25

Os llevaré a un convento

Me sorprendió que Gabriel e Ivy decidieran ir directamente a la abadía, con Xavier y Molly, después de cenar. Eran casi las diez de la noche y había dado por supuesto que se irían a dormir pronto y que esperarían a ir por la mañana. Pero, por algún motivo, pensaron que no debían retrasarlo más.

Fuera, el aire nocturno era frío y el cielo un manto azul oscuro punteado de estrellas y rasgado por alguna nube vaporosa. De no haber sido por el peligro que amenazaba desde el bosque, al otro lado de la autopista, me hubiera sentido completamente en paz. Los grillos atronaban el ambiente y una brisa suave jugaba con el cabello de Ivy y con las hojas de los árboles. Ese lugar tenía algo especial, como una dignidad tranquila, una gracia propia de tiempos remotos, un aire de misterio, como si los sauces llorones supieran algo que nosotros ignorábamos.

Molly temblaba mientras cruzaban la carretera y penetraban en las sombras de entre los árboles. Se abrochó la chaqueta y se acercó a Xavier como buscando refugio. Él le pasó un brazo por encima de los hombros y le dio un ligero apretón para tranquilizarla. Me alivió ver que Xavier mostraba por un momento su antigua forma de ser, a pesar de que su expresión siguiera siendo aparentemente tan hermética. Yo sabía que la tensión hacía más mella en él cada día y erosionaba su habitual actitud despreocupada. Ese era, en parte, el motivo de que él y Molly siempre estuvieran tirándose de los pelos. Mantenía una lucha interna: en parte veía a Molly como un punto de contacto conmigo y con nuestra antigua vida en Bryce Hamilton, pero por otro lado no podía quitarse de encima la preocupación que sentía por mí. En momentos como ese estaba resentido con Molly por la sesión de espiritismo y se culpaba a sí mismo por no haber sido capaz de cambiar el curso de los acontecimientos.

—No te pasará nada —le dijo—. No nos pasará nada.

Por la expresión perdida de sus ojos supe que estaba pensando en mí: para poder continuar, tenía que decirse a sí mismo que no me sucedía nada malo. Yo también necesitaba que lo creyera. Era su fe lo que me mantenía con vida. Me pregunté si no debería hacerle saber mi presencia, pero los últimos sucesos me habían dejado tan agotada que solamente era capaz de ser una espectadora pasiva.

El bosque se iba haciendo cada vez más tupido y cerrado, pero los afinados sentidos de Gabriel dieron con el camino de tierra que Denise había mencionado. Este tenía la amplitud necesaria para que pasara un coche, pero se notaba que durante los últimos meses lo habían descuidado, pues los matorrales empezaban a invadirlo. Las ramas de los árboles caían sobre nuestras cabezas y el suelo estaba cubierto de hojas húmedas que amortiguaban las pisadas. La luz de la luna se filtraba por los árboles y caía, lechosa, sobre el camino. La luna creciente se escondía tras las copas de los árboles a nuestro paso, dejándonos a oscuras de vez en cuando. Por suerte, la piel de Gabriel y de Ivy irradiaba luz: era muy tenue, como la luz de la pantalla de un teléfono móvil, pero era mejor que nada. De repente, una lechuza ululó y Molly tropezó a causa del sobresalto, soltando un juramento en voz baja. Gabriel aminoró el paso para quedarse a su lado y, aunque no dijo ni una palabra, ella pareció más tranquila en su presencia.

Al cabo de un rato, el bosque se aclaró un poco y pudieron ver la negra silueta del convento: la abadía María Inmaculada era un edificio neogótico de tres pisos y fachada encalada. Una capilla adosada al edificio principal elevaba sus agujas hacia el cielo nocturno, como un recordatorio de la presencia de Dios en los Cielos. Los tres pisos tenían una hilera de ventanas ojivales, la verja de entrada era de hierro forjado y un camino de grava conducía hasta la puerta principal. Una farola iluminaba el jardín delantero y en una pequeña gruta se cobijaba una estatua de la Virgen María, acompañada por las de unos santos arrodillados entre la hierba. Lo más inquietante de todo era el aspecto de abandono de ese lugar: las malas hierbas que cerraban el paso a la capilla, las hojas que inundaban el camino y se amontonaban en las ventanas del piso superior.

—Me pregunto cuántas monjas viven aquí —murmuró Xavier.

Gabriel cerró los ojos y me di cuenta de que intentaba percibir la historia de ese sitio, saber cómo había sido antes de los últimos sucesos. Él siempre tenía mucho cuidado de no entrometerse demasiado en los pensamientos íntimos de las personas: se limitaba a tantearlos para conocerlos.

—En total son doce monjas —dijo al final—. Incluida la que se ha puesto enferma.

—¿Cómo lo sabes? —peguntó Molly—. No parece que aquí pueda vivir nadie.

—Ahora no es el momento de hacer preguntas —cortó Ivy con impaciencia—. Esta noche verás muchas cosas que no tendrán explicación.

—Creo que es más fácil si no piensas mucho —le aconsejó Xavier.

—¿Y cómo se supone que puedo hacer eso? —se quejó Molly—. Me siento como en uno de esos programas en que alguien aparece de repente y descubre que a uno le acaban de tomar el pelo.

—Creo que en esos sitios solo toman el pelo a la gente famosa —dijo Xavier entre dientes.

Molly se enojó.

—¡Gracias por la ayuda!

—Mira. —Xavier se puso frente a ella—. A ver si te puedo ayudar. ¿Sabes cuando en una película de terror uno de los personajes decide entrar en una habitación oscura donde lo espera el asesino?

—Sí —repuso Molly, desconcertada.

—¿Y te preguntas por qué ese personaje es tan tonto como para entrar en esa habitación?

—Bueno, no, porque es una película. Simplemente la miras.

—Exacto —dijo Xavier—. Pues piensa en esto como si fuera una película y no hagas preguntas. Si no, solo conseguirás ponértelo todo más difícil.

Pareció que Molly quisiera iniciar una discusión, pero al final se mordió el labio y asintió, insegura.

La verja se abrió con facilidad a una orden de Gabriel y el grupo se acercó despacio a los escalones que conducían al porche delantero de la abadía. Me di cuenta de que la expresión de preocupación de Ivy se acentuó cuando vio unas marcas profundas e irregulares en los tablones de madera que se extendían por toda la fachada principal y subían hasta una de las ventanas, como si hubieran arrastrado hacia dentro a alguien que se resistiera mucho. Inmediatamente pensé en el pobre ser humano víctima de una posesión tal que lo hiciese capaz de semejante cosa. Los arañazos eran muy profundos e indicaban que la madera se le tenía que haber clavado bajo las uñas. Me estremecí al pensar qué otros sufrimientos le habrían infligido a esa pobre hermana.

El porche daba la vuelta a todo el convento y estaba cubierto con unos bonitos toldos blancos. Dos mecedoras blancas reposaban al lado de una mesilla donde todavía había una bandeja con el té de la tarde. Los insectos se habían adueñado de las galletas del plato, y el té, servido en tazas de porcelana, había enmohecido. En el suelo vi un rosario, como si se le hubiera caído a alguien que tuviera prisa. La puerta mosquitera estaba arañada y la malla arrancada, como si hubieran intentado sacar la puerta de los goznes. Xavier y Gabriel se miraron, inseguros.

—Vamos allá —dijo Xavier con un profundo suspiro.

Alargó la mano y tocó el timbre. Inmediatamente se oyó el eco dentro del edificio. Pasaron varios minutos en un completo silencio.

—No pueden ignorarnos toda la noche. —Ivy cruzó los brazos—. Vuelve a llamar.

Xavier obedeció, aguantando el timbre más rato. Ahora el sonido se oyó con mayor fuerza dentro de la casa, casi como una llamada fúnebre que anunciara un desastre inminente. Ojalá las monjas supieran que les acababa de llegar la ayuda que necesitaban. Se oyó cómo alguien arrastraba los pies en el vestíbulo, pero la puerta permanecía cerrada. Si hubieran querido, Ivy y Gabriel hubieran podido destrozarla, pero supuse que eso no era lo mejor para convencer a las nerviosas monjas de que estaban de su lado.

—Por favor, abran la puerta —dijo Gabriel, apoyándose en la puerta mosquitera—. Hemos venido a ayudarlas.

La puerta se abrió un poco, pero todavía con la cadena de seguridad. Por la rendija vimos un rostro que escudriñaba con cautela a mi hermano.

—Me llamo Gabriel, esta es mi hermana y estos son unos amigos —continuó Gabriel con amabilidad—. ¿Le puedo preguntar cuál es su nombre?

—Soy la hermana Faith —contestó la monja—. ¿Por qué han venido?

Hablaba con gran dulzura, pero me di cuenta de que el tono de su voz delataba miedo. Ivy decidió acercarse y comunicarle sus intenciones.

—Sabemos lo de la hermana Mary Clare y conocemos el motivo de su enfermedad —dijo en un tono lleno de compasión—. No tienen que esconderse más. Nosotros podemos expulsar a la criatura que ha tomado posesión de ella.

—¿Pueden hacerlo? —La hermana pareció un tanto esperanzada, pero inmediatamente volvió a mostrarse suspicaz—. Lo siento, pero no les creo. Hemos llamado a todos los sacerdotes y pastores del condado y no han sido capaces de hacer nada al respecto. ¿Por qué son distintos ustedes?

—Tiene que confiar en nosotros —dijo Ivy en tono solemne.

—La confianza es algo que escasea en estos momentos. —La monja se estremeció y se le quebró la voz.

—Nosotros sabemos cosas —insistió Ivy—. Tenemos un conocimiento que los demás no poseen.

—¿Cómo puedo estar segura de que no son uno de ellos?

—Doy por sentado que usted cree en Dios, hermana —intervino Gabriel.

—He visto cosas… —A la monja le falló la voz, como si ya no supiera en qué podía creer y en qué no. Pero retomó el hilo de sus pensamientos—. Por supuesto que sí.

—Entonces, crea que Él está aquí ahora —repuso Gabriel—. Sé que su fe ha sido puesta a prueba en extremo, pero no ha sido sin un motivo. Ustedes han sido tocadas por la oscuridad, pero no han sido vencidas. Ahora las tocará la luz. Benditos sean los puros de corazón porque ellos conocerán a Dios; benditos sean los perseguidos porque suyo será el Reino de los Cielos. Déjenos entrar, hermana. Deje que Dios regrese a su casa. Si nos echa, sucumbirá usted a la oscuridad.

Molly estaba boquiabierta mirando a mi hermano. Dentro de la casa reinaba un silencio mortal. Entonces, despacio, la monja quitó la cadena de seguridad y abrió la puerta principal de la abadía. La hermana Faith los miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Oh, por todos los cielos —susurró—. Así que Él no nos ha abandonado.

La monja debía de tener unos sesenta años. Era una mujer robusta, de piel clara y recién lavada. Tenía unas finas arruguitas alrededor de los ojos, y me pregunté si no se le habrían formado durante los últimos meses. En el pasillo había una lámpara sobre una mesilla que iluminaba un amplio vestíbulo y una escalera redonda. El ambiente tenía olor a rancio.

Mientras Gabriel y los demás se presentaban, observé unas fotografías en blanco y negro que estaban colgadas en la pared. Los cristales de todas ellas estaban rotos, así que las imágenes se veían borrosas, pero vi que eran testimonio de la inauguración oficial del convento, en 1863. Al principio, el edificio se había construido para albergar a un grupo de monjas irlandesas que lo gestionaron durante medio siglo como orfanato y refugio para las mujeres jóvenes que habían caído en desgracia.

La hermana Faith nos acompañó y pasamos por delante de una sala en la que habían tendido colchones en el suelo. Estaba claro que las hermanas tenían miedo de dormir en los pisos de arriba. Mientras nos dirigíamos a las escaleras entreví despensas, la enfermería y una rústica cocina, todas ellas en la planta baja. Ese sitio debía de haber sido hermoso antes: acogedor en invierno, aireado y luminoso en verano. Pero ahora era un hogar destrozado. El suelo de la cocina estaba lleno de utensilios rotos, como si alguien los hubiera lanzado contra las paredes de la habitación. Varias sillas rotas se apilaban en un rincón, y al lado de la puerta había un montón de sábanas rasgadas. Supuse que las hermanas habían intentado expulsar al demonio por su cuenta pero sin éxito. Tuve que apartar la mirada ante un montón de hojas arrancadas de la Sagrada Biblia, pues verlas me revolvía las entrañas. Me provocaba una gran extrañeza encontrarme en un lugar de la Tierra tan dañado por la acción del Diablo. Algo terrible había hecho temblar los cimientos de esa casa, destrozando incluso los jarrones de cerámica y tumbando los muebles. Además, hacía un calor sofocante que, incluso en mi forma proyectada, se me pegaba a la piel. Molly se quitó la chaqueta enseguida, pero los demás no se inmutaron a pesar de la incomodidad.

En el segundo piso se encontraba el ala de los dormitorios —habitaciones contiguas del tamaño de celdas en las que no quedaba ningún colchón— y los lavabos comunitarios. Finalmente nos detuvimos ante una serpenteante escalera de madera de caoba que conducía al ático, donde habían aislado a la hermana Mary Clare por su propia seguridad y la de las demás monjas. Antes de subir, la hermana Faith se mostró indecisa.

—¿De verdad pueden devolver a la hermana Mary Clare a las manos de Dios? —preguntó.

—Tenemos que examinar en qué condiciones se encuentra antes de contestar —repuso Gabriel—. Pero, desde luego, lo intentaremos.

Ivy tocó con suavidad a la hermana Faith en el brazo.

—Llévenos hasta ella.

La monja dirigió una mirada de preocupación a Xavier y a Molly.

—¿A todos? —preguntó en un hilo de voz—. ¿Están seguros?

Gabriel, con una sonrisa tensa, respondió:

—Son capaces de aguantar más de lo que parece.

Las escaleras desembocaban en una puerta que se encontraba cerrada. Incluso en mi forma espectral pude notar la energía maligna que vibraba al otro lado de ella. Era casi una fuerza física que intentaba rechazar la presencia de Ivy y Gabriel. Además del olor a cerrado, de debajo de la puerta salía un olor a fruta podrida, como cuando la pulpa se marchita y se agrisa, comida por los insectos. El hedor hizo estremecer a Xavier, y Molly tosió y se cubrió la nariz con la mano. Mis hermanos no mostraron reacción alguna. Permanecían el uno al lado del otro, hombro con hombro, en una actitud de absoluta unidad.

—Les pido disculpas por el olor —dijo la hermana Faith—. Pero el ambientador no hace ningún efecto.

El pequeño rellano estaba iluminado tan solo por una vela que goteaba sobre su candelero de plata, encima de un antiguo tocador. La hermana Faith hundió ambas manos en sus profundos bolsillos y sacó una vieja llave de latón. Del otro lado de la puerta nos llegaron unos golpes sordos, una respiración entrecortada y el chirrido de una silla al arrastrarla sobre los tablones de madera del suelo. Luego oímos como un rechinar de dientes y un crujido seco, parecido al que produce un hueso al romperse. La hermana Faith se santiguó y miró a Gabriel con expresión de desesperación.

—¿Y si no pueden ayudarla? —susurró—. ¿Y si los mensajeros del Señor también fallan?

—Sus mensajeros nunca fallan —repuso Ivy con calma.

Mi hermana se sacó una goma de pelo del bolsillo y se recogió el cabello dorado en una pulcra cola de caballo. Fue un gesto pequeño, pero significaba que se estaba preparando para una violenta batalla.

—Hay tanta oscuridad ahí dentro. —El rostro de la hermana Faith se deformó en una mueca de dolor—. Una oscuridad que vive, que respira y que es tangible. No quiero ser responsable de la pérdida de ninguna vida…

—Nadie va a morir esta noche —aseguró Gabriel—. No si está a nuestro cuidado.

—¿Cómo puedo estar segura? —La hermana Faith meneaba la cabeza—. He visto demasiadas cosas… no puedo confiar… no sé cómo se supone que debo…

Para mi sorpresa, Xavier dio un paso hacia delante.

—Con todo mi respeto, señora, no hay tiempo que perder —habló con calma pero con firmeza—. Un demonio está destrozando a una de sus hermanas y nos encontramos a las puertas de una guerra apocalíptica. Ellos harán todo lo que puedan por ayudarlas, pero debemos dejar que hagan su trabajo.

Xavier se quedó con la mirada perdida, como si recordara algo que hubiera sucedido mucho tiempo antes, pero inmediatamente puso una mano sobre el hombro de la hermana Faith y acabó:

—Hay cosas que están más allá de la comprensión humana.

Si mi forma de espectro me lo hubiera permitido, en ese momento habría llorado. Esas palabras eran mías. Yo se las había dicho a Xavier aquel día en la playa, cuando hice un gran acto de fe y me lancé desde un acantilado para desplegar las alas y revelarle mi verdadera identidad. Cuando pude convencer a Xavier de que no se trataba de una broma estrafalaria, tuve que responder a muchas preguntas. Él quiso saber por qué estaba allí, cuál era mi objetivo y si Dios existía de verdad. Y yo le dije: «Hay cosas que están más allá de la comprensión humana». Xavier no lo había olvidado.

Recordaba esa noche como si hubiera sido la del día anterior. Si cerraba los ojos, todos los recuerdos venían a mí como el flujo de la marea. Veía el grupo de adolescentes alrededor de la crepitante fogata que escupía fieramente sus ascuas encendidas hacia la arena. Volvía a sentir el penetrante olor del océano y el tacto del jersey azul claro de Xavier entre los dedos. Recordaba el aspecto de los oscuros arrecifes, como imponentes piezas de un rompecabezas gigante recortadas contra el cielo malva. Y experimentaba de nuevo el momento del salto hacia delante con que abandoné la fuerza de la gravedad. Esa noche había sido el comienzo de todo. Xavier me había aceptado en su mundo y yo había dejado de ser la niña que apretaba la nariz contra un cristal de ventana para observar un lugar del que nunca podría formar parte. Esos recuerdos me llenaron de nostalgia. En esos momentos creíamos que enfrentarnos a Gabriel y a Ivy sería un reto. ¡Si hubiéramos sabido lo que nos aguardaba!

El sonido de la llave en la cerradura me hizo volver a la realidad. Las palabras de Xavier habían animado a la monja a que nos mostrara lo que se escondía al otro lado de la puerta. Todos aguantaron la respiración: el hedor de fruta podrida se hizo más fuerte y se oyó un gruñido aterrador. La puerta se abrió lentamente girando sobre sus goznes, y pareció que el tiempo se hubiera detenido.

La habitación era muy corriente: tenía escaso mobiliario y solo era un poco más grande que los pequeños dormitorios del segundo piso. Pero lo que se agazapaba en su interior no tenía nada de normal.