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Esquilache y los jesuitas

Medio muerto de hambre y de cansancio y alertado por las campanadas con que el cercano reloj de la torre de la Seo marcaba el mediodía, don Anselmo Galván se alzó de su mesa de trabajo, se lavó rápidamente, se acicaló ante el espejo el escaso pelo que poco tenía que cuidar por su eterna calva que tanto fastidio le daba, bajó raudo la escaleras y ya se aprestaba a entrar al comedor cuando salía de él la bella Lupita. Le saludó sonriente con leve cortesía y le dijo que enterada por ella de que él estaba allí, su tía Lupe le pedía que fuera a visitarla cuando mejor le viniera. Alborozado como tocado de la más rica lotería, entró justo a tiempo de sentarse a la mesa con los comensales habituales. Inmediatamente María Luisa le preguntó de qué episodio de la vida de sus padres estaba escribiendo. Le mintió él, arte en el que era bastante ducho:

—Anoche no me sentía bien, apenas pude dormir por el calor y los truenos, por eso no he bajado a desayunar y me he quedado durmiendo; luego he escrito sobre lo que anoche comentamos en la cena. Así que nada nuevo que contar.

—Don Anselmo, perdone, pero no le creo.

—Sí, mujer, y si mantiene el interés, prometo decirle en la cena cómo va la biografía de su padre, el infante.

—Todos se lo agradeceremos —concluyó doña María Teresa.

El almuerzo transcurrió charlando de bagatelas, que es lo que Galván quería. Terminado, todos necesitaban una siesta reparadora, costumbre que nunca había descuidado Anselmo ni en sus años de residencia en Francia y otros países fríos en los que dicen menospreciarla como signo de la pereza española, aunque en el fondo la envidian.

Recuperadas las fuerzas y aclarada la mente, hacia media tarde se aprestó a pergeñar su impresión de al menos dos importantísimos sucesos de los primeros años de Carlos III en España, de los cuales el infante don Luis fue mantenido casi al margen, es verdad, pero que realzan el escorzo de la personalidad de Carlos III iniciado en páginas anteriores. Presintió Galván que sus lectores no lograrían un certero asomo a su alma si no repasaba para ellos esos sus dos enormes errores. Como siempre, lo que Galván esbozaba en Zaragoza, lo remataría al volver a su habitual mesa de trabajo en Madrid.

•   •   •

Doña Amalia nunca llegó a ejercer sobre su marido la influencia pacificadora que doña Bárbara sobre el suyo, pues no en vano se había adueñado de las coronas de Parma y luego Nápoles por la fuerza de las armas. Es otro de los aspectos del reinado de Carlos III que se han solido escamotear. En la llamada Guerra de los Siete Años (1756-1763) —Austria apoyada por Francia y Rusia contra Prusia ayudada por una Inglaterra aspirante a extenderse por los señoríos germánicos—, las potencias europeas tendieron a España una trampa que no supo esquivar. Para atraérsela a su bando, la diplomacia francesa le ofreció Menorca, y la inglesa, Gibraltar, concedidas ambas en el humillante Tratado de Utrecht para que los Borbones iniciaran su saga en España. El embajador conde de Fuentes transmitió a Ensenada otra exigencia francesa más: que Inglaterra permitiera total libertad de los mares a los barcos pesqueros españoles. La rechazó Pitt, primer ministro de Jorge III, y entonces España firmó en agosto de 1761 el tercero de los nefastos «pactos de familia» con los otros dos tronos regidos por Borbones (París y Nápoles) y se vio envuelta en la guerra. A Carlos III le resultaba duro comenzar su reinado con una derrota que costara pérdidas territoriales. No había elegido bien el momento. España perdió a favor de Inglaterra nada menos que Manila y La Habana, recuperadas luego a cambio de entregar Florida a Inglaterra y recibir Luisiana del país que salió peor parado, Francia, que cedió a Inglaterra el extenso Canadá. Ese arreglo final le sirvió al rey para salvar la cara, pero los entendidos no se dejaron engañar, aunque el pueblo quedó satisfecho, lo que bastó para que los panegiristas le alabaran, con sus diplomáticos, como gran estratega. La Luisiana ahora española quedaba atenazada entre Canadá y Florida, y con una población en la única ciudad importante, Nueva Orleans, adversa por francesa. En los primeros siete años de su reinado en España no le sirvieron de mucho a nuestro tercer Borbón sus veintisiete de Nápoles, ni en una guerra tan precipitada como esa u otras, ni en tiempos de paz. Les costó a sus ministros levantar el país del abandono y la postración en que lo había dejado la inacción de los dos últimos años de su predecesor. La situación de la economía era caótica y grande el descontento por la carestía de alimentos de primera necesidad. Sobre este contexto resulta elocuente un párrafo de uno de los despachos de 1764 enviados por lord Rochefort al conde de Halifax:

Bien sabe el rey que el país se halla extenuado, y no tardará en conocer que carece completamente de recursos. Sus gastos particulares de caza, construcciones, caminos, etc. etc. son muy crecidos, y Squilace pasa muchos apuros para buscar dinero. Por eso se da tanto estímulo a introducir géneros extranjeros, porque los derechos de importación que pagan proporcionan recursos prontos y disponibles, de lo cual resulta que las manufacturas del reino caen diariamente por falta de capitales con que sostenerlos.

Como en tantas situaciones similares en la historia, bastó una chispa para que el pueblo se alzara en sorprendente incendio que hizo temblar la seguridad de la monarquía. Lleva el nombre de Esquilache.

—¡El Motín de Esquilache! —gritó Galván al recordar su propia experiencia de aquel peligroso tumulto, cuyo sentido muchos analistas cuarenta años después, cuando él escribe todo esto, aún no se habían puesto de acuerdo en determinar—. ¿Fue una revuelta del «populacho» contra el todopoderoso ministro por algunas medidas que había tomado, o por ellas y además —quizá principalmente— por ser extranjero? ¿Contra él y ellas solamente, o contra el mismísimo rey que las respaldaba sin osar dar la cara? ¿Revuelta espontánea, o movida por personajes de la nobleza que en plazas y callejas se disfrazaban con harapos, tiznados sus rostros con carbón, bien ocultas sus planchadas camisas y sus medias de seda, y en secreto hacían correr a pares los doblones? ¿Y la participación oculta pero eficaz de los jesuitas? ¡Pobres jesuitas, pararrayos de iras irresponsables y de responsabilidades inconfesas! En todas las revoluciones grandes o pequeñas, también en aquella —concluyó para sí don Anselmo— un complejo manojo de causas convergen en producir el chispazo que sus promotores, aplicando su poder de propaganda y convicción, tienen interés en presentar como debido a una sola que no les concierne, creando así una corriente de opinión que luego asumen algunos historiadores incautos. Por de pronto, es insatisfactoria la simplista explicación de un motín popular a causa de una orden relativa a la indumentaria: las dificultades económicas fueron las que facilitaron la rápida transformación de ese descontento en alboroto, y este, un atisbo de revolución, no solo constituye el eje central del largo reinado de Carlos III, sino que fue preludio de la gran Revolución francesa de 1789, revolución que, siempre a desaire de la historia, en España no se realizó.

Don Leopoldo, que además de marqués tenía título de príncipe (como luego solamente Godoy y Espartero), llevaba varios años de triministro: Hacienda, Guerra y Gracia y Justicia, y con vara alta en el de Indias y en el de Estado, regido este por otro italiano aunque genovés, Grimaldi. Solo meses después, a fines de 1765, fue relevado en Gracia y Justicia por el zaragozano don Manuel de Roda, gran amigo de Aranda, trayéndole de Roma, donde largos años desempeñara el puesto de agente de preces y semiembajador.

—Que Esquilache fue un gran ministro de los dineros públicos, ni dudarlo —se dijo Galván—. Trabajador incansable, inspeccionó y supervisó todo recoveco administrativo, logró erradicar abusos, cubrió gastos sin aumentar impuestos, fomentó la rentabilidad y la eficacia, persiguió maleantes y vagos, saneó e iluminó las hediondas y tenebrosas callejas de las ciudades; pero molestaba que todo esto lo hiciera un extranjero que, además, mandaba y vivía con ostentoso dispendio e indiscreto desprecio a lo español, perjudicado, encima, por el modo como doña Pastora, guapa y joven, negociaba favores a sus espaldas y eclipsaba a ciertas encopetadas señoras en recepciones y fiestas. ¿Se ha escrito alguna vez la historia de los actos políticos que se han fraguado y de los secretos que se han revelado en las confidencias de la almohada conyugal? ¿No será esta la más honda razón de que no se casen los curas católicos, por su sagrado secreto de confesión? En la preparación y estallido del motín madrileño de marzo de 1766 concurrieron nobles envidiosos de Esquilache, nacionalistas y luisistas adversos al cariz extranjerizante de la política tanto exterior como interna que el rey permitía, y, sobre todo, la carestía de elementos básicos como aceite y pan. Es decir, aquel motín, como tantos otros, fue de naturaleza social, determinado por el hambre de la gente. Habría explotado sin el famoso decreto de capas y sombreros, que solo fue la chispa que lo disparó.

Galván era estudiantillo de teología en la Universidad de Alcalá cuando se publicó de viva voz y se fijó en pasquines callejeros el 10 de marzo. Extendía a todos los hombres de Madrid la orden dada dos meses antes para los miembros de la administración: como la tradicional capa larga y el sombrero de anchas alas embozaba la identidad y el posible acarreo secreto de armas, se prohibía bajo pena de multa o de prisión. Capa corta y sombrero de tres picos, tal fue la orden. Los madrileños se resistieron: esa misma noche los pasquines fueron destrozados y sustituidos por otros contra Esquilache e incluso el rey, aunque predominaban los adversos y calumniosos al ministro y su mujer:

Viva el rey, todos decían,

muera Esquilache, y no puedo

decir cómo a su mujer

la llamaban, aunque pienso

era pu… (¡es porquería!)

ta (que decir no quiero).

Cundió la desobediencia a los odiados guardias valones apostados en las esquinas y a los policías municipales que con amenazas y violencias se dedicaban a tijeretear las capas y tricorniar los chambergos. El descontento fue en aumento durante quince días.

El 23 era Domingo de Ramos. Comenzaban, pues, las vacaciones de Semana Santa, por lo cual, llegada a la universidad la noticia del motín, Galván, picado por el deseo de ser testigo de una rebelión popular contra el rey, inaudita en tantos siglos, llegó a Madrid a tiempo de presenciar cómo al anochecer las turbas asaltaban el domicilio de Esquilache, la Casa de las Siete Chimeneas, famosa ya porque allí viviera un siglo antes otro político impopular, el marqués de Siete Iglesias. La saqueaban, arrojaban por los balcones sus ricos muebles, se ponían sus vestidos y pelucas, y mujeres desgreñadas provenientes de los barrios pobres se tocaban con joyas de doña Pastora. Ebrios de sus vinos, continuaron en son de orgía por la calle de Alcalá prendiendo fuegos y destruyendo farolas hasta hacer hoguera en la Puerta del Sol con una efigie del odiado triministro. De su cuello habían colgado una cartela, escrita, como el inri, en varias lenguas de urgente desparpajo:

Hic jacet jam Squilace.

Tigris, ursus, leo, fera,

lupus rapax, vulpes vera.

Amen. Requiescat in pace.

Aquí yace ya Esquilache.

Tigre, oso, león, fiera,

lobo rapaz, zorra entera.

Amén, y que en paz descanse.

El pueblo de Madrid, que se sentía injustamente oprimido, se cobró varias vidas a cuenta de las que en noche interminable le infligieron las fuerzas de represión. Asaltó cuarteles y tahonas y dispuso de armas y alimentos. Al amanecer del lunes, envalentonado y airado, se dirigió en tromba al recién estrenado palacio real. Se enfrentó con él un fraile vestido como Cristo en Viernes Santo —corona de espinas, soga al cuello— que, crucifijo en mano, predicó a la muchedumbre. En los gritos respuesta de la plebe intuyó Galván no el pretexto, sino el motivo del motín:

¡Menos sermón y más panes,

que no es justo tener hambre!

El fraile, no sin riesgos, se prestó a llevar las reclamaciones al rey: desterrar a Esquilache, hacer ministros solo a españoles, abaratar el pan, presentarse ante el pueblo.

Nadie invitó a Galván a vociferar con el pueblo madrileño, pero lo hizo a gusto. Ningún cronista fija su atención en aquel manteísta complutense que se movía entre los grupos de alborotadores y los enardecía con su voz y sus gestos. Como a veces les ocurre, lo mismo que a los periodistas, en su pretendida veracidad suelen preterir los detalles de los grandes sucesos que más le interesan al futuro historiador. Pero al recordar ahora en Zaragoza su participación en aquel gran motín madrileño de hace cuarenta años desde este silencioso rincón de la biblioteca del palacio de la infanta, revive la frustración y el desengaño que a él, siempre sensible a la justicia, y a muchos españoles ansiosos de auténticas reformas secularmente aplazadas, les causó la ambivalencia y la cobardía del rey.

¿Qué vías de solución de la crisis —que lo era, no mera desaceleración (como ahora se dice) de afecto popular— se abrían ante Carlos III y sus consejeros? Resistir con violencia a base de emplear fuerza militar de infantes, caballería y artillería, como algunos le sugerían, era situarse al nivel de la revuelta y enajenar la monarquía quizá para siempre. Ceder a las cuatro peticiones, como otros, equivalía a rebajar la augusta dignidad del trono. Seleccionar las menos irritantes dejaba inconcluso el pleito. La experimentada astucia del antiguo rey de Nápoles le inclinó a elegir la vía más reprobable, que comentaristas dados a la lisonja e historiadores crédulos han atribuido a sabiduría política de largos alcances: engañar al pueblo con aparentes concesiones dictadas en dos aparatosas comparecencias desde el balcón central del palacio y huir, huir como un cobarde, instruir a los ministros y a los capitanes generales de provincias para reprimir los desórdenes con sangre si fuere menester, y dar tiempo al tiempo, como si confiarle la solución de los problemas fuera la máxima muestra de serenidad humana y de sabiduría de gobernante.

Galván procuró mantener la calma que le negaba el fervor de sus recuerdos juveniles, rebuscó en el manuscrito de Recuerdos si algo comentó y lo encontró en fecha extraña: «¡Pero hombre, qué curioso! El día de mi cumpleaños. ¡Anselmito, buen agüero!».

2 de octubre de 1784. Sin apercibirme, se me ha ido la memoria al que estimo un día de los más tristes para el rey desde que llegó de su Nápoles. Después de jurarle en los Jerónimos como rey, me ignoró como a un extraño. Con todo cariño, eso sí, con zalameros elogios a mis perros cuando salíamos de caza, a mi puntería en los disparos y al buen gusto con que elegía mis vestidos y calzados. Incluso con abrazos, lo que me obligaba a encogerme e inclinar la cabeza hasta alcanzarle, tan enano, y aspirar, abstemio yo, su pestilente tufo a tabaquina. Si le mostraba interés por asuntos de Estado o le inquiría sobre la marcha de los que sabía en trámite, tanto él como mamá me decían lo mismo: «¡Ay, don Luis! Dejemos esas cosas a los entendidos. Cada uno a lo suyo, o como la gente dice, zapatero a tus zapatos». ¿Me creían tonto o tenían sus motivos —que yo bien me sé— para dejarme al margen de todo? Pero nunca me decían qué era lo mío ni cuáles mis zapatos.

Algunos de mis amigos, nobles de reciente encumbramiento como el viejo Ensenada, de vieja sangre como el joven conde de Fernán Núñez, o plebeyos pero de mente creadora como el escritor Moratín o el pintor Paret, a los que yo les llevaba varios años, conocían bien las costumbres y necesidades de la gente, y me las describían. Ensenada era un superviviente de la antigua escuela. El pueblo recordaba con gratitud los ahorros de dinero público que logró su labor hacendística. Mermado su poder por los advenedizos ministros italianos, yo conocía bien su ambición de volver a empuñar las riendas del mando desplazando a Esquilache. No desmentiré que, con el sigilo que le caracterizaba, fue capaz de repartir a manos llenas, por sí o sus criados, abundantes dineros para alentar el descontento y azuzar y mantener la revuelta. Debió de saberlo el rey, pues pronto le desterró a Medina del Campo.

Fernán Núñez era gentilhombre en servicio por los días del motín. Fue siempre buen amigo mío, y a veces íbamos juntos al teatro de los Caños del Peral. La bella muchacha con la que entrecruzaba devaneos amorosos, a la que él llamaba «mi Marcuchina», le ponía al corriente de las opiniones populares, que en ocasiones me confiaba luego. Pero mis informantes mejores eran Moratín y Paret. Con ellos salí de incógnito del palacio una noche de los primeros días del motín, como tantas otras, no sin untar al sargento que custodiaba la puerta trasera. Íbamos de capa corta y tricornio, pero la oscuridad nos amparó sin que fuéramos molestados. En charla con ellos y otras gentes en un par de tabernas de Lavapiés, me acerqué a la pobreza del pueblo y supe que no todo eran elogios al rey, a quien muchos culpaban de desidia y excesiva permisividad con el odiado ministro italiano.

Mamá no quería huir aquella medianoche del 24 al 25 de marzo: no dar la cara era ajeno a su carácter. Estaba con ella cuando entró Carlos a decirnos que nos preparáramos para salir a aquellas horas para Aranjuez. De nada sirvió nuestra oposición. «Señora, soy el rey y sé lo que me hago». A mí ni me dirigió la palabra: ¡el pelele de la familia real! En total sigilo, como vulgares ladrones, bien cerradas las ventanas para que el pueblo no advirtiera movimiento de luces, sin apenas criados, seguimos a Carlos y sus infantes y al príncipe Squilace con doña Pastora e hijos por el piso bajo hasta los jardines y la puerta de la cuesta de San Vicente, junto yo a la anciana y enferma mamá llevada en silla de manos, que lloraba ahogando sollozos: «¡Quanta vergogna, porca miseria! ¡Quanto avvilimento!». Bien lo sé, pues compartí con ella el carruaje en el que intenté aliviarle las molestias del viaje.

Bajo su exterior impasible, Carlos parecía perdido. Desde Aranjuez, sin casi descansar, envió a Italia a los Squilace, ordenó rebajar el precio del pan, no derogó el imprudente decreto antichamberguista y se puso a esperar acontecimientos. Ninguna noticia placentera fue llegando a lo largo de varias semanas. Menos mal que equilibró el desacierto de la huida con una decisión acertada: España necesitaba un hombre a la vez fuerte y abierto a una moderada modernidad. Carlos nombró capitán general de las dos Castillas y poco después presidente del Consejo a un hombre singular, el aragonés conde de Aranda. Siempre me han gustado su energía, sus ideas claras y rotundas, el proyecto de España que tenía en la cabeza y que en algunas ocasiones me explicó. Estoy convencido de que en otras circunstancias se habrían podido introducir reformas radicales que el país necesitaba. Pero Carlos siguió toda su vida —llevo veinticinco años observándole reinar— ejerciendo la misma ambigüedad con que le vi actuar frente a aquel famoso motín.

Leída por Galván esta página del infante, asintió plenamente. Si rey y ministros, altos clérigos y avispados intelectuales se hubieran percatado de que capas amplias y chambergos anchos velaban la voluntad colectiva de un pueblo que pugnaba por alumbrar sus derechos, no se habrían limitado a decretar un determinado uso de las tijeras: habrían auscultado su voz que clamaba justicia, habrían impuesto unas reformas inmediatas, habrían dado fin a las rutinas del Antiguo Régimen y saludado la instalación del nuevo, habrían iniciado una necesaria revolución. Que el motín tuvo esas raíces, hundidas en los ancestrales motivos de la pobreza española, y que con ese sentido de reivindicación solidaria se propagó a casi toda España, consta por lo que a continuación de Madrid acaeció en las principales ciudades y aún más en Zaragoza.

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Galván había leído lo sucedido en la capital de Aragón en un folleto que ad majorem Caroli Tertii gloriam, «de orden de su majestad y encargo del marqués de Castelar, gobernador y capitán general del Reino de Aragón y presidente de su Real Audiencia», publicó aquel mismo año el zaragozano don Tomás Sebastián y Latre. Le conocía, ilustrado aunque de ideas solo timoratamente progresistas. En 1773 había publicado en Madrid un ensayo sobre el teatro, dedicado a Aranda. Pero antes de mojar la pluma recordó que el Diario mismo de la infanta se inicia precisamente con una breve alusión a esos sucesos. Menos mal, porque ella solo les había entregado —y ya era ejemplar generosidad— los folios que cubrían desde su juventud hasta la venida de su hija menor a Zaragoza en 1802. Lo recogió del ángulo de la mesa contigua donde su amigo lo había dejado la tarde anterior, y no tuvo sino que transcribir el primer párrafo:

En el nombre de Dios y de la Santísima Virgen del Pilar, amén.

Después de pensármelo un poco, he decidido dar inicio a un diario, lo mismo que, según me han dicho mis amigas, hacen ellas imitando a algunas señoras que se pavonean de escribirlo. Pienso ser muy sincera en él, y por eso lo guardaré bajo llave o lo llevaré conmigo adonde vaya. Va de suyo que, aunque lo llamo diario, no voy a escribir todos los días, que no todos ocurren cosas dignas de ser contadas, y menos a mí. Lo comienzo hoy, 6 de noviembre de 1773, en que cumplo catorce años.

Lo primero que confieso es mi soledad, hija de mi tristeza por haber perdido a mamá hace solo mes y medio, el 15 de septiembre. Mi hermano Luis es cadete en la Academia de Marina, donde ojalá llegue lejos, y papá, que es ya teniente coronel de voluntarios, después del entierro tuvo que volver a sus cuarteles de Alagón, de donde se acerca a visitarme cuando puede. Ha llegado de Madrid tía María Benita para llevarme a vivir con ella, pues papá no sabe qué hacer conmigo.

Mi infancia son recuerdos de la plaza del Mercado: teatro de mis primeros juegos con los niños y niñas del viejo barrio de San Felipe. Los que más me gustaban eran el marro, el escondite y las tabas. Uno de los recuerdos más antiguos que guardo es de cuando tenía unos siete años. Era domingo, y hacia mediodía oímos gritos. Mamá, Luis y yo nos asomamos al balcón y vimos que acompañados por gente muy alterada venían por Albardería a caballo los clarineros y timbaleros de la ciudad, que en las esquinas hacían sonar sus instrumentos para callar al gentío, y entonces el alguacil mayor leía de un papel a grandes voces algo que yo no entendí. Casi todos aplaudían, pero poco después vino papá y dijo que no saliéramos de casa, porque algunos malos habían amenazado quemar las de los ricos y armar alboroto, y que a él y sus tropas les habían ordenado venir a la ciudad para imponer orden.

Yo no entendía nada, pero aprendí una palabra nueva: pasquines, que así llamaban los letreros que unos hombres pegaban en las paredes. Mamá comentó que los pobres exigían que se vendieran más baratos el aceite y el pan. Aquella noche y otras los alborotadores quemaron muchas casas de ricos, algunas cerca de la nuestra. En la plaza hicieron una hoguera donde echaban muebles muy bonitos y telas caras que robaban. No vimos a papá en un par de días, pero una vecina nos dijo haberlo visto con sus tropas en el Coso guardando desde el palacio del conde de Sástago hasta el del marqués, o sea la Audiencia, el que tiene a los lados del portalón unos gigantes con garrotes, y que cuando fueron a quemar el de la condesa de Fuenclara se les puso delante el teniente general Azlor, que era amigo de papá, y por miedo no lo destruyeron. Tardaron tres días en dominar a la plebe. Todos los días aparecían en la picota de nuestra plaza hombres ahorcados, castigados por la justicia. Los niños aprendimos un refrán que repetían siempre los amotinados: «¡Justicia y pan! ¡Queremos lo que es nuestro! ¡Justicia y pan!». Los seis o siete años que han pasado desde entonces, excepto unos meses en Madrid, han estado dominados por la rut…

Galván interrumpió la lectura. No necesitaba transcribir más. «El resto —se dijo— para cuando encaje en la historia que escribo». En ese momento llamó a su puerta el mayordomo de la infanta:

—Perdone, don Anselmo, son pasadas las ocho, y la señora y sus huéspedes han comenzado la cena, como siempre, a las ocho en punto. Le esperan abajo.

Se le había pasado la tarde, como se dice, en un santiamén. Se arregló ligeramente y bajó corriendo al comedor. A la infanta le irritaba la falta de puntualidad. La saludó así como al resto de los comensales con un gesto de cabeza al tiempo que se excusaba por su tardanza y algo azorado ocupó su lugar habitual. Las intensas, concentradas horas de rememoración y pluma le demoraron su adaptación a la realidad mientras su vacío estómago le reclamaba a silenciosos gritos. Sumido aún en su nube mental, con coraje de corsario abordó la exquisita sopa de borrajas con piñones y almendras que ya habían despachado los demás, quienes dirigían ávidos ojos al humeante plato de chuletas de cordero a la brasa de romero con patatas a lo pobre que Lupita traía de la cocina. Su ensimismamiento no le había permitido percatarse de que, para compensar la ausencia del canónigo Gimeno, quien aquel día, como tantos otros, tenía en su agenda dos bautizos, un entierro y como colofón una boda y su banquete, había en torno a la mesa dos personajes para él desconocidos. Miró a la infanta como en súplica y ella, comprensiva, entendió su desconcierto:

—Don Anselmo, tengo el honor de presentarle al hijo de un amigo de mi difunto padre, el general don Antonio Azlor, y a su ayudante, el capitán Olmeda. El padre de Antonio era el más antiguo de los cinco tenientes generales que había en Zaragoza cuando yo era niña; el mío no llegó a graduación tan alta.

Galván se repuso y en elemental gesto de buenos modales se levantó, rodeó la mesa para llegarse a los dos inesperados invitados y les tendió la mano. Aún no había vuelto a ocupar su lugar cuando le interpeló, curiosa y sonriente, María Luisa:

—Esperamos, don Anselmo, que cumpla su promesa de decirnos de qué momento de la vida de mi padre ha estado escribiendo.

—Con mucho gusto, alteza. He escrito sobre cómo el rey Carlos III, por los motivos que bien sabemos, le mantuvo al margen de los asuntos de Estado desde que ocupó el trono de España, y de cómo este desaire sistemático produjo en él un natural resentimiento, que creo recíproco, aunque ambos hermanos lo ocultaron tras muestras de cariño más o menos sincero.

—¿Cree entonces, profesor…?, ¿es este su título?, ¿que tan augusto monarca era un hipócrita? —preguntó Azlor con irritada ironía y como hinchando el pecho.

—Ni más ni menos, señor coronel…, ¿es este su título?, que…

—General, y perdone mi interrupción.

—Perdono. Ni más ni menos hipócrita, iba a decir, que todos los políticos; y nuestro anterior monarca, más, quiero decir, más hipócrita, si fue tan buen político como se dice…

—Anselmo —terció Paco del Campo—, me asombra la seguridad de un juicio tan tajante; veo que a todos nos gustará nos reveles la razón en que basas tu crítica de ese rey.

En el tuteo que su amigo le dirigía captó un guiño cómplice, como de aliento a la vez que de cautela. Le ayudó a vencer la tentación de repetir con nuevos énfasis sus reflexiones de la mañana.

—Señor general, no es menester proclamar mi lealtad a España aunque la critique y aunque, como historiador, halle en aquel rey defectos que otros no descubren. Fue un gran rey, comparado con su padre, con su hermanastro y ahora con su hijo don Carlos IV. No aceptaré, general, su reto a discutir, pero espero admita conmigo que no acertó en problemas gravísimos como el famoso motín o, mucho menos, en lo de expulsar de nuestro país a los jesuitas.

—Se refiere usted al llamado de Esquilache. ¿Desconoce que los hubo en todo el país?

—Precisamente, al ser llamado para bajar a esta espléndida cena…

—Espléndida, profesor, como todos los convites de la infanta —atajó el hasta entonces silencioso capitán.

—Así es —asintió don Anselmo, alzando su copa de vino con leve cabeceo hacia ella, ademán que todos imitaron—. Al ser llamado, iba diciendo, empezaba a resumir los ramalazos del motín madrileño en nuestra ciudad de Zaragoza, pero al cruzar el patio se me ha ocurrido preguntarle, alteza, si entre sus recuerdos de niña guarda el de aquellos días turbulentos. Quizá también el general, pues de joven fue compañero de armas del difunto don José Ignacio de Vallabriga.

Prudente, se calló lo recién leído en el Diario de la infanta.

—Mis recuerdos son un tanto nebulosos, pero aún guardo memoria de tumultos callejeros, de incendios de casas como la de los Goicoechea, de movimientos de tropa, o de ajusticiamientos en la plaza delante de nuestra vivienda.

—Mucho podría añadir yo, continuó Azlor, sobre la conducta ejemplar del marqués de Castelar, sobre cómo, ayudado por mi padre y los otros tenientes generales así como por el entonces arzobispo García Mañeco, don Ramón de Pignatelli y otros personajes y muchos voluntarios, dominó la revuelta en un par de días y desde la Audiencia dictó sentencias de muerte contra sus cabecillas.

—Claro ejemplo de la firmeza que hay que mostrar —sentenció el capitán, intentando hacer méritos para su próximo ascenso— contra la plebe infame y la baja, sediciosa e insolente canalla, labradores, artesanos, que perturban la paz e introducen la discordia rechazando el puesto que la sabia Providencia de Dios les ha señalado en el organismo social.

Enmudecieron todos, damas y varones, ante tan duro y conservador dictamen, más que por necesitar unos segundos para rumiarlo, por tener las bocas ocupadas con sabrosas chuletas. No tardó Galván en sobreponerse.

—¿Y cuál fue, señor general, el motivo de tales desmanes? ¿El decreto de las capas y sombreros?

—Ni aquí ni en otras ciudades, y en Madrid solo en mínima parte. Le diré, en Zaragoza un decreto de ese tipo fue promulgado años después, cuando se había repuesto o mejor, impuesto, la paz. La paz ciudadana, como ha insinuado el capitán Olmeda, siempre es fruto de una fuerza justa, la nuestra, la militar.

—¿Y no sería más exacto decir —terció breve y certero Francisco del Campo— que la paz siempre es fruto de una justicia fuerte?

—¡Muy bien, Paco, gracias! —subrayó alborozado Galván—. Es el viejo lema latino: Opus justiae pax. Por eso dije antes que ni el rey ni sus ministros dieron en la clave del motín. Respondieron con medias tintas, ambigüedades, engaños y huidas, y luego con fuerza bruta y horca injusta a la primera revuelta de España suscitada por el malestar social y la rebeldía contra la injusticia y el hambre. Ni entonces ni después se atrevió el pueblo a plantear una revolución definitiva, y ni entonces ni después trono e Iglesia han escuchado que Jesús proclamó bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia El actual orden social es injusto, es decir, no es cristiano.

También ahora enmudecieron todos, damas y varones, ante tan claro juicio. Y fue Azlor quien rompió el silencio:

—O sea, profesor, que usted es un vulgar afrancesado.

—Afrancesado, sí y no —respondió rápido—, pero nunca vulgar. Y nunca afrancesado si por eso se entiende ser antiespañol e imitar lo francés solo por serlo; sí, si se entiende desear, sin guillotinar a nadie, una revolución radical no solo de ideas y costumbres, cuyo cambio traen por sí los tiempos, sino de estructuras, nuevo reparto de responsabilidades, supresión de los estamentos ociosos, redistribución de las fuentes de riqueza. El hambre de justicia no se satisface abaratando el pan, sino haciendo que cada cual se lo gane con su propio trabajo.

—¡Utopías! —se limitó a comentar Olmeda, mirando de reojo al general, por si disentía.

Tocaba la cena a su fin, bien regada con vigoroso Cariñena. Tentador colofón fue un típico postre aragonés: melocotón en vino tinto y el dulce casero que llaman tortas de alma, embauladas con odorante moscatel. La infanta invitó a continuar la tertulia tomando café en el coqueto rincón del patio que llamaban «de las confidencias». Al anochecer, los criados habían encendido las grandes lámparas de aceite que, estratégicamente colocadas en los ángulos en torno a la esbelta palmera de la gran maceta situada en el centro y detrás de algunas columnas, le daban aspecto entre acogedor y misterioso.

Caminando, insistió Azlor en disculpar a Carlos III. Asido amistosamente a un brazo de Galván, le recordó que don Manuel de Roda no tardó en escribir de su parte a Castelar (se sabía de memoria el texto) que a los rebeldes «no se les castigue con la pena ordinaria de muerte, y que solo se les impongan las penas extraordinarias más o menos graves con proporción a los excesos».

—¡Curioso texto del famoso Roda! —apostilló Galván—. O para él las otras penas eran más extraordinarias que la de muerte, o esta la estimaba tan común que la llama ordinaria. ¡Vaya muestra de piedad! ¿Y recuerda, mi general, qué fecha lleva ese presunto indulto real?

—¿Cómo no? 27 de abril.

—¡Pues vaya indulto! Para entonces, como escribe Roda, «ya se había satisfecho la vindicta pública con los castigos»: una docena de ajusticiados al garrote, y después aún fueron condenados algunos a azotes, vergüenza pública, presidios de África y destierros.

Les interrumpió un galano gesto de la infanta insinuándoles tomar asiento a su vera. Sintió Galván dejar la falsa impresión de defender la impunidad de los malhechores a costa del énfasis con que criticara la insuficiencia de las medidas adoptadas en respuesta a sus justas demandas. Pero que en palacio se justificaban aquellas quedaba patente por carta de Aranda del 25 de abril desde Madrid, que se sabía casi de memoria. Contestaba a unos labradores honrados de Zaragoza que le habían felicitado por su elevación a la presidencia ministerial y se pavoneaban, a la vez, de haber sacrificado sus vidas y haciendas (lo cual en parte era verdad) «en defensa de la patria contra una imponderable chusma de ladrones» (que no lo era). Aplaudía su conducta en nombre del rey y terminaba con una frase significativa:

Cuando mi cuna no hubiese conseguido la suerte de mancomunarme patricio de tan gallardos naturales, envidiaría en este caso a Vs. Ms.; pero, vano de semejantes compatriotas, solo anhelo que un exemplar immortal como este trascienda a la posteridad para imitarlo.

Ni el gran Aranda, pues, abierto a muchas reformas del Siglo de las Luces, percibió el sentido profundo de aquel movimiento social. Tampoco él se adelantó a su tiempo. Absorto en tal idea, Galván al ocupar su asiento no pudo sofrenar un gesto de melancolía. Le aguardaba Azlor sentado y porfiado en entrarle de nuevo a Galván al trapo. Pero se le anticipó la infanta:

—Mis buenos amigos, quiero darles una noticia que espero le sirva a don Anselmo para que al menos descanse un día. Les invito a salir de la ciudad mañana a pasar unas horas en el campo, si hace buen tiempo. Si aceptan, les llevaría primero a visitar una de las dos cartujas cercanas: la de Aula Dei, al norte, que tiene unos frescos juveniles de Goya que a lo mejor no conocen, o la de la Concepción, al este, fundada a mitad del siglo XVII por Jerónima Zaporta, la nieta de don Gabriel, el constructor de esta casa. Almorzaríamos luego en alguno de los merenderos populares que no escasean. ¿Aceptan?

—Yo, sí —exclamó María Luisa, a quien, a pesar de las apariencias y de su curiosidad, le solían aburrir las conversaciones eruditas.

—Hija, te has adelantado a las respuestas de los cuatro caballeros, ¡de los cuatro!

Paco del Campo asintió con un gesto de cabeza y un «Sí, alteza, por supuesto». Azlor se excusó, muy a pesar suyo, por haberse comprometido a otros menesteres. Disculpose a su vez discreta y servilmente el capitán. Añadió la infanta que mandaría recado a don Juan Ángel para saber si querría acompañarles. Pero fue Galván quien desbarató el plan:

—Doña María Teresa, le agradezco su buena intención para conmigo, pero le suplico me perdone. Querría aprovechar estos días de generoso hospedaje para adelantar en mi trabajo lo más posible. Estoy tan metido en él que presiento no poder permitirme ni un día de asueto. Vayan ustedes con el canónigo.

—¡Qué lástima! Se lo preguntaré mañana en el Pilar. Quédese solito trabajando. Pero con la condición, don Anselmo, de que cuando volvamos nos cuente, como siempre, de qué tema palpitante habrá escrito mañana.

Paco del Campo lamentó que la ausencia del general les privara de conocer su opinión sobre una grave cuestión que, anunciada poco antes, se había soslayado:

—Perdónenme la insistencia, altezas, pero creo que todos deseamos conocer el juicio que al general y a Anselmo les merece el más escandaloso acto del reinado de Carlos III, la expulsión de los jesuitas.

Azlor aceptó el reto y sentenció con síntesis típicamente simplista, militarista, fiscal:

—Por el omnímodo poder que la Compañía había obtenido en todos los órdenes —religioso, político, social, educativo, económico, cultural— en nobleza, clases medias y pueblo bajo, era como un estado dentro del Estado, un obstáculo de las reformas, tranquilidad y justicia en el reino. Un Consejo Extraordinario del que formaba parte, fíjense bien, el mismísimo padre Eleta convenció al rey de que era un gravísimo deber de conciencia expulsar de España a los jesuitas, que constituían un cuerpo gangrenado.

Las miradas de los otros tres contertulios confluyeron en Galván, quien se tomó cierto tiempo para contestar. Paladeó un sorbillo de café, retrepose tardón en la amplia poltrona y cuando se disponía a hablar, se adelantó María Luisa:

—Yo nunca he entendido que don Carlos, que dicen tan católico y español, jamás se arrepintiera de esa ofensa a la Iglesia y la creyera beneficiosa para ella y para Dios y no menos para España, siendo la Compañía fundada por San Ignacio, una de las máximas glorias de nuestro país. La verdad, no lo comprendo.

—No es fácil de entender —medió Del Campo—. Y no es que me lance a suplantar a Anselmo, pero creo que esta cuestión es una de las más complejas que se pueden plantear, y no es cosa de marearle más tras tantas horas de trabajo mañana y tarde en la sobremesa de este comilón con que nos ha obsequiado la infanta. ¿Están de acuerdo conmigo?

Galván no pudo esperar más, advirtió que sería breve, paladeó otro sorbillo de café, carraspeó y dijo:

—De acuerdo, Paco. Una cuestión muy compleja, cuyos varios aspectos seguirán discutiéndose mientras no haya acceso a los documentos más importantes de su gestación y ejecución. Por ciertas confidencias sé que pocos dudan ahora en Madrid que don Carlos actuó de buena fe engañado por dos personajes de categoría: en el ámbito civil, el fiscal general del reino, don Pedro de Campomanes, el cual le presentó un informe obtenido por espías a sueldo y presiones de tipo inquisitorial —¡quién lo diría!— lleno de calumnias contra los jesuitas, que estarían preparando actos violentos del mismo modo que habían participado en el Motín de Esquilache para destronarle si era menester; en el ámbito eclesiástico, el ineludible padre Eleta, quien solicitó y conjuntó las opiniones radicalmente antijesuíticas de la mayor parte de los obispos y frailes superiores de España y de las Indias. Si unos y otros declaran en conciencia a la Compañía perjudicial para Dios y la patria, no le cabía a la conciencia del rey otro camino que el seguido por Francia y Portugal. La decisión le fue presentada al papa como irrevocable.

Ninguno de los contertulios le interrumpió, lo cual igual podía interpretarse como aceptación que como repulsa. Animado por su silencio y su atención, continuó su perorata.

—Mi conclusión es esta, que juzgo trascendental: Carlos III expulsó a los jesuitas —y así respondo a la infanta hija— no, como algunos fanáticos han dicho, por impiedad e irreligión propia y de sus políticos, persecución a la Iglesia o enciclopedismo (¡religiosísimo él, beatón incluso!), pues Campomanes, Roda y por supuesto el padre Eleta eran buenos cristianos, sino por política. Lleno de miedo como antes en lo de Esquilache, receloso de perder privilegios regalistas que los jesuitas le discutían, timorato y algo pelele como cuando aceptó por novia a la que le eligieron, le respaldaban confesor, obispos y frailes envidiosos del centenar y medio de espléndidos edificios jesuíticos y de las «temporalidades» que esperaban heredar. Como se decía: «Maten ellos el pollo, que lo desplumaremos». Y así fue. Para mí está muy claro: esa expulsión, como las de los judíos y moriscos, fue un acto político pero vergonzosa y paradójicamente aconsejado por eclesiásticos, y su interpretación no debe sacarse de ese cauce. Ni esas dos las decretaron los Reyes Católicos y Felipe III por piedad para salvar la religión católica, ni esta Carlos III por impiedad para salvar a España. Actos políticos que hay que juzgar como lo que son, actos de una política equivocada.

»Por eso, y termino, mantengo que ese rey no se merece la buena prensa de que goza. Comenzó quizá al poco de morir con el célebre Elogio de Carlos III, discurso del melancólico Jovellanos ante la Real Sociedad de Madrid. Su reinado, glorioso y acertado en algunos aspectos, fue en otros lamentable. Y su conducta personal en momentos muy graves de su reinado muestra una personalidad muy inferior en quilates a la que sus incondicionales nos presentan. Buen padre de familia, metódico, de cortas luces aunque de sana intención, exageradamente puntual, escrupulosamente sumiso a las directrices del padre Eleta, afectuoso con los perros más que con las personas, mediocre personaje él mismo para el trascendental papel que las leyes de herencia le habían regalado, con más dosis de alcalde que de monarca avisado. Lo siento, mi general, pero confieso que a base de mis estudios estoy en gran parte de acuerdo con aquella atrevida copla que le cantaban algunos:

»Si el rey supiera lo que

el rey presume que sabe,

sabría saber ser rey,

que esto es lo que el rey no sabe.

»He dicho.

Ahora no fue la jícara de café ni el vasito de malvasía —ambos de excelente porcelana— lo que Galván se llevó a los labios, sino un gran vaso de agua fría que a una señal de la infanta le había traído una doncella mientras peroraba. Para su sorpresa, Azlor respondió que admitía su análisis y sus conclusiones, a lo que intervino la infanta recordando la impresión que en la Zaragoza de su infancia produjo, en la mañana del primero de abril de 1767, contemplar la larga fila de frailes que entre las de bien armados soldados, como si fueran criminales, dejaban a la fuerza y sin previo aviso su residencia de lo que pronto se convirtió —«desplumado el pollo», como había dicho don Anselmo— en seminario de San Carlos:

—Yo era una muchachita curiosa de ocho años. Aquella noche no durmió papá en casa, y luego supe por qué: formó parte de las tropas que el gobernador mandó presentarse a medianoche para sorprender a los frailes con la lectura del decreto real. De madrugada me despertó una vecina y con ella fuimos a una esquina de la plaza de los Morlanes a verlos marchar. En filas de a dos, como chiquilines escoltados, llevando cada uno su pequeña bolsa o zurrón con mínimas pertenencias personales, visitaron a la Virgen del Pilar para despedirse de ella. Mucha gente que los quería lloraba. Se dijo después que los llevaron al puerto de Salou y que los embarcaron rumbo a Italia, donde pasaron muchas penalidades, pero nadie se atrevía a hablar de todo esto, porque el rey impuso severos castigos, incluso pena de muerte, a quien hablara o escribiera en contra de esa expulsión. Al infante don Luis se lo conté un día en Arenas y me confesó que en toda su vida tuvo con su hermano más violenta discusión que la que giró en torno a esa decisión, que él desaprobaba y siempre juzgó totalmente equivocada.

—Si me lo permiten —continuó Azlor—, algo querría añadir por mi parte, y es el disgusto y desgana con los que nuestro admirado conde de Aranda se vio obligado a acatar la real orden, programar con total sigilo y ejecutar con eficacia aquella operación a la vez en las ciento cincuenta casas que los jesuitas tenían en España.

—Mi general, es un importante detalle que no conocía y que mucho le agradezco.

—Gracias, profesor. Me lo dijo al final de sus días una vez que le visité en el retiro de su casa de Épila. No compartía el odio antijesuítico de otros colegas de gobierno o de los obispos regalistas, más dominados por sus intereses que por la ortodoxia de sus principios. Me explicó además un aspecto poco conocido de lo que en el fondo fue un capítulo de la sorda lucha por el poder. Campomanes y Roda provenían de la clase media, de un grupo que llamaban golillas o manteístas; para lograr sus reformas halagaban al rey ampliando y reforzando sus privilegios regalistas; así desplazaban a hombres más tradicionalistas que debían todo o al poder de su sangre o al elitista grupo llamado de los colegiales, a quienes con descaro apoyaban los jesuitas. Expulsar a estos equivalía a cerrarles a ellos el paso en el futuro. Aranda, noble y educado por jesuitas, y a la vez moderado reformista, aspiraba a establecer cierta paz entre ambos grupos. Don Carlos tuvo la sabiduría de elegirle para mediar, pero a costa de organizar por pura obediencia para toda España la trágica e injusta expulsión de los hijos de San Ignacio, entre los cuales se contaban en Zaragoza familiares suyos: nada menos que un hermano del canónigo don Ramón, el padre José de Pignatelli, quien ya antes de marcharse tenía aquí fama de santo.

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Si don Anselmo hubiera conocido el pensamiento de Tanucci sobre los jesuitas y cuán imbuido en él llegó don Carlos de Nápoles, no habría tenido que argumentar con tanto empeño. Cuando en 1760 el rey nombró al jesuita padre Bolaños preceptor del futuro Carlos IV, protestó desde Nápoles Tanucci, cuya sombra hay que intuir en último término tras la adjudicación del Motín de Esquilache a los jesuitas y su consiguiente expulsión, y le escribió así sobre ellos al príncipe Yacci, embajador en Madrid:

Su conducta es diabólica, su moral adaptada al más venenoso maquiavelismo, y en todas las cosas miran solo a sus intereses, a su capricho y vanidad, y echan a perder a los soberanos y a los pueblos, abusando de ellos y siendo traidores. Yo no he dejado de advertírselo a su debidotiempo. Sentiríamarcharme de este mundo dejando este veneno en casa de mi adorable señor.

Y aún peor, un año después en carta a otro distinguido Pignatelli, el conde de Fuentes, que rezuma el regalismo absolutista que actuó en el fondo de toda la cuestión:

Siempre sospechosos, curiosos e intrigantes a favor de un superior extranjero al cual juran fidelidad y obediencia. Por consiguiente, en el país donde moren, espías sediciosos, rapaces, insidiosos, y cuando les convenga serán rebeldes, traidores, asesinos y enemigos de las leyes y del soberano del país en que se hallen.

Galván se sentía agotado, y pidió permiso a la infanta para ausentarse. Aprovechó ella la ocasión para despedirse de sus huéspedes y se internó por las dependencias domésticas de la planta baja a dar órdenes a los sirvientes. Don Anselmo se despidió de todos, subió a su cuarto, se desnudó rápido, cayó en la cama exhausto y se durmió en segundos. Las secuelas de su prolongada excitación mental se fueron transformando en pesadillas turbadoras: los chorros de sudor propios de aquella noche calurosa en un cuarto sin tiro ni aireo se le antojaron ser un lago encharcado y pútrido del que emergía, engrandecida como gigantesco monstruo, dispuesta a lamerle el rostro con su lengua pegajosa, la cabezota del perro de caza que Goya pintara a los pies del don Carlos montaraz, cuya bocaza misma se le antojaba la de una inmensa anaconda dispuesta a deglutirlo. En torno a ella, como en lábaro constantiniano, se leían las bíblicas palabras: «Duro te es dar coces contra el aguijón». Al cabo de un largo rato de darlas él contra unas sábanas húmedas que se le pegaban a la piel y de agitarse sobre el colchón de muelles bullangueros, se despertó. Se acercó a la ventana abierta para refrescarse a la vez que, como era su costumbre, se deleitaba contemplando el cielo estrellado. «Cuándo será que pueda…?», se dijo rememorando un verso de su admirado Fray Luis, pero pensando, como don Quijote en Dulcinea cuando velaba las armas, en su cercana y deseada Lupe. Volvió al lecho, se tragó de un sorbo el agua del vaso de la mesa de noche, se tumbó y, soñando plácidamente en ella, como si se meciera en sus brazos, quedó profundamente hundido en los de Morfeo.