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Las Cortes de
don Felipe
La conversación, el descubrimiento de este secreto de la historia española, el largo dictado y la penosa transcripción dejaron exhaustos a los dos amigos, quienes acogieron complacidos la invitación del mayordomo al almuerzo. No ocuparon sus acostumbrados asientos hasta que se les informó de que, para dejarlos trabajar tranquilos, la infanta, su hija y don Paco habían salido a pasear por el Coso y a almorzar en una de las fondas que pululaban en el dédalo de callejas de sus alrededores. Salpicaron, pues, su ligero yantar con comentarios sobre los presuntos derechos dinásticos de don Luis, que rumiaron en espaciados silencios, y restringieron a uno sus acostumbrados tres o cuatro vasos de fuerte vinillo de la tierra a fin de no caer adormilados. Solo se permitieron unos minutos de descanso, saboreando un café y un habano del más puro tabaco que la infanta conservaba sobre una mesita Luis XIV proveniente de Arenas, arrellanados en sillones situados en un umbroso rincón del patio. Les urgía continuar, por ver en qué quedaba el reto de la reina Farnesio a su hijo menor, que parecía habérsele vuelto díscolo.
Mientras se dirigían a la biblioteca en la que solían trabajar, Juan Ángel, más observador que el habitualmente despistado Anselmo, a quien amigablemente motejaba de ingenuo, le llamó la atención sobre un detalle que había observado.
—¿Te has percatado, peón, de que, sin darse cuenta, reina e infante han ido cambiando el tono desde el tuteo más o menos normal entre madre e hijo hasta el de majestad y alteza?
—Anda, que el ingenuo eres tú. ¿Qué sabes de las normas protocolarias que se gastan en las casas nobiliarias incluso entre padres e hijos dándose títulos rimbombantes? Cuando las nodrizas les ponen a los niños el pijama o la camisa de dormir, les dicen al oído: «Alteza, meta por aquí su serenísima pierna. ¡Bien! Y ahora, permítame abrocharle la noble braguetita para que ese excelentísimo y mustio pajarito no se le salga de la soberana jaulita», etc., etc.
—Eres un bribón. Repito: Isabel empieza tratando a Luis como a un hijo, y al poco se calienta de modo que, oteada lejos y no deseada la posibilidad de que este llegue al trono, casi lo transforma ya en rey y acaba por darle, con el de hijo, su título oficial, alteza.
—Pero fue Luis quien inició la formalización del proceso al pasar de llamarla mamá a decirle señora y majestad. Y eso, estando ambos solos, sin testigos.
Se acomodaron ante sus respectivas mesas de trabajo y reanudaron uno el dictado lento y otro su transcripción apurada.
—¿Quiere decir su alteza que, según el pretendido auto acordado de su majestad el rey Felipe refrendado por las Cortes, mi nieto Carlitos, nacido fuera de España, no podrá ser legalmente Príncipe de Asturias cuando dentro de unas semanas, como espero y deseo, se vaya por fin al sepulcro Fernando VI y le suceda mi Carlos de Nápoles?
—Ni más ni menos, majestad.
—Y ¿quién será el heredero de mi hijo Carlos III, si se lo puedes decir a tu madre? ¿Tú?
También fue ahora el perspicaz canónigo quien le llamó la atención a su amigo sobre cómo la reina parecía recalcar el final ese del «puedes», como para humillar y rebajar a su hijo volviendo al igualador tuteo como para desvincularlo de toda soñada aspiración al trono.
—Ni más ni menos, yo, este servidor de vuestra majestad. Según algunas de mis «sirenas» ni siquiera Carlos de Nápoles debería heredar la corona de España, por varias razones: su prolongada permanencia en el extranjero que lo ha hecho más napolitano que español; su extremo reformismo que ofende a quienes, sin ser solo conservadores, aspiran a conjugar tradición y progreso; su manera absolutista de reinar y gobernar que oprime, dicen, los nuevos aires que impulsan a admitir la participación del pueblo; y otros. Pero…
—¿Pero qué, don Luis? ¿Se calla mi hijo algo más grave para el final?
—Mamá, más grave y a la vez más leve. Estate tranquila. Nunca me opondré a que mi hermano Carlos sea rey de España. Es su claro derecho hereditario, a pesar de esas objeciones que también me parecen claras. Pero el de su hijo, tu nieto Carlos, mi sobrino, no lo es. La solemne ley del rey Felipe y de los consejeros de las Cortes de 1713 es tajante: los reyes Borbones de España deberán nacer y ser educados en España. Esta condición solo se cumple en tus hijos Carlos, Felipe y yo, mas no en tus nietos. Pero no favoreceré ningún motín por desbancar al hijo de mi hermano, no promoveré otra guerra civil, y confío en que, cuando sea rey, no olvide nunca que solo yo debía ser su sucesor, no su hijo. Espero que mis derechos legales a heredar yo el trono, y no su hijo totalmente extranjero, actúen siempre como permanente aldabonazo en su conciencia.
Los dos amigos no pudieron reprimir la extraña emoción que sintieron al tener acceso a estas confidencias del infante. Menos aún, la que les embargó cuando Anselmo terminó de escribir el párrafo final que Juan Ángel le dictó:
Confieso ahora con pena, veinticinco años después, que pronuncié estas últimas palabras con sobrada excitación. Noté en el empolvado rostro de mamá un evidente rictus de desengaño. No solo le habían fallado los destinos que desde la niñez le había marcado a su cardenalito, quien ahora osaba mostrarse díscolo y encararse con ella. Se erigió entre ambos un largo y embarazoso silencio. Lo alivió que nuestras miradas recíprocamente evasivas se fijaran en cómo las pocas hojas viejas que quedaban en los árboles, empujadas por la savia renacida y el vientecillo primaveral, se mecían en morosas curvas hasta posarse en el suelo. Lo interrumpió el zureo de unas palomas que picoteaban gusanitos y el gorjeo de unos pájaros aupados en ramas cercanas. Mamá hizo una señal al criado que se había mantenido a distancia y con un gesto le indicó que se acercara y la empujara al interior del palacio. Les seguí desganado, vacilante, inseguro del efecto de esta discusión y quizá de haberla disgustado.
Nunca más volvimos a hablar de tan capital problema. Mamá se llevó a la tumba su opinión sobre mis derechos. Lamento no haberla tenido a mi lado como mi confidente cuando, ya muerta, mi hermano Carlos abundaba en cariños y condescendencias para disimular sus prevenciones y se portó tan mal conmigo desde que le anuncié mi matrimonio. Estoy seguro de que se lo habría recriminado.
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Gimeno devolvió esos folios a su orden en el legajo, y Galván, tras breve descanso para desentumecer los dedos, prosiguió su mester de escritor. Se podría adivinar que en su recatado silencio ambos pensaban lo mismo. Como se trasluce de las trascendentales palabras del propio infante, ni Isabel ni Carlos tenían nada que temer de su hijo y hermano. Ninguna noticia y ningún proyecto ajeno deteriorará la compacta lealtad de Luis a su madre.
—A pesar del énfasis que ha puesto en la defensa teórica de sus derechos, queda por ver —se interrogó Galván— si su larga vivencia de aprendiz de clérigo, su renuncia a todo boato clerical y, siempre que le fue posible, su deliberado apartamiento de las ceremonias de corte en las que se sentía mera comparsa de relleno, le convencieron realmente de la inanidad del mando y la fútil banalidad del poder. Y si en su renuncia al clericato aprendió al menos don Luis la necesidad espiritual del desasimiento, como él mismo la había aprendido en su breve pero prometedora experiencia eclesiástica a la que voluntariamente renunció, queda por ver también si, cuando llegue el momento crítico, su apego a la vivencia sosegada de la soledad, rellena por la contemplación, el estudio y la música, va a llevarle a renunciar a sus derechos y a anteponerles el disfrute de su propia vida, hasta el punto de ni siquiera manifestar interés alguno por la posibilidad de reinar.
Don Luis siguió a veces prestándose a escuchar las voces de sirena de quienes aspiraban a atraérselo. Pero ya había vivido lo bastante para descubrir en los partidos políticos la hipocresía implícita en todos los aspirantes al poder, consistente —sin excepción tanto en el mundo clerical como en el político y civil— en superponer a los intereses comunes la propia conveniencia, y en consecuencia desconfiaba de ellos. Su nada simple psicología le inclinaba a evadir los deberes y responsabilidades incompatibles con sus gustos y goces personales.
Tanta mención de sirenas extrañas impulsó la memoria de Galván a evadirse unos momentos recordando las donairosas líneas de sílfide del cuerpo de su Lupe, los brillantes ojos negros, los labios carnosos que abiertos en sonrisa permanente mostraban perfecta hilera de marfiles, el caminar garboso y señorial, la estrecha cintura que realzaban el tentador par de bulbos pectorales, la proa del volcánico cráter venusino, las rotundas mitades de su excelsa popa. Abstraído en sus estudios y en sus leves menesteres pastorales, ni con hábitos ni al dejarlos había sido un donjuán, pero al verla de rodillas y luego, erguida, cimbreante, yendo hacia la puerta de salomónicas columnas, aquella atractiva feligresa de la zaragozana parroquia de San Felipe le cautivó, primero la vista, luego el corazón. ¿Ha nacido quien defina sentimientos como amor y odio, admiración y envidia? ¿Ha nacido quien defina cómo, cuándo y por qué se transforma el sujeto de belleza en objeto de pasión y este, si dos almas gemelas logran superar la pesadumbre del cuerpo, en lo que desde siempre se viene llamando amor? Tenue venero de creciente caudal que se hace océano que ahoga, leve brisa convertida en vendaval irresistible, rumor casi inaudible que se acrecienta hasta hacerse fragor insoportable, pero que, cuando se calman la inicial tempestad, el huracán y el ruido, se hacen un estar, un ser, un compartir, un aceptarse sin premisas ni condiciones al cual, en el mejor de los casos, solo la muerte pone fin. Son tres etapas progresivas, que los enamorados transitan absortos, sin otra meta que la obsesión por dar a su caza alcance, víctimas él o ella del frenesí que los envuelve.
Un día cualquiera quizá fijado por el destino, al observarla dispuesta a salir del templo, se le anticipó para esperarla fuera y poder hablarle, y ya en la plaza comprobó que el timbre de su voz no desdecía del elevado temple de su personalidad. Aún vivía con su madre, viuda, acogedora, discreta, que salió luego. No pudo menos que aceptar complacido su invitación a visitarlas. Cada vez más asiduos e intensos los encuentros, cierta tarde en que halló a Lupe sola, las incautas caricias despertaron el soterraño volcán, como era de esperar y los dos en el fondo habían soñado. El opio de la concentración en su trabajo intelectual no logró que el alma de Galván alcanzara a trascender la primeriza experiencia, ni siquiera a sublimarla, a pesar de los ingenuos consejos de su director espiritual. Pocas veces pudieron volver a repetir sus no píos ejercicios, pues pocas les era propicia la ocasión. Creció el afecto mutuo y la mutua comprensión, surgió un tierno cariño, apareció un amor que nada exigía y lo sabía dar todo, ese en el cual no hacen falta palabras y hablan ojos, besos, manos, el lenguaje del tacto y la mirada, culminante en el sexo como destino natural, instintivo. Pero no fue tal la motivación del nuevo rumbo que a su vida supo y quiso dar Anselmo. Como un día dijo Goya en tertulia del infante, «unos cuelgan los hábitos por la bragueta y otros por la cabeza». Se le ocurrió a Galván en ese instante si no debería escribir algún día algo como su autobiografía intelectual para convicción de incrédulos y solaz de viandantes, pero apartó la ocurrencia, tentación de vanidad, mosca molesta. Con todo, ni Lupe ni Galván hablaron jamás de bodas; su cariño era de la estirpe de ese amor que se define en sí mismo, que no se contrata, que es leal y fiel sin necesidad de juramentos ni promesas, que halla en sí mismo, y sin meta alguna ulterior, su esencial razón de ser.
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A estudioso tan atildado como Anselmo Galván le sorprendió la conversación del infante con la reina, pero no la noticia del conflicto interno de la corte a propósito de los derechos de don Luis al trono. Había llegado de Madrid pertrechado con documentación más reciente y fehaciente que la ofrecida por el infante a su madre en esa conversación de veinticinco años atrás. La cláusula sobre que los reyes Borbones deban nacer y ser educados en España para poder reinar en ella nunca fue publicada en la Novísima recopilación, ni en el siglo XVIII ni en la edición patrocinada por Carlos IV que apareció en el mismísimo año 1805 en el cual él estaba escribiendo en Zaragoza; ello no obstante, investigaciones propias le habían llevado a dos conclusiones enormemente significativas.
Primera, que dicha cláusula restrictiva sí consta literalmente en el texto enviado por Felipe V a fines de 1712 a las ciudades del reino sobre los temas que se iban a debatir en aquellas Cortes:
Debo con las Cortes pasar a la formación de una nueva ley que regle en mi descendencia la sucesión de esta monarquía con la precisa condición de que el varón que haya de suceder sea nacido y criado en España o en los dominios entonces poseídos de la monarquía.
Segunda, que en ellas se debatió y aprobó dicha cláusula, como testifica el antes citado marqués de San Felipe; era acérrimo defensor de Felipe V, por lo cual no es pensable que falte a la verdad. Más aún, Galván, que defiende un concepto de novela histórica que no deje de ser fiel a los hechos cuando estos no permitan fantasear —fantaseo tan fácil para los escritores no de novelas de historia sino de mera ficción— ha indagado en los archivos y descubierto dos textos complementarios. Es uno el resumen manuscrito de «Lo que se votó en el Consejo de Castilla el día 18 de noviembre de 1712», debido a don José de Grimaldo, secretario del despacho y, como le califica el citado marqués, «hombre de gran benignidad y rectitud y de un singular amor al rey»: este le había enviado para que desde la cámara de escucha oyera sin ser visto y testificara lo actuado. Otro es el informe del fiscal Luis Curiel, que asistió a la junta. Según él, se votó explícitamente para los sucesores de Felipe V, de nuevo en palabras textuales,
la condición precisa de ser nacidos y criados en estos reinos declarando tales a los que por accidente nacieren fuera de ellos estando sus padres en otro reino o provincia para la causa pública o por mandado de las leyes teniendo su principal casa y domicilio en España.
Por el nivel de aceptación incondicional como relator de los hechos de que aún goza el citado marqués, y por su valor decisorio en esta historia, no sobrará mencionar sus frases mismas, que es de esperar el lector no halle excesivas. Curiosamente, la mayor oposición de los procuradores fue contra la Ley Sálica, mientras que, como se suponía por el españolismo de la cláusula sobre exigencia de nacimiento en suelo español, esta no encontró ninguna oposición. Estas son sus palabras:
Aún estaban juntos los reinos en el Congreso que mandó el rey tener y con esta ocasión, como tenía ya dos hijos [Luis y Fernando] y a la reina [María Luisa de Saboya] encinta, se le ofreció por mayor quietud de sus vasallos, amando su posteridad, derogar la ley de que entrasen a la sucesión de la corona hembras, aunque tuviesen mejor grado, proponiendo los varones de línea transversal descendientes del rey, queriendo heredase antes el hermano del Príncipe de Asturias que su hija, si le faltaban al príncipe varones. Esto pareció duro a muchos más satisfechos de lo inveterado de la costumbre que de lo justo; y más cuando se había de derogar una ley que era fundamental por donde había entrado la casa de Borbón a la sucesión de los reinos.
Sigue diciendo que los más sabios aprobaron el dictamen, ya que no querían exponer al país a admitir rey extranjero si había príncipes españoles de sangre real directos descendientes del rey. Quien más empeño tenía en que la nueva ley fuera aprobada era la reina María Luisa, por amor a sus hijos; pero las Cortes (los «reinos») no la admitieron, y entonces ella misma se encargó «de manejar este negocio» de obtener su consentimiento así como la aprobación del Consejo de Estado, sin la cual no tendría validez, y ella «lo ejecutó con sumo acierto, no sin arte». Las Cortes, bien dispuestas por varios medios de persuasión, votaron unánimemente sobre la fórmula de sucesión redactada según la mente del rey por don Luis Curiel. Pero la consulta al Consejo Real arrojó tal variedad de pareceres equívocos y oscuros que no aportaba conclusión segura, pudiéndose prever en esa consulta un «seminario de pleitos y guerras civiles»: gran parte de los consejeros se resistían a mudar la forma de la sucesión y preferían dejar la que habían establecido los antiguos reyes don Fernando el Católico con la reina doña Isabel, su mujer, que unieron en su hija doña Juana las coronas de Castilla y Aragón».
Su conclusión, altamente significativa para los intereses de nuestro infante don Luis, no tiene desperdicio:
Indignado el rey Felipe de la oscuridad del voto de la oposición de los consejeros de Castilla, con parecer de los de Estado mandó se quemase el original de la consulta del Consejo Real porque en tiempo alguno no se hallase principio de duda y fomento a una guerra, y que cada consejero diese su voto por escrito aparte, enviándole sellado al rey. Ejecutose en esta forma y con consentimiento de todas las ciudades en Cortes, del cuerpo de la nobleza y eclesiástico, se estableció la sucesión de la monarquía excluyendo la hembra aun más próxima al reinante si hubiese varones descendientes del rey Felipe en línea directa o transversal, no interrumpida la varonil, pero con circunstancia y condición que fuese este príncipe nacido y criado en España, porque de otra manera entraría al trono el príncipe español inmediato, y, en defecto de príncipes españoles, la hembra más próxima al último rey. A esta constitución y autos se les dio fuerza de ley, firmada y publicada con la solemnidad mayor.
—Los detalles de la narración resultan sumamente interesantes —se dijo reflexivo y crítico Galván—. Manejos de todo tipo, clara constitución de dos partidos en conflicto, riesgo de nueva guerra civil, aparente predominio de quienes no querían cambiar la ley sucesoria de noble origen medieval, pero aún más claramente elocuente aparece, para la verídica historia que estoy escribiendo, que en todo caso para ser rey de España se precisa la condición de nacer y ser criado en ella y que esta condición esencial no fue contestada por nadie en el Consejo de Estado ni en el Consejo Real; por no contrariar la indignación del rey Felipe, contó además con la aprobación de los tres estamentos representados en las Cortes. ¿Qué más se podía pedir? El manifiesto antifeminismo que todo esto rezuma solo se equipara con la resolución, totalmente evidente y generalizada, de que para reinar en España los reyes de la familia de Borbón deban nacer y ser educados en ella.
Lo que tal conclusión significaba para el caso del infante don Luis no tiene ya que ser repetido: en 1713 la resolución de las máximas instancias del poder dieron el supremo refrendo legal en que se puede soñar a lo que con el tiempo sería el luisismo frente al carlismo, el infante contra el presunto Príncipe de Asturias, luego Carlos IV.
A pesar de todos estos testimonios indudables, la famosa cláusula no aparece ni en el texto final de la Pragmática Sanción sobre la Ley Sálica, ni en ningún otro texto legal posterior. Más aún, resulta sin duda escandaloso que, al parecer, nadie tenga idea del paradero de las actas originales de esas Cortes, que nunca han sido publicadas. Razones de política superior debieron de aconsejar que se evitara el definitivo formalismo legal de la publicación, a pesar de ser voluntad expresa del rey Felipe y, tras su presión, de los consejeros y diputados en esas Cortes. Tal situación de incoherencia y desfase constituye un misterio en la historia de la legislación española, originó problemas de conciencia en los Borbones subsiguientes y motivó el trato inhumano de Carlos III a nuestro infante don Luis.
A nadie llamó la atención que Fernando VI testara nombrando sucesor a Carlos de Nápoles y regente, mientras llegara a Madrid, a su madre la reina viuda Isabel y, en su falta, a Luis. No por ello cesó el luisismo larvado de ciertos nobles y alguna parte del pueblo enterado. A ello contribuyeron los rumores de que el hijo de Carlos, el futuro y aún jovencísimo Carlos IV, de meros once años, era tan bobamente bonachón como su tiastro el rey Fernando recién fallecido, así como que venía ya —se decía— prometido a una jovencita, su prima hermana María Luisa, hija del infante don Felipe, duque de Parma, que pronto gozaría —o sufriría— la fama de ser, aparte de curiosa en asuntos de cultura, bastante casquivana, fama que desgraciadamente, con razón o sin ella —concluyó con cierta tristeza don Anselmo— aún la salpica hoy día, en que todos la describen amante de Godoy y aun de otros cortesanos.
El mismo día 22 de agosto en que la noticia de la muerte de Fernando VI llegó a Nápoles, don Carlos escribió a su madre expresando su sentimiento, agradeciéndole el parabién por su acceso al trono y aprobando la salida de la escuadra que iría a recogerle, así como el recibimiento que se le preparaba en Barcelona. Significativamente, añade una posdata un tanto enigmática: ordena que, con la menor incomodidad posible para los pueblos, estén alerta las tropas «y prontas para todo lo que pudiera suceder y hacernos respetar». Hacernos respetar. Solo el contexto subterráneo de las preocupaciones de don Carlos puede explicar el sentido de mandato tan peculiar.