y es también un enfático rechazo de las «nieblas hiperbóreas», o sea de todo aquello que en la poesía moderna se inició con la revolución romántica: desde Hölderlin y Novalis hasta, digamos, Baudelaire.
Pues bien, he aquí que en 1956, a un siglo exacto del nacimiento de Menéndez Pelayo, el padre José C. Andrade, de la Compañía de Jesús, publica un libro con el propósito de llevar a sus últimas consecuencias los mencionados axiomas críticos. De las trescientas páginas del libro,43 el autor destina unas ochenta a caracterizar los valores típicos o característicos de la poesía de Horacio —orden, unidad, claridad, amor a la patria, religiosidad, y por encima de todo algo que sin mayores precisiones llama buen gusto—, y en las otras doscientas veinte pasa revista a toda la producción poética de España e Hispanoamérica (bueno, no a toda: Puerto Rico, Panamá, Bolivia y Paraguay han quedado excluidos, no se sabe por qué), para ver si los «vates» de lengua española se ajustan o no a la pauta horaciana. El padre Andrade no se ocupa, pues, de la «influencia» de Horacio en sentido estricto, como hizo Menéndez Pelayo en su Horacio en España, de modo que ni siquiera menciona las traducciones horacianas de fray Luis de León o de Ismael Enrique Arciniegas (de fray Luis se limita a decir, con algo de hipérbole, que fue «traductor de todas las literaturas, gigante asimilador de todas las formas de estética extranjera», p. 110): la tarea que se ha propuesto es simplemente distinguir entre los poetas buenos —los que ostentan las cualidades que tuvo Horacio— y los poetas malos.
Bien hubiera querido el padre Andrade iniciar su recurrido con el Cantar del Cid, pero no le lúe posible, pues ia «configuración» del viejo poema es —dice— «un tanto imperfecta». Tampoco a Gonzalo de Berceo, desgraciadamente, se le puede aplicar el módulo horaciano: es un poeta demasiado «pesado». ¿Y «Juan Ruiz, popularmente conocido con su título de Arcipreste de Hita»? Al principio parece que tampoco él va a dar la medida. Pregunta, en efecto, el padre Andrade: «¿Puédese admitir, en crítica sana, como obra de arte, el libro del Buen Amor que, no obstante estar escrito por un clérigo, sin criterio alguno de selección moral da fácil acogida en sus renglones a cuentos lúbricos y frases obscenas, en mezcla estrambótica con cantos sagrados y amonestaciones ascéticas?» Quien lee esta interrogación retórica no puede menos de concluir que el Arcipreste está muy lejos de Horacio, de manera que resulta una grata sorpresa el ver inmediatamente después que el padre Andrade lo absuelve de sus pecados: el Arcipreste de Hita sí puede ser considerado ya «desde el criterio horaciano». El Libro de buen amor es una olla podrida, un cajón de sastre, sí, pero afortunadamente está reducido «a la unidad de un punto de observación»,44 «y ésta fue la dote horaciana del autor»; es, además, realista en grado notable (recordemos, si no, el «autorretrato»; es casi como si tuviéramos ante los ojos a nuestro amigo el Arcipreste: «la cabeza non chica, velloso, pescozudo...»), «y éste es el otro mérito que lo hace soberanamente horaciano». Resultado de uno y otro mérito: «entre toda la multitud de poetas de la Edad Media europea se destaca [el Arcipreste de Hita] como el cedro que en la selva sobrepasa, con el ramaje de su copa, a todos los árboles» (pp. 93-95).
A partir del Arcipreste no hay ya problema: todo va sobre ruedas. ¿Es horaciano el Romancero español? Por supuesto que sí (pp. 99-108). También lo es, globalmente, la poesía dominicana, «siempre de buen gusto, salvo raras excepciones» (p. 143). ¿Y la poesía uruguaya? Ésa, «desafortunadamente», no (p. 203). La inquietante pregunta se repite a cada paso; en la p. 169: «¿Qué le faltó [a Amado Nervo]... para ser un gran poeta de estilo horaciano?» (la respuesta es difícil de resumir); en la p. 237: «¿Es Darío poeta horaciano?» (respuesta: «Horacio era un poeta sano [...]; Darío [aunque «nació poeta inmenso»] tenía los desequilibrios de Verlaine», o sea que pudo llegar a la cumbre pero se echó a perder); en la p. 225, al final del capítulo consagrado a la Argentina: «¿Hay en esa poesía valores horacianos?» (respuesta en la p. 228: «se dio igual fenómeno que en las otras literaturas: los genios como Lugones crearon poesía horaciana; y los mediocres se encargan de crear la decadencia»). Al declarar Menéndez Pelayo que Horacio encarnó la belleza «como nadie en el mundo la ha encarnado», daba a entender que otros la han encarnado también, aunque de manera menos sobresaliente. Viéndolo bien, el padre Andrade es mucho más radical. «O se es horaciano o no se es poeta», parece estar diciendo todo el tiempo. Fray Luis de León, horaciano como ninguno, es por ello «el mejor escritor en castellano» (p. 111), y Núñez de Arce «es en el siglo XIX el poeta clásico al estilo de León» (pp. 131-132), con lo cual está dicho todo. Góngora fue horaciano en sus romances y en sus letrillas, «no sólo por guardar los preceptos de buen gusto [...], sino por la chispa humorística tan propia del escritor latino», pero luego «se convirtió en antípoda del arte horaciano»: el Polifemo y las Soledades son «jeroglíficos que nadie lee en épocas de buen gusto» (pp. 115-116). Y para el desventurado García Lorca, que no escribió romances ni letrillas que lo redimieran, basta una frase lacónica y terrible: «exceso de modernismo y pasión gongorina por el epíteto» (p. 135).
El libro del padre Andrade parece una clausura de cursos, una larga, larguísima distribución de premios y palmetazos a gran número de «vates» y «portaliras» (palabras muy del padre Andrade): por un lado los «portaliras» horacianos, los que tienen «estro», «numen», «corte elegante y sobrio», en una palabra, «buen gusto», como Lisímaco Chavarría, Numo Pompilio Liona, Horacio Rega Molina, don Vicente W. Querol, el padre Teódulo Vargas (de la Compañía de Jesús) y tantos más, y por otro lado los malos, los desorientados y oscuros, los decadentes, los ininteligibles, los irreligiosos —¡en qué abismos de mal gusto no cae quien se aparta de Horacio!—, como García Lorca, Porfirio Barba Jacob, César Vallejo, Borges, Carrera Andrade y, por supuesto, el «extravagante» Pablo Neruda.
El libro del padre Andrade es capaz de proporcionarle al lector un placer no muy distinto del que la Fortuna de Amor de Antonio de Lo Frasso le proporcionó a Cervantes. Tenemos en esos casos una reacción primaria de repudio, de rechazo, de condena («¡Caramba, qué torpeza! ¡Cuánta tontería!», etcétera), lo cual ciertamente no engendra placer; pero luego, si dejamos que nuestra reacción se vacíe de bilis, el vacío se va llenando de algo placentero, de ese regocijo especial que se apodera de nosotros cuando estamos «enfrascados» en una lectura; en vez de arrojar el libro «nos picamos» y buscamos más y más perlas. Si he exhibido esos botones de muestra —y hubiera querido exhibir más, pero ne quid nimis— ha sido simplemente para invitar a otros a compartir mi reacción de regocijo, tal como Julio Cortázar compartió con nosotros el placer que durante horas y horas le dio la obra de ciertos plantados selectos, y tal como Cervantes quiso hacernos saber, por boca del Cura, lo mucho que gozó leyendo la novela de Lo Frasso.45
Podría argumentarse que no soy yo el lector adecuado del padre Andrade, o, en otras palabras, que su libro no me hace falta a mí. Por principio de cuentas, ya sé yo quién fue Horacio. Sí, pero cuando era niño no lo sabía, y la primera vez que tuve noticia de él —pues tiene que haber habido una primera vez— quizá pensé que se trataba de un señor de nuestros tiempos, y nacido en México como yo, hasta que alguien o algo me sacó del error. Son cosas que bien pueden suceder. El padre Andrade se dirige a niños y adolescentes colombianos cuando explica: «Vana sería la labor del crítico que quisiera hallar [en los versos de Horacio] el paisaje tropical, la descripción del Tequendama, o el ruido de la locomotora, o los círculos que traza un avión por el azul del cielo»; y, por si algún retrasadillo todavía no entiende, le da a renglón seguido una benévola y previsible explicación: «Esto no puede ser, por la razón sencilla de que los objetos que responden a esas imágenes no pertenecen ni a la naturaleza, ni a la civilización que conoció Horacio» (p. 59). Yo leo esto y siento una especie de vergüenza, como si estuviera metiendo las narices donde no debía, o sea que reconozco ser, en efecto, un lector inadecuado. Pero, al mismo tiempo, no puedo menos de estremecerme interiormente ante la idea de que semejante libro pueda utilizarse de veras en las aulas de algún colegio, de que sea el padre Andrade quien escriba por primera vez en la tabula rasa de inteligencias vírgenes.