CAPÍTULO 21

 

 

En asuntos de amor,

los locos son los que tienen más experiencia.

De amor no preguntes nunca a los cuerdos;

los cuerdos aman cuerdamente,

que es como no haber amado nunca.

(Jacinto Benavente)

 

 

 

 

 

 

 

Bertha salió de la cocina con una bandeja llena de filetes con verduras. Cuando se dirigía al comedor, vio a Kristen atravesar la galería con semblante palpablemente molesto. Llamó a Lucy, una de las criadas, y enseguida le encargó que sirviera el segundo plato al señor Scott, para ir tras los pasos de su niña.

El portazo que Kristen dio a la puerta le hizo pensar que definitivamente algo no había ido bien con su padrastro. Scott era tan difícil de llevar, pensó mientras se avanzaba hacia la habitación. Cuando entró, Kristen trataba de contener las lágrimas en los ojos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el ama de llaves.

—He discutido con Scott

—¿Por qué?

—Sir Roger Sullivan quiere pedir mi mano y Scott está más que dispuesto a dar su beneplácito para que me despose con él —respondió Kristen, dando vueltas de un lado a otro de la estancia.

—¿Cómo?

Bertha frunció el ceño con cierta incredulidad.

—Como lo oyes.

—¿Y con qué derecho va a conceder tu mano a Sir Roger sin tu consentimiento? —dijo.

—Desde que murió mi madre es mi tutor legal. Eso le da oficialmente derecho a tomar decisiones por mí. Entre ellas, desposarme con quién le plazca —respondió Kristen. Se giró hacia Bertha. En los ojos azules podía advertirse un viso de angustia—. No quiero casarme con Sir Roger —dijo—. No lo amo; ni siquiera lo conozco, nana. ¿Cómo me voy a casar con un hombre al que no conozco? ¿Al que no he tratado? ¿Al que solo he visto un par de veces en el despacho de mi padre cuando era niña? —Hizo una pausa en su batería de preguntas—. Además, está Liam…

—Cálmate, mi niña —dijo Bertha, acariciando cariñosamente el rosto de Kristen.

—Nana, ¿qué va a pasar con Liam si me caso con Sir Roger Sullivan? —Kristen sacudió la cabeza enérgicamente. No quería pararse a pensarlo—.  Dios mío, ¿qué voy a hacer? —De pronto comenzó a sentir el calor y la suavidad de los besos de Liam sobre sus labios—. ¿Qué voy a hacer? —musitó como si estuviera ausente. Se pasó la mano por la frente, aturdida.

Ahora que la posibilidad de perder para siempre a Liam se volvía cierta con la inminente petición de mano de Sir Roger Sullivan, Kristen se daba cuenta de que ese hombre le gustaba mucho más de lo que ella misma se imaginaba. El corazón se llenó de desasosiego.

—Habrá algo que puedas hacer para no contraer matrimonio con Sir Roger —dijo Bertha, intentando dar algún tipo de esperanza a su niña, a la que veía llena de angustia. Kristen la miró con expresión pesimista.

—Meterme monja —afirmó en tono serio.

—Tiene que haber una solución menos extrema —arguyó el ama de llaves.

—No entiendo por qué Scott asume ahora un papel de supuesto padre cuando nunca antes lo ha hecho —se preguntó Kristen, mordiéndose nerviosamente el labio inferior. Se giró y se aproximó con paso ligero a la ventana. Al otro lado, un manto de sombras cubría Londres y exhalaba un lienzo en el cielo que a Kristen se le antojó en esos momentos demasiado oscuro, demasiado lóbrego—. Jamás me ha tratado como a una hija, ni como a la hija de su mujer —dijo mientras observaba el jardín empapado de negrura a través de los cristales—. Jamás ha sentido apego o cariño filial por mí. Cuando falleció mi madre le fue indiferente si yo me iba a España a vivir o no. —Suspiró—. Creo que incluso quería que me fuese. Así podía disponer a voluntad de la fortuna que mi padre le heredó a mi madre.

—Ya sabes lo que yo pienso al respecto… —intervino Bertha cautelosamente.

—Sí, lo sé. Siempre has pensado lo que me estoy atreviendo a decir ahora.

—No debiste irte —confesó el ama de llaves en un arranque de sinceridad.

—Tuve que hacerlo, nana —alegó Kristen con nostalgia—. Tuve que huir…

—Perdóname —dijo Bertha de pronto—. A veces se me olvida que solo tenías trece años. Solo eras una niña…

—No tiene importancia, nana —dijo Kristen, de espaldas a ella.

Kristen contempló el reflejo que le devolvía el cristal de su imagen. Instantes después le pareció ver su propio rostro siete años atrás. Los ojos enrojecidos por el llanto, la expresión colmada de tristeza… La noche antes de partir hacia España la había pasado acurrucada en la cama, llorando como una Magdalena, sin consuelo. Su madre, a la que adoraba, hacía un par de días que había muerto, dejándola absolutamente sola, y su padrastro únicamente la veía —soportaba, más bien— como un estorbo. Y lo peor es que ella, con solo trece tiernos años, era consciente de ello.

La única salida que encontró fue marcharse lejos y, en cierto modo, desaparecer. Abandonar Londres, su casa, sus amigos y los recuerdos que le asolaban el alma —pese al dolor que eso le causó—, e irse a Madrid. Una prima de su madre, Mercedes, que vivía en la capital, se había ocupado de todo lo referente al viaje y a la inscripción en el nuevo colegio al que iba a asistir.

—No lo entiendo… —murmuró Kristen, poniendo voz al diálogo interior que tenía con ella misma y rompiendo el silencio.

—No le des vueltas a ese asunto. No te preguntes por qué sí o por qué no —le aconsejó Bertha con actitud maternal. Le dolía profundamente ver sufrir a Kristen de aquella manera—. Ya sabes cómo es Scott. No es nada personal contra ti. Él es así con todo el mundo.

Kristen se dio la vuelta.

—Sé que es así con todo el mundo —señaló. Los ojos se advertían vidriosos—. Pero no por eso es menos doloroso.

—Sé que el dolor es el mismo —dijo Bertha.

El ama de llaves entendía perfectamente el malestar de Kristen. Scott nunca había sido afectuoso con ella, ni siquiera cuando era una niña y se quedó huérfana. A pesar de que Milena le había pedido en su lecho de muerte que cuidara, por favor, de su pequeña.

—Le he dicho que quiero ir a la fábrica; a ver las instalaciones, a los empleados. Ni siquiera me ha hecho caso, nana —se lamentaba Kristen—. Ha cambiado inmediatamente de tema hablándome de la inoportuna petición de mano de Sir Roger Sullivan.

Chasqueó la lengua, molesta.

—Habla con Liam, mi niña —sugirió Bertha—. Él tiene que saber lo que está sucediendo.

—Sí, tengo que hablar con él —dijo Kristen—. Mañana le enviaré una nota con un mensajero para vernos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vendetta
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