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En brazos de la
nostalgia
No era esta su primera residencia zaragozana. Trece años hacía que, por influencia del conde de Aranda al ser en 1792 por segunda y breve vez presidente del Consejo de Castilla, había podido María Teresa retornar a su Zaragoza natal. Vivió primero en la plaza del Mercado, en la casa que fue de sus padres, que compró a sus hermanos. A la infanta y al conde no les unía exclusivamente la afinidad de paisanía. Aranda había sido en Aragón, en España y aun en media Europa un personaje ineludible, bien conocido también de los familiares de la infanta, todos miembros de la milicia y algunos, de la política y la aristocracia. Desde su puesto de embajador en París entre 1773 y 1787 no pudo menos de simpatizar secretamente con la joven aragonesa que —muy por dentro lo sabía él— había sido sometida a injustas humillaciones por el rey Carlos III. Por ambos motivos, no rehusó apoyarla ante el nuevo, Carlos IV, cuando le suplicó que se rectificaran los desmanes de los que ella y sus hijos habían sido víctimas por su antecesor. El 25 de julio de 1792 le había escrito la infanta desde su destierro de Velada, no lejos de Toledo, en tonos exquisitamente diplomáticos, una carta bella y conmovedora, y otras al monarca, que bastan para testimoniar el alto nivel de su educación y su cultura. He aquí, con textual fidelidad, la enviada a Aranda:
Exmo. Sr. muy señor mío:
Describir a V.E. lo amargo de mi situación pediría largo tiempo y sería de molestia a sus vastas ocupaciones; pero en dejar de indicárselas e interesarle en ellas desmentiría, a la par de mi confianza en lo que VE. me honra, el concepto debido a la calidad que más ha caracterizado en todos sus cargos de reparador de la opresión.
V. E. sabe que no pudo haber culpa en mi obediencia al destino que me venía de mano tan superior, y que los frutos con que el Señor quiso bendecirme en él los debo amar y tener clavados en mi corazón como dones celestiales de su santa mano. Mis hijos, la privación de mis hijos, señor Exmo., su memoria es un grito interior que ya no alcanzo a resistir. Mi confirmación en soledad sin los auxilios precisos para las necesidades de la vida, en un entredicho civil perpetuo, a que es consiguiente el quebranto de mi salud, agrava aquella primera pena como se deja comprender.
No puedo ocultar que la primera ansia natural es la vista de mis hijos cuando no pueda ser continua, y que es asimismode justicia que se me levante la sujeción de residencia en estos lugares, permitiéndoseme hacerla indistintamente en otros de los muchos en que no se ofrezcan inconvenientes políticos.
Espero que V. E. apoye a los pies del rey estas solicitudes con la eficacia propia de su rectitud y de las honras que me dispensa.
B. L. M. de V.E.
María Theresa de Vallabriga
La petición tuvo efecto. El 30 de agosto y desde La Granja de San Ildefonso, junto a Segovia, se le comunicó que, «en vista de la pena que le causa la privación de ver a sus hijos», el rey le permitía residir donde quisiera excepto en Toledo; se le doblaba además la pensión de su «excelsa viudedad» hasta veinticuatro mil ducados anuales. En quince días ya estuvo lista para viajar, pero se le hizo saber que el rey no le permitía pasar por Madrid. Carlos III no le había autorizado a ver a sus hijos desde la muerte de don Luis siete años antes. Mientras el varón se encaminaba abiertamente a la clerecía, las dos niñas seguían en el convento hasta que orientaran su vida al matrimonio o al monjío. Solo tres días con ellos, pero le supusieron una gran compensación a sus penas de madre.
Era normal que una mujer estrechamente emparentada con la familia real se procurara una residencia digna de ella y de su posición. La Zaragoza de fines del XVIII no solo era como un soto de torres en la hondonada del Ebro, tal como aparece en las perspectivas conservadas por Wyngaerde en el siglo XVI y Casanova en el XVIII. Gran número de palacios nobles y casas ricas esmaltaban algunas de sus calles, en especial las del crucero formado por el Coso y San Gil y sus cercanías. De la siempre concurrida y activa calle del Coso había escrito en 1610 el geógrafo viajero Juan Bautista Lavaña que era «la más bella que sea posible, comparable al Corso de Roma»; y Antonio Ponz en 1788, cuatro años antes de la llegada de la infanta, no solo que la ciudad toda era una de las más bellas de España, sino que «un artesano se alojaba allí mejor que uno de los primeros señores en el resto del país». Pero se iba quedando estrecha, y algunos visionarios, molestos como todos ellos, se temían que con el tiempo las ambiciones de la especulación, las sinrazones administrativas de la ignorancia concejil, el rudo menosprecio al arte y la tradición, y los vendavales de un insensato progreso llegaran algún día a pulverizar palacios que eran auténticos tesoros arquitectónicos.
Extramuros del viejo perímetro romano, en la calle de Predicadores, las opulentas casas del duque de Villahermosa; en el Coso, el enorme palacio renacentista de los condes de Morata con su portalón guardado por dos hercúleos gigantes maza en mano; detrás mismo, el de los condes de Fuenclara; cerca, la prestigiosa casa de los Coloma, la mudéjar de los condes de Sástago, la del marqués de Camarasa, la del protonotario Climent, la nueva del conde de Aranda casi frente a la embocadura de la calle de San Gil, y a pocos pasos, entre el Coso y el Ebro a una y otra mano, las de los Pardo, los Donlope, los Morlanes, los Osera, el conde de Montemuzo o el conde de Argillo, y si se tomaba la calle de don Jaime o San Gil en dirección al río, el palacio del otro duque aragonés, el de Híjar, y casi frente, derivando un poco a la derecha en la calle de San Jorge o San Pedro Nolasco, el Zaporta. A un paso de la Seo, la mole del de Armijo y la casa del deán con su arco y sus finas ventanas góticas. Si se añaden los diseminados en la ciudad de no más de treinta mil habitantes, se habrán contado tres docenas largas de residencias palaciegas que la enorgullecían con todo derecho.
María Luisa y doña Antonia dejaron que la infanta se les adelantara. La notaban ensimismada y pensativa, como si la noticia de la muerte de Boccherini le hubiera despertado recuerdos que, como pájaros de opuesto colorido que se echan a volar a pesar nuestro, entraran en conflicto en su conciencia: una ilusionada juventud perdida en un matrimonio desdichado, un marido que debió ser rey humillado hasta una muerte prematura en indigno destierro, unos hijos —nietos y sobrinos de reyes— zarandeados por un destino cruel, una vida familiar rápidamente desmochada, ¡ah!, y esta soledad sentimental que ahora inesperadamente alivian dos queridos amigos de mejores tiempos, uno más turbador que otro, mientras al fondo el violoncelo de don Luigi sigue cantando —¿o llorando?— en melodías suaves tan variadas como las olas de la vida.
Solo al cruzar la calle de San Gil (o Don Jaime) para entrar en la de San Jorge (o San Pedro Nolasco) a cincuenta pasos de casa, la alcanzaron María Luisa y doña Antonia:
—Mamá, yo era muy niña cuando vivíamos en Arenas y no me acuerdo de Boccherini; nunca le oí tocar. Te gustaba mucho su música, y su muerte te ha puesto triste, ¿verdad?
—Hija, cuando una se hace mayor, las tristezas van libando la poca miel que queda de los tiempos pasados, cualquiera de los cuales, dicen, fue mejor. Ahora soy feliz: te tengo a ti.
El palacio Zaporta había sido edificado, como casi todos los demás, en el siglo XVI. Lo construyó el banquero y mercader Gabriel Zaporta, de origen judeoconverso. Casó en 1549 con Sabina Santángel, que también lo era. Exportador de productos aragoneses —seda, lana, grano— incluso a Flandes, y arrendador de rentas señoriales, el emperador Carlos V le había ennoblecido en 1542 como señor de Valdaña, por lo que creyó oportuno construirse su gran casa de casi cincuenta metros de fachada, atractiva belleza y notable riqueza que escritores de la época apellidaron «espejo de palacios aragoneses». Continuó vieja costumbre: la oportunista simbiosis social de conversos y viejocristianos impelía a transcender la natural discriminación de linajes de sangre con el único que a la postre importa, el linaje del tener. La fortuna familiar no tardó más de un siglo en venirse abajo por incuria de los nietos, al igual que la española en general por los mismos motivos, y su vivir como señores de rentas renunciando al trabajo productivo. El palacio inició un rápido declive al aire de arriendos y abandonos. A comienzos del XVII allí alquiló espacio y allí vivió y murió Bartolomé Leonardo de Argensola, poeta e historiador como su hermano Lupercio, y canónigo de la Seo. A la sombra del asombroso patio se escribieron versos clasicistas que invocan la necesidad de justicia trascendente, como el impactante soneto Dime, Padre común, pues eres justo, o con sabroso sensualismo barroco cantan la simétrica belleza frontal de la mujer: De pura leche iguales, forman los dos melifluo paraíso.
En ti, oh, Drusila, de sutil relieve
el pecho sus dos bultos apresura,
y en cada cual, sobre la cumbre pura,
vivo forma un rubí su centro leve.
Ya nos ha recordado don Anselmo que allí había muerto otro de los egregios miembros del cabildo catedral zaragozano, no siempre sobrado de ellos: el emprendedor don Ramón de Pignatelli, alma de las obras del canal de Aragón y fundador de la Sociedad Aragonesa de Amigos del País, hijo del conde de Fuentes y embajador en París entre 1763 y 1773. Fue en junio de 1793, cuando ya estaba la infanta en Zaragoza. No perdió la ocasión y aprovechó la oportunidad para comprar el Zaporta y trasladar a él su residencia.
A un golpe de aldabón de doña Antonia, Francisco de Olabarrieta, criado mayor de la casa desde hacía veinticinco años, les abrió los portones que, bajo un balcón central afiligranado y a la sombra de un sobresaliente alero de estilo tradicional aragonés, sin zaguán intermedio, daban entrada al patio.
—¡De vuelta ya, señora! Mandaré que les sirvan ahora mismo el desayuno.
—No, don Francisco, espere como media hora.
Curioso, pero verídico: la infanta siempre, hasta en el testamento, llamó con un don delante a todos sus criados adultos de ambos sexos.
—He tenido una grata sorpresa: acaban de llegar de Madrid dos viejos amigos que vendrán a desayunar con nosotras y luego se hospedarán aquí, en casa. Mande que les dispongan alojamiento en los cuartos de huéspedes.
La claraboya que recubre el patio le permite el paso a la luz mañanera que, al iluminarlo, resalta con claridad los complejos detalles de la esbelta galería de arcos de medio punto, las delicadas columnillas del piso superior y la desbordante decoración de las columnas antropomorfas del bajo. Relieves de notable factura permiten identificar en el antepecho de la galería, ante todo, como presidiendo, la efigie de Carlos V acompañado por presuntos retratos de personajes reales que sirven de ejemplaridad o merecen halago por ser contemporáneos suyos: su abuelo paterno Maximiliano, su hermano Fernando, su hijo Felipe II; en otra ala, los emperadores hispanorromanos Trajano, Marco Aurelio, Adriano; en la siguiente, entre otros, su abuelo materno Fernando el Católico, Carlomagno; en la cuarta Justiniano, César Augusto, Francisco I de Francia, Constantino. En los relieves de los ángulos, escenas tomadas de lecturas humanísticas, como los trabajos de Hércules, pero también amantes ilustres, sin faltar los retratos de don Gabriel y doña Sabina. El patio es así alegoría renacentista de un templo del amor no menos que de la fortaleza necesaria para agarrarse a la inestable y bifronte fortuna, condicionada por saber aprovechar las ocasiones para ganar dinero y ponerlo al servicio del poder. Toda una lección de historia y política enmarcada en pedantesca erudición.
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En la penumbra que, a pesar de la luz que se filtra entre cortinajes, domina en un dormitorio ricamente decorado, desvestida rápidamente de su traje de calle y envuelta en una bata doméstica de seda azul —su color favorito—, la infanta, sentada junto a la ventana en su usual sillón de brazos en cabriolé, no puede dominar la querencia de su memoria. Don Luigi, asociado a Francisco del Campo en vida y muerte. Desde la del infante hace veinte años —¿veinte años solo, veinte años ya? ¡Cómo miente, en especial a una viuda, el engaño del tiempo!— ha mantenido frecuente contacto epistolar con él. Al servicio directo del infante y de ella por cesión personal de Carlos III desde que se casaron en 1776, la infanta no ha dejado de echarle de menos. Separado de su casa tras haberla servido una década inolvidable, la había visitado discretamente varias veces en los lugares donde vivió antes de venir ella a Zaragoza, pero nunca después. Los zaragozanos se percataron de que entre ellos moraba una infanta viuda que no estuvo lejos de ser reina, y para evitar que malas lenguas chismearan, ella le pidió a Paco que no acudiera a verla y limitara sus cartas a fría correspondencia administrativa. Por si fuera poco, desde que María Luisa vive con ella no es cosa de dar mal ejemplo a su hija menor, una esbelta señorita de veintidós años, atrevidilla pero ingenua, y aún soltera.
Estos veinte transcurridos han dejado huellas visibles en el rostro, el alma y la actitud de ambos. El antes tan terso de ella empezaba a ser asaltado por leves arrugas, ausentes de los vibrantes retratos que en Arenas le hizo Goya; las procuraba velar con las más eficaces cremas que le llegaban de París. En su alma, refugiada en la piedad e ilustrada con lecturas inteligentes, a veces osadas y provocativas si no siempre procaces, persistía la dicotomía de su personalidad, entre altiva y resignada, entre agresiva y tierna, entre activa e irreprimiblemente melancólica, entre entregada a represiones austeras y anhelante de la compensación del placer. En su actitud de mujer ahora prominente predominaban la discreción y el decoro sobre ciertas secretas ligerezas de antaño. Se le agolpaban ahora, en la primaveral entreluz mañanera, antiguas nostalgias y nuevas esperanzas, en la dulzura de una soledad coyuntural súbitamente repoblada por duendes benévolos.
Desde su juventud, desde que no se sabe si la fortuna o el infortunio se infiltró en su destino, la infanta venía escribiendo undiario en el que al principio con primores propios de jovencita educada y romántica, y con austero estilo de madurez después, había ido expresando sus reacciones ante los sucesos de su vida. Alargó la mano y del cajón de una consola estilo Luis XV que conservaba desde Arenas extrajo un cuaderno embutido en piel azul, buscó una página, la encontró y leyó entre brumas del recuerdo:
28 de junio de 1776. Además de mi propia boda con el infante, creo que nunca voy a olvidar dos impresiones que ayer recibí al mismo tiempo; me temo que compensarán siempre tanta injusticia por parte del rey y sus gentes. El mejor regalo que podía hacerme Luis fue presentarme a dos amigos suyos. Uno, un músico italiano a quien conoce desde hace tiempo, quizá mayo de 1768 según me dijo, en que le oyó en un concierto ofrecido a la corte en Aranjuez. Ardía yo en deseos de conocerle, pues su fama en los ambientes musicales de Madrid es extraordinaria. No es ya joven, unos treinta, narigudo, algo encorvado, y con tres hijos a su espalda. De cómo y por qué vino a España tras asombrar con su violoncelo en Viena (dicen que le aplaudieron las manos niñas de Marie Antoinette, hoy reina de Francia) y en París, hay quien dice que le oyó el embajador don Juan Pignatelli, conde de Fuentes, y le dio cartas de recomendación para la corte, pero otros dan una explicación que me gusta más. Enamorado de una cantante célebre, Clementina Peliccia, que hoy es su mujer, la siguió cuando la contrataron para cantar en ella. Don Luigi va a ser nuestro músico de cámara. ¡Con lo que me gusta la buena música, y nunca había soñado tener uno para mí! Después de cenar, en un salón de este pequeño palacio de la duquesa de Fernandina y marquesa de Villafranca en cuya capilla nos hemos casado por la mañana en este pueblo toledano de Olías del Rey, el maestro va a estrenar con su grupito de artistas la obra que ha compuesto como regalo de nuestra boda, Sei sestetti per due violini, due viole e due violoncelli, que otros llaman Serenata para orquesta. No es la primera que dedica a mi marido. Todas las que ha compuesto desde hace seis años están dedicadas a él.
El otro amigo del infante cuyo conocimiento me ha afectado es un hombre que (¿puede decirlo con tanta franqueza una recién casada?) me ha impactado, de verdad. No es que sienta hacia él ningún movimiento malsano, ¡guárdeme Dios!, pero su tipo elegante, esbelto, su sonrisa abierta un tanto arrogante y agresiva, su tez morena, sus ojos vivos, picarones, la inteligencia que muestra en sus ademanes y palabras, no son fáciles de olvidar. ¡Dios me perdone! Le han nombrado mi secretario de cámara, gentilhombre y guardarropa. Quiera o no, lo tendré siempre a mi alcance, así que deberé ser lo más discreta que pueda.
Entornados los ojos, perdida en rememoraciones, el incompleto Diario en su regazo, la fueron anestesiando los recuerdos. A lo largo de estos años, a la vez que se le han erosionado y desvanecido actos de antaño que el tiempo ha transformado en tul que recubre los pasos cotidianos de su vida, la memoria de su larga soledad ha ido dando realidad de hechos a ilusiones y ensueños como si hubieran sucedido. ¿Realidad o ficción? ¿Hechos o deseos que no llegaron a serlo? Cuando el corazón estuvo dominado por el ansia o al menos la fuerte tentación de lo prohibido, que por eso mismo alcanzó categoría de deseo, llegaron momentos en que se borraron las fronteras, y tal fue el impacto de lo querido que creó la duda de haberlo logrado. Le atraían su porte, color y cortesía, el roce de su mano, la dulce galanura de sus ojos, la sal de sus palabras, el ademán de abrazo que semejaba el gesto con que le ofrecía la capa y la ayudaba a echársela a los hombros. ¿Fue verdad o ha soñado aquel beso que para ambos era inesperado? ¿Y aquel loco primer momento de intimidad, fruto de una pasión por ambos inconfesada? ¿Uno solo o le siguieron más? ¿Cuántos? Ha pasado así cerca de una hora, y no se ha percatado de que doña Antonia ha entrado de puntillas. Ha tenido que acercarse y tocarle suavemente el hombro al tiempo de advertirle que ya han llegado los invitados y un mozo con su equipaje que los criados han llevado a las habitaciones asignadas.
—Gracias, doña Antonia, y perdone, me había dormido.
La criada, que la conoce desde su juventud y penetra sus sueños, sonríe comprensiva.
—Señora, la esperan abajo en el comedor.
Los dos caballeros, sentados a la mesa en lados opuestos, se levantaron al verla entrar, mientras la infanta ocupaba su lugar habitual frente al de María Luisa.
—Tardío desayuno, y más para unos viajeros de seguro hambrientos, mal dormidos y con el esqueleto molido por el ajetreo del carruaje —dijo la infanta con sabio desparpajo.
Bastó un ligero gesto de gratitud de don Paco. Si las damas se limitaron a tenues mordiscos a un croissant —como empezaban a decir los afrancesados— y a leves sorbos de leche con unas gotas de café, los caballeros la emprendieron contra un humeante plato donde en balsa de aceite alcañizano sobrenadaban sendas lonjas de jamón de Teruel y un par de huevos fritos a cuya bullente yema se complacían en asestar, con grandes trozos de pan candeal, arremetidas dignas de un San Jorge a la fiera con su lanza. Remojaron el festín con sendos tragos de vino de Cariñena y lo culminaron con unas fresas traídas al mercado esa misma madrugada de las huertas de Santa Isabel. El afán concentrado de su empeño apenas les permitió escuchar, como en lontananza, la voz de la infanta que les preguntaba qué noticias le traían de Madrid y, sobre todo, de su hija mayor, de su María Teresa. Fue Paco quien, alertado, tomó la palabra.
—En el funeral de don Luigi, en la iglesia de San Justo y San Pastor, vimos de lejos a la Princesa de la Paz, mas no pudimos acercarnos a saludarla.
—¿Ha engordado algo? —preguntó inquieta la madre—. Hace tres años que no la vemos. Cuando en 1802 estuvo la corte de visita aquí en Zaragoza camino de Barcelona, el rey don Carlos, que se hospedó en el palacio arzobispal como siempre que vienen los reyes, me invitó al besamanos, y aproveché para pedirle que me permitiera ir a Madrid a traerme a María Luisa, que desde la boda de María Teresa con Godoy vivía en el mismo palacio que ellos. En el mes que estuve con ella y con mi nietecita, entonces de apenas año y medio, hice lo posible, y me parece que él también, para no vernos nunca, y lo logramos. Tampoco nos vimos cuando estuvo aquí con los reyes. Bien sabe que le aborrezco con todas mis fuerzas.
—La verdad —apuntó María Luisa—, entonces mi hermana estaba como esmirriada.
—No es fácil que sus penas le permitan mejorar, ya hablaremos de eso —dijo Paco—. En el funeral también estuvo Goya, cuya total sordera hace difícil comunicarse con él. Raya en los sesenta, pero, como siempre, vigoroso y zumbón. Por signos alcanzamos a decirle que pensábamos venir y nos encargó presentarle sus respetos. Goya no estuvo entre los pocos que después de la misa acompañamos a don Luigi a su reposo final en el cementerio, pero allí pudimos saludar a su hija la condesa. Nos invitó a su palacio y nos dio esta carta para su madre.
—Perdón, señora —añadió don Anselmo—. Nos pidió le dijéramos que nos la lea.
—¿Sin que ustedes me permitan leerla yo primero? —insinuó con coquetería.
—En realidad —replicó él—, la vimos conmoverse cuando se refirió a su contenido. Aún no le he dicho, alteza, pero a ella sí, que estoy escribiendo un libro sobre el infante y las penas y glorias de la familia, por lo cual, con su venia, todos los papeles que me pueda proporcionar serán útiles para cumplir mi tarea y revelar la verdad de la historia.
—Bien, haber aceptado mi invitación se lo facilitará. ¿Cuánto tiempo piensan quedarse con nosotras?
—Unas dos semanas —respondió Paco—, a no ser que don Anselmo necesite más días para llevar su labor a buen puerto.
—Sí, quizá dos, si su alteza mantiene la generosa oferta de su hospitalidad.
—Por supuesto —dijo ella—. ¿Qué mejor cosa puedo desear que tan viejos y queridos amigos me acompañen un par de semanas y me hagan disfrutar? Tiempo tendremos para ponernos al día.
Al abrir la carta, comprobó que el papel contenía el texto manuscrito de una nota de la reina a la condesa de Chinchón, fechada el 17 de marzo, dos meses atrás. La infanta leyó en voz alta:
Querida María Teresa de mi corazón:
El rey y yo no aprobamos tu ida a Toledo, pues no parece bien que te vayas sin tu marido (aunque sea con tu hermano): no es decoroso no digo a ti, pero ni a ninguna mujer decente, irse así sola con tu familia, dejándonos aquí, y a tu marido y chiquita, nuestra ahijadita, pues tampoco está en edad para irla llevando de un lado a otro. Así se lo puedes decir a tu marido y a tu hermano, y cree que te queremos, por lo mismo no permitiremos más que lo que te convenga, y a tu decoro y el de tu marido, a quien sabéis le debéis tú y tus hermanos y parientes vuestra felicidad, pues a sus ruegos e instancias os veis como os veis. Tenedlo siempre presente si queréis os continuemos en proteger y querer.
Adiós, querida María Teresa, hasta que nos veamos otro día.
La parlanchina María Luisa, a quien mortificaba que por conveniencias le hubieran impuesto el nombre de la reina, no pudo menos de explotar:
—«Decoro, felicidad, mujer decente». ¡Cuando ella no lo es, que hasta las lavanderas charlan de los cuernos que le mete al mismísimo don Carlos, tanto que algunos dicen que ni uno solo de sus hijos, a uno por año, se deben a la paternidad del rey! Decoro no tiene ni pizca. Y felicidad, se la quita a mi hermana y a todos nosotros mientras se siga acostando, después de con unos cuantos, con Godoy, ¡y este, además, con su Pepita! ¡Tres buenas patas para un banco!
—Hija, nunca te había visto tan lanzada, pero tienes razón. Toda la razón. Tome nota, don Anselmo. Para nuestra convalidación social después de las crueldades de Carlos III todos tuvimos que pagar un alto precio. Desde que me casé con el infante, ni yo pude llamarme infanta ni mis hijos usar su apellido, ¡tan Borbones como él!, hasta que vieron a mi hijo bien metido en la Iglesia —arcediano, arzobispo, cardenal, lo que sea— para asegurar que no tuviera descendencia legítima (ni sacrílega, tan cumplidor de su deber) y matar así toda sombra de luisismo, todo posible reto al pretendido derecho del actual rey Carlos IV y de sus hijos a ocupar el trono de España; siendo que, muerto mi marido el infante, quien debería haberse sentado en él era el mío, mi hijo, el ahora arzobispo-cardenal, que no lo habría sido y me habría dado lindos nietos infantitos…
—Perdone que la interrumpa, alteza, ese es un gran problema histórico-político del que a su tiempo hablaremos —exclamó, excitado, Galván.
Sin un momento de atención prosiguió ella:
—¡La reina! Lleva más de quince años en amores con Godoy, y este los alterna (siempre se ha dicho) con cortesanas anónimas y algunas linajudas señoras, como la de Alba hasta poco antes de morir, y ciertamente con su amante andaluza desde mucho antes de casarse con mi hija. Nada me repugnaba más que emparentar con ese arribista sin escrúpulos, pero hacerle miembro de la familia real era la gloria suprema a la que aspiraban la reina y su amante. Mi pobre princesita ha sido el comodín de esa tropa de rufianes. Hubo que sacrificarla como condición de nuestra rehabilitación. ¡Bien claro lo dice en esta nota con total descaro!
Recogió de la mesa el papel y lo leyó de nuevo, presa de ira, con vistosa excitación que sonrojó su tez embelleciéndola: «A Godoy (¡qué desfachatez!) sabéis le debéis tú y tus hermanos y parientes vuestra felicidad, pues a sus ruegos e instancias os veis como os veis. Tenedlo siempre presente si queréis os continuemos en proteger y querer».
Tal era el enojo de la infanta que no le permitía aflorar unas lágrimas de rabia que se le agolpaban en los ojos. Paco le dirigió una mirada de ternura: eran temas estos de los que ambos habían tratado por escrito en muchas ocasiones. Don Anselmo no pudo reprimir un movimiento de curiosidad, como anhelando iniciar toda una letanía de preguntas. La infanta le detuvo con un leve gesto de la mano.
—Ocasión tendremos, amigos, de comentar todo esto y muchas otras cosas.
—Hay algo que no entiendo bien —interpuso María Luisa—. Eso de la intención de mi hermana, aunque ojalá lo haya hecho ya, de abandonar a su marido. ¿Ha ocurrido algo nuevo?
Esta vez fue Paco quien tomó la palabra.
—Godoy, el todopoderoso, se lo ha puesto todo muy fácil a sí mismo para no desplazarse cuando con frecuencia le urge, y perdonen, sacarse de la embraguetada jaula el incansable y dicen que gigantesco falo. Aunque es gran trabajador en su excelso oficio, reparte noches y días en al menos cuatro domicilios. Se habilitó una sección del palacio real cercana a la de la reina para tenerla a mano; retiene a la gaditana en una casa que le ha regalado; duerme a veces en el Buen Retiro, del que el padre de la Josefa Petra Francisca Tudó, que así se llama, es gobernador, gozoso de proporcionar a hija y amo un cuarto de refocilo; y por fin, el palacio Grimaldi, allá por la plaza de Santo Domingo, su residencia oficial, al cual no va mucho, pues allí sigue viviendo su esposa, lejana y sola, quien prácticamente les ha cedido la niña Carlota Luisa a los reyes sus padrinos, con los cuales vive, como la reina indica en esa carta.
—La condesa ha querido huir del gran fauno —prosiguió don Anselmo— a refugiarse en Toledo con su hermano, como en esa carta dice la reina, por motivos que ella misma nos comentó. Primero, haber sabido que el sordo de Fuendetodos, quien nunca se resiste al brillo de unas doblas, ha retratado doblemente a la Pepita: vestida como de gitana y desnuda como una Venus tentadora y disponible sobre un lecho esperando para abrirse generosa de entrepiernas. Segundo, haberse enterado de que la Pepita ha dado a luz a su primer bastardo.
—¡Buen par de cabrones! —espetó María Luisa, quien como buena Borbona, aunque tamizada por la suavidad de su padre y las maneras monjiles del convento toledano, llevaba en la sangre lo que se dice no tener pelos en la lengua.
Los cuatro quedaron cabizbajos, mudos. La infanta, llorosa, levantó la cabeza lentamente; la hija mantenía en sus bellos ojos grandes los signos de una rabia y un desprecio incontenibles.
—Amigos, una mañana repleta de sobresaltos y recuerdos inesperados; la alegría de su visita, empañada por la noticia de la muerte de don Luigi y la de estos humillantes horrores de mi querida y desgraciada María Teresa. Ustedes están cansados; nosotras, también. Y como es casi mediodía y tan larga ha sido la charla, suprimamos el almuerzo, ¿les parece? El mayordomo les acompañará a sus habitaciones y a las cinco les llamará para que yo misma pueda mostrarles la casa. Hacia las seis tendremos, como cada dos sábados, la velada literaria, que hoy dedicaremos a honrar al difunto maestro. Bienvenidos a mi casa. Hasta luego.
Incessu patuit dea. Al verla salir erguida y como envuelta en un halo de desdén y de grandeza, recordó don Anselmo el verso con que Virgilio en la Eneida describea Venus: «En su andar se mostró diosa». Diosa la infanta, no; pero sí reina.