12

Luisismo frente a carlismo

Hoy miércoles 5 de junio de 1805 la infanta se ha traído del Pilar a desayunar a su amigo canónigo, el muy ilustre señor doctor don Juan Ángel Gimeno. Los viajeros madrileños, que ya cuentan cinco días en Zaragoza, les esperan paseando por el patio, que la gente ya bautiza como el Patio de la Infanta. La joven María Luisa se ha dejado dominar por la pereza, que ella excusa diciendo que es la tentación que siempre se termina por vencer. Baja de su cuarto poco después de que llegan su madre y el monseñor. No bien sentados a la mesa, es ella quien, siempre chismosilla, pregunta curiosa a los dos biógrafos de su padre:

—¿Y cuál va ser, señores, si se puede saber, el secreto de papá que les va a tener ocupados hoy? ¿Van por la senda clerical que a tiempo abandonó, por sus dudas de fe si las tuvo —que ni a eso se atrevería de timorato que dicen era—, por los escándalos que dicen dio antes de casarse con su erotismo más invencible que la famosa Armada, o por lo que alguien nos confidenció en Madrid a mi hermana la condesa y a mí y que mi hermano el cardenal rehúye cuando se lo pregunto: quiero decir, esa especie de secreto mesianismo político que se urdió en torno a él poco antes de que el tío Carlos llegara a reinar desde Nápoles?

—Muchas preguntas, María Luisa. Cada uno de esos temas daría para escribir volúmenes —apuntó Francisco del Campo.

—Pues sí, como si nos hubiera leído el pensamiento. Hoy vamos a enfrentarnos —respondió don Anselmo— con la segunda gran cuestión de la vida de don Luis, esa que su alteza ha calificado tan acertadamente de «secreto mesianismo político».

—¿Solo dos cuestiones? Feliz habría sido —terció la infanta— si su vida solo hubiera estribado en dos, por imponentes que sean: la de es-no-es cardenal arzobispo, y la de es-no-es rey. La de todos, aun sin púrpuras ni coronas, tiene que sortear muchas más que solo dos cuestiones.

—María Teresa —intervino Del Campo visiblemente nervioso y desprevenido, casi cortándole la palabra a la infanta—, déjales hablar de esa cuestión política de don Luis.

Nada dijeron Gimeno ni Galván, pero luego, a solas, comentaron la sorpresa de oír a Paco llamar a la infanta simplemente con su nombre y que, contra lo observado hasta ahora, la tuteaba.

El desayuno transcurrió entre bromas intranscendentes, pero los dos amigos prometieron participarles, cuando se presentara la ocasión, quizá a la noche, lo que de los Recuerdos de don Luis y la investigación documental llevada a cabo por Galván pudieran concluir en tema tan oscuro.

•   •   •

La vuelta de Isabel de Farnesio a Madrid había teñido los ambientes cortesanos de un aire de liberación expectativa que se reflejaba en la actualización de los proyectos reformistas que la enfermedad y muerte consecutiva de los reyes Bárbara y Fernando puso en compás de espera durante dos años. El reino todo y sus provincias hispanoamericanas se hallaban sumidos en desorden y pospuesta sine díela resolución de importantes cuestiones de Estado. Pero la máxima preocupación de los ambientes, tanto cortesanos como populares, estaba centrada en la incógnita que para todos suponía la personalidad de Carlos de Nápoles. Tan solo mencionar este título, que algunos le otorgaban sin escrúpulo como si no fuera español, suscitaba en las gentes cierta repulsión a lo que algunos propagandistas revoltosos hacían pasar por extranjerismo. Se fue formando una opinión, minoritaria y semisecreta al principio, pero creciente como una ola que amenazaba irrumpir en el dominio público, en contra de que Carlos llegara a posesionarse del trono; la ola, al crecer, amplió su objeto: no era él extranjero, pues al fin y al cabo había nacido en España, pero los casi veinticinco años transcurridos desde su salida le habían forzado a la precisa falta de contacto inmediato con ella a la vez que, en consecuencia, habían descolorado y difuminado su españolía, defecto que congénitamente heredaban sus hijos, sus posibles sucesores, todos ellos nacidos en Nápoles. España, susurraban y conspiraban, no podía permitirse el evidente riesgo antipatriótico de ser regida otra vez por monarcas extranjeros.

En más de un sentido, que los más altos cargos del gobierno fueran desempeñados por extranjeros constituía una característica más, y bien señalada, del centralismo absolutista del Antiguo Régimen, en el cual el soberano era el único depositario del poder, y sus ministros, poco más que meros transmisores de órdenes y decretos inapelables. En todo caso, dada la extranjería inicial de la dinastía borbónica y de las mujeres que por matrimonio llegaron a ser sus reinas, España tuvo que admitir a lo largo del siglo XVIII un gran número de ministros foráneos que, a la cabeza de personajes de dudoso mérito y de sus respectivas clientelas, ofrecían a corte y pueblo un espectáculo extranjerizante, bien manifiesto al mero sonido de sus apellidos: franceses en la primera etapa de Felipe V; italianos de melifluo trato a la llegada de la Farnesio, entre los cuales no faltaron clérigos mandamases oportuna o inoportunamente purpurados por el papa como Del Giudice o Alberoni, o el marqués de Grimaldi, quien, aunque no cardenal, fue motejado como il Bello Abate, incluso austriacos como el barón de Ripperdá; de ascendencia irlandesa como Wall y O’Reilly. Se murmuraba que meros aventureros no españoles de baja extracción social se habían adueñado de los apocados ánimos de Felipe y de Fernando, dominados por los intereses de sus mujeres y por esos personajes generalmente odiados por el pueblo. Por si fuera poco, hasta mediado el siglo todos los confesores de los miembros de la familia real fueron jesuitas extranjeros, dotados de tal poder y capacidad de maniobreo político que en más de un sentido se podía hablar de que aún regía a España la rancia monarquía frailuna de la época de los Austrias.

Cuando en párrafos aún más breves que los que anteceden le condensó Anselmo a su amigo sus propias pesquisas sobre la situación política, Juan Ángel, menos enterado por su falta de contacto con el Madrid entonces ombligo del mundo, no escatimó sorpresas:

—Vamos a ver, no fantasees. ¿Quieres decir que eso que llamas «partido españolista» se centró en oponerse a Carlos III y especialmente a su descendencia, pero había despuntado ya cuando un todavía joven Felipe V abdicó en 1721 en Luis, su primogénito? Primer y último rey de España con ese nombre tan francés en tierras donde reinaron Alfonsos, Fernandos, Enriques, Felipes, Juanes o Carlos; pero, ojo, Anselmo, no te pases al hacer arrancar de entonces el malestar anticarlista que dices haber investigado.

El reto estimuló al aprendiz de escritor que era Galván, quien se lanzó a una perorata un tanto insufrible que Juan Ángel aguantó: a él mismo le acuciaba la curiosidad.

—Desde el primer momento de recibir el cetro de manos de su padre Felipe V, el joven Luis I y sus consejeros se mostraron adversos al rumbo que a los asuntos de Estado había impuesto Isabel de Farnesio; no solo a sus ambiciosos planes de revancha en Italia, sino a los del rey Felipe, por insinuar la conveniencia de romper la alianza con Francia. Cuando unos meses después murió Luis, ese mismo partido quiso imponer, aún niño, a su hermano Fernando, a fin de hacerle cumplir al padre los capítulos de su abdicación y lograr que, como en el caso del difunto, España tuviera un rey nacido en su suelo. Fernando fue entonces la baza del grupo españolista. Siguió siéndolo mientras vivió, opuesto tanto al partido pro francés inclinado a vincular a España con Francia para neutralizar a Inglaterra, como al pro inglés, proclive a anudar públicos lazos con Inglaterra y Portugal para neutralizar a Austria, y por supuesto, al predominio de los italianos. En sus largos años de espera como Príncipes de Asturias, Fernando y Bárbara aprendieron a desconfiar de la durabilidad de los tratados internacionales y de los sucesivos «pactos de familia» borbónicos. A pesar de la poca estima en que los españoles les tuvieron, les agradecieron siempre que antepusieran la paz a toda veleidad. Se mantuvieron en un difícil equilibrio internacional, con naturales vaivenes, asesorados por hombres como Carvajal y el marqués de la Ensenada.

—Bueno, pero todo eso, de hace tantos años, ¿qué tiene que ver con nuestro infante?

—¡No te precipites, hombre!, pero te agradezco que me obligues a bajar de las nubes. Verás. Durante los últimos años del improductivo Fernando, en vista de que se aproximaba su fin sin vástagos, se acrecentó el discreto movimiento a favor de sentar en el trono a nuestro don Luis de Borbón y Farnesio. No avanzó mucho por una simple consideración: el infante, quien hasta poco antes había sido titular de las dos más importantes sedes arzobispales de España y cardenal de la Santa Madre Iglesia, era casi un total desconocido para el pueblo e incluso para muchos personajes de la corte, encerrado en su torre de marfil y mantenido al margen de los asuntos de Estado. La situación del país y la zozobra de aquel año 1759 quedan patentes en esta décima popular, una de las muchas que se divulgaron por aquellas fechas:

Al rey tenemos demente,

una reina con temor,

un infante cazador,

y los tres no saben niente.

Un Consejo irresolvente,

con los ministros de Estado

cada cual más apocado,

unos grandes sin grandeza.

¡Pobre reino sin cabeza,

que te verás acabado!

—Mira, Anselmo. Supongamos que tu hipótesis no ande descaminada. Admitamos también que sea correcto el término ese de luisismo para los dispuestos a entronizar a nuestro don Luis en lugar de a quien luego fue Carlos IV, nacido en Nápoles. Pero al grano, ¿por qué no me dices quiénes sospechas que eran esos luisistas impertinentes?

—No es fácil, y comprenderás por qué. En una monarquía absoluta, tan similar a una dictadura, pocos se atreven a expresar abiertamente lo que piensan. Anudemos el hilo anterior. De las dos opciones o partidos que se formaron en el reinado de Fernando VI sobre alinear a España con Francia o con Inglaterra, a la cabeza de los adversos a Francia —a pesar de haber sido embajador en ella, o quizá por eso mismo— estaba el duque de Alba y Huéscar, don Fernando de Silva y Álvarez de Toledo. No era hombre a quien todos apreciaran, pues Fernán Núñez, agudo observador de esos reinados, dice de él: «Su mal corazón igualaba a su gran talento». Como primer gentilhombre de cámara de su majestad ejercía gran influencia en los reyes. Muerto Carvajal, que era hechura de Ensenada, él logró situar como nuevo secretario o ministro de Estado, o sea, de Asuntos Exteriores, nada menos que a un inglés, Ricardo Wall. Era mayo de 1754. Wall había nacido en Nantes de una familia de ingleses exiliados tras la caída de los Estuardo. Militar profesional, luchó con Vendôme a favor de Felipe V a las órdenes de Jacobo Fitz James, duque de Berwick, que en su destierro le apoyaba. Por la amistad de este duque con Alba este logró imponérselo a Carvajal para una misión secreta en Londres. Como culminó con éxito en 1748 al firmarse la paz entre Inglaterra y España, Wall quedó como embajador hasta su citado nombramiento.

—¿Y quién sería, según tú, el líder del que llamas partido galicista?

—Espero que lo que te voy a decir te interese aún más: el marqués de la Ensenada, el cual se valía de los contactos secretos con Versalles por medio del embajador aragonés Juan de Pignatelli, conde de Fuentes y hermano del canónigo don Ramón. Curiosamente, otro de los principales apoyos de esta alternativa era Farinelli, il Divino Castrato. Ese año de 1754 estalló el conflicto de los dos partidos: Wall obtuvo la caída y consiguiente prisión de Ensenada, quien con toda honradez se justificó en un escrito apologético dirigido precisamente a su amigo Farinelli para que le defendiera ante la reina. Si el rey, como era su costumbre y quizá su maleficio, se mantenía casi siempre al margen de las intrigas palaciegas, doña Bárbara, a pesar de ser portuguesa, no veía con buenos ojos el predominio político de los anglófilos, dirigidos por Wall y por Alba. La etapa final de patética melancolía del rey Fernando se había visto, pues, políticamente agitada por estas luchas partidistas. La situación contribuyó a crear en el ánimo de los españoles la convicción de que era menester volver a replantear la política interna y externa del país sobre bases que sirvieran a los intereses propios, y en todo caso, continuando el pacifismo que había caracterizado el reinado de don Fernando, durante el cual habían comenzado ya reformas importantes en todos los aspectos.

—Perdona otra vez —exclamó Juan Ángel, interrumpiendo la tendencia de su amigo a irse por las nubes—. Para afianzar tus hipótesis, ¿cuentas con documentos o estás hablando de meras suposiciones?

—Repito, querido abogado del diablo: los documentos históricos apenas traslucen el contacto entre las cortes de Madrid, París y Nápoles sobre el dilema planteado, pero no faltan indicios de que en Madrid se formó una corriente de opinión para convencer a Fernando VI de que legara la corona no a Carlos de Nápoles, sino a su segundo hermanastro Felipe, duque de Parma, casado con una francesa. La iniciativa gozaba del apoyo de Francia, pero suscitó comprensible recelo en Londres y notable inquietud en Nápoles. El argumento básico era que Carlos estaba perfectamente compenetrado con ese reino cuya consecución tanta sangre había costado, mientras que Felipe solo bastante después se había posesionado de su ducado farnesino. Los españolistas le oponían la superficialidad de su carácter y su excesiva devoción a la cultura e intereses franceses: renegaba de su españolidad y hasta se avergonzaba de hablar español. Carlos y Fernando mismos mantenían frecuente correspondencia, pero, como ahora se sabe que escribió Keene, el embajador jefe británico, al primer ministro Pitt, rehuían tratar de cosas serias: «Lo único de que hablan es de la caza de la semana anterior».

Juan Ángel había escuchado a su amigo con atención. Ganado, al parecer, a la interpretación un tanto sesgada de los hechos que Anselmo le había expuesto, sacó una conclusión coherente:

—A ver, déjame resumir: si en atención al ideal españolista había que excluir del trono español a Carlos y a Felipe, ya demasiado extranjeros, se abrió camino la otra propuesta: era mejor sentar en él al hermano menor, un príncipe cercano, poco conocido a causa de la necesaria distancia protocolaria, cazador y no solo de aves y fieras, como todo Borbón que se precie, pero admirado por su heroica renuncia a las trampas eclesiásticas, nacido y criado en España, inteligente, bien visto por políticos e intelectuales ansiosos de reformas, y predispuesto a favorecerlas.

—¡Albricias, monsieur le chanoine! Ni yo podía haberlo resumido más claro.

•   •   •

Sin duda, el prestigio y relativa popularidad de don Luis crecieron al conocerse su «heroica» renuncia. Ya estaba a disposición del país para cualquier destino al que los intereses políticos quisieran dedicarle. Dos obstáculos de su propia personalidad se oponían al arriesgado proyecto: de una parte, y ante todo, su indiferencia temperamental a posiciones de responsabilidad, su ánimo de despego y desasimiento, su afición a la vida retirada de estudio y degustación de la música y del arte; de otra, los torcidos caminos de su conducta privada, que no tardaron en hacerse de dominio público. Pero todo apunta a que la persona que con mayor eficiencia hizo descarrilar los intentos del «partido luisista» fue su propia madre, la reina viuda doña Isabel de Farnesio. Lograr que su primogénito, y tras él su descendencia, culminara en el trono de Madrid su carrera preparatoria por los de Parma y Nápoles no era solo realizar su propio sueño de toda la vida; era también su venganza personal contra el destino que durante largos años la había obligado a ver la corona de España en la cabeza de su hijastro Fernando y de la aborrecida portuguesa. Hacer rey a su Carlos le compensaba decenios de esfuerzos y esperanzas.

La lenta y discreta formación del partido luisista por políticos, nobles y escritores deseosos de aunar tradición y reforma en un ambiente de mayor libertad no solo se debía a la cada día más urgente preocupación por la falta de descendencia de Fernando y Bárbara, «la reina estéril», sino también al dudoso españolismo de Carlos, residente en Italia desde sus dieciséis años, y al descontento de los entendidos respecto a su forma despótica, si bien relativamente ilustrada, de gobernar, en contraste con el benévolo paternalismo de Fernando. Los españolistas veían en la ascensión de Carlos un retroceso histórico, por incidir en el viejo trauma que supuso la proclamación de Carlos V, el primer Austria, y el reciente de la de Felipe V, el primer Borbón: su origen extranjero les hizo inaceptables a grandes sectores del pueblo, como comprueban, respectivamente, la sublevación de los Comuneros y la Guerra de Sucesión, aún fresca en la memoria de muchos. Los tradicionalistas españoles hacían bien en exigir que se cumpliera el auto acordado que a las Cortes de 1713 les había exigido el rey Felipe y él había firmado para congraciarse con los españoles renuentes a admitirle: para sucederle, los reyes de España de estirpe Borbón deberían nacer y ser educados en la propia España. El problema sucesorio, pues, se fue transfiriendo: aunque los más exaltados exigían excluir a Carlos III como inmediato sucesor de Fernando, a la mayoría de los luisistas no les parecía justo, ya que a fin de cuentas era español aunque con ribetes extranjerizantes, pero sí a su hijo, el futurible Carlos IV, por no cumplirse en él condiciones tan esenciales asentadas ya en la conciencia de la nación, especialmente en la de nobles y funcionarios sabedores de lo decretado.

A raíz de la muerte de Luis I, la gran preocupación de Isabel fue que el rey Felipe no abdicara en Fernando, como se temía y se debió hacer; después, mientras no se comprobó que Bárbara era yerma, siguió amenazando, como una espada pendiente de un hilo, el riesgo de que su Carlos no ciñera la corona de España. Lograda tal meta gracias a que la biología se negó a cooperar, su última gran obsesión estribó en que Fernando, cualesquiera fuesen las presiones del «partido españolista», nombrara sucesor a Carlos y no a Luis, su excardenalito, que fue siempre su pequeñín desde su esperpéntica elevación a la púrpura romana. Desde La Granja estaba en constante contacto con el residuo de corte del enajenado rey Fernando por los informes del infante excardenal, y con la activa e inquieta de Nápoles por medio de cartas cifradas. Era necesario guardar el secreto, pues los diversos proyectos pugnaban entre sí por imponerse. Paradójicamente, desde Villaviciosa de Odón don Luis actuaba de ingenuo instrumento de los planes de su madre. Los espías de unos y otros no cejaban. Don Luis escribe a su madre:

No sé por dónde oigo aquí ciertas conversaciones de personas que vienen de Madrid y también han venido de ese sitio algunas cartas, que me hacen sospechar que alguno ha hablado algo ahí de los encargos que V. M. me tiene hechos. Por Dios, que V. M.,si se lo ha dicho a alguno, le mande guardar más secreto, pues aquí se sabe al instante lo que se habla ahí.

Isabel aligeraba su gran preocupación, en la que se debatía día y noche, con abundantes habanos que le procuraban sus amigos y su propio hijo. Desde Villaviciosa le escribió este a la gran fumadora el 3 de agosto de 1758:

He podido alcanzar tabaco acabado de llegar de La Habana. Ahí le envío a V. M. una muestra. Si es del gusto de V. M. le podré enviar un par de botes grandes.

•   •   •

Tras la conversación con el perspicaz canónigo, don Anselmo ha tardado un par de horas en consignar por escrito con esmero algunos aspectos históricos que enmarcaron los titubeantes intentos de entronizar a don Luis, obtenidos de indicios que a su parecer se les habían escapado a historiadores superficiales. En un breve descanso, poco antes de que el mayordomo Olabarrieta les llame al yantar de mediodía, se aproxima al escritorio ocupado por Juan Ángel y le pregunta si en los folios de Recuerdos y olvidos hay alguno sobre tema de interés tan capital. El laborioso y tenaz canónigo, cuyos ojos sorprendentemente azules nunca han disfrutado de buena vista, apuntalada por gruesas gafas, se complace en la bienvenida interrupción.

—Llevamos casi tres horas con la espalda doblada sobre la mesa, tú escribiendo tu libro sin parar, que has vaciado un tintero, y yo deletreando estos garabatos finales de don Luis.

—Por eso te interrumpo. ¡Para que nos vengan con la monserga de que el trabajo intelectual es puro ocio! Oye, dime si ahí se dice algo sobre eso de que querían hacerle rey.

—Pues sí. Dame unos segundos para localizarlo. Me impresionó cuando le di la primera lectura, tanto que transcribí esos párrafos antes que algunas páginas que les precedían. ¡A ver, a ver; aquí está! —dijo triunfante, extrayendo un par de folios del desorganizado legajo—. Te los leo despacio para que, si quieres, los trasvases directamente a tus papeles.

—De acuerdo —respondió Galván, quien volvió a su mesa y empuñó su pluma de ave con resuelta atención—. Léeme como al dictado, no corras, que tu palabra vuela con la misma facilidad que tu imaginación.

—No me tomes el pelo. Calla y trabaja, que los dos nos ganamos el pan si no con el sudor del rostro, sí con el de la boca y la pluma. A Jehová se le olvidó que ese es el castigo de los intelectuales. Ahí va, te empiezo a dictar:

15 de septiembre de 1784. Presiento que no voy a vivir muchos meses más. Por eso no puedo menos de depositar en estas páginas, como si fueran los contornos de un sepulcro, una confidencia que me temo no ocupará muchas en los futuros libros de historia. Se dice que la escriben los vencedores. No los ha habido, ni perdedores, en esta lid de intereses dinásticos de que he sido objeto, pues solo la hay cuando al menos dos bandos pelean, y yo no he peleado, pero creo debo decir algo de lo que ha pasado.

En la visita que hice a mamá desde Villaviciosa a La Granja en la primavera del año en que iba a morir Fernando, me pidió que la acompañara a un breve paseo por los jardines. Susurraban los surtidores, florecían las plantas más tempraneras y sorprendían los trinos de los ruiseñores. A los dos nos inundó esa sensación que embarga el ánimo cuando se esponja, poroso, y se dilata a ritmos de intimidades y confidencias. Ella, gotosa y artrítica, disimulaba su humillante cojera prefiriendo ser trasladada en los jardines y aun dentro del palacio en silla de ruedas. Llegados a un rincón en solana, pidió al sirviente que la empujaba que nos dejara solos. No bien se alejó, entró en capítulo con claridad, frialdad y vehemencia poco acostumbradas. Creo que la memoria no me falla al recordar el contenido y tono de las frases que allí se pronunciaron.

—Me han dicho, Luis, que no cierras tus oídos a ciertas voces de sirena que, si las escuchas, acabarán por llevarte al precipicio.

—Si no eres más explícita, mamá, no puedo adivinar a qué te refieres. Tú sabes que me gustan las mujeres, pero, la verdad, las prefiero sin cola de pez y sin escamas de cintura para abajo, aunque tú sabes bien que aún no he catado a ninguna de carne y hueso.

—Hijo, déjate de gracias ahora, que de mujeres ya hablaremos otro día. Llamo sirenas a esos cortesanos que intentan meterte en la cabeza la ilusión de desplazar del justo orden dinástico a tu hermano Carlos, mi primogénito, el mayor de mis tres hombres.

—¡Acabáramos, mamá! No hacían falta rodeos. Podías haberte ahorrado mencionar las sirenas. Si lo que quieres es conocer mi punto de vista, te lo diré sin circunloquios.

—Exacto, lo quiero, te lo pido y te lo mando, si es que aún puedo hablarle así a mi pequeñín.

—Pues bien, no niego que algunos gentileshombres se me han acercado con despliegue de datos legales, ni que yo, despierta mi sed de saber, los he estudiado con la máxima atención. Como pareces tan bien enterada, voy a ahorrar nombres, pues no importan tanto quiénes me apoyan cuanto las razones en las que basan sus ¿cómo decías, mamá?, sus voces de sirena. Por eso mismo, señora, al margen de las personas pero a base de sus sugerencias, yo he llegado ya a una conclusión inalterable.

—Dime cuál es.

—Sí, señora, muy sencilla: que eso que llamas «justo orden dinástico» constituye una cuestión tan importante que merece ser debatida y sentenciada en los más altos niveles de la jurisprudencia.

—Mi querido don Luis, no termináis de explicaros. Exijo que me habléis más claro.

—Claro como el agua clara, señora. Vuestra majestad no puede ignorar que antes incluso de que vinierais de Parma a ser la segunda esposa de mi padre don Felipe, este había tomado una decisión sumamente arriesgada en las Cortes de 1713. Osado resulta modificar las leyes tradicionales de un reino. Aficionado como soy a leer libros de historia, y aleccionado por mis… sirenas, he pensado a veces que esta decisión tan arriscada quizá compensaba en su real conciencia el modo tortuoso y sangriento como llegó a ser rey de España. Al fin y al cabo, la dinastía de los Habsburgo o Austrias no era tan extranjeriza como la nuestra, porque el emperador Carlos V era nieto de unos reyes españoles, Isabel y Fernando, e hijo de una reina, su madre Juana de Castilla, a quien los ignorantes llaman la Loca; pero mi padre don Felipe —vuestro augusto esposo que gloria haya—, aunque nieto de princesa española, no tenía ni padres ni abuelos reinantes en España. Precisamente porque no había orden claro de sucesión, se pelearon los españoles a muerte en una guerra civil tan cruel, innecesaria y triste como todas. Por eso he pensado en ocasiones que la decisión de papá con respecto a la sucesión fue como un modo de congraciarse con los españoles, al exigir que sus sucesores lo fueran de nacimiento y crianza. Equivalía a decirles: «Por favor, perdónenme a mí y a mis sucesores nuestra inserción frente a una línea dinástica que viene de los albores del Medievo; si yo no soy nacido en España ni de padres españoles, mis descendientes lo serán, se lo aseguro».

—Veo, alteza, que está hablando con mayor pasión de la que pone en otras cuestiones. No ignoraba todo eso, por supuesto. Mas ¿a cuál de las pretendidas normas escritas se recurre?

Los Recuerdos del infante aducían el testimonio de dos libros ya estudiados por el ratón de biblioteca que Anselmo se preciaba de ser: la Nueva recopilación y una obra escrita por el marqués de San Felipe, gentilhombre bien conocido de la reina y de él mismo, don Vicente Bacallar y Sanna, quien se lo había regalado al infante: Comentario de la guerra de España e historia de su rey Felipe V el Animoso hasta la paz general de 1725.

El infante continuó con su alegato.

—Este buen marqués fue testigo presencial de lo que ocurrió en aquellas Cortes. Dice que papá tuvo que presionar al Consejo de Castilla, que se oponía a aceptar la propuesta de la corona, tanto que el rey mandó quemar el documento en el que los consejeros explicaban su negativa.

—Hijo, te me vas por las ramas. En estos temas es menester ser mucho más explícito.

—A eso voy, señora. Lo finalmente pactado fueron dos cosas que a veces se han confundido. Primero, el establecimiento de la tan poco española llamada Ley Sálica: de haber estado vigente tres siglos antes no habría reinado Isabel I en Castilla. Por ella se excluye de la sucesión a toda mujer, aun la más próxima al reinante, y se establece la no interrumpida línea varonil, si hay varones descendientes del rey en línea directa o transversal. Pero segundo, muy importante, que se suele olvidar (y voy a citar, mamá, las palabras exactas del texto, que me sé de memoria, pues en él se basan todos mis derechos): «Con circunstancia y condición que sea este príncipe nacido y criado en España, porque de otra manera entraría al trono el príncipe español inmediato, y en defecto de príncipes españoles, la hembra más próxima al último rey». Y concluye el marqués: «A esta constitución y autos se les dio fuerza de ley, firmada y publicada con la mayor solemnidad».