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Un escándalo
fatal
Fueron pasando aquellos años en los que, gobernada por Aranda y desde 1773 por Floridablanca, la España al fin en paz de Carlos III pudo dedicarse a efectuar reformas que tanto necesitaba. Al infante, humillado por razones de Estado, inutilizado, marginado de toda decisión, se le dejaba en total libertad con tal de no inmiscuirse en asuntos al margen de su vida privada. Buen lector, buen aficionado a la música, no era un profesional del estudio ni del arte, y sus sobradas horas de ocio reclamaban ser llenadas con actividades menos rudas que la caza, pero más sustanciosas que escuchar a Boccherini y deleitarse en los cuadros de su creciente pinacoteca.
Aquella corte, y sobre todo aquel rey, toleraba la inmoralidad y la promiscuidad o al menos se cegaba ante ellas; lo que no admitían era amoríos escandalosos estables que quebraran las barreras de clase y se saltaran las normas tanto consuetudinarias como escritas que marcaban distancias entre nobles y plebeyos. En este sentido, el llamado plebeyismo de la aristocracia, movimiento del que participaba con soltura, entre otras personalidades, la joven duquesa de Alba, no pasaba de chulapona hipocresía e incluso delataba un condescendiente menosprecio del pueblo. ¿Podía darse real populismo en un sistema político cuyo lema de actuación era «todo para el pueblo, pero sin el pueblo»? El infante, incansable buscador de excitantes novedades sexuales y propenso a codearse con gentes ajenas al círculo cortesano, buscaba sus venusinas compañeras —o se las procuraban— dentro y fuera de él, sin distinciones. Con motivo de una de esas aventuras se suscitó el escándalo fatal que le llevó a la ruina.
Cierta carta que desde Versalles le llegó al duque de Osuna a principios de 1775 se hacía eco de una noticia enviada desde Madrid por el embajador francés según la cual, en diciembre del año anterior, don Luis había sido sorprendido en el propio palacio en una escandalosa orgía: alguien empujó sin llamar la puerta de un cuarto reservado y se encontró con que el infante se estaba refocilando con tres mujerzuelas, todos totalmente desnudos y en cambiantes e imaginativas posturas casi preternaturales que hoy rebasarían el dintel de lo porno. Cundió el rumor, se transformó en certeza, llegó a oídos del confesor y este creyó su deber comunicarlo al rey. Lo hizo de inmediato: le conminó a «ejercer su rrreal autoridad para castigar severamente a las furrrcias y obligar al infante a corrregir sus excesos». ¿Reflejaba esa carta un hecho o era deformación hiperbólica de unos sucesos concretos de los que sí tenemos información puntual? Por esas mismas fechas, don Luis mantenía relaciones sexuales simultáneas con dos hermanas de baja extracción social, cuyos nombres nos han sido trasmitidos por documentos oficiales: María y Polonia García Puerta. No consta cómo esta relación se hizo pública, aunque sí que un sirviente abrió por error la puerta de su cuarto y le descubrió en el lecho con ambas en porretas y en el clímax operativo de osadas posturas en función. Si bien luego se supo que María gozaba de su predilección, la hermana se prestaba a completar el procaz trío, y no siempre de espectadora. Llegado el rumor a oídos del padre Eleta, este presionó al rey para acabar con la situación «como sea», fórmula hecha célebre por políticos actuales que para obtener sus fines no reparan en medios.
El mandato fue trasladado a don Manuel Ventura Figueroa, sucesor ya entonces de Aranda al frente del Consejo de Estado con el título de gobernador (no presidente) del mismo, tarea nada fácil que necesitó el apoyo de las fuerzas del orden. En enero de 1775 fueron desterradas a la ciudad de Palencia las dos hermanas y una criada acompañante e instaladas en una casa decente bajo la custodia del corregidor. Las inquietas mozas pronto mostraron no estar dispuestas a cambiar sus costumbres: en mayo comunicaba el corregidor a Figueroa que eran visitadas frecuentemente por cierto cadete del regimiento de caballería, un tal Antonio Cabello, con quien se dejaban ver por las calles con censura de las gentes. Cabello había «maltratado de obra» a la María en el bello pórtico románico de la iglesia de San Miguel. Don Francisco decidió amonestar a la novia del infante, pero la vieron huir de Palencia en un coche de seis mulas y alguien creyó verla pasar por Villacastín en supuesta dirección a Madrid y Aranjuez para ver al infante, según informó el corregidor a Figueroa. Sin embargo, la policía certificó que había eludido la capital y llegado directamente a Aranjuez, donde se detuvo solamente dos días. Don Luis le recriminó a Figueroa por desplazarse a Palencia para seguir de cerca las pesquisas y maltratar en su destierro y encierro a su Mariquita, como cariñosamente la llamaba, y por no responderle a tres cartas suyas «como si fuera un zapatero de viejo el que le escribe». Se desprende de esas cartas que el infante estaba perfectamente enterado de todos los detalles. María estaba embarazada. El buenazo de don Luis reconoció lealmente su paternidad. La alta política, inmoral como siempre, prefirió al principio permitir el acoso del cadete a la moza para endilgarle el bulto. Como nadie, ni siquiera la ciencia, ha demostrado hasta ahora que dos hombres puedan engendrar un mismo feto, la María tuvo que elegir: al peso de lustrosos doblones optó por el cadete. De ahí la escena de violencia en San Miguel, la huida precipitada de ella y el intento desesperado de reclamar en Aranjuez la ayuda de don Luis, pero un fallo en el circuito de comunicaciones secretas del infante, debido a censura policial, hizo que no llegara a entrevistarse con él. El breve texto, un tanto rudo, de una de esas cartas de cuya copia el previsor Galván se ha provisto, es sumamente elocuente, por lo cual no dudó en incorporarlo como auténtico a esta historia sin cambiarle una tilde:
Amigo Figueroa:
Ya van cuatro días que te has ido y no tengo noticia ninguna ni buena ni mala que darte de esta pobre infeliz, y mira que siempre me ha sido fiel desde que la conozco. Sé que le levantan ahora ciertas calumnias y verdaderamente no son, pues estoy muy seguro que siempre me ha sido fiel y no veas otra cosa, que es falso todo. No dudes que está preñada y también está seguro que no es de otro, pues no ha visto a nadie sino a mí. Adiós, y ten lástima de esa infeliz e infórmate de gente que hable la verdad y no seas enredador, pues todo lo que la levanten ahora es falso, y te lo digo yo, que lo probaré siempre que sea menester.
Tu amigo Luis
¿Se atribuye don Luis a sí mismo el embarazo de su Mariquita con verdad o por generosa ingenuidad? En el primer caso, tendríamos una muestra de la complejidad de su carácter, borbónico al fin: sencillo, bonachón, llano, accesible, capaz de romper los moldes tradicionales de la estructura y los hábitos cortesanos, pero al mismo tiempo no ajeno a la doblez y aun a la crueldad con tal de salvar con apariencias los intereses siempre ambiguos y a veces tenebrosamente oscuros de la corona. En el segundo, estaríamos ante un caso más, uno de tantos, en que el orgullo machista del amante y la presunción de fidelidad de su amada le ciegan para que, aun viendo quizá la paja en ojo ajeno, no note la viga en el suyo ni la cornamenta en su frente. Galván se inclinó por la primera posibilidad, admitida por el infante mismo sin rodeos y hasta con agrado, pero matizada y aun chamuscada por la segunda. Es decir, nuestro excardenal no era un beato en asuntillos tocantes al sexto mandamiento, rasgo que puede hacérnoslo simpático si le absolvemos con piedad, y rozaba los confines del delito por ni pensar siquiera en reconocer a un hijo suyo fuera de matrimonio; le dominaba además tal ingenuidad, dentro de la soberbia propia de los miembros de la realeza, que ni se le ocurría sospechar que no era suyo. El 1 de junio ya estaba Mariquita de vuelta en Palencia. El corregidor ordenó para las dos hermanas arresto domiciliario, mereciendo nueva reprensión del infante a Figueroa, manipulador de todos los hilos por orden directa del rey. Aún le insistía en otro tosco mensaje a Figueroa, quien nunca le contestaba:
¿Qué puedes pedir más de ella, infeliz, que volverse ella misma a entregar a su destino sin la mínima resistencia? La quieres castigar con pretexto de la justicia y yo no lo puedo tolerar, y te vuelvo a decir que no tengo miedo a nadie y que haré lo que me dé la gana y que no merece castigo ninguno lo que dice el corregidor de ese cadete. Vuelvo a decirte que creo sea todo supuesto, pues tengo buenas noticias de él. En fin, habiendo ella y yo obrado con toda fidelidad, tú no obras bien.
La pobre embarazada cayó en terrible crisis de desesperación y en una depresión que la deshacía en constante lloro; le aquejaba una fiebre altísima que alarmó a los médicos, según informaba a comienzos de julio el doctor Gaspar Guzón. Habiéndose lavado las manos don Luis como un Pilatos, se encontró el acostumbrado pero vergonzoso remedio para que el bebé no naciera huérfano: un anónimo joven «sin padre ni madre» accedió a casarse con ella bajo promesa de «habitar cien leguas distantes de la corte». Nada se ha sabido ya de aquella pobre mujer objeto de bellaquerías sexuales por parte de don Luis, ni de aquel Borboncito o Borboncita ilegítimos —uno o una de tantos de los Borbones y antes de los Austrias— vástago de un exinfante cardenal de España y sobrino o sobrina de la castísima, católica y sacra majestad el rey don Carlos III.
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La caída en picado de don Luis se aceleró a lo largo de 1775. Debería haberle hecho más precavido que los poderes máximos del país hubieran metido el hocico en sus asuntos de alcoba: su real hermano tan puntilloso en cuestiones tocantes al honor del sexo y del trono, y el omnipotente fraile tan escrupuloso dueño de los asuntos de conciencia del rey. La mente de don Luis sufrió durante ese año y los primeros meses del siguiente una extraña crisis mental y una comprensible sacudida sentimental que provocaron en él pautas de conducta no previsibles a tenor de lo que de ella sabemos y él cuenta en sus Recuerdos. Es verdad que, tras el frenesí de las primeras semanas, la intensidad de su frecuente relación con Diana había abocado a un ejercicio tan anhelado como rutinario, pero tal es —llegó a aprenderlo— el sentimiento típico que predomina en el corazón de los amantes: desearse con ansia y hartarse de cansancio en sus encuentros, para volverse a desear y a hartarse otra vez; pero hacía ya un par de años que la vuelta de su siempre deseada armenia a su Turquía natal al concluir la misión diplomática de su tío le había sumido en soledad de espíritu y en sed de amores compartidos, similar a la que de agua y compañía siente el náufrago en las playas de un desierto solitario y árido. Le ardía el corazón tanto como sus ansias de sexo gratificador, y al no encontrar un alma gemela en la que volcar ambos, se entregó a devaneos de baja calidad mientras transformaba en poesía, o en nostalgia poética, su hondo amor a la ya lejana y perdida Diana. Mariquita había sido, como los icebergs, mero indicio del bloque de abusos eróticos secretos que ocupaban la vida de don Luis al margen de su comparecencia oficial en actos de la corte.
A principios de septiembre estaba esta en La Granja y con ella el infante, cuando el padre Eleta le visitó expresamente para reprocharle una serie de escándalos que allí mismo había dado durante el verano. Don Luis se había reunido en secretas francachelas con un grupo de mujeres ligeras. Todas habían sido apresadas y conducidas a una institución entre cárcel y reformatorio situada en Andalucía, en San Fernando. El infante supo de este plan represivo y avisó a tiempo a la que consideraba más suya, Antonia, su Antoñita, que escapó a Madrid a esconderse; allí fue descubierta y forzada a unirse al grupo de reclusas.
Días después, en respetuosa carta del 1 de octubre al padre Eleta escrita curiosamente en francés, el infante le recordaba que en aquella misma ocasión el riguroso fraile le había amonestado que, para poner fin a sus devaneos —mes galanteries— y a la vez serenar su sexo y su conciencia, le era preciso casarse. Bobalicona e incomprensiblemente el infante lo acepta: «No veo otro remedio que mi matrimonio». El fraile y un par de clérigos discretos de servicio en la corte habían hablado del asunto y decidido de común acuerdo que Eleta se encargara de vencer la oposición que desde siempre había mostrado el rey a permitir que don Luis se casara. Se mostraba este infantilmente pesaroso y arrepentido por haber disgustado a su hermano mayor, «lo cual, después de la ofensa a Dios, es para mí la más dolorosa de todas las penas». Confía no se niegue a autorizarle el matrimonio, por ser este asunto une affaire de conscience. El final de la carta resulta tan antológico en los anales de las bodas reales como la que a sus padres escribiera el aún mancebo don Carlos a propósito de su novia Amalita de Sajonia y los sudores de su primer escarceo sexual con ella:
De todas formas, el rey es libre para determinar la persona y el modo de realizar esta unión. Os aseguro, señoría —curioso título para un pobre fraile franciscano, aunque arzobispo titular de Tebas, ¡nada menos!, pero más evangélico que excelencia, eminencia o santidad—, que a partir de entonces su majestad no tendrá más motivo de queja por mi culpa.
Lo paradójico, incluso contradictorio, y seguro indicador de la confusa conciencia del infante, estriba en que el mismísimo día 1 de octubre escribiera a su amigo Figueroa una breve carta rogándole que, de entre todo el grupo de mujeres livianas recluidas en San Fernando, ofrezca especial protección a Antonia María Rodríguez, su Antoñita, que allí está «para su desdicha y la mía, siendo la que yo quería más de todas: trátenla con alguna distinción y no como está, metida en la sala con todas las gitanas y las más depravadas que hay. No es por pasión —concluye el desorientado solterón—, pero es una muchacha que no lo merece».
La insistencia de don Luis en apremiar el casorio con ella se intensifica por semanas. Tras pasar Navidades en el Buen Retiro la corte se traslada a El Pardo. Allí, a mediados de enero de 1776, redacta don Luis nueva carta al padre Eleta. Le recuerda haberle admitido hace tres meses «con tanta ingenuidad como franqueza sus debilidades», para las que no hay otro remedio que el matrimonio, del que depende —¿es esto sinceridad o hipocresía?— «la salvación de mi alma». Pensaba haberse casado antes de Año Nuevo. Nada le ha dicho el rey, quien todo lo ha dejado en manos del fraile. Don Luis no quiere «sufrir la vergüenza de hablar de nuevo con él de algo que le ha encargado a otro». Teme perder el cariño de su hermano y se irrita al suponer que en estos meses el fraile no ha dado el mínimo paso en asunto tan importante: «Será la única manera de acallar mi conciencia y de dar a mi alma el consuelo y la paz que tanto necesita». Sin saberlo el pobre infante, altos funcionarios están trabajando con encomiable discreción en lo que los documentos llaman el doloroso asunto. Hay que culparles de que al más interesado en conocer cada etapa de sus trámites lo tuvieran en total ignorancia.
La tozuda voluntad matrimonial del infante, debida a estricta imposición del confesor a su conciencia, pietista como borbónica de entonces e infantiloide como todo su carácter, había dado un vuelco total a la política sucesoria practicada obsesivamente por Carlos III desde antes de su vuelta a España; como tal, debía ser sustentada con todos los instrumentos del sistema absolutista, que eran muchos e ineludibles, y resuelta sin importar las consecuencias que pudieran afectar a los intereses personales del infante. No sabía este que desde el primer momento en que sonaron las alarmas hubo a lo largo de meses numerosas reuniones secretas y consultas especialmente particulares del rey con confesor y ministros más cercanos a la real persona y al centro del poder. La decisión que se tomó consistió en aceptar con hipócrito gozo el ingenuo deseo de don Luis de que «el modo de realizar esta unión sea decidido por el rey». El trío de personajes que se prestaron a secundar sin reservas a su majestad y al fraile estaba compuesto por Figueroa, Grimaldi y Roda. «¡Tres buenas patas pa un banco!», habría podido exclamar cualquier baturro sabedor. De una oficina a otra se estuvieron pasando el borrador de lo que, a excepción de las condenas injustas a pena capital, sería uno de los documentos más crueles dictados por un rey contra su propio hermano: la tristemente célebre Pragmática sobre los matrimonios desiguales.
Al candoroso infante le mantuvieron a oscuras de todos los manejos. Como antes en el caso de Mariquita, así en este de Antoñita, lo más sorprendente de su conducta es la contradictoria desorientación en que se debatía su corazón a igual ritmo que la zozobra que a su mente le imponía la ignorancia en que le tenían respecto a su destino. El 13 de marzo de 1776, mientras seguía reiterando su exigencia de que se acelerara el real permiso para casarse con su Antoñita, le escribía a esta, recluida todavía en San Fernando, una carta cuyo original se conserva en el archivo del palacio real, como otros documentos de este drama estudiados por Galván. Renuncia este a transcribirla íntegra, mas no algunos de sus párrafos. Siendo notorios los Borbones por el estilo directo y a veces agresivo envuelto en astuta ironía que imprimen a su conversación, y poco dados a acaramelar con cursilerías la expansión verbal o escrita de sus afectos, sorprende la extrema ñoñez de las frases del infante, indignas incluso de un adolescente adocenado. He aquí su inicio, literalmente.
Querida, adorada, amada, idolatrada, y sin igual Antonia mía de mi alma y de mi vida, único consuelo mío:
Me dices en tu antecedente, chica de mis entrañas, que me estás haciendo unas ligas muy buenas, alma mía, y que me las enviarás de donde estás. Alma mía, no sé cómo darte bastantes gracias por todo lo que haces por mí. Hija de mi alma, más estimaré yo tus ligas hechas por tus manos que todo el reino de España, que más vale para mí un pelito tuyo que todo el mundo entero.
¡Increíble! Don Luis, bien educado al fin y al cabo, no nos dice a qué pelitos se refiere, aunque el contexto permita sospechar que esos a los que alude no se andan muy lejos de la liga, de la de ella. Esa promesa, «Tu liga por un reino», suena a débil eco de la de Herodes a Salomé. En todo caso, prosigue don Luis diciéndole haber sabido por Figueroa que no la van a desterrar a las Indias: por carta de ella misma que han accedido a entregarle ha sabido que la amenazan con destierro a Portugal, por lo cual le manda unos pocos, doscientos doblones, además de una joya «grandecita» y un retrato que le ha hecho un tal Riela. Otros puntos más llaman la atención. Don Luis se le queja:
Alma mía:
No me respondes a muchas cosas que te digo en mis cartas de mi amor por ti. Temo que ya no me quieres tanto como me querías, luz de mis ojos, chachiritita mía de mi corazón y de mis entrañas.
Y ahora don Luis confiesa que le cose una prenda:
La redecilla que te estoy haciendo a toda prisa creí acabarla hoy, pero hasta la semana que viene es imposible, pues aunque trabajo como un perro, aún no estoy a la mitad de la hojuela, pero me parece que te gustará.
—¡O sea, que el infante don Luis sabía coser y se deleitaba en hacer una redecilla para los cabellos de su amante! ¡Estos Borbones nunca dejan de sorprendernos! —exclamó Galván entre chungón y malhumorado. Finalmente, don Luis se le queja del padre Eleta:
El confesor es el que yo no te respondo por él, porque es muy falso el tal fraile y más falso que ninguno y de muy mala intención.
En vista de esta serie de extrañas acciones y reacciones propias de un chiquillo voluntarioso acostumbrado a hacer, como luego dice él mismo, «lo que me dé la gana», cabe preguntarse si no retuvo toda su vida ciertas características propias del infantilismo al que durante un periodo demasiado largo le había condenado el forzado encierro dictado por las arbitrariedades de su madre. De hecho, el estilo del final de la carta dice más que cien tratados sobre la psicología del infante:
Chica de mi vida:
No te pido otra gracia sino que no te olvides de tu Luisito, que si te acuerdas de mí la mitad de las veces que yo de ti, estarás todo el día y toda la noche pensando en mí. Adiós, chica de mi alma, que es muy tarde y se irá el correo. Recibe un millón de besos y abrazos muy apretados de quien te quiere más que a su vida y es tuyo y lo será a pesar de todo el mundo entero hasta perder la vida por ti.
Tu querido Luisito
Esta carta le fue intervenida a la destinataria; es así como se explica que su original se haya conservado. Mas lo llamativo no es solo el estilo, sino el tono rayano en amenaza con que el infante le manifiesta a su Antoñita que quiere hacerla suya no en sexo, previamente probado y con promesa de futuro, sino en matrimonio o al menos en convivencia permanente. Fue esto, leído con comprensible alarma por rey, confesor y ministros, algo que no podían tolerar ni apenas imaginar, la gota de agua que colmó el vaso de la paciencia de don Carlos. Aún difundieron de nuevo un rumor que, si fue verdad antaño como secuela de las promiscuidades del infante, ahora no pasaba de calumnia que pensaron podría separar a los enamorados. Que don Luis había contraído sífilis es un hecho comprobado: testigo y amigo suyo tan fidedigno como nuestro bien conocido Fernán Núñez nos lo dice en su Vida de Carlos III:
En su misma culpa halló el desgraciado su escarmiento, e informado de todo el rey, hizo que tomase con su conocimiento los medios de restablecer del todo su salud, lo que le impidió acompañarle a la caza por espacio de cuarenta días. Era pública en la corte su desgracia y se veía reducido a ser objeto de la conversación y del ludibrio de ella, digno de la mayor compasión.
Si anteriormente fue un hecho, también ahora podría serlo: la Antoñita, vulgar prostituta, le habría contagiado de sífilis. Pero protestó él en nueva nota a Figueroa: «Le han levantado que estaba mala y que me había puesto malo, mientras ni ella ni yo lo estamos». Tan tajante negación debería convencer. Sesudos historiadores afirman sin pruebas que ciertas sospechosas dolencias se le agravaron al infante por la necesidad de acompañar todos los días a su hermano a cazar, y que el respeto que le tenía, no exento de temor, y el sonrojo de hablarle con franqueza significaban un tormento que le agobiaba: al caer en cama se habría descubierto todo el misterio. No. La sífilis del infante fue anterior a su deseo de casarse; el apego del infante a Antoñita y sus juergas veraniegas con el coro prostibulario de La Granja fueron posteriores. Se desmorona así la especie de que por ese motivo Carlos III se negó a que don Luis se casara con su sobrina la contrahecha doña María Josefa, la hija mayor del rey, mucho más joven que él. La realidad queda clara al leer una nota, no exenta de retórica, de su íntimo Fernán Núñez:
Estuvo ya resuelto a casarse con su sobrina la infanta doña María Josefa y no obstante su figura poco agradable se convino a ella, y ambos estaban ya conformes, trataban y se escribían billetes sobre el asunto. Ya parece que llegaba la hora de que, establecido como merece este príncipe, lograse una vida tranquila, dulce y decorosa, unido a una sobrina que no podría dejar de amarle, pues la conocía. Pero ¡oh, suerte adversa, que nunca te cansas de serlo cuando te declaras por contraria! La malignidad, la intriga de un primer ministro genovés la dispusieron de modo que, imbuida y alucinada esta infanta con que el infante no estaba bien curado de sus males, se retracta y dice que de modo alguno quiere casarse con el tío. Insiste el infante en que se le busque otra dama igual fuera de España; pero el inicuo ministro dice no la hay en toda Europa, y persuade al rey a que conviene salga de palacio y hacer un ejemplar casándole con una desigual suya y haciendo un matrimonio meramente de conciencia, sin trascendencia alguna en lo político.
Ese ministro genovés es Grimaldi, y a él atribuye Fernán Núñez la responsabilidad de la desgracia de don Luis, quizá para exonerar a su admirado don Carlos.Que el conde era un convencido luisista de la última generación y compartía la doctrina de los derechos de don Luis a la corona en lugar de los hijos del rey se desprende de los calificativos que adjudica a la decisión vejatoria que tanto perjudicó al infante: «La bárbara e injusta política de la corte», «El duro yugo político bajo el cual ha gemido tantos años», y otros.
Todos los esfuerzos de la corte se dirigieron a impedir que el infante conviviera con Antoñita y, de paso, a «hacer un ejemplar» en su persona obligándole a contraer un «matrimonio de conciencia». En este contexto, tras excluir radicalmente su boda con la hija del rey u otras damas nobles, se planteó que se casara con muchacha «desigual», «inferior», pero exigiendo, cruelmente, que esta renunciara a todo privilegio cortesano. El infante, desconocedor del complot palaciego orquestado por su propio hermano, le reiteró su voluntad a su amada, lejana y encarcelada, en la última carta que se sabe le dirigiera, más bien breve billete, cuyo contexto apunta a otra hoy perdida. Tras ella la última novia de don Luis desaparecerá del escenario:
Querida Antoñita mía:
Desde el correo pasado que yo te dije quedaba malo, no me he levantado de la cama y así no podré escribirte largo, bien que a ti te será indiferente mientras tengas metido en la cabeza el delirio de que yo cortejo a la Ravoso o a otras, pues es regular que los que te dan estas noticias, sabiendo que la Ravoso no está en Madrid, acudan a otra. Es asunto en que no quiero dilatarme, porque me tiene ya muy aburrido y tú pudieras hacerme el favor de no haberle dado crédito. Me dices que ya me he establecido aquí y que así no podré tratarte. Estás muy equivocada, que mi idea no es ni ha sido otra que la de vivir contigo, y ver si me dejaban en paz estos malditos que por ti me persiguen tanto.
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Fue el tono de estas cartas lo que forzó a rey, confesor y cortesanos a acelerar los trámites para permitir al infante realizar su designio de casarse en las condiciones que se le impusieran, según él mismo, imprudente e ingenuo, había implorado, más que otorgado, a su implacable hermano. El infante se había transformado en una persona abúlica; le habían robado el corazón y, con él, la libertad. En esas condiciones iban a confluir, como en casi todos los actos del llamado Antiguo Régimen, los intereses del trono y del altar. La solución dada a un presunto problema de conciencia coincidiría milagrosamente con los intereses relativos a la sucesión en el trono. Y como aquel, por definición, no iba a ser un matrimonio de amor, no había ya sino buscarle esposa sin permitir siquiera que la eligiera él mismo. Por eso que llaman destino, concretado en una serie de hábiles maniobras a cuenta de sus propios familiares, la suerte, si así se puede hablar, recayó en María Teresa de Vallabriga y Rozas.