CAPÍTULO 39

 

 

La raíz de todas las pasiones es el amor.

De él nace la tristeza, el gozo, la alegría

y la desesperación.

(Lope de Vega)

 

 

 

 

 

 

 

Liam cerró la puerta tras de sí y recostó la espalda y la cabeza en ella. Cerró los ojos y se mantuvo así un rato. Suspiró. No podía traicionar de ese modo la memoria de su difunto padre, ni la de su madre. No podía traicionarse de aquel modo a sí mismo. Se reprendió interiormente. No podía permitirse sentir nada que no fuera odio por Kristen Lancashire. Ni siquiera algo meramente sexual. Ella solo era el objeto de su vendetta. Solo la necesitaba para vengarse de Gilliam Lancashire. Solo. Y, sin embargo, verla desnuda había sido una de las visiones más hermosas de su vida.

Abrió los ojos y miró en derredor. El pasillo estaba inmerso en un velo de luz plateado proveniente del fulgor de la luna que se filtraba por los ventanales, perfilando el contorno de los muebles. Todo estaba envuelto en un silencio profundo y casi místico, como el de una iglesia.

Se irguió, lanzó una última mirada a la puerta de la habitación de Kristen por encima del hombro y comenzó a caminar con pasos largos hacia su despacho.

 

 

 

Al otro lado, Kristen se obligó a moverse. Recogió la colcha del suelo, se arrebujó en ella y se tendió sobre la cama, inmersa en la semipenumbra que reinaba en la estancia. Y se quedó así, en posición fetal, mientras temblaba y derramaba lágrimas de angustia en silencio. ¿Qué estaba pasando? Necesitaba saber qué ocurría… Qué pasaba por la cabeza de Liam… ¿Por qué se mostraba tan distante?, ¿tan frío? ¿Por qué la hacía sufrir de aquella manera? ¿Por qué la humillaba? Pero por encima de esa espiral de preguntas, había una que le martilleaba la cabeza persistentemente: ¿Por qué se había casado con ella?

 

 

 

Liam giró el pomo metalizado de la puerta y entró en su despacho. Estaba turbado y confundido al mismo tiempo. De pronto la cabeza parecía que iba a estallarle. Sin más iluminación que el haz de luz que la luna lechosa vertía sobre la estancia, se dirigió a la licorera, cogió la botella de whisky de la marca Grant´s y tras desandar unos pasos, se dejó caer en la silla del escritorio con pesadez. Quitó el tapón, se la llevó a los labios y dio un trago. El alcohol le arañó ligeramente la garganta, reconfortándolo de alguna manera y aturdiéndolo un poco más. Necesitaba deshacerse de los demonios que lo carcomían por dentro, de los fantasmas. Arrastrarlos fuera de él mientras le durara la borrachera. Huir de todo cuanto le rodeaba.

Alzó la botella con decisión y volvió a beber. Se recostó en el respaldo de la silla y dejó caer la cabeza hacia atrás. Tomó una profunda bocanada de aire, cerrando los ojos. Una cuchilla de claridad hendía la penumbra, dándole directamente en el rostro, tiñendo de plata sus rasgos de ángulos perfectos.

 

 

 

Kamelia miró a un lado y a otro con gesto furtivo, asegurándose de que nadie merodeaba por la casa a esas horas, y se deslizó sigilosamente por el largo pasillo hasta el despacho de Liam. Lo había visto salir de la habitación de su adorable esposa con rostro inexpresivo, así que supuso que las cosas entre ellos no habían ido bien. ¿Y quién mejor que ella para consolarlo?

Llamó a la puerta modestamente, pero Liam no la oyó. Así que, ante el rotundo silencio que había al otro lado, entró sin que le diera permiso.

La semipenumbra, teñida de plata, apenas dejaba distinguir el contorno de Liam hundido en la silla.

Kamelia cruzó el despacho con pies de gato —Liam seguía quieto, sin reaccionar a su presencia— y se acercó hasta el escritorio con las intenciones muy claras en la cabeza. Liam le gustaba; le gustaba mucho. Su porte viril, solemne, regio volvería loca a cualquier mujer. Siempre había soñado con ser suya, con que la hiciera su mujer. Seguro que su forma de follar no era tan vulgar como la de los burdos criados con los que a veces se acostaba para matar el tiempo y el aburrimiento.

—Señor Lagerfeld… —susurró. Con cuidado le quitó la botella de la mano, a la que se aferraba como si fuese una tabla de salvamento, y la dejó encima de la mesa. Kamelia observó que quedaba algo menos de la mitad del whisky—. Señor Lagerfeld…  —repitió en tono sumamente suave.

Liam balbució algo ininteligible y levantó la cabeza con gesto pesado, como si fuera de plomo. Tenía los ojos vidriosos y los labios caídos.

—Señor… —volvió a decir Kamelia.

Se subió la falda del vestido a la altura de la cintura y se colocó a horcajadas sobre él.

—Kamelia… —pronunció Liam con voz pastosa. Se sentía confuso por momentos. La imagen de la criada se hacía una con las sombras del despacho.

—Sí, soy yo, señor —siseó envolvente Kamelia, pasándole cariñosamente las manos por la nuca y atrayéndolo hacia ella.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Liam.

—He venido a reconfortarlo —dijo Kamelia—. Siempre es mejor para esos menesteres el calor del cuerpo de una mujer que una fría botella de whisky. 

Le cogió el rostro con las manos y lo besó en la boca. Liam se revolvió en el asiento. Notaba la cabeza embotada, como si el cerebro no le cupiera dentro del cráneo.

—Kamelia… —la nombró tratando de levantarse.

—Señor… —musitó Kamelia entre beso y beso.

—Quiero estar solo —indicó Liam.

—Permítame quedarme —dijo la criada sin dejar de acariciarlo con manos insolentes. Deseaba excitarlo para que la hiciera suya allí mismo.

Descarada y sin un ápice de pudor, se bajó el corpiño del vestido y se sacó los pechos, dejándolos expuestos a merced de Liam.

—Déjame solo —volvió a decir él, elevando unas octavas el tono de la voz.

—No es bueno estar solo en noches tan largas como la de hoy.

Kamelia tomó las manos de Liam y se las llevó a los pechos desnudos, que se descubrían abundantes y turgentes por encima de la ropa.

—Permítame satisfacerlo esta noche —se ofreció la criada en actitud sugerente—. Permít…

—Vete —cortó Liam secamente.

—Señor, déjeme que…

—Vete, Kamelia —dijo de nuevo Liam, tajante—. Quiero estar solo. —Tensó la mandíbula.

Su voz no admitía réplica, pero Kamelia, firme en su propósito, insistió.

—Señor Lagerfeld…

Le aferró el rostro y se acercó a él para besarlo otra vez.

—¡¿No me has oído?! —preguntó Liam de malas maneras—. ¡Por todo los demonios!, he dicho que te vayas, o si no yo mismo te echaré.

Kamelia lo miró perpleja. Los rasgos de Liam se habían ensombrecido. La mandíbula se apreciaba tensa pese a los velos de oscuridad que flotaban en la estancia. Nunca lo había visto con aquella severidad en el rostro. Nunca. ¿Tenía algo que ver lo que había pasado con su esposa? ¿Qué le ocurría con ella? ¿Por qué estaba así? ¿Era Kristen quien le producía ese estado de ánimo? Se tapó los pechos con el corpiño y se levantó, dejando que la falda del vestido escondiera sus piernas pálidas.

—Discúlpeme, señor Lagerfeld —dijo bajando la cabeza. Intentó sonar abochornada, pero no lo consiguió. Estaba muy lejos de sentir vergüenza, o algo que se le pareciera—. Lo siento… De verdad, discúlpeme.

—Lárgate —dijo Liam, lanzándole de reojo una mirada de desaprobación.

Y esa fue su última palabra. Estaba realmente molesto por la impertinencia de Kamelia, y la cabeza le daba demasiadas vueltas para pensar con un mínimo de tino.

Kamelia enfiló los pasos hacia la puerta, la abrió y salió del despacho. Cuando el silencio conquistó de nuevo la estancia, Liam se echó hacia adelante, cogió la botella de whisky y bebió de nuevo. En un arrebato colérico la tiró contra la pared. Un instante después el vidrio se hacía pedazos mientras él fijaba la mirada en un punto indefinido de la nada.

—Maldito seas, Gilliam Lancashire. Mil veces maldito —farfulló con desdén, cerrando la mano en un puño.

 

 

 

Silvana vio estupefacta como su hija salía del despacho de Liam con cara de pocos amigos. Aceleró el paso y la alcanzó al borde de la escalera.

—¿Qué diantres haces saliendo a estas horas del despacho del señor Lagerfeld? —le preguntó a media voz, agarrándola del brazo y obligándola a darse la vuelta.

Kamelia se sorprendió en un primer momento y le fue imposible impedir que su rostro no acusara dicha sorpresa. No esperaba que su madre deambulara por la casa a esas horas, ni siquiera la hacía despierta. Pero enseguida se repuso y le hizo frente.

—He entrado simplemente a preguntarle si se le ofrecía algo —dijo, elevando la barbilla y dando un ligero tirón del brazo para soltarse de la mano de Silvana—. ¿No es usted la que me repite mil veces que tengo que ser servicial, que ese es mi trabajo?

—¿Y lo has hecho con los pechos al aire? —cuestionó su madre con suspicacia, colocándole sobre el hombro la manga del corpiño.

Kamelia puso los ojos en blanco, fastidiada. ¿Por qué razón su madre era tan inoportuna siempre? Parecía tener el don de la ubicuidad: estaba en todas partes al mismo tiempo.

—¿Se te olvida que ahora el señor Lagerfeld es un hombre casado? ¿Qué tiene esposa? —inquirió Silvana mientras la miraba ceñuda.

—Los hombres casados, además de esposa, también pueden tener amante…

El eco de la fuerte bofetada que le propinó Silvana sonó a lo largo del pasillo. Kamelia se llevó la mano a la mejilla. Le ardía.

—No vuelva a pegarme, madre —dijo, conteniendo la rabia entre los dientes.

—Lo haré si sigues comportándote como una… —Silvana apretó los labios con fuerza.

Kamelia la fulminó con los ojos, se dio media vuelta en completo silencio y bajó los escalones todo lo rápido que le permitían las piernas. Silvana suspiró, resignada ante su actitud, y negó lentamente con la cabeza mientras su hija se alejaba de allí en dirección a los aposentos de la servidumbre, donde estaban sus cuartos. ¿Qué había hecho mal para que su hija fuera tan libertina y soberbia como era? ¿Por qué estaba empeñada en metérsele por los ojos al señor Lagerfeld? ¿Incluso aunque él fuera ya un hombre casado?

 

 

 

 

 

 

 

Vendetta
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