Siempre pensó él, quizá con cierta vanidad egocentrista, que de la tristeza de su fiel y solitaria soltería.