CAPÍTULO 68

 

 

Cuando el sol se pone, las sombras,

que al mediodía se mostraban solo pequeñas,

aparecen entonces largas y amenazadoras.

(Nathaniel Lee)

 

 

 

 

 

 

 

El tenue e hipnótico traqueteo de la carreta le producía somnolencia, menos cuando pillaba algún bache y entonces los cántaros se movían a su alrededor. Kristen también rezó para que ninguno se le cayera encima y la empapara de leche. No se quería ni imaginar cómo tendría que oler pasadas unas horas.

Separó discretamente las mantas con los dedos y miró a través del hueco que se había formado. Estaba atardeciendo y la noche se abría paso en el cielo anaranjado con jirones de color azul oscuro. Una legión de grillos cantaba en algún lado y bandas de pájaras volaban para refugiarse al amparo de los nidos.

—Ya queda poco —se dijo a sí misma, animándose.

Una hora después la carreta se detuvo. Era el tercer sitio donde el señor Brown paraba desde que habían salido de la hacienda. Kristen volvió a mirar por el hueco de las mantas. Ante sus ojos de pupilas extraordinariamente dilatas apareció el pequeño caserío del que le había hablado Harper recortado contra el negro cerrado de la noche. Estaba en Cheltenham.

Tenía que apearse.

El señor Brown bajó de la carreta y se dirigió al hombre de treinta y largos años que lo esperaba en la puerta de la casa.

—Buenas noches, Jack —le saludó.

—Buenas —respondió el hombre.

—¿Tienes las cántaras listas? —oyó que le preguntaba el señor Brown.

—Sí, como cada lunes.

Kristen advirtió que se dirigían a la parte trasera del caserío. Pestañeó para que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad. Cuando los perdió por completo de vista y se cercioró de que no había nadie más cerca, se destapó y se bajó de la carreta. Echó un vistazo fugaz a un lado y a otro y decidió que lo mejor era esconderse en el interior de la arboleda que se prolongaba a su izquierda. Ya tendría tiempo después para decidir con calma cuál sería su siguiente paso a seguir. De momento no podía negar que se sentía feliz de haber llegado hasta allí sin ningún contratiempo. Pero era ahora cuando tenía que ser más precavida. Liam ya se habría dado cuenta de que se había escapado y no dudaría en volver a reunir una partida de hombres para buscarla debajo de las piedras, si fuera necesario.

Sin pararse a pensar en nada, se recogió la falda y salió corriendo. Oculta detrás de un robusto tronco observó cómo el señor Brown y el dueño del caserío cargaban las cántaras de leche en la parte trasera de la carreta, cómo el señor Brown se subía a ella y cómo de nuevo arreaba a los caballos a golpe de látigo.

Entonces todo quedó en silencio. Un silencio súbito y absoluto que le produjo un escalofrió. Echó un ojo detrás de ella por encima del hombro. La oscuridad a su espalda era espesa y absorbente como un pozo sin fondo, dando a la arboleda una profundidad infinita.

Una ráfaga de viento frío, como si surgiera de una tumba recién abierta, le sacudió los mechones de pelo sueltos. Kristen se acarició los brazos. Se dio cuenta de que estaba helada.

—No puedo pasar la noche a la intemperie —farfulló—. Y menos con este frío. No sé qué dirección tengo que tomar —dijo para sí, mirando a derecha e izquierda—. Lo último que quiero es perderme.

Su mente empezó a barajar la posibilidad de pedir a la familia que vivía en el caserío que le dejaran pasar la noche dentro, aunque tuviera que dormir en el suelo. Las ventanas emitían la luz amarillenta de su interior y la chimenea exhalaba un humo grisáceo que dejaba adivinar el fuego que debían de tener dentro. Pero desechó la idea de inmediato. ¿Con que cara iba a presentarse en mitad de la noche a pedir cobijo?

A lo lejos se escuchó el sonido melancólico del aullido de un lobo. Después otro se unió a él. Y seguidamente otro y otro más, formando una coral que por momentos resultaba sombría. El corazón de Kristen dio un vuelco. Miró a su alrededor, aterrada. La niebla flotaba en la atmósfera como dedos de bruma con voluntad propia.

Llevada por el miedo, salió del bosque y se encaminó hacia el caserío. Frente a la puerta se alisó la falda con las manos y se colocó los mechones de pelo. Respiró hondo y tocó suavemente con los nudillos.

Tras unos segundos que se le antojaron eternos, la puerta se abrió.

—¿Qué desea? —preguntó una mujer de treinta y pocos años, con el pelo castaño claro y unos ojos gris oscuro que se entrecerraban con cierto recelo. En los brazos sujetaba a una niña rubita de mirada azul clara que se chupaba el dedo.

—Buenas noches —dijo Kristen—. Disculpe… Disculpe las molestias. Soy Kristen Lancashire, hija de Gilliam Lancashire —se presentó—. Necesito… necesito que me ayuden, por favor.

La mujer frunció el ceño, sin decir nada. Otra niña, mayor que la que sostenía en brazos, también de cabello dorado y ojos claros, se asomó a la puerta.

—Vengo desde Birmingham y… —Kristen tenía las palabras atascadas en la garganta—… ¿Podrían darme cobijo esta noche? —preguntó al fin—. Voy a Londres, pero no puedo…

—¡Sí, mamá! —interrumpió con entusiasmo la niña que se mantenía de pie junto a su madre—. ¿Has visto que guapa es? Parece una princesa —observó la pequeña, sin apartar un solo instante la mirada de Kristen. Estaba ensimismada con su belleza de cuento.

—Jack… —dijo la mujer.

—¿Sí?

El hombre que Kristen había visto hablar con el señor Brown apareció detrás de la mujer y de las dos niñas.

—Necesita un sitio donde pasar la noche —comentó.

—¿Tienes dinero? —dijo Jack.

—No —respondió Kristen—. Pero cuando llegue a Londres les pagaré tres veces más de lo que cuesta una posada.

El hombre pareció pensárselo mientras se rascaba la barbilla.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Kristen Lancashire.

Jack enarcó las cejas en un indisimulado gesto de incredulidad.

—¿Eres hija de Gilliam Lancashire?

—Sí —afirmó Kristen, segura de que el nombre de su padre era una suerte de garantía, por lo menos en lo que a dinero se refería.

—Pasa —dijo, haciendo al mismo tiempo un ligero movimiento de cabeza.

Kristen respiró aliviada.

—Gracias —dijo, verdaderamente agradecida por la hospitalidad que le ofrecían.

Al traspasar el umbral de la puerta se encontró con una casa humilde y austera hasta la saciedad. Con techumbre de madera y una chimenea al fondo en la que chisporroteaba el fuego.

—¡Jana, mira! ¡Ha venido una princesa a casa! —gritó la niña, y salió corriendo en busca de su hermana, que se encontraba en la habitación.

—Soy Brenda —se presentó la mujer con expresión afable en el rostro.

—Encantada —dijo Kristen.

—Él es Jack, mi marido. Y estas son mis hijas, Kim, Jana y Rose —siguió Kim

—Encantada —volvió a decir Kristen, dedicándoles a las pequeñas una amplia sonrisa.

—¿Eres una princesa? —le preguntó la niña que se llamaba Jana. Una muñequita de vivos ojos grises y pelo castaño claro como su madre.

Kristen se inclinó hacia ella.

—No, no soy una princesa —dijo, acariciándole el cabello.

—Pero pareces una princesa —intervino Rose.

—Muchas gracias —agradeció Kristen—. Vosotras también parecéis unas princesas.

—¿En serio? —preguntó Jana, asombrada por el comentario que acababa de hace Kristen.

—Por supuesto —respondió Kristen sin dejar lugar a dudas—. Sois tan hermosas como lo son ellas.

La niña abrió los ojos de par en par.

—Vaya… —expresó—. ¿Has oído eso, papa?

—No molestéis más a la señorita. —Fue la respuesta de Jack.

—No se preocupe. No me molestan —se adelantó a decir Kristen—. Al contrario, me encantan los niños. Soy maestra.

—¿Nos contarás un cuento? —curioseó Rose.

Kristen intercambió una mirada con Kim. La mujer no dijo nada.

—Sí, claro —afirmó sonriente.

—Pero eso será más tarde —terció Jack—. Id a la habitación a jugar un rato—. Me imagino que tendrás hambre… —dijo, dirigiéndose a Kristen—. Kim, dale algo de cena.

—Gracias —dijo Kristen, sentándose a la mesa.

Kim le llevó pan moreno, huevos duros y puré de patatas.

—¿Por qué quieres ir a Londres? —le preguntó en tono suave.

—Porque allí está mi familia.

—¿Y de dónde vienes? —curioseó después.

—De Birmingham.

Kristen hizo una pausa antes de continuar, sopesando lo siguiente que iba a decir. Era inevitable dar explicaciones. Al fin y al cabo, aquellos desconocidos le estaban hospedando en su casa. Lo mínimo que se merecían era saber por qué estaba allí.

—Vivo allí con… mi esposo. Pero me he escapado. Mi matrimonio es un infierno. Ya no aguanto más —dijo con expresión apenada en el rostro. —Levantó los ojos y miró a Kim y a Jack con aprensión, que la escuchaban atentamente—. Por favor, no le digan a nadie que estoy aquí, que me he escapado. Si mi esposo se entera… —La voz la abandonó. Le dolía tanto pensar en Liam, y haberse visto obligada a huir de su lado.

—Tranquila. —Kim se acercó a ella y le pasó la mano por el hombro cariñosamente—. Aquí estás a salvo.

—Mañana por la mañana te llevaremos a Londres, con tu familia —intervino Jack—. Esta noche puedes quedarte aquí. Hay una cama de sobra en el cuarto de las niñas.

—Gracias —dijo Kristen, con los ojos vidriosos—. Gracias, de verdad.

Por fin parecía verse algo de luz entre tanta oscuridad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vendetta
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