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Un viaje desde Madrid

Habían partido al anochecer de la posta de Cava Baja y salido de Madrid por la aún joven Puerta de Alcalá. Tomando el camino real, la diligencia había rodeado Alcalá de Henares. En Guadalajara se detuvieron cosa de media hora en una posada situada frente al asombroso palacio del Infantado. Llegaron a Sigüenza de madrugada. A la tenue luz de la luna se recortaba la silueta del imponente castillo de los Mendoza en la cumbre de un engreído altozano. El cochero concedió a los viajeros una hora para desayunarse, y él la aprovechó para mordisquear su corrusco abultado con tortilla y una roncha de jamón y robarle a la bota un buen trago de vino, mientras los mozos de la posada cambiaban el tiro de mulas.

—Con estas podríamos llegar hasta Zaragoza, que los valles que se avecinan quizá nos permitan ir deprisa sin cansarlas como hasta ahora. Pero eso ya se verá.

Esquivando las serranías de Medinaceli y las estrechas foces por donde discurre el Jalón, era ya pasado el mediodía cuando el camino se hizo paralelo a su corriente. Nuestros viajeros, entumecidos por el insomnio y el molesto traqueteo, pugnaban por mantener breves atisbos de charla entre cabeceos inevitables comentando sucesos políticos o la belleza del cambiante paisaje. Una u otra vez, en algún recodo, se dejaba entrever la cinta de plata del naciente río cuando el rechinar de las llantas al remontar un bache alertaba sus ojos entreabiertos. Pisaban ya una de las zonas más mudéjares del noble reino de Aragón.

Ya había anochecido cuando saludaron Ariza, en cuya casa de postas se detuvieron a intentar un breve sueño de cinco horas. Al paso por Cetina, el poeta que don Anselmo acarreaba en su alma no pudo menos de recordar en voz alta, en un alarde de pedantería, que con una señora de allí se casó don Francisco de Quevedo, enlace de breve duración por las intemperancias de ella y los devaneos de él, y que de allí procedían los antepasados del poeta sevillano Gutierre de Cetina. Ambos, continuó, escribieron asombrosos versos sobre el amor, sobre el amor verdadero. Pero ¿cuál lo es? ¿El que se le mantiene a la esposa o el que se tiene a la amante? Quevedo comenta en un soneto aquello del Cantar de los cantares de que el amor es más fuerte que la muerte, pues el cuerpo se convierte en cenizas, pero estas pueden seguir siendo «polvo enamorado». Gutierre, en brevísimo poema, se esmera en loar los ojos de la amada por muy esquivos que para él sean: «Ojos claros, serenos…», y se resigna, humilde, a pedirle que, aun sin ser correspondido, no dejen de mirarle al menos.

No tardó en aparecer ante sus ojos la antigua Ateca, engalanada en el misterio de sus dos torres mudéjares; una de ellas la de su antigua mezquita, hoy iglesia parroquial. A Alhama penetraron por el angosto portillo rocoso cuyas fracturas tectónicas, proclives a resurgencias termales, permiten al río penetrar a la vez que al camino. Ante ellos se desplegaba ahora, generosa, la amplia vega de Calatayud. En la cima de un cerro, a su izquierda, las ruinas del castillo moro que le dio nombre. Se detuvo el carruaje para que abrevaran las mulas, mientras el cochero bajaba del pescante las maletas de dos pasajeros bilbilitanos. En anteriores viajes don Anselmo había podido disponer de tiempo para visitar admirables monumentos mudéjares, renacentistas y prebarrocos, que hacían de Calatayud —castillo o qal’at de los Ayyub— una ciudad museo repleta de arte, siempre en pugna por esquivar la destrucción debida a la ferocidad humana. Como don Francisco no conocía esa ciudad y no había otros viajeros, le pidieron al cochero tres horas de estadía para visitarla, que él podría alegrar iniciando una cena temprana a la que se le unirían para abonarla.

El curso del Jalón, tranquilo al fin, invitaba a uncirse a él. Siguiendo su trazado, pronto alcanzaron La Almunia de Doña Godina, feraz vergel que a esta señora del siglo XII perteneció y que le es fiel en el nombre, que algunos extranjeros confunden con Godiva, la desnuda amazona de los chocolates. Don Anselmo, en su charla oportuna o importuna, se gozó en entretener a sus compañeros con la historia de Santa Pantaria, patrona del pueblo: una de las once mil vírgenes que se dicen sacrificadas en Colonia, cuyos huesos se trajo un almuniense aventurero.

—Pero ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? —preguntó con sorna uno de los viajeros.

Tirado de la lengua, don Anselmo explicó que la inscripción latina XIM Virgines, de una lápida sepulcral que en Colonia ocultaba unos desordenados huesos, debió leerse XI Martires Virgines, no precisamente mil, o sea, once chicas jóvenes mártires, que, si vírgenes o no, es otra historia: en eso, tan privado, no se entra.

No se recató de aplicar su teoría a las llamadas Santas Masas, o Innumerables Mártires de Zaragoza.

—Pues claro que innumerables, caramba, que si uno se encuentra un amasijo de huesos de diversos esqueletos sin poder decidir a cuántas personas pertenecen, incontables e innumerables serán, ¿no?

Los viajeros le rieron la gracia un tanto irrespetuosa.

El Jalón, al asomarse a la depresión central de Aragón, se despista como rehuyendo competir en Zaragoza con los tres ríos que la riegan: Ebro, Gállego y Huerva. También se apartó de él la diligencia, arrostrando desde Épila la ascensión al secarral de La Muela. Desde sus alturas divisaron a lo lejos —señora aletargada en el lecho del extenso valle del río padre que a Iberia dio su nombre— la vieja Caesaraugusta romana, la Saracosta arábiga.

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El sol mañanero de aquel 1 de junio de 1805 se había vuelto ya agresivo cuando hacia las ocho la diligencia abordó el recodo que el camino traza para esquivar la Aljafería, pasó rozando la iglesia del Portillo, viró a la izquierda hasta topar con el convento de dominicas de Santa Inés, y, desde la plaza de Santo Domingo, embocó la calle de San Blas hasta llegar a la célebre y popular posada del mismo nombre, detrás mismo de la parroquia de San Pablo, de bella torre mudéjar. Tras permitirse un breve descanso, nuestros viajeros consignaron su equipaje al posadero advirtiéndole que pasarían a recogerlo. Sorteando el dédalo callejero de la vieja ciudad, ordenado en torno a un doble eje, central y perpendicular, huella perenne de su diseño romano cuadriculado, se situaron en el portalón este de la iglesia del Pilar, atentos en su espera. Suponían que la infanta acudiría casi diariamente a la misa conventual. Ninguna idea más feliz, se habían dicho, que la de tentar la suerte y sorprenderla allí mismo.

Ninguno de los dos era un cualquiera. Don Francisco, que tras servir al infante en Arenas había llegado a alto funcionario del Estado, se hallaba ya en situación de retiro y, por ello, como todo jubilado, rey de su propio tiempo, la mejor riqueza de que se pueda presumir. Había tratado al violoncelista y compositor italiano Luigi Boccherini y conocía la admiración que al músico de Lucca profesaban el difunto infante don Luis de Borbón y Farnesio, hijo menor de Felipe V, y su esposa, la zaragozana María Teresa de Vallabriga. Sus íntimos no ignoraban el tumulto que se armó en Arenas por su sospechosamente íntima amistad con la infanta; quienes no lo eran, por poco interesados que estuvieran en chismorreos indiscretos, tampoco, por la repercusión que alcanzó en ciertos ámbitos cortesanos. El cargo de secretario de cámara, gentilhombre y guardarropa de la infanta que desde 1776 había desempeñado hasta la muerte de don Luis había dado pábulo a toda suerte de suposiciones. En muchos sentidos, y según malsanos rumores en todos, Paco del Campo había sido para María Teresa el hombre de total intimidad. Había tenido además el privilegio, y la fortuna, de ser testigo del testamento de don Luis en Arenas de San Pedro el 22 de abril de 1782 y luego del de don Luigi en Madrid el 6 de septiembre de 1799. Testigo de la muerte y sepelio del infante el 7 de agosto de 1785 y de la muerte y sepelio del compositor el martes 28 de mayo de 1805 junto con los dos hijos supervivientes del maestro, Luis Marcos y Josef Mariano, acababa de encargarse de los enojosos asuntos fúnebres en que le hemos conocido.

Al ser cesado fulminantemente en el servicio de la viuda de don Luis a causa de una delación oscura, a Paco le esperaba en Madrid una carrera fulgurante. Carlos IV le hizo miembro de su Consejo y contador general de sus hijos, los infantes Carlos María Isidro y Francisco de Paula, inmortalizados ambos por los pinceles de Goya, así como ministro honorario del Tribunal de la Contaduría Mayor del Reino; pero por correspondencia seguía siendo, en el momento de desplazarse ahora a Zaragoza, apoderado general de la infanta. Su viaje era debido a un propósito concreto: no solo llevarle a María Teresa personalmente junto con don Anselmo la noticia de la muerte del músico italiano, sino utilizarlo para acercarse de nuevo a la belleza que veinte años antes había cortejado y que desde entonces, entre las cenizas de sus recuerdos, se había resignado a no poder gozar.

Don Anselmo Galván ni ocultaba ni ostentaba su antigua condición de sacerdote. Simplemente, la vivía con serena honestidad. Oriundo de una villa bajoaragonesa, estudioso y, como tal, dado al silencio y la soledad pero amante de la vida, de la música, del arte, y apasionado por la libertad, culto sin bobas ostentaciones, abierto a todo aire fresco de doctrina, había enriquecido su mente de un modo para muchos envidiable, odioso y arriesgado para otros. Algunos de sus ramplones colegas clérigos le consideraban orgulloso, pero tal juicio se debía a la distancia natural entre rutina ignorante y curiosidad intelectual. Ni afrancesado ni agermanado, estaba al corriente de las ideas modernas que molestaban a los enemigos de toda novedad, temerosos de que aceptarlas les hiciera perder sus privilegios, lo cual les angustiaba más que los presuntos retos a la fe. Docenas de oportunidades tuvo para ser testigo de las aberraciones a las que les llevaba tal hipocresía. Al cabo de una larga y atormentada crisis de conciencia, que supo ocultar tras su sólita sonrisa y su amorosa dedicación a la música y a la amistad, pronto vio en el heroísmo del infante, que con ejemplar coraje espiritual había renunciado a sus arzobispados y su cardenalato, como una réplica de su propia vida más que un modelo a seguir. Nada odiaba tanto como hacer de sí mismo objeto de curiosidad, y más aún, de escándalo. Tomada su decisión, pondría tierra o acaso mar por medio, a fin de continuar siguiendo su camino.

De pie nuestros viajeros a la entrada del Pilar, poco tardaron en aparecer a su izquierda, desde la embocadura de una estrecha calle frente al templo, las siluetas de tres señoras noblemente vestidas, en una de las cuales, la de en medio, Paco y Anselmo reconocieron sin esfuerzo el erguido porte de la infanta. Por ser comienzo de junio, vestía de verano: basquiña, blusa y mantilla blancas al estilo tradicional. Al adelantarse a saludarla, los viajeros vislumbraron en su rostro un gesto de sorpresa y una sonrisa de agrado.

—Mis viejos amigos, aquí sin avisar y a esta hora temprana. ¿Es buena la noticia que me traen o mala? Pero perdonen, mi hija pequeña, María Luisa, y doña Antonia Roseti, nuestra dama de compañía.

—¿Por qué no dejamos para luego las noticias? Tenemos mucho de qué hablar, señora —respondió Galván mientras él y Del Campo le besaban la mano rindiéndole leve reverencia.

—No, prefiero que me informen ahora mismo. ¿Le ocurre algo aún peor a mi hija la condesa?

La noticia de la muerte de Boccherini era presentida. En sus frecuentes cartas, Paco le había ido adelantando detalles del declive final del gran músico. Contra lo que tantas veces se ha dicho y escrito incluso en pretendidas obras de investigación responsable, el maestro no vivió sus últimos años ni murió en pobreza, sino en situación financiera solvente y acomodada, pues mantenía su sueldo palacial de doce mil reales anuales y recibía suculentos ingresos por la publicación de obras suyas a cargo de importantes editores internacionales; además, sus inversiones en el recién creado Banco de San Carlos, donde también eran accionistas el infante y Goya, significaban un buen respaldo del que sabía beneficiarse. Pero esos sus últimos años estuvieron signados por un rosario de tragedias familiares. Aún era reciente la muerte de sus dos últimas hijas, ambas solteras: Mariana, a sus veinte, en julio de 1802, y María Teresa, de veintisiete, en julio de 1804. Su segunda esposa, Joaquina Porreti, le había precedido a él mismo en solo cuatro meses, en enero de 1805. Es normal que en tales circunstancias y a su avanzada edad, ninguna composición brotara de su antaño fluida imaginación creadora. El cisne de Lucca había dejado de escribir música nueva tres años antes. Presentida, pues, y esperada, pero igualmente sensible, era la noticia que, sin más, le traían a la infanta nuestros viajeros.

—Alteza, ha muerto don Luigi, nuestro Boccherini.

Incapaz de reprimir una lágrima, doña María Teresa les hizo a todos un débil gesto silencioso indicando que le siguieran y penetró en el Pilar.

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Apenas habían pasado cuarenta años desde que se terminara la secular reforma del pequeño templo gótico de finales del siglo XV, habiendo perecido el anterior en bravo incendio en 1434. Al cabo de varias modificaciones introducidas en los proyectos de Francisco de Herrera el Mozo y el aragonés Felipe Sánchez, seguidos por los de Domingo Yarza ya en pleno XVIII, iba a dejar en él su huella genial el inmortal arquitecto Ventura Rodríguez, desplazado de Madrid por Fernando VI a ruegos del cabildo. Purificó de barroquismos decorativos el proyecto de Herrera, unificó a tenor de cánones neoclásicos la estética general del templo, aprovechó previos errores de cálculo para reorientar el eje de su construcción de modo que, inamovibles siempre la Santa Columna, el colosal retablo gótico de Forment y el coro, enaltecieran la gloria de la nueva catedral; sobre todo, diseñó con suprema originalidad el camarín de la Virgen, «digna concha—como se escribió entonces— de la preciosa Divina Perla que los aragoneses adoran, en uno de los mayores esmeros delarte, sobre aquella columna de jaspe que había bajado del cielo». Tanto don Ventura como Goya, el cual había pintado ya al fresco las cúpulas del llamado coreto y la Regina Martyrum, eran viejos conocidos de la infanta.

Anselmo y Paco (démosles ya a ambos este simple apelativo) caminan lentamente, alzan la cabeza para contemplar los aún recientes frescos de Goya y de Bayeu, y admiran las soluciones arbitradas por don Ventura a los problemas arquitectónicos de la inmensa mole y del grácil templete que cobija la columna.

—¡Singular creencia, increíble creencia! —le susurra Anselmo a Paco, irreductible pero discretamente para no ser oído por la gente en su entorno—. ¡Increíble! No mera «aparición» de María, más o menos imaginaria, como tantas otras, a Santiago apóstol, el Hijo del Trueno, predicador de la nueva fe a unos ibero-romanos testarudos, desalentado y deprimido al ver el parco fruto de sus desvelos: «Paciencia, hijo, que nunca faltará la fe en estas tierras»; sino real venida suya en carne mortal a Zaragoza, cuando aún vivía en carne mortal, transportada a velocidad astronómica en tenues alas de ángeles. ¡Increíble!

—Pero no es dogma, hombre, aunque dicen que no hay aragonés que lo dude. Es tradición que forma parte de la cultura popular, y los curas no hacen mal en secundarla.

—Tradición, desde luego, pero increíble —prosigue Galván—, aunque avalada por documentación notarial apabullante, como la del llamado milagro de Calanda. ¿No la conoces? Por ruegos a la Virgen del Pilar se le restituyó a un mozo labriego, habiendo estado enterrada tres años, la mismísima pierna que, aplastada en un accidente con el carro, los cirujanos le habían cortado gangrenada. ¡Increíble también! Pero no hay en Zaragoza, ni en Aragón, quien ponga en duda estas creencias. Pulula aquí una conmovedora piedad popular que resiste todos los embates. Podrá no ir a misa, no orar, no rezar sino egoístamente cuando hay apuros, no confesarse ni comulgar, pero al buen aragonés, y más si zaragozano, que no le quiten ir con frecuencia al Pilar —algunos, cada día— a «ver la Virgen». Ver, tocar, besar, meter el dedo. Como el apóstol aquel que no creía en Jesús resucitado si no le metía los suyos en la llaga del costado. A las testas más incrédulas de España —nosotros, los aragoneses— les ha tocado en suerte, o en prueba, la creencia más difícil de admitir además de las del dogma. Creer lo increíble. Toda una paradoja, todo un reto trascendental que, asumido, asimilado, incrustado en su ser, forma parte de su carácter y de su típica agresividad.

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María Luisa y doña Antonia se habían arrodillado unos instantes ante la Virgen y ya entraban en la cercana sacristía, que era a la vez depósito del tesoro pilarista. No faltaba mucho para las nueve, hora en que ella sabía que iba a comenzar la salmodia que antecedía a la diaria misa conventual. La infanta le indicó a un sacristán que quería hablar con don Juan Ángel Gimeno. Era este un brillante canónigo poco más que sesentón quien desde que la infanta había vuelto a su Zaragoza la acogió con comprensiva benevolencia y la presentó a las personalidades locales, de cuya amistad y admiración él gozaba; desde entonces entre infanta y canónigo fluía recíproco y respetuoso afecto. Esperó, pues, que viniese de la gran sacristía capitular al otro lado de la recién acabada capilla de don Ventura; mientras tanto, aún tuvo tiempo para echar una ojeada a las vitrinas del tesoro.

Allí estaba, entre muchas otras, la preciada joya que en su petición de mano le entregó el difunto infante don Luis en mayo de 1776 y que ella hizo enviar al Pilar de su Zaragoza como regalo. Los entendidos la describen en el estilo farragoso de todos los especialistas como «un clavel jaspeado, compuesto de chispas de diamantes y rubíes brillantes, sobre un pie de esmeraldas orientales puestas en oro, con dos capullos, uno cerrado y otro a medio abrir, con su propio garfio de oro, colocado en una copita de zapa verde con su charnela de plata». Los dos caballeros dieron la vuelta para contemplar en las bóvedas los frescos pintados por Goya. No pudo don Anselmo reprimir su pedante locuacidad, y le expuso a don Paco que allí en la cripta, bajo el pavimento que sus pies pisaban, no estaban solo algunos de los arzobispos difuntos, sino el canónigo y mecenas ilustrado don Ramón de Pignatelli, muerto en 1793, el antecesor propietario de la casa-palacio donde la infanta vivía. Aun añadió, con un guiño de ojo aspirante a hacer a Paco cómplice de su socarronería:

—También se conservan ahí abajo dos corazones macabramente arrancados a sus propietarios, protagonistas ambos de otras tantas frustraciones españolas: el que a Zaragoza testó al morir aquí el inquieto y ambicioso don Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV que en Zaragoza, el hombre que pudo ser rey de España, ¡ojalá!, en lugar del feo, torpe e infecundo Carlos II el Hechizado, último de los Austrias, y el del príncipe Baltasar Carlos, hijo legítimo del mismo Felipe IV quien también murió aquí a sus diecisiete años, otra esperanza perdida, cuyo corazón mandó extraer el arzobispo Cebrián antes de llevar el cadáver a enterrar a El Escorial.

La infanta le comunicó a don Juan Ángel, fino aficionado a escuchar buena música, la noticia de la muerte de don Luigi y le pidió que rezase hoy especialmente por su alma. Se alegró él al saber que se la ha traído personalmente, además de Francisco del Campo, a quien conoce de un viaje a Madrid, un viejo amigo suyo: don Anselmo Galván. Le dijo también que la habitual tertulia vespertina que ella celebra en sus salones cada dos semanas con algunos ilustrados de la ciudad será dedicada esa misma tarde a la memoria del músico. Desde hace poco, desde 1802 exactamente en que Carlos IV visitó Zaragoza y se le vio en familiar conversación con María Teresa, que al fin y al cabo era su tía, las élites zaragozanas ya no le hacen el penoso vacío inicial y se disputan el honor de ser invitadas a los que se va llamando «los sábados de la infanta». Le pidió esta al canónigo que, para mejor conducir la tertulia, de los folios escritos por don Luis que le entregó lleve los pertinentes sobre Boccherini, si los hay, y que los lea. Le rogó finalmente que se pusiera en contacto en su nombre con las minorías cultas y los medios musicales de la ciudad a fin de organizar para dos sábados después en su propio palacio un homenaje musical más solemne a don Luigi.

—Perdón, alteza, debemos retornar a descansar a nuestra posada —le dijo don Paco al salir del templo tras asistir a la misa.

—¿Es que han dejado su equipaje en la posada de la posta? La de san Blas no es para personas como ustedes. Será un privilegio hospedarles en mi casa, hay lugar. Vayan a decirle al mesonero que me envíe su equipaje: casa Zaporta, en la calle San Jorge, que algunos llaman ya Casa de la Infanta —añadió con cierto retintín—. Allí les espero para desayunar.

—Gracias, señora. No faltaremos. Pensamos quedarnos en la ciudad poco más de una semana. No querríamos ser onerosos ni abusar de su hospitalidad —apuntó don Anselmo, pero son muchas las cosas de que nos gustaría hablar.

—Hasta luego, pues, señores.

—Hasta luego, señoras —respondieron a dúo nuestros fatigados viajeros.