9

El Lago de los Sueños

Mi sufrimiento aumentaba cada día que pasaba sin tener noticias de Venus Cove.

Solamente podía pensar en que yo ya no formaba parte de la vida de mis seres queridos. Sabía que debían estar muertos de preocupación. ¿Habrían adivinado que Jake me había traído aquí, o estaban a punto de denunciar mi desaparición? Sabía que si me encontrara prisionera en cualquier punto de la Tierra, mis hermanos me localizarían. Pero no tenía ni idea de si sus sentidos podrían llegar hasta el centro de la Tierra.

Cuando pensaba en mi familia, recordaba las cosas más sencillas: cómo mi hermano experimentaba en la cocina manejando la comida como si fuera un arte; cómo mi hermana me cepillaba el cabello con una habilidad que solo ella tenía. Pensaba en los dedos de mi hermano, que conseguían que cualquier instrumento se rindiera a su voluntad; pensaba en la cascada de cabello dorado de Ivy. Pero casi todo el tiempo pensaba en Xavier: en las simpáticas arruguitas que se le formaban a los lados de los ojos cada vez que sonreía, y en el olor que quedaba en el Chevy después de que comiéramos hamburguesas y patatas fritas delante del océano con la capota plegada. A pesar de que tan solo habían pasado pocos días de mi desaparición, a cada momento que pasaba sentía una tristeza mayor. Lo peor de todo era que sabía que Xavier se estaría echando la culpa a sí mismo y que yo no podía hacer nada para aplacar ese sentimiento.

El tiempo se había convertido en mi peor enemigo. Mientras me encontraba en la Tierra me resultaba precioso porque no sabía hasta cuándo duraría, pero aquí se me hacía eterno e inmensurable. Lo más difícil de soportar era el aburrimiento. No solamente me encontraba prisionera en el apagado mundo de Jake, sino que también era un ángel en el Infierno y su elite me trataba con burla o curiosidad malsana. Casi todo el rato me sentía como una atracción de feria. Ese lugar parecía tener algo que me devoraba por dentro, como un cáncer. Era fácil rendirse —dejar de pensar, dejar de luchar—, y ya me daba cuenta de que me estaba pasando. Me aterrorizaba pensar que un día pudiera despertarme y no sentir ninguna preocupación por el sufrimiento humano, ni por si yo vivía o moría.

Después de mi encuentro con ese agujero del terror y de lo que vi allí, pasé días sumida en una profunda depresión. Tenía poco apetito, pero Hanna era paciente conmigo. El ayudante de Jake, Tucker, me había sido asignado como guardaespaldas personal, por lo que siempre estaba cerca de mí, aunque rara vez hablaba. Ambos se habían convertido en mis constantes compañeros.

Una noche se encontraban los dos en mi habitación, como siempre. Hanna intentaba convencerme de que tomara un par de sorbos de un caldo que me había preparado mientras que Tucker se entretenía arrugando unos papeles y lanzándolos al fuego de la chimenea para ver cómo se encendían. Rechacé el postre que Hanna me ofrecía y su rostro se crispó de angustia. Tucker la miró y meneó la cabeza: se entendían sin palabras. Hanna soltó un largo suspiro y dejó la bandeja con la cena; él volvió a lanzar bolas de papel al fuego. Yo me enrosqué a los pies de la cama: la antigua Bethany Church se sentía muerta y enterrada; sabía que el horror que había visto me acompañaría siempre.

El zumbido de la tarjeta de plástico en la puerta nos sobresaltó a todos. Jake entró en la habitación sin previo aviso, tan seguro de su autoridad que no se le ocurrió que podía estar invadiendo mi intimidad, como si tener acceso a mí en cualquier momento fuera uno de sus derechos. Tucker se puso en pie, azorado, sin saber cómo parecer útil, pero Jake no le hizo caso y se dirigió directamente hacia mí observándome con atención. A diferencia de Tucker, yo no hice ningún esfuerzo por incorporarme, ni siquiera volví la cabeza para mirarle.

—Tienes un aspecto horrible —comentó—. Me sabe mal tener que decírtelo.

—No quiero verte —repuse en tono desganado.

—Creí que a estas alturas ya habrías comprendido que en este lugar hay cosas mucho peores que verme. Venga, no puedes culparme de lo que viste. Yo no creé este lugar aunque ejerza cierta jurisdicción sobre él.

—¿Es que disfrutas infligiendo dolor, torturando? —le pregunté con voz débil y mirándolo a los ojos—. ¿Es que te excita?

—Cálmate. —Jake pareció ofendido—. Yo no torturo a nadie personalmente. Tengo cosas más importantes que hacer.

—Pero sabes que todo eso ocurre —insistí—. Y no haces nada al respecto.

Jake intercambió una mirada divertida con Tucker, que me observaba con el ceño fruncido, como si yo fuera una idiota.

—¿Y por qué motivo debería hacer algo? —preguntó.

—Porque son personas —repuse, desfallecida.

Hablar con Jake siempre resultaba agotador; era como correr en círculo sin llegar a ninguna parte.

—No, la verdad es que son las almas de personas que fueron muy malas durante su vida —me explicó con paciencia.

—Nadie merece esto… no importan los crímenes que hayan cometido.

—¿Ah, no? —Jake cruzó los brazos—. Entonces es que no tienes ni idea de lo que la humanidad es capaz de hacer. Además, todos ellos tuvieron la oportunidad de arrepentirse y prefirieron no hacerlo. Así es como funciona el sistema.

—¿Sí? Bueno, pues tu sistema da asco. Convierte a la buena gente en monstruos.

—Esa es la diferencia entre tú y yo: tú insistes en que los humanos son básicamente buenos a pesar de que todas las pruebas demuestran lo contrario. Los seres humanos… ¡agg! —Jake se estremeció—. ¿Qué tienen de noble? Comen, se aparean, duermen, luchan… No son más que organismos básicos. Mira lo que millones de ellos le han hecho al planeta: su mera existencia contamina su Tierra y tú nos culpas a nosotros de ello. Si los humanos son el mayor logro de Dios, este debería revisar su diseño a fondo. Mira a Tucker, por ejemplo. ¿Por qué crees que lo tengo aquí? Es para recordarme la falibilidad de Dios.

Tucker se sonrojó, pero Jake no pareció darse cuenta.

—Las personas son mucho más que eso —repliqué, en parte para desviar su atención de la vergüenza de Tucker—. Son capaces de soñar, de tener esperanzas, de amar. ¿Es que eso no cuenta?

—Pues esos son todavía peores, porque deliran. Quítate toda compasión de encima, Bethany, aquí no te va a hacer ningún bien.

—Prefiero morir a ser como tú —contesté.

—Eso no es posible —repuso Jake con jovialidad—. Aquí no puedes morir. Solo en la Tierra existen nociones tan ridículas como la vida y la muerte. Ese es otro de los pequeños caprichos de tu padre.

Por suerte, unas voces procedentes de fuera y la abrupta entrada de una mujer en mi habitación me evitaron tener que continuar discutiendo con Jake. La mujer apareció con una actitud de aplomo digna de una celebridad.

—Se supone que esta es mi habitación —refunfuñé—. ¿Por qué todo el mundo cree que puede entrar sin…?

Al observar con mayor detenimiento a esa mujer, me callé de golpe. Se trataba de la camarera de los tatuajes que había visto en el Orgullo. Habría sido difícil olvidar la mirada asesina que me había dirigido entonces. Ahora me consideró brevemente, como si mi presencia fuera tan poco notoria que no valiera la pena dedicarle tiempo ni esfuerzo. Estaba muy enojada. Pasó al lado de Tucker con gesto brusco y una expresión tensa en los labios.

—Así que es aquí donde te escondes —le dijo a Jake en tono de reproche.

—Me preguntaba cuánto tardarías en aparecer —contestó Jake con desgana—. ¿Sabes que te estás ganando fama de acosadora?

—Qué pena que la mala reputación no sirva una mierda —replicó ella.

Jake le hablaba con cierto tono de desdén, pero a ella eso parecía divertirla.

—Beth, te presento a Asia, mi… mi personalísima… ayudante personal. Se estresa mucho cuando no sabe dónde encontrarme.

Yo me incorporé para observarla mejor. Asia era una mujer alta y atractiva, como una amazona. Iba provocativamente vestida con un top dorado y una minifalda de piel. El pelo, negro azabache y ensortijado, enmarcaba unas facciones felinas. Tenía unos labios exageradamente llenos, maquillados con brillo, que no acababan de juntarse nunca. Su actitud física me recordaba la de un boxeador, con los hombros siempre ligeramente echados hacia atrás. Su piel, brillante y de color café, parecía recién untada de aceite. Calzaba unos zapatos extraordinarios que parecían piezas de arte: eran unos botines beis de tacón de aguja y acordonados que dejaban los dedos al descubierto.

—Son unos Jimmy Choo —dijo, leyéndome el pensamiento—. Divinos, ¿verdad? Jake los manda hacer para mí cada estación del año.

Sus ojos llameantes me miraban con una expresión que yo conocía bien. La había visto en otras ocasiones en los ojos de las chicas de la escuela, cuando querían dejar bien clara una advertencia: «no tocar». Asia no tenía que decirme nada más, su expresión era bien clara. Era la amante de Jake y me estaba dirigiendo un claro aviso: si apreciaba mi vida, Jake estaba fuera de mis posibilidades. Para que su relación con Jake quedara manifiesta, enroscó sus brazos alrededor de su torso como un áspid, frotándose y apretándose contra él. Él deslizó una mano por uno de los pulidos muslos de ella, pero sus ojos expresaban aburrimiento. Asia me observaba de pies a cabeza con un gesto que dejaba claro que no se sentía impresionada por lo que veía.

—¿Así que esta es la zorrita de la que todo el mundo habla? Qué pequeña, ¿no?

Jake chasqueó la lengua.

—Asia, juega limpio.

—No comprendo a qué viene tanto alboroto —continuó ella, que ahora caminaba a mi alrededor con paso de pantera—. Si quieres saber mi opinión, cariño, creo que estás bajando el listón.

—Bueno, nadie te la ha pedido. —Jake le dirigió una mirada de advertencia—. Y ya hemos hablado de esto; Beth es especial.

—¿Estás diciendo que yo no lo soy? —Asia se llevó las manos a las caderas y arqueó las cejas con gesto de flirteo.

—Oh, no, tú eres muy especial —rio Jake—. Pero de una forma distinta. No creas que tus talentos no han sido apreciados.

—¿Y a qué viene este vestido de Mary Sue? —preguntó Asia, tirando de uno de los volantes de mis mangas—. ¿Es que te has vuelto un fetichista de las bellezas sureñas? Es muy pura. Ese es el rollo, ¿verdad? Pero ¿en serio la tienes que vestir como si tuviese doce años?

—¡A mí no me ha vestido nadie! —repliqué.

—¡Oh, qué mona! —Asia me dirigió una mirada irónica—. ¡Si habla!

—Le estaba contando a nuestra invitada cómo funcionan las cosas aquí —dijo Jake, dirigiendo la conversación a un terreno menos espinoso—. Le estaba intentando explicar que aquí la muerte y la vida no tienen ningún sentido. ¿Te importaría ayudarme en una pequeña demostración?

—Con gusto —asintió Asia.

Se colocó delante de él, echó la cabeza hacia atrás y, con ademán seductor, se desabrochó el top. Luego se lo quitó, quedándose solamente con el sujetador puesto y luciendo la suave piel de color chocolate con leche de todo el torso. Jake recorrió su cuerpo con mirada apreciativa un instante y, rápidamente, se dio la vuelta y tomó el atizador que se encontraba colgado al lado de la chimenea. Me di cuenta demasiado tarde de cuál era su intención y un grito se me quedó helado en la garganta: Jake acababa de apretar la punta del instrumento contra el pecho de ella. Yo esperaba oír un aullido de dolor, ver sangre, esperaba cualquier cosa excepto lo que sucedió. Asia se limitó a inhalar profundamente, estremeciéndose de placer, y cerró los ojos en éxtasis. Cuando los abrió y vio mi expresión de horror, estalló en carcajadas. Tenía el atizador clavado varios centímetros en el pecho, pero no se veía ninguna señal de herida. Parecía que se hubiera fundido con su cuerpo, como si siempre hubiera formado parte de él. Asia tomó el atizador con las dos manos y tiró de él. Se oyó un chasquido asqueroso, como de succión, y al cabo de unos segundos la suave piel ya se había cerrado sobre el pequeño y limpio orificio que el instrumento había hecho.

—¿Lo ves? —dijo Asia—. La muerte no tiene nada que hacer con nosotros. Más bien trabaja para nosotros.

—Pero yo no estoy muerta —espeté sin pensarlo dos veces.

Asia, que había dejado caer el atizador al suelo, se agachó para cogerlo de nuevo.

—¿Por qué no lo comprobamos? —dijo entre dientes.

Se acercó a mí a una velocidad de fiera, pero Jake fue más rápido y se interpuso entre ella y yo, quitándole el atizador de un manotazo. La tiró sobre el sofá y se agachó encima de ella apretando la punta del instrumento contra su garganta. Los ojos de Asia brillaban de excitación. Hizo rechinar los dientes mientras se frotaba las caderas con las manos.

—Bethany no es un juguete —dijo Jake, como si riñera a una niña traviesa—. Intenta verla como si fuera tu hermanita.

Asia levantó las dos manos en signo de rendición, pero no pudo reprimir una mueca de profunda decepción.

—Antes eras más divertido.

—No le hagas caso. —Jake me miró—. Se acostumbrará a ti con el tiempo.

«Eso si sobrevivo», pensé con amargura.

—No tiene sentido —dije—. ¿Cómo es posible que torturéis a esas almas si no pueden sentir dolor?

—Yo no he dicho que ellas no puedan sentir dolor —explicó Jake—. Solamente los demonios somos inmunes a él. Las almas, por el contrario, lo sienten todo agudamente. La belleza del Infierno consiste en que se regeneran para revivirlo todo otra vez.

—El círculo de la tortura se repite constantemente —dijo Asia con ojos enloquecidos—. Los podemos hacer trizas y a la puesta de sol vuelven a estar enteros. Los pobres imbéciles se sienten tan aliviados cuando se acercan al final… Deberías verles la cara cuando se levantan sin ninguna cicatriz en el cuerpo y todo vuelve a comenzar.

Mi rostro debió de dejar traslucir el mareo que estaba sintiendo. Me senté en una silla y me apoyé sobre el codo. Jake, quitándose de encima las manos de Asia, se acercó a mí. Me puso un dedo helado bajo la barbilla para hacerme levantar la cabeza.

—Dime qué sucede —pidió en un tono sorprendentemente vacío de todo sarcasmo.

—No me siento bien —me limité a decir.

—La pobrecita se ha mareado —se burló Asia entonando las palabras como en una canción.

—¿Puedo hacer algo? —preguntó Jake.

Sin darme cuenta dirigí la mirada hacia Asia. Sabía que no era sensato convertirla en mi enemiga, pero su mera presencia me hacía sentir indispuesta. Jake la miró por encima del hombro con aire displicente.

—Vete —le ordenó sin dudar.

—¿Qué?

Asia parecía verdaderamente sorprendida, incluso insegura de que Jake se dirigiera a ella.

—¡Ahora!

Estaba claro que ella nunca antes había sentido que perdía el favor de Jake, y no le gustó. Me dirigió una última mirada fulminante y salió de la habitación tempestuosamente. Cuando se hubo ido respiré, aliviada. La malignidad que Asia emanaba resultaba debilitante, como si se alimentara de mi fuente de vida.

—Tucker, sírvenos una copa —ordenó Jake.

Tucker se reanimó de inmediato. Se dirigió al tocador, cogió el decantador y llenó unas copas de cristal. Luego se las ofreció a Jake con un gesto que era una mezcla de miedo y de odio. Jake me acercó una de las copas.

—Bébete esto.

Di unos sorbitos de ese líquido brillante y tibio. Me sentí mejor. Al tragarlo me quemó por dentro, pero de alguna manera tuvo un efecto soporífero.

—Necesitas conservar la energía —me dijo Jake pasándome un brazo por la cintura con despreocupación. Al instante lo aparté—. No tienes por qué estar siempre tan a la defensiva.

Jake se balanceó juguetonamente en uno de los postes de la cama y saltó a mi lado con tanta agilidad que no tuve tiempo de reaccionar. Su rostro, aunque extrañamente tenebroso, resultaba hermoso bajo la tenue luz que nos rodeaba. Esbozó una sonrisa. Noté que tenía la respiración agitada. Sus ojos negros recorrieron mi cara sin prisas. Siempre encontraba la manera de hacerme sentir desnuda y vulnerable.

—Solo tienes que hacer un esfuerzo por sentirte feliz —murmuró mientras me recorría el brazo con la punta del dedo.

—¿Cómo puedo hacerlo, si me siento más triste que en toda mi vida? —dije. No tenía mucho sentido intentar ocultar mis sentimientos.

—Comprendo que te aferres a un amor perdido —repuso Jake en un tono que parecía casi sincero—. Pero ese humano no puede hacerte feliz porque nunca podrá comprender de verdad quién eres.

Me aparté un poco de él, pero me sujetó el brazo con más fuerza y empezó a seguir las venas que se transparentaban bajo mi piel. Me estremecí al recordar que su contacto siempre me producía una desagradable quemazón, pero esta vez fue distinto. El tacto de su dedo era casi tranquilizador; supuse que era debido a que ahora me encontraba en su territorio, así que él podía manipularlo todo como quisiera.

Cuando Jake se hubo marchado, me seguía costando calmarme. Tucker, que no dejaba de andar de un lado a otro de la puerta, me hacía sentir todavía más incómoda. En lugar de jugar con el fuego, se había sacado un aparato electrónico del bolsillo y jugaba compulsivamente para matar el tiempo.

—Puedes sentarte —sugerí, pensando que su cojera debía de molestarlo, pues no paraba de cambiar de postura y de pasar el peso del cuerpo de una pierna a la otra.

Levantó la cabeza un instante, sorprendido por mi muestra de amabilidad.

—No se lo diré a nadie —añadí, sonriendo.

Tucker dudó un momento, pero luego se relajó y se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra la puerta.

—Tendría que echar una cabezada —me dijo. Era la primera vez que le oía hablar y que me miraba directamente. Su voz no sonaba como había esperado. Era suave y dulce, y tenía un melodioso acento del sur. Pero su tono sonaba sorprendentemente hastiado para alguien de su edad—. No se preocupe por Asia, no la molestará mientras yo esté por aquí. —Se mostró orgulloso de su capacidad de guardaespaldas—. Es una buena pieza, pero a mí no me engañan fácilmente a pesar de lo que puedan pensar todos.

—No estoy preocupada —le aseguré—. Confío en ti, Tucker.

—Puede llamarme Tuck —añadió.

—De acuerdo.

Tuck dudó un instante y finalmente me miró con interés.

—¿Por qué está siempre tan triste?

—¿Tan evidente es? —sonreí ligeramente.

Tuck se encogió de hombros.

—Se le nota en los ojos.

—Es que pienso en mis seres queridos… —dije— y en si los volveré a ver algún día.

Su rostro adoptó brevemente una expresión de dolor, como si mis palabras le hubieran despertado algunos recuerdos.

—Puede volver a verlos, si quiere —murmuró.

¿Le había oído bien? De repente recuperé todas mis esperanzas y tuve que dominarme para que no me temblara la voz.

—¿Perdón? —pregunté, despacio.

—Ya me ha oído —farfulló Tuck.

—¿Estás diciendo que existe una salida de aquí?

—No he dicho eso —repuso—. He dicho que puede verlos otra vez.

Esta vez parecía ligeramente enojado por tener que explicar algo que debería haber sido evidente. De repente pensé que ese torpe chico de flequillo esquilado quizá supiera más de lo que decía. ¿Era posible que su fidelidad a Jake fuera fingida? ¿Era posible que hubiese una persona en el Hades a la que le quedara un vestigio de conciencia? ¿Me estaba diciendo Tuck que estaba dispuesto a ayudarme? Solamente había una forma de averiguarlo.

—Explícame de qué estás hablando, Tuck —le pedí con el corazón acelerado.

—Existe una manera —se limitó a decir.

—¿Me la puedes contar?

—No se la puedo contar —repuso—. Pero se la puedo mostrar. —Se llevó uno de sus grandes dedos a los labios a modo de aviso—. Pero debemos tener cuidado. Si nos descubren… —Se interrumpió.

—Solo dime qué tengo que hacer —dije con determinación.

—En el Hades hay cinco ríos. Uno es para olvidar la vida pasada, pero hay otro que permite regresar a ella. Bueno, por lo menos temporalmente —explicó Tuck—. Al beber de sus aguas, uno recibe la capacidad de visitar a sus seres queridos siempre que quiera.

—¿Visitarlos cómo?

—Proyectándose —dijo Tucker.

Parecía que cuanto más hablaba él, menos comprendía yo de qué estaba hablando. Lo miré sin entender. Mis expectativas empezaban a dar paso a la decepción. Era incluso posible que Tucker no estuviera del todo cuerdo. El hecho de que yo depositara tantas esperanzas en lo que pudiera decirme no era más que una muestra de mi desesperación.

Tuck percibió mi desconfianza y se esforzó por ser más claro.

—Hay cosas que no se explican en los libros. Beber las aguas del Lago de los Sueños provoca un estado parecido al trance que permite al espíritu separarse del cuerpo físico. Hace falta cierta habilidad, pero para alguien como usted no debería suponer ningún problema. Cuando aprenda a hacerlo, podrá ir a donde quiera.

—¿Cómo sé que no estás mintiendo?

Tucker pareció desanimarse ante mi falta de confianza.

—¿Por qué habría de mentirle? Jake me lanzará al fondo del foso si lo descubre.

—Entonces, ¿por qué me quieres ayudar? ¿Por qué te arriesgas?

—Digamos que solo busco una revancha —dijo—. Además, parece que le iría muy bien hacer una visita a su casa.

El pobre intento de mostrar sentido del humor me hizo sonreír.

—¿Tú has conseguido ir? A casa, me refiero.

Sus ojos mostraron desamparo.

—Cuando averigüé cómo hacerlo, ya no tenía mucho sentido. Todos mis conocidos ya se habían ido. Pero usted sí puede ir a ver a sus seres queridos, porque todavía están vivos.

Las posibilidades que ese lago me ofrecía me llenaron de esperanza.

—Llévame allí ahora —supliqué.

—No tan deprisa —previno—. Puede ser peligroso.

—¿Cuán peligroso?

—Si bebe demasiado, quizá luego no se despierte. —¿Y eso es muy malo?

La pregunta se me había escapado antes de darme cuenta.

—No lo es, si no le importa pasar el resto de su vida en coma, viendo a su familia cada día como se ve a los personajes de una película, pero sin ser capaz de hablar con ellos ni de tocarlos. ¿Es eso lo que quiere?

Negué con la cabeza a pesar de que me parecía bastante mejor que lo que tenía en esos momentos.

—De acuerdo —dije—. Tú te encargas de la dosis. ¡Pero tienes que llevarme allí ahora mismo!