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Educando a su
eminencia
Están desayunando juntos, hoy lunes 3 de junio de 1805, las dos damas anfitrionas y los dos caballeros huéspedes tras volver aquellas del Pilar de su misa casi diaria. Mientras estos las esperaban en el patio, don Anselmo tuvo ocasión de preguntarle a Lupita, la sirvienta, si no era sobrina de una Lupe que él conoció vecina a San Felipe, cuya familia trató hacía años. La respuesta afirmativa le forzó a apuntalar su intuitiva sospecha, mas la presencia de don Francisco no le permitió sino pedirle le dijera que él estaba en Zaragoza. Hoy hay un tercer huésped: la infanta se ha traído a don Juan Ángel por pensar, con razón, que las hojas ya transcritas por él del manuscrito de don Luis le están siendo útiles a Galván en su trabajo. A una pregunta de la infanta, responde aquel con la habitual convicción que imprime a sus opiniones:
—Alteza, a medida que avanzo en la lectura, no siempre fácil por su enmarañada grafía y por alusiones que a veces no capto, me afinco en la idea de que estos papeles tienen más de olvidos que de recuerdos, quiero decir, más deliberada intención de eludir ciertos sucesos no gratos y experiencias penosas para liberarse de ellos, que deseo complacido de gozarse en triunfos tempranos que, al parecer, solo le dejaron amarguras.
—¿Es abultado el legajo? ¿Cuántos folios, más o menos? —irrumpió Paco del Campo.
—Unos doscientos —respondió el canónigo—. Y debo admitir que los que más me han interesado describen los sentimientos íntimos de don Luis a lo largo de las tres etapas en que su biógrafo —y señaló a don Anselmo— podría con buen tino dividir su existencia: su fugaz carrera eclesiástica, sus años de libertinaje en dorada soltería y unas breves pero muy reveladoras confesiones sobre su corta vida matrimonial.
La infanta y don Paco se cruzaron discreta y rápida mirada delatora de su inquietud.
—Solo un análisis sereno de todo el contexto —terció Galván— permitirá llegar a conclusiones que no sean precipitadas. Todos sabemos lo livianas que suelen resultar las ideas que nos formamos sobre los vecinos o personas cuyas intenciones creemos conocer, que no tenemos empacho en proclamar comprobadas, para a la postre ser desmentidas por los hechos.
María Luisa, que por su juventud e inexperiencia prefería mantenerse al margen de estos temas, sugirió que, por ventura, contaban con su madre la infanta: habían compartido diez años de matrimonio durante los cuales, sin duda, su difunto padre habría tenido con ella confidencias que ahora —«¿No es verdad, mamá?»— les serían esclarecedoras.
—Conmigo no las tuvo nunca —interrumpió nervioso don Paco.
—Te sobra razón, hija —aseguró María Teresa—. Don Anselmo no dispone tan solo de esas páginas que podríamos llamar póstumas de tu padre. Bien sabe ya que estoy lista para aportar los detalles que yo verbalmente sea capaz de precisar. En principio y por ahora, sí puedo decir que le pesaban esas dos primeras etapas de su vida, aunque me parecía intuir en él cierta nostalgia de ambas. Quizá ustedes los clérigos sepan explicar por qué. Casados, casi nunca se confidenció conmigo. Y en los últimos dos años permanecía horas enteras silencioso, ensimismado, contemplando los tejados y calles de Arenas a sus pies y la sierra de Gredos a lo lejos desde la terraza situada sobre el pórtico del palacio, si el tiempo lo permitía, o recluido en la biblioteca pensando, leyendo, escribiendo. Aun siendo tan manso siempre, a veces extrañamente perdió los estribos con un mal genio que no le cuadraba.
Una nube de melancolía no exenta de pena cubrió su semblante habitualmente plácido. Tras unos segundos de silencio embarazoso, ponerse en pie indicaba el fin de la charla. Todos respetaron su retraimiento y la imitaron. La siguieron María Luisa y Del Campo hacia sus cuartos. El canónigo mostró a Galván el portapliegos que traía preparado, intercambiaron unas palabras y él y don Anselmo subieron juntos a la biblioteca para iniciar su trabajo.
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En efecto, como minutos antes había comentado Gimeno, a medida que Galván se adentraba en la lectura, y en contra de su propia advertencia de guardar cautela antes de formular conclusiones, aparecía a sus ojos un hombre que desde su juventud fue cobrando conciencia de ser en el seno de la corte y en el programa de intereses de la familia real un personaje de relleno por no tener asignadas tareas reconocidas, ni siquiera las tan poco onerosas y facilonas de representar a la corona en actos públicos y recibir la veneración pringosa y el aplauso lisonjero de la concurrencia por sí solo, no a las faldas de mamá. Hasta en sus contadas apariciones toledanas, mero tancredo, comodín de una compleja y colosal empresa regia en la que, aun siendo su titular, no tenía arte ni parte a no ser para confirmar lo decidido y aprobado por otros. Y este sentimiento de inutilidad, de comparsa, de ver a su hermano Carlos al frente de todo un reino y a Felipe de todo un importante ducado italiano, le fue creando, según lectura de Galván, una doble personalidad que, a causa de la despierta inteligencia natural del joven eminencia, le escindía y mortificaba interiormente: de una parte, el cumplimiento escrupuloso de sus funciones públicas con aparente satisfacción; de otra, el convencimiento de su artificiosa teatralidad, de su propia falta de vocación para ejercerlas y de la injusticia de que por ellas se engrosaran las arcas del erario con fines ajenos a los de su fundacional destino. Consciente de la explotación financiera de sus encomiendas y sus cargos eclesiásticos, que observaba en su derredor y a su pesar, se sentía un pelele en manos de su padre, madre, consejeros y administradores.
Acabada la etapa de los juegos, ocioso día y noche a no ser en sus clases de primeras letras, dibujo, esgrima, música y sus gustosas salidas de caza, se sentía permanentemente infeliz y caía enfermo con frecuencia, víctima de su tensión interna. Sabía que desempeñaba un papel que no le gustaba. Algo, o mucho, habría cambiado si sus mentores le hubieran ocupado mente y tiempo en una educación esmerada, pero ni a la Farnesio, ni a Scotti, ni a los otros palaciegos que rodeaban al cardenalito, ni a su confesor siquiera, les preocupaba su educación, una educación humanista y científica al nivel de los nuevos tiempos de la Ilustración que incluso en España, a remolque borbónico y a imitación de países como Francia, Alemania, Inglaterra u Holanda, producía ya frutos de modernidad y progreso. ¿Para qué?, parecerían preguntarse. ¿No devenga ya don Luis los opulentos dividendos anhelados? ¿Es necesario educarlo mejor para embolsar las más suculentas rentas arzobispales de España?
Su primer confesor fue durante años el jesuita padre Jaime Antonio de Lefèvre, apellido que revela su origen francés. Nada consta —secretum confessionis!— de si el niño arzobispo se acusaba ante él —¡ante Dios!— de los pecadillos solitarios que según su Diario eran su afincado hábito de secreta autocomplacencia. Concedámoslo sin mayor recelo. Cuando ya veinteañero, en 1747, su hermanastro el nuevo rey Fernando les impuso a él y a su hermana María Antonia —siempre inseparables, se llevaban solo dos años— otro confesor, el también jesuita Martín García, superior en Granada recién venido de una cátedra en Roma, este en varias cartas se queja del lamentable descuido en que encontró la educación de ambos. No parece que sus padres hubieran tenido interés alguno en que, ya en la cumbre de la adolescencia, se instruyeran en la disciplina que requiere el estudio sistemático.
«Continuo ocio», clama el padre Martín, impotencia de los maestros para domar y roturar su mente yerma: «Nunca hallé a S. A. —escribe sobre don Luis— en la útil lección de un libro o en conversación de materias que enriquezcan el entendimiento. El empleo de su alteza en las mañanas son maniobras humildes o conversaciones con los criados inferiores». Casi todas las tardes eran dedicadas a la caza, la gran pasión borbónica solo supeditada a la de caza de gacelas humanas: los pintores han fijado la imagen de numerosos personajes reales —Austrias y Borbones tanto como ingleses Estuardos— con la mano en la escopeta. Luis y su hermana salían a cazar juntos en El Pardo, El Escorial, La Granja, en cuyos jardines un 5 de junio de 1748, fortalecidos por el oxigenante ejercicio, los describe un sirviente «alegres y contentos, dando envidia a las flores». Por la noche es también casi diaria la regular diversión de la música. Fue el padre Martín quien propuso someter al infante a un riguroso programa de lecturas controladas, le inspiró el afán de coleccionar libros, cuadros y objetos de interés naturalista e histórico, y le entusiasmó poco a poco con la afición a la buena música. Al cabo, ello hizo de don Luis Antonio el Borbón más culto de su tiempo y aun de los posteriores.
La monotonía cotidiana de la vida cortesana, que lo era para él igual que para todos los miembros no especialmente activos, que eran los más, solo se aliviaba con la también rutinaria obsesión de las que se llamaban «jornadas reales». Cuatro reales sitios para otras tantas cuatro estaciones del año: Aranjuez en primavera, La Granja en verano, El Escorial en otoño, el Retiro en invierno, por casi las mismas fechas, con algunas variaciones para que el monótono programa no se hiciera insoportable. Días de preparativos para cada jornada, docenas de acémilas y carreteros para portar baúles, caprichos y enseres. Y en cada sitio, esporádicos acontecimientos que, como señeros mojones del camino, son fáciles de recordar.
En 1739 asistió el infante con toda la familia y la corte entera a la solemne riquísima boda de su hermano Felipe con Luisa Isabel de Borbón, mencionada a veces como Madame Infante, llamados a gobernar los estados de Parma y Piacenza tras subir Carlos al trono de Nápoles. La francesita llegó a España a fines de octubre arropada en suntuosísima comitiva. Todos se acercaron hasta Alcalá de Henares a recibirla. No desaprovecharon la oportunidad para organizar un ostentoso acto religioso en la colegiata y venerar allí el incorrupto cuerpo de San Diego de Alcalá, que Felipe III había logrado se canonizara con otros tres, más famosos, santos españoles. Fue con motivo de este casamiento cuando Felipe V compró como regalo de boda a su segundo hijo varón el condado de Chinchón, que hasta entonces estaba vinculado al titular de la alcaidía del alcázar de Segovia.
El primer día de 1742 Madame Infante trajo al mundo en el Retiro a la niña Isabelita, sobrina de un don Luis exactamente quinceañero, la cual, andando el tiempo, en 1760, casaría con el archiduque austriaco hijo de la enérgica emperatriz María Teresa; ocuparía este el trono austriaco como José II y sería el máximo modelo europeo del príncipe anticlerical de acuerdo con los criterios del despotismo ilustrado. Dos años después, en 1744 casaron a su hermana, la infanta española María Teresa, con el delfín, Luis, heredero del trono francés, hijo de Luis XV y de la polaca María Leszcinska. No podían vincularse más estrechamente las familias reinantes en España y Francia, siempre atentas a pactar sus rivalidades y guerras a expensas de forzadas bodas de sus vástagos. Era hermano de Luisa Isabel, menor que ella, aunque la precedió en muerte en 1765. Les cabe el privilegio, quizá nunca compartido sino por María de Medici, de ser padres de tres reyes cuyo reinado consecutivo solo fue interrumpido por Napoleón: Luis XVI, Luis XVIII y Carlos X.
Pero la compañera de juegos infantiles, de lecciones musicales, de caza, y también de la inclemencia con que los hijos de la Farnesio y ella misma fueron tratados luego, fue la menor, María Antonia, dos años más joven que él, pelirroja y feuchilla pero graciosa. Cuando María Teresa murió de parto, Fernando VI y Bárbara, ya reyes de España, la propusieron para sustituirla como delfina de Francia, pero por imperativos de la fluctuante política fue rechazada por Luis XV, y al fin se casó con Víctor Amadeo, rey de Cerdeña.
Apenas escribe don Luis sobre estos tres acontecimientos felices. Se explaya, por el contrario, sobre un suceso triste en un par de párrafos en los que su alma sensible, tantos años después, aún vibra de dolor y sobresalto por lo ocurrido unos meses después de esa boda, ya en 1746. No resalta tanto la referencia a la pérdida, inesperada o no, de dos seres queridos, sino el verlo constreñido a no rehuir un comentario, si bien tan tardío, sobre la impresión que le produjo enfrentarse por primera vez con el misterio de la muerte.
9 de agosto, 1784. El 9 de cada mes suelo acordarme de papá. Nunca fue de salud fuerte. Tampoco tuvo siempre la mente en sus cabales. No había nacido para rey, aunque tantos millares de almas se fueron al otro mundo por asentarlo en el trono de España. ¿Es sensato abdicar, aún joven, en un muchacho, mi hermanastro Luis a quien no alcancé a conocer, recién casado con Luisa Isabel de Francia, y al morir aquel en 1724 no volver a abdicar en mi otro hermanastro, Fernando, sino reasumir él mismo el cetro que tan de mala gana empuñaba? Andando el tiempo me fui enterando de que, al obrar de este modo, papá incumplió la letra del documento de renuncia en Luis que había firmado el 10 de enero de 1723. En él se decía que si Luis moría («lo que Dios no permita ni quiera», pero ¡vaya si lo quiso y permitió!) sin dejar hijos descendientes varones, debía sucederle Fernando, y si tampoco él tenía varones, mi hermano Carlos, y si tampoco él, mi hermano Felipe, y así los demás que Dios fuera servido darme. Yo no contaba, pues nací zaguerito cuatro años después. Pero así era el rey: confuso, laberíntico, indeciso. Nada le importó al Consejo de Castilla. Mamá le obligó a retornar al trono, y su voluntad bastó para que todos los consejeros votaran servilmente su vuelta, en contra de los derechos de Fernando.
A pesar de todo, ahí estaba mamá, menos mal. Desde entonces suplió con creces el vacío de energía necesaria para regir país tan duro, imperio tan vasto. Yo, infante que aniñaban y luego clérigo que ignoraban. Solo poco a poco me enteraba de lo que ocurría. Mamá fue largos años muro de las perennes abulias y melancólicas evasiones del rey. Y no obstante, aunque la muerte de un padre si no muy viejo, sí achacoso, se prevea llegar, cuando atiza su guadaña le deja a uno en desamparo. Sucedió el 9 de julio. De repente, por sorpresa, como dice un evangelio que entran los ladrones en la casa. Todos fuimos a su entierro en La Granja, yo con un lazo negro al pecho encima de mi armiño de cardenal. Me había dejado crecer la barba, que me hice cortar precisamente entonces, no sé si en señal de luto, por más que muchos —¿mentirían?— me dijeran que me sentaba bien. Aún no nos habíamos repuesto cuando días más tarde nos llegó de París la mala nueva de que María Teresa había muerto de parto. Fue demasiado, y no estábamos preparados para tanto desastre.
Me acerqué a mamá entonces con mayor apego que antes. No pude sonreír ni dormir bien durante largos meses. Todos sabemos que la vida acaba, pero nuestro orgullo, tan natural como el de Lucifer para sentirse como Dios, nos impide aceptar nuestra desaparición: ¡eternos, como Dios! No sé dónde he leído como a escondidas —¿en Voltaire quizá o en algún filósofo inglés?— que si las rosas o las aves, es un ejemplo, tuvieran inteligencia como los hombres, también se creerían inmortales; aquellas por su belleza que es injusto que se desvanezca, estos por el privilegio de ser los únicos seres que vuelan. ¿Es, pues, la idea de la inmortalidad puro espejismo? Y yo, enfermo y desengañado de todo y reconociendo que no soy feliz, ¿por qué no acepto la muerte, la completa, la del cuerpo y la del alma, como el hecho natural que es? ¿Por qué me rebelo ante ella como si fuera una injusticia? ¿Y por qué iba a ser una injusticia? ¿Acaso nos merecemos la inmortalidad? ¡En qué líos me meto!
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Los mayores enemigos de la reina Farnesio y de sus hijos los tenían en casa desde hacía años: el hijo de la primera mujer de Felipe V, el heredero Fernando, mucho antes jurado Príncipe de Asturias, y su mujer, la portuguesa Bárbara de Braganza. Era esta dos años mayor que su marido, enfermiza, voluminosa, de rostro poco agraciado surcado por profundas cicatrices de tempranas viruelas. Bien lo proclamaba el vulgar populacho madrileño: «¡Fea, gorda y portuguesa, chúpate esa!». El embajador inglés, sir Benjamin Keene, describe así el primer encuentro entre los dos novios al verse por vez primera en el canje de princesas del fronterizo río Caya, cerca de Badajoz:
Pude observar que el rostro de la princesa, aunque se hallaba su alteza cubierta de oro y diamantes, desagradó al príncipe, que la miraba como si creyera que le habían engañado. Su boca enorme, sus labios gruesos, sus carrillos mofletudos y sus ojillos diminutos no forman un conjunto agradable; lo único que tiene bueno es la estatura y el noble porte.
Y el embajador francés, marqués de Noailles, apunta por su parte: «Su rostro es tal que no se la puede mirar sin pena». Pero Bárbara era una mujer culta que hablaba seis idiomas. Solo la animaba un ideal, su orgullo de reina y de portuguesa. Su pasión, aparte la música, era el lujo y, por supuesto, como le ocurría a la Farnesio, la desmedida pasión de mandar. Ambas, más que sus maridos, fueron quienes reinaron en España.
Los miembros de la casa real no se soportaban unos a otros, aunque todos tuvieran que guardar las formas, arte en el que tan duchos son los cortesanos. Todos reciben expertas lecciones: desde su infancia no son presentados en público si no han asimilado normas correctas de conducta apropiadas para cada edad y mañas de disimulo aptas para cada circunstancia. En curiosa e incomprensible paradoja, ya que Bárbara y Fernando no tenían hijos, trataban a los de la reina como enemigos, sin percatarse de que por ley de naturaleza y de gobierno iban a sucederles; sobre todo, no podían soportar la actitud dominante de Isabel, quien tampoco parecía darse cuenta de que pronto, al desaparecer su marido, acabaría el disfrute de su dominante personalidad. Desde que llegó de Parma vio a su hijastro Fernando como el máximo enemigo de sus proyectos. Nada ansiaba más que su muerte: débil de salud como era, podía esperarse de cualquiera de sus periodos enfermizos. La percepción de ese sentimiento de Isabel se le hizo al Príncipe de Asturias más aguda a medida que comprobaba que el suyo iba a ser un matrimonio yermo. Casi niños cuando se casaron, como solía hacerse en los matrimonios reales y de la nobleza, parece que tardaron en consumar el suyo: «No se han dado aún ciertas señales de ternura…, nada ha pasado entre ellos», escribe un embajador en uno de sus despachos. En alas de otra curiosa paradoja, fue Fernando un rey pacífico, amado por el pueblo, como hijo de la tan querida María Luisa de Saboya, y símbolo, por ende, del odio popular a la Farnesio. La Braganza, a su vez, nada temía más que enviudar, por lo cual, sabedora de los apuros financieros de Mariana de Austria, viuda de Carlos II, quien le sobrevivió treinta y nueve años, se volvió indeciblemente avara, procurando atesorar por su cuenta para prevenir semejante desenlace. A pesar de sus muchas buenas cualidades, bastó este defecto para no ser querida ni respetada de los españoles.
La ya escindida psicología del infante incrementó sus problemas por el dilema que le planteaban las relaciones familiares: su incondicional y casi esclava dependencia filial tropezaba con el atractivo que sobre él ejercían Bárbara y Fernando. Bonachón él, gordinflón, poco interesado en asuntos de gobierno, que habitualmente dejaba en manos de excelentes ministros, dominaba los secretos de la relojería, especializado como había llegado a hacerse en construir relojes de selecto estilo rococó. Feuchona ella, pero de suaves y seductivas maneras lusitanas, las endulzaba con las suaves cadencias de su lengua y las enaltecía con su primoroso arte de interpretar al clavecín difíciles composiciones del padre Soler y de Scarlatti.
Doña Isabel recriminaba al infante que pasara interminables tardes en el ala del Retiro reservada a los Príncipes de Asturias, pero, como se resistía a encontrarse con ellos, le sonsacaba hasta los mínimos detalles sobre sus amistades, visitas y planes. No era mera curiosidad: Fernando era el único obstáculo que se interponía para que su hijo Carlos de Nápoles se sentara en el trono de España, su suprema ambición. Don Luis, y en buena parte también su hermana María Antonia, adquirió entonces el hábito de ser el espía y correveidile de mamá, tarea que perfeccionó al correr de los años. Su sincero afecto a los príncipes se resquebrajaba así ante la relativa ignominia forzada del chantaje materno.
Desde la muerte de Felipe V los consejeros venían susurrando al rey Fernando la conveniencia de que la reina viuda y sus hijos residieran no solo fuera de palacio, sino fuera de Madrid. Se resistía el bondadoso rey, a pesar de intolerables intromisiones farnesinas en el gobierno, incapaz Isabel de vivir sin disponer nombramientos y negocios oficiales a su antojo como si aún reinara. La tormenta que se había ido fraguando en el seno de la real familia no tardó en estallar.
Los Recuerdos del infante refieren que por las fechas de su propio cumpleaños, por el día de Santiago de 1747, el nuevo rey decidió que la reina viuda y sus hijos vivieran fuera y cuanto más lejos mejor del Buen Retiro, donde residía la familia mientras se construía el nuevo palacio real. Luis y María Antonia, además de Isabel e Isabelita, tuvieron, pues, que instalarse en la casa del duque de Osuna y la colindante del Príncipe Pío. Las eligió la reina madre por su cercanía al solar del incendiado real alcázar, de tantas añoranzas para ella. Esas casas, en los altos de Leganitos, poseían un pequeño coliseo para funciones teatrales y contaban con extensas huertas y arbolados que, en declive, refrescados por un plácido estanque en el que sobrenadaban cisnes, llegaban hasta la Florida, al borde del Manzanares. Una orden perentoria, secundada con el servilismo característico de los palaciegos de todos los tiempos, obligó a sus propietarios a desalojarlas; la casa real abonaría el alquiler del domicilio que eligieran. En una semana las adecentaron carpinteros y pintores, y criados especializados trasladaron a ellas los muebles, vajillas y enseres de la reina y los infantes.
A las ocho de la noche del 2 de agosto partió del Retiro hacia su nueva residencia el coche de don Luis con su ayo el marqués de Scotti, precedido de dos batidores y seguido de cinco caballos de guardia, como siempre que salía oficialmente. Una hora después, con la misma ceremonia que cuando reinaba, lo hacían la reina viuda y las tres muchachas, en un coche de cuatro caballos con cuatro batidores delante y ocho caballos de guardia detrás. «Como un ser vivo que asistía a su propio entierro», escribiría el embajador de Francia, monseñor Vaureal, obispo de Rennes, en su parte diplomático. Para verla pasar, envuelta en crespones negros, se agolparon en las calles muchedumbres, más contentas que pesarosas, ansiosas de contemplar caída de su altísimo rango a quien imperiosamente las había dominado durante más de treinta años. Isabel se esperaba a su paso sonoros aplausos de la muchedumbre, y no se equivocó. El conde de Montijo había tenido la precaución de comprar los de unas docenas de mercenarios a cuyas manos había hecho llegar algunas monedas.
El 10 de agosto, un año justo después de su acceso al trono, fue la memorable cabalgata de la entrada oficial de Fernando VI. Algo de su repercusión en el ánimo del infante nos cuenta él mismo en sus inéditas memorias:
Cuatro días consecutivos de festejos interminables, multitudinarios, ruidosos. El primero, la procesión de los reyes en su carroza más rica, acompañados por las de numerosos nobles con sus damas e incontables caballeros en trotones corceles vistosamente enjaezados: del Retiro al alcázar en construcción por la plaza Mayor y vuelta por Atocha. Mamá, María Antonia, Luisa Isabel, Isabelita y yo lo presenciamos todo desde el ayuntamiento. El día siguiente, un gigantesco desfile cívico de mascaradas y mojiganga, organizado por la asociación de gremios bajo la dirección del corregidor. Más de trescientas parejas a caballo con lacayos a los lados. Muchas carrozas con personas disfrazadas imitando historias mitológicas. Veinticuatro parejas de húsares precedían a una que simulaba el Parnaso, con nueve apetitosas actrices cuyas túnicas de seda a estilo griego traslucían rotundideces capaces de excitar y satisfacer como el más exigente boccato di cardinale. ¡Me habría encantado ser el Apolo que las remataba en el vértice! El calor sofocante de los veranos de Madrid se dejaba sentir aún más aquellos días por la persistente sequía que venía asolando campos y cosechas. Dejose así la fiesta para el anochecer, providencia que enalteció los festejos doblemente, pues el regocijo del gentío se acrecentaba por filas de teas colocadas en los muros de las casas y en todos los balcones que se asoman a la plaza Mayor. En sus espacios intermedios y en los de las ventanas se habían colocado espejos, centenares de ellos, que reflejaban y multiplicaban los relumbres de las luminarias.
El mismo efecto se logró el día tercero en un asombroso alarde de fuegos de artificio. Aún hubo el cuarto inacabables corridas de toros en la plaza Mayor, presididas por la familia real en pleno. En la de la mañana se mataron doce toros, y en la que comenzó a las dos de la tarde, que acabó al anochecer, diecinueve. Docenas de guardias empujaban al gentío hacia los porches, mientras quienes podían ocupaban balcones alquilados a altísimos precios. Cuarenta carros de agua disfrazados como delfines y guiados por carreteros vestidos de Neptuno, tridente en mano, refrescaron regándola la arena. Nunca me ha gustado, y menos a mi cuñada francesita, esta barbarie española, pero es boba servidumbre que hay que pagar para hacerse querer. Ya lo decían los clásicos: Dum Romae sitis… Hay que adaptarse a las costumbres locales. Lo siento: yo no pertenezco a este mundo de mojigangas superficiales, fiestas ruidosas y tradiciones de chulería y crueldad.
Entre las ceremonias que rompían la rutina diaria hay que contar las religiosas. Las más íntimas, las navideñas, con la entrega recíproca de regalos y las reuniones y cantos en torno a los belenes que por entonces, por influencia italiana y con bellas imágenes napolitanas de Sagrada Familia, Reyes Magos, pastores y unos cuantos putti mofletudos, badajito al aire los revoloteadores o en pie y cubiertos de transparente seda los musicantes, empezaban a montarse en España. La más solemne, la del Corpus en un Aranjuez engalanado por la primavera. En sus espaciosos jardines resonaba airoso el concierto madrugador de trompetas y tambores, lucía la solemne procesión que precedía a la misa y sobraba espacio para los parsimoniosos y chismosos paseos de las damas, mientras los caballeros no desistían de la inevitable partida de caza en alguno de los bosques de las cercanías.
Especial brillantez recubría las fiestas de cumpleaños de las reales personas. Como de paso, no olvida el infante mencionar el besamanos de la reina en el palacio del Buen Retiro el 4 de diciembre, su onomástica, Santa Bárbara, de quien se dice que los labriegos temerosos de tormentas solo se acuerdan cuando truena; el de 1757 fue el último de su vida. Nutrido, interminable, el concurso de nobles de egregia alcurnia, ministros plenipotenciarios de todos los países y caballeros de la alta sociedad acompañados de sus damas. En estos actos cívicos don Luis prescindía de sus púrpuras y armiños, ataviado solamente al uso elegante de los petimetres de la época, pero sin excesos de secular indumentaria. Al final del besamanos, al cual, por supuesto, no fue requerida la presencia de la reina madre, hubo un baile cortesano durante el cual don Luis invitó a algunas bellas damas con las que danzó con mayor gracia y soltura de las que suelen presumir los cardenales. Lenguas ligeras comentaron que más de una le miró con apetito, le rozó al paso rostro y talle con osadía un tanto desaprensiva y que él se ruborizaba —clérigo al fin— y, a todas luces, virgen. Para concluir, se trasladaron todos al coliseo para escuchar una cantata y ver representar una comedia y sus respectivos sainetillos intermedios.