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Una tertulia
ilustrada
Inmenso joyel, fundida la luz en rubíes, gualdas y amatistas, asemejaba el despejado cielo zaragozano de aquel tardío crepúsculo primaveral; comenzaba a soplar desde el Ebro la acariciadora brisa vespertina precursora del ocaso, que ya empezaba a acicalarse para la noche. El suculento desayuno con veces de almuerzo y la falta de sueño que arrastraban retenía en el lecho a los dos viajeros hasta que discretas llamadas de Olabarrieta a la puerta de sus cuartos los hicieron volver a la realidad. Por las rendijas de las ventanas penetraban los aún potentes rayos solares de la tarde.
Como Francisco del Campo por guardar las apariencias nunca había visitado a la infanta en Zaragoza, don Anselmo le había estimulado durante el viaje el ansia de contemplar la belleza que el Zaporta albergaba:
—Le aseguro, mi buen amigo, que solo en el palacio real de Madrid se han podido reunir tantas y tan valiosas piezas comparables a las de la infanta. Usted y yo compartimos el amor a la música, pero también el entusiasmo por el arte del pincel; por eso le auguro que las obras maestras que contiene su palacio van a depararle horas de gozosa contemplación.
Nunca a lo largo de su historia milenaria albergó Zaragoza palacio alguno, ni museo, que ostentara tal cantidad y calidad de cuadros de firmas famosas como el Zaporta durante los veinte años que la infanta vivió en él. Un centenar y medio de pinturas en inteligente distribución colgaban de las paredes de casi todas las habitaciones. Cuando los dos viajeros, repuestos ya de su cansancio, salieron al pasillo, les esperaba, diligente, la infanta, fiel a su promesa de mostrarles la casa donde iban a vivir dos semanas.
—Ya que estamos en el piso noble, empecemos por él.
Los introdujo a una antesala ricamente amueblada cuyas paredes mostraban ocho cuadros de temas leves, la mayoría del italiano Francesco Sasso, maestro de dibujo del infante hacia 1757 y, a la muerte de la reina Farnesio, pintor de cámara de aquel. De ella se entraba a la biblioteca, cuyos espacios no ocupados por almarios y estanterías ostentaban el retrato de Felipe V por Ranc, uno del infante adolescente vestido de prelado y un San Francisco de Ribera.
—Don Anselmo, ¿le parece conveniente que disponga aquí, junto a este escritorio, otro pequeño para que trabajen cómodamente en su libro usted y don Juan Ángel?
Galván se apresuró a agradecerle esta atención. La infanta abrió la puerta de un despacho contiguo a la biblioteca; había en él, entre otros, dos cuadros de Paret, un Brueghel y un Mengs. En la pieza donde se hallaba el oratorio, once más, de firmas como Alonso Cano, el divino Morales, Leonardo da Vinci, Murillo, Caravaggio, Cranach y Guido Reni. Las paredes de la que la infanta llamó antecámara principal, tapizadas de amarillo, se enjoyaban con once cuadros, de Velázquez, Guercino, Andrea del Sarto y otros maestros. Se le veía un tanto nerviosa, y Galván, siempre algo pícaro en su notoria ingenuidad, no sabía si atribuirlo a la para ella probablemente tentadora presencia de Francisco del Campo o al temor, normal en una señora de su casa, de que no estuvieran a punto los preparativos de la inmediata recepción. De las paredes del dormitorio de la infanta pendían tres cuadros dedicados a Diana: Los baños de Diana, de Francesco Albani, La caza de Diana, de Domenichino y El sacrificio de Diana, de Garofalo, así como la copia de un Teniers y una miniatura báquica de Rubens.
—¡Extraña y sugestiva devoción artística a Diana, precisamente en el dormitorio! —se dijo Galván, sabedor, por lejanas confidencias, de que el infante había tenido antes de casarse una exótica amante a quien le impuso el nombre literario de esa esquiva diosa romana; su recuerdo, ignorado por María Teresa, le siguió atormentando en sus años de matrimonio.
Al iniciar el descenso al piso inferior, la infanta dijo que esperaba que en los próximos días se tomaran el tiempo que quisieran para informarse sobre el origen y calidades de esas obras y para estudiarlas con total y absoluta libertad. «Están ustedes en su casa».
Sin permitir apenas a los admirados viajeros tiempo para la delectación artística, les abrió las puertas de otras dos salas, una de verano y otra de invierno, que atesoraban diez cuadros cada una: entre ellos, dos Claudio Coello, un Lucas Jordán, un Brueghel, el Felipe IV de Carreño, tres Velázquez más (El príncipe Baltasar Carlos y los retratos ecuestres de Felipe IV y el conde-duque, nada menos), un Murillo, otros dos Brueghel, un Guercino y un Bassano. De las paredes del largo pasillo que conducía a la sala de invierno colgaban doce importantes pinturas, entre ellas, otro Velázquez inventariado como Enano sentado, tres Goyas, el retrato de la infanta misma a caballo, el del general Mazarredo y el de Rafael, el Clemente XIII de Mengs, un Greco, un Albano, un Paret.
Ya durante el desayuno habían visto en el comedor varios bodegones flamencos y españoles. Por fin, la infanta abrió con ostentoso y merecido orgullo las puertas que daban acceso al salón de recepciones, en el cual tenían lugar las tertulias de los sábados, los conciertos y algunas modestas representaciones teatrales. De las paredes, recubiertas de papel de seda de tonos rojos, pendían algunos retratos hechos por Goya a la familia en Arenas de San Pedro. No era la primera vez que don Anselmo y don Francisco los contemplaban, pero les conmovió ser testigos de la inteligencia con la que María Teresa los tenía distribuidos y del mimo, cariño y añoranza con que dirigió a cada uno de ellos una mirada llena de ternura.
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Cuando salieron al patio, empezaban a llegar los invitados. Bien temprano, don Juan Ángel, a quien la infanta puso al corriente de los detalles de la velada. Apostada en el centro, los saludaba a medida que entraban, bien ceñido al cuerpo aún lozano su mejor vestido de seda azul, elevado el generoso busto todavía tentador por el talle alzado a la moda francesa. Ya habían pasado los meses en que, vuelta viuda y sola a la ciudad de donde poco más que quinceañera huérfana de madre había salido para ser educada en Madrid por su tía materna, se le hizo cierto vacío social, a pesar de su fama, a una advenediza casi desconocida mientras vivió en la plaza del Mercado. La relativa falta inicial de abundancia de efectivo fue resolviéndose a medida que se aclaraban las decisiones testamentarias del infante. Todo cambió cuando se mudó al Zaporta. Lo restauró y decoró con muebles, alfombras, espejos y cuadros que se trajo de sus palacios de Boadilla y Arenas. Lo más granado de la Zaragoza culta pugnaba desde hacía unos años por ser tenido en cuenta para «los sábados de la infanta», en especial cuando se supo —y en aquella ciudad semipueblerina todo terminaba por saberse— que de las paredes de pintura aún fresca colgaban numerosos cuadros de Goya, el pintor del rey, definitivamente lanzado al firmamento artístico de la historia, uno solo de los cuales se tasaba en cantidad equivalente a un tesoro.
Para la reunión de hoy han anunciado asistencia algunos prebendados de las catedrales y, con sus señoras o hijas mayores, el barón de Torrefiel, los condes de Argillo, Atarés y Sástago, los marqueses de Aitona, Miraflores, de la Compuesta —dueño de la mejor biblioteca privada de la ciudad— y los más distinguidos profesores de la universidad y representantes de la cultura local. La infanta, aunque quince años mayor, se ha hecho buena amiga de la joven María de la Consolación Azlor y Villavicencio, mejor conocida como condesa de Bureta, y de su marido don Juan Crisóstomo López de Heredia Marín de Resende, titular del condado. No suele faltar el padre Boggiero, quien en 1790 había traducido del francés los famosos Pensées de Blas Pascal, quintaesencia del pensamiento filosófico y el reformismo religioso del grupo de Port-Royal. Tampoco doña Josefina Amar y Borbón, quien aún no hace veinte años ha publicado dos libros proféticos, Discurso en defensa del talento de las mujeres y Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres. Hija del médico personal de Fernando VI y Carlos III, y viuda en 1798 de Joaquín Piquer, sobrino del sabio médico de Fórnoles y buen jurista defensor de los derechos absolutos del monarca, eruditísima, se dedica a defender los de la mujer, iguales a los del hombre; no en vano es miembro activo de la Sociedad Aragonesa de Amigos del País. Desde que al enviudar volvió de Madrid, la infanta y ella se benefician de una amistad reconfortante.
Los contertulios habituales son una cincuentena, y no es menester avisarles ni reiterar la invitación. Saben que, si quieren, pueden venir cada dos sábados a la tertulia ilustrada más cotizada de la ciudad. De la progresista sociedad citada suelen concurrir miembros tan brillantes como don Ignacio Jordán de Asso o el economista Lorenzo Normante, primer titular —¡en Zaragoza, quién lo diría!— de una cátedra universitaria de economía.
Asegura don Juan Ángel que asistirán don Francisco Javier García Fajer, maestro de capilla de la Seo, y los organistas don Ramón Feneñac y su asistente don Jesús de Vived, modesto, cauto como buen monegrino, que además de especialista en Juan Sebastián Bach es uno de los más apreciados clérigos ilustrados de Aragón.
Se agolpan en las cercanías y aun a la puerta curiosos que no quieren perderse ver llegar a algún personaje, materia para el posterior chismeo. En el bellísimo patio se van formando círculos de asistentes. Un criado entra para decirle a la infanta que don Juan Martín de Goicoechea, el más próspero comerciante de la ciudad, excusa su ausencia, debido a una indisposición pasajera. También se disculpa, igualmente enfermo, otro contertulio habitual, el canónigo don Félix de Latassa y Ortín, el más notable bibliógrafo de esta tierra, autor de la imprescindible Biblioteca de escritores aragoneses. Un mozo ha llegado para advertir que don Félix lamenta no encontrarse con su viejo amigo don Anselmo, de cuyo arribo ha sabido por su colega don Juan Ángel: sin obstar los diversos caminos de su vida, la amistad juvenil de los tres persiste imperturbable.
Dos criados encienden las lámparas de aceite con las que, colocadas tras cada columna de las ocho en cuadro del patio, se logra una penumbra sugerente, misteriosa, un tanto alucinante. Un par de jóvenes camareros y otro de sirvientas van moviéndose discretamente entre los círculos de elegantes locuaces portando en sus manos, alzadas para obviarlos, amplias bandejas de plata repletas de tentaciones. Don Anselmo, buen catador de todo tipo de belleza, descubre en una de las chicas unos grandes ojos negros y un esbelto porte que le recuerdan los de un viejo amor de los tiempos en que aún no había cambiado sotana por corbata. Abundan canapés de jamón y lomo aragoneses, gustosa tortilla de patata, diminutas longanizas y aun trocitos de butifarra catalana, y no se echan de menos ni estilizados cortes de patatas fritas a estilo castellano ni las delicadas y sutiles suflé al estilo francés. Al alargar la mano para tomar uno, le pregunta ansioso cómo se llama y ella responde coqueta: «Guadalupe, señor, o Lupe, como mi tía, pero me llaman Lupita, para distinguirnos». El frufrú de las chispeantes charlas se mezcla con el del ir y venir de los sirvientes y el discreto taconeo de las señoras del brazo de sus cortejos. Hay quien saborea una copa de vino de Cariñena, mientras otros prefieren una jícara de chocolate tibio, a ejemplo de París.
En uno de los círculos mayormente de clérigos que rodean a la infanta acompañada de los dos viajeros y don Juan Ángel, se comenta que en ámbitos clericales se estaba discutiendo si el chocolate quiebra o no el ayuno eucarístico.
—¿Cómo no lo va a quebrar, si es comida pastosa casi sólida y no simple bebida?
—Infanta —interpuso Anselmo—, depende de las tragaderas de cada cual. Será bebida para quien pueda ingerirlo como si fuera agua.
—Pero el agua también rompe el ayuno —apuntaló don Juan Ángel.
—Tienes razón —cedió Anselmo—. Lo claro es que el chocolate al menos no anula la abstinencia de carne, por no constar de más ingredientes que cacao, azúcar y canela, todos de origen vegetal. Los moralistas más agudos lo aconsejan a los maridos para fortalecer su potencia sexual, y a las mujeres todas, casadas o solteras, porque ese oro de los dioses favorece el buen parecer impidiendo las arrugas y haciendo el rostro más juvenil y bello. La conclusión parece apodícticamente evidente: si ellos dejan de tomarlo, contribuirán a su impotencia, que les hará incumplir su débito conyugal, y si ellas no lo toman con frecuencia, se seguirá que pecan gravemente por dar a sus maridos motivos para ir a divertirse con otras, ¿no?
Todos rieron la gracia. La infanta, a quien una buena siesta había restituido su lozanía y buen humor habituales, bromeó sobre eso de divertirse con otras, y Paco del Campo, desde la atalaya de una segunda fila en el pequeño grupo, le guiñó un ojo con cierta malicia.
Sorpresa para todos era que la infanta tardara en invitarles a pasar al salón que hacía de teatrillo. Explicoles que estaba esperando al arzobispo, don Ramón José de Arce: se había enterado de la llegada de don Anselmo y de que hoy iba a hablar don Juan Ángel. Ni él ni sus antecesores habían tenido con ninguno de estos dos amigos la mejor de las relaciones, por las ideas y expresiones de ambos que algunos conservadores calificaban de osadas, aunque este prelado en el fondo las compartía. Arce, santanderino, culminada una carrera que le había pasado por canonjías de Segovia y Córdoba, anterior miembro del Consejo de Castilla y arzobispo de Burgos, es ahora inquisidor general y patriarca de las Indias, además de titular de la mitra zaragozana, lo cual le obliga a disimular, sin lograrlo del todo, sus convicciones progresistas. Amigo del todopoderoso Godoy, no oculta su protección a la infanta y a su hija, la Princesa de la Paz. Afrancesado, tanto que algunos susurran con malicia que se había hecho masón, es uno de los pocos pero influyentes líderes de la reforma eclesiástica cuya urgencia seguía siendo en España y en toda la Iglesia una enfermedad endémica.
Llegados Arce y su secretario se acomodaron todos en el salón. María Teresa tomó la palabra, como en cada tertulia sabatina, para saludar colectivamente a sus invitados y anunciar que, como ya sabían algunos, el tema monográfico previamente programado iba a ser sustituido por un homenaje póstumo a su músico favorito recién fallecido, don Luigi Boccherini, quien no en vano había sido durante casi diez años el músico de cámara de la casa del infante su marido, que Dios guarde. Un cuchicheo de sorpresa y aprobación dominó el ambiente, ignorantes todavía los más de una y otra nueva, y admitiendo algunos sin rubor que ni conocían sus músicas ni habían oído su nombre.
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A una indicación de la infanta, don Juan Ángel se acercó rápido al facistol situado frente al auditorio y colocó en él un cuaderno de tapas azules.
Este popular y culto canónigo era bien conocido y querido. De familia humilde, su vida era un continuado esfuerzo por ir contracorriente a base de una educación exigente y esmerada. Sabía enfrentarse a la rutina lastradora de la clerecía circundante con su perpetua disponibilidad para administrar bautismos, celebrar bodas, visitar enfermos que apenas conocía o asistir a entierros para aportar consuelo. Había superado la ignorancia de gran parte de sus colegas con estudios universitarios en Salamanca y en Saint Sulpice de París, donde se especializó en sánscrito e interpretación de antiguos códices bíblicos y en funciones litúrgicas, por lo cual desempeñaba la canonjía catedralicia de maestro de ceremonias. No dejó de aprender a acariciar allí ciertas ideas de la tantas veces reprobada Encyclopédie, por lo cual era el ídolo intelectual de la minoría ilustrada de la ciudad, que Arce permitía benévolo. Su apertura mental, que no estaba en conflicto con una muy particular espiritualidad independiente, le vinculaba estrechamente tanto a la infanta como a don Anselmo, con quien se sentía desde hacía años en recíproca sintonía y simpatía.
Tras solicitar con gentil gesto la venia de su alteza y de su excelencia reverendísima, sentados en cabecera, y saludar con su innata gracia a la concurrencia, anunció que por deseo de la anfitriona iba a limitarse a leer párrafos relativos a Boccherini de un inédito legajo de folios manuscritos del infante, que su dignísima viuda —dijo señalándola— le había encargado transcribir de su imposible caligrafía, que él mismo, modesto paleógrafo, encontraba de difícil lectura. El infante —añadió— le puso al legajo un insólito título para unas memorias: Recuerdos y olvidos. No ahorró don Juan Ángel el calificativo de sorprendente al referirse al contenido de esas páginas: «Narran desde su personal perspectiva los sucesos más trascendentales de su vida sin reservarse juicios que, expresados en la intimidad de unas páginas escritas quizá para que nunca vieran la luz, podían permitirse una sinceridad total, absuelta de las usuales restricciones de las normas palaciegas y sociales. Llamarán la atención de eclesiásticos y políticos —concluyó— sus revelaciones y comentarios, y no dudo de que al correr de los años o de los siglos algún erudito historiador sabrá extraer de ellos las lecciones que a su entender cuadren a las situaciones concretas y al espíritu del tiempo en el que le toque vivir. Los párrafos que voy a leer fueron escritos cinco meses antes de su muerte».
Se reajustó los lentes, que ya empezaban a llamarse quevedos. Llenó el salón su voz de claro timbre, tan solicitada para conferencias y sermones como su pluma por la exactitud, colorido y concisión de su artículos en el periódico La Gaceta de Aragón:
19 de marzo, San José, 1785. En Arenas de San Pedro
Aún me queda en el alma el eco del delicioso concierto de un par de quintetos de cuerda que Boccherini nos acaba de ofrecer. Desde aquella tarde de mayo de 1768 en que le oí en Aranjuez, quedé prendado del sonido que aquel joven le sabía sacar al violoncelo. Turno de estancia real en ese palacio junto al Tajo, aún en obras de ampliación. Plácido atardecer, complaciente primavera. Mi permanente melancolía, que durante tantos años quise ahogar en locuras vanas, iba quedando sublimada entre una alegría sosegada y una nostalgia imprecisa al impulso de la música, del cauteloso murmullo de los surtidores y de la brisa que desde los altos árboles de los jardines se filtraba por los ventanales del pequeño teatro.
Actuaba la compañía de los reales sitios, regida por Luigi Marescalchi, y para cantar en ella habían llegado de Francia, contratadas, las soprano hermanas Clementina y María Teresa Peliccia. Ambas lucían sus admiradas voces en la ópera L’Almería. Luigi Boccherini, un joven de Lucca que, tras meses trotando por cortes y palacios de Roma, Milán, Viena y París en busca de trabajo, siguió a las muchachas a España, como final del segundo acto acompañó solo con su violoncelo una sorprendente aria original suya, «Larve pallide e funeste», que interpretó su amada Clementina. La voz de ella y el sonido producido por él hicieron palidecer la partitura operística de Francesco di Maio. Se casaron pocos meses después, y yo le llamé a mi servicio con un contrato estable cuando me fue permitido, en la primavera de 1770.
Desde el principio me incliné a acortar con don Luigi las distancias que el protocolo cortesano impone. Me atrae no solo porque se empareja con el mío su carácter apacible y sencillo. Suelo coincidir con las opiniones que expresa en nuestras tertulias sobre asuntos políticos, musicales y de arte en general, y me encanta su vida familiar, más feliz que la mía. —En este momento fue incapaz la infanta de reprimir un gesto de sorpresa—. Nuestra afinidad de sentimientos es paralela a la de gustos. La música que escribe, melodiosa, armónica, no levanta pasiones con disonancias ni ensordece con estrépitos. En ella el alma navega, como decía Fray Luis de León tan sabiamente, «en un mar de dulzura».
Rehúso oír las voces que claman contra él llamándole estancado por no haber asimilado modas y modos de hacer música que ahora se estilan por Europa. Nadie le podrá quitar la gloria de haber inventado el cuarteto de cuerda, ¡nada menos!, ni la de haber dado al violoncelo el protagonismo de solista de que antes carecía. Joseph Haydn le imita, y así se lo confiesa cuando le escribe desde Viena. Me ha dicho el mismo don Luigi que a él y a Christoph Gluck, bien conocido ya en Madrid pero no por sus óperas de temas clásicos, les impresionaron sus primerizas composiciones, unos tríos de factura novedosa. Las mejores editoriales de París imprimen sus obras. Tanto antes en Boadilla del Monte, donde unos años me perdí en saraos, bailes, teatros, y devaneos licenciosos que Dios perdone —otro movimiento de sobresalto de la infanta en su sillón—, como ahora aquí en Arenas, disfruto de su música y su compañía, y juego con sus siete hijos e hijas, de casi la misma edad que mis tres chiquitines. Mi más liberador entretenimiento es tocar con él y para él mi violín o mi violoncelo, pero ¡qué diferencia de ejecución y de sonido!
Contemplativo por disposición de la naturaleza, me pierdo en añoranzas cuando hace buen tiempo, sentado en la terraza frente a la sierra de Gredos o contemplando el cielo estrellado en las noches serenas, mientras me llegan desde la hondonada del pueblo los rumores caseros y en el palacio resuenan los ensayos de don Luigi con sus artistas. No sé qué sería de mí en este forzado exilio sin su música y su compañía de buen amigo.
Por otra parte, me siento culpable de que, fiel a mi exclusivo servicio, don Luigi quede aislado de los circuitos musicales de París, Viena, y aun Madrid, donde se cultiva una vida musical que no envidia a la de las capitales de Francia o Austria. Solo para mí compone sus piezas de cámara, pero nunca óperas, ¿dónde iba a representarlas?, o grandes obras orquestales, ¿dónde a ejecutarlas? Parece como si mi forzado alejamiento de la corte, y en consecuencia el suyo, le acarreara el menosprecio oficial. Me preocupa que, enfermo como me siento, cuando yo falte, mi hermano el rey Carlos, tan sordo a la música como a la bondad a pesar de las apariencias que tan astutamente cuida, no quiera proteger a mi músico favorito y a su familia. Nunca tendré palabras para agradecerle los consuelos que esta música íntima y suave me ha dado y me da en mis días de soledad y desencanto.
Un silencio entre conmovido e interrogante acogió las últimas palabras del difunto infante, que don Juan Ángel supo envolver en modulación oportuna y convincente.
A otra leve indicación de la infanta don Anselmo se adelantó al estrado. Le recibió una salva de titubeantes aplausos, pues no todos aprobaban, ni siquiera al cabo de los años, el cambio radical que pudo, quiso y acertó a dar a su vida. Frente a quienes lo interpretaron como excepcional muestra de coraje espiritual, otros lo atribuyeron a ingenuidad, a soberbia intelectual y hasta —los más desconocedores de la realidad y los más conservadores, siempre reacios a admitir la cierta inseguridad de la verdad— a deseos de llevar fuera del redil cristiano una vida licenciosa. Pero todos le sabían aficionado a la buena música y no del todo mediocre intérprete al pianoforte, por lo cual se aprestaron a escucharle con atención.
—Sobrecogidos, señores, por el texto del infante que acabamos de oír en voz de mi amigo don Juan Ángel, les ahorraré conceptos míos, y me escudaré en otros escritores a fin de que no sean mías, sino de ellos, las palabras con las que, a petición de nuestra querida infanta, contribuyo a este homenaje a nuestros dos grandes ausentes de hoy: el infante don Luis, quien tanto amó la música, y el maestro don Luigi Boccherini, quien tan egregiamente la creó produciendo obras ya inmortales y la ejecutó con su violoncelo. Pero permítanme comenzar citando unas visionarias palabras de nuestra admirada doña Josefa, aquí presente, en el libro que todos alabamos: «Ya se sabe —escribe— que son muchas las mujeres que han sobresalido en la música, cuyo arte tiene la recomendación singular de ocupar por entero el corazón y moverlo a distintos afectos sin el socorro de las palabras». Hombres, mujeres, blancos, negros, sabios, ignorantes, todos sin discriminación: la música es el divino arte que, ¡cuánta verdad!, «sin socorro de palabras» a todos es capaz de igualarnos en la emoción de sentirnos hermanados y de pertenecer a un mundo superior a la naturaleza: el del arte, que nunca muere.
»Pero para hablar de la música sí necesitamos las palabras. Comentaré, pues, breve y modestamente textos de dos grandes poetas sobre la música: uno clásico y breve, la «Oda a Salinas»,de Fray Luis de León, cuya mención en el bello texto del infante nos ha sorprendido gratamente; otro reciente, largo y menos conocido: el poema «La música», de don Tomás de Iriarte. Extracto de este, por el que voy a comenzar, solo unos versos, ahorrándoles el resto. Iriarte empieza aclarando su propósito:
»Las maravillas de aquel arte canto
que con varia expresión, grata al oído,
mide y combina el tiempo y el sonido.
»En un tratado filosófico publicado en la Florencia del Renacimiento se discute qué sentido es superior, si la vista o el oído; según la respuesta, superior será el arte que dependa de una u otro. ¿No es superior el tiempo al espacio? El espacio es materia, bloque estático y muerto, mientras que el tiempo define la posibilidad formal, la vida, el espíritu, el dinamismo, la memoria, la historia, el alma. No hay sonido sin que flote en el tiempo y sin que la memoria lo reconstruya y mantenga tensamente para darle su ser fluido, el ser de ser sentido; ni historia sin que la mente vincule y ensarte entre sí y con el presente aislados hechos del pasado hasta proyectarlos e intuir la dirección probable de su futuro. Nada material habrá en el cielo: allí los ángeles cantan eternos cánticos y el tiempo mismo habrá sido trascendido, pero los hombres aquí y Dios y ellos allí compartimos un mismo alimento espiritual. Por eso es la música el arte supremo de la sensibilidad, un arte realmente divino.
»Encantadora ciencia, don del cielo,
recreo de la humana fantasía,
de los males consuelo,
del alma fiel intérprete…
»Alegría, tristeza, amor, ira, terror, odio, venganza. Todos los sentimientos pueden ser expresados y suscitados por las artes. Pero, como dice Iriarte, «cada arte ni lo expresa todo, ni lo puede expresar del mismo modo». En la misma línea, podemos añadir que nadie como Fray Luis, ni siquiera los mejores poetas ingleses, Shakespeare a la cabeza en excelsos sonetos, interpretó los efectos que en un alma limpia, atenta, ensimismada es capaz de producir la que el sabio fraile agustino llamaba «música extremada». Cuando se la escucha, dice, «el alma se serena y viste de hermosura y luz no usada», y cuando el alma se imbuye de ella, si está olvidada de su primer origen y de su destino, «a su divino son torna a cobrar el tino».
»De tal modo la buena música nos transporta y transforma que al que en ella está absorto no le importan el oro, ni la fama, ni «la belleza caduca engañadora». La música extremada, la que mide y combina arte y sensibilidad, tiempo y sonido, when time’s not broke and all proportion kept, como escribe el bardo de Stratford on Avon: «La que el tiempo no quiebra y toda mesura observa» nos hace sentir que estamos como en unión cósmica con el todo, traspasando cielos y fronteras, inmersos «en un mar de dulcísima armonía».
»Aquí el alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente
en él toda se anega
»hasta el punto de no ver, ni oír, ni sentir ninguna otra cosa, pues sumergidos en ella todos los sentidos están «a todo lo demás adormecidos». Es la buena música un «divino tesoro, ante el que lo demás es triste lloro».
»¡Oh, desmayo dichoso!
¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido!
¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido!
—Fray Luis —concluye don Anselmo— nos ha dejado la más atinada descripción literaria del éxtasis musical. No de otra forma quedan los sentidos «a todo lo demás adormecidos» en los éxtasis de que nos hablan los tratados y poemas de los grandes místicos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, cuando en forma siempre oblicua, como ahí Fray Luis sobre la música, intentan dar idea de lo que dicen que experimentan en la unión con Dios.
»Resulta significativo que para hablar del éxtasis religioso y del éxtasis musical se usen las mismas expresiones poéticas: «Un no sé qué que queda balbuciendo, noche sosegada, música callada, soledad sonora, noche amable más que la alborada, cauterio suave, regalada llaga, desmayo dichoso, muerte que das vida». Son las mismas del lenguaje poético del amor tan repetido desde Petrarca y, si me lo permiten, también de las descripciones poéticas de los placeres del sexo: «Fuego escondido, agradable llaga, sabroso veneno, dulce amargura, delectable dolencia, alegre tormento, dulce y fiera herida, blanda muerte». No en vano escribió Lope de Vega en La Dorotea: «Arte divino es la música; danle por inventor a Mercurio, y otros a Aristogeno; pero lo cierto es que lo fue amor». Todo es amor, señores, y todo amor es amor. Por diferentes caminos nos encontramos todos, amantes de Dios y de la música y del amor, al pie del mismo muro infranqueable: el infinito, lo divino, el eterno misterio de la belleza y de la verdad que nos subyuga y nos trasciende. Música extremada, la de los grandes músicos: Bach, Händel, Haydn, Gluck, Mozart… y nuestro don Luigi.
»Admirada infanta, distinguidos señoras y señores, este que nos trazan cada uno a su manera, Iriarte y Fray Luis, es el sublime camino que de la mano de Boccherini tan bien entendió don Luis de Borbón y Farnesio, infante de España. A ambos, en este atardecer de primavera, conjuntamente los honramos y lloramos.
Otra salva de aplausos, cálidos, fervorosos ahora, cerró la intervención de don Anselmo. Tras unos minutos de espera se acomodaron ante el público los cinco maestros que interpretaron el quinteto de cuerda que más rápidamente se hizo famoso aún en vida de Boccherini, compuesto para don Luis en 1771, al poco de entrar a su servicio: el que incluye el popular minueto. Ya había anochecido cuando con el agrado de todos terminó la emotiva velada.