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Los chicos están bien
En cuanto sonó el timbre de Bryce Hamilton, Xavier y yo recogimos todas nuestras cosas y nos dirigimos hacia el patio que daba al lado sur. La predicción del tiempo había anunciado una tarde despejada, pero el sol tenía que librar una ardua batalla para dejarse ver y el cielo desplegaba un gris plomizo y triste. Solo de vez en cuando unos difuminados rayos conseguían perforar las nubes y cruzaban el paisaje. Sentir su calor en la nuca me alegraba.
—¿Vendrás a cenar esta noche? —le pregunté a Xavier, entrelazando mi brazo con el suyo—. Gabriel quiere probar a preparar unos burritos.
Xavier me miró y se rio.
—¿Qué tiene de gracioso?
—Estaba pensando que en las pinturas clásicas se muestra a los ángeles como guardianes de algún trono en el Cielo, o expulsando a los demonios… Me pregunto por qué nunca se los muestra en la cocina preparando burritos.
—Porque tenemos que cuidar nuestra reputación —repuse, dándole un suave empujón con el codo—. Bueno, ¿vendrás?
Xavier suspiró.
—No puedo. Le prometí a mi hermana pequeña que me quedaría en casa y la ayudaría a vaciar calabazas.
—Vaya. Todo el rato me olvido de que es Halloween.
—Deberías intentar dejarte llevar por el ambiente —me aconsejó Xavier—. Aquí todo el mundo se lo toma muy en serio.
No exageraba: los porches de todas las casas de la ciudad estaban adornados con linternas de calabaza recortadas con forma de calavera y lápidas de yeso para la ocasión.
—Ya lo sé —asentí—. Pero solo de pensarlo se me ponen los pelos de punta. ¿Qué gracia puede tener disfrazarse de fantasma o de zombi? Es como si la peor de las pesadillas cobrara vida.
—Beth —Xavier se detuvo un instante y me sujetó por los hombros—, ¡es fiesta, anímate!
Sabía que tenía razón: debía dejar de recelar tanto. Ya habían pasado seis meses desde la terrible experiencia con Jake Thorn, y las cosas no podían ir mejor. La paz se había instalado de nuevo en Venus Cove y yo me sentía más unida que nunca a ese lugar. La soñolienta y pequeña ciudad de Sherbrooke County, arrebujada en la pintoresca costa de Georgia, se había convertido en mi hogar. La calle Mayor, con sus bonitas terrazas y cuidadas fachadas, tenía el encanto de una postal antigua, y el resto, desde el cine al viejo tribunal, desplegaba el encanto y la amabilidad de una época olvidada.
La presencia de mi familia durante el último año había ejercido una amplia influencia y Venus Cove se había convertido en una ciudad modélica: los feligreses de la iglesia se habían triplicado, las iniciativas de caridad habían recibido más voluntarios que los que nunca hubieran imaginado y las noticias sobre incidentes delictivos eran tan escasas y dispersas que el sheriff se había tenido que buscar otras actividades para ocupar el tiempo. Ahora solamente se daban pequeños conflictos, como alguna discusión entre conductores por un aparcamiento, pero eso formaba parte de la naturaleza humana: no era posible cambiarlo y nuestro trabajo no consistía en hacerlo.
Pero lo mejor de todo era que Xavier y yo nos sentíamos más unidos que nunca. Lo miré: seguía siendo tan guapo que quitaba el aliento. Llevaba la corbata aflojada y la chaqueta le colgaba del hombro. Sentía la firmeza de su cuerpo contra el mío mientras caminábamos el uno al lado del otro, al mismo paso. A veces me resultaba sencillo pensar en ambos como si fuéramos un único ser.
Desde el violento encuentro con Jake del año anterior, Xavier había decidido esforzarse más en el gimnasio y practicar deporte con mayor vigor. Yo sabía que lo hacía para estar mejor preparado en caso de que tuviera que protegerme, pero no por ello el resultado era menos atractivo: ahora tenía el pecho más desarrollado y sus abdominales parecían una tableta de chocolate. Además, sin dejar de ser delgado y bien proporcionado, los músculos de los brazos se le marcaban por debajo de la camiseta. Observé sus elegantes facciones: la nariz recta, el cabello castaño con reflejos dorados, los ojos almendrados que eran como un líquido topacio azul. En el dedo anular de la mano derecha llevaba un anillo que yo le había regalado después de que me ayudara a recuperarme del ataque de Jake. Era un grueso aro de plata tallado con los tres símbolos de la fe: la estrella de cinco puntas que simboliza la estrella de Belén, un trébol en honor de las tres personas de la Santa Trinidad y las iniciales IES, la abreviatura de Iesus, que era como se pronunciaba el nombre de Jesús en la Edad Media. Yo me había encargado uno idéntico, y me gustaba pensar que era nuestra propia y especial versión de un anillo de compromiso. Cualquier persona que hubiera sido testigo de todo lo que había visto Xavier habría perdido toda fe en Nuestro Padre, pero él tenía fortaleza de mente y de espíritu. Xavier se había comprometido con nosotros y yo sabía que nada podría convencerlo de romper ese compromiso.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando nos encontramos con un grupo de compañeros de waterpolo de Xavier en el aparcamiento. Conocía los nombres de algunos de ellos y pude oír las últimas frases de la conversación que mantenían.
—No puedo creer que Wilson se haya enrollado con Kay Bentley —se burlaba un chico que se llamaba Lawson. Todavía se le veían los ojos vidriosos a causa de las desventuras del fin de semana. Sabía por experiencia que era muy probable que en ello se hubieran visto implicados un barril de cerveza y un deliberado daño contra la propiedad ajena.
—Está acabado —repuso alguien—. Todo el mundo sabe que ella tiene más kilómetros que el viejo Chrysler de mi padre.
—A mí me da igual mientras no se metieran en mi cama. Tendría que quemarlo todo.
—No te preocupes, tío, lo más seguro es que estuvieran en el patio trasero.
—Iba tan pasado que no me acuerdo de nada —declaró Lawson.
—Recuerdo que intentaste enrollarte conmigo —replicó un chico llamado Wesley que pronunciaba las frases con marcada cadencia. Sonrió con una mueca que le desfiguró toda la cara.
—Bueno… estaba oscuro. Te habría podido ir peor.
—Qué gracioso —gruñó Wesley—. Alguien ha colgado la foto en Facebook. ¿Qué le voy a decir a Jess?
—Dile que no te pudiste resistir al musculoso cuerpo de Lawson. —Xavier le dio unos toquecitos en el hombro con un dedo y pasó por su lado con actitud despreocupada—. La verdad es que tantas horas con la PlayStation lo han puesto cachas.
Me reí y Xavier abrió la puerta de su descapotable azul Chevy Bel Air. Entré, me desperecé e inhalé el familiar olor de la piel de los asientos. Ahora el coche ya me gustaba tanto como a Xavier: nos había acompañado desde el principio de todo, desde nuestra primera cita en el café Sweethearts hasta el enfrentamiento con Jake Thorn en el cementerio. A pesar de que sería incapaz de admitirlo, la verdad era que ya pensaba en ese Chevy como si tuviera personalidad propia. Xavier giró la llave del contacto y el coche se puso en marcha. Parecían sincronizados: era como si él y el coche estuvieran totalmente compenetrados.
—Bueno, ¿ya has decidido el disfraz?
—¿Qué disfraz? —pregunté sin comprender.
Xavier meneó la cabeza.
—El de Halloween. ¡No te duermas!
—Todavía no —admití—. Estoy en ello. ¿Y tú?
—¿Qué te parece el de Batman? —preguntó guiñándome un ojo—. Siempre he querido ser un superhéroe.
—Lo que quieres es conducir el Batmóvil.
Xavier sonrió con expresión de culpabilidad.
—¡Me has pillado! Me conoces demasiado.
Cuando llegamos al número 15 de Byron Street, Xavier se inclinó hacia mí y me dio un suave y dulce beso en los labios que me hizo derretir y que consiguió que el mundo exterior se desvaneciera. Lo acaricié, disfrutando de la suavidad de su piel bajo mis dedos, y me dejé envolver por su olor, fresco y limpio como la brisa del océano y mezclado con un toque más penetrante, como una mezcla de vainilla y de sándalo. Guardaba una de sus camisetas impregnada de su colonia debajo de mi almohada, y cada noche imaginaba que se encontraba a mi lado. Es curioso que el comportamiento más bobo pueda resultar completamente normal cuando se está enamorado. Sabía que algunas personas nos veían un tanto ridículos a Xavier y a mí, pero nosotros estábamos demasiado absorbidos el uno con el otro para darnos cuenta.
Cuando Xavier detuvo el coche al final de la curva regresé de golpe a la realidad, como si me despertara de un profundo sueño.
—Vendré a buscarte mañana por la mañana —dijo dirigiéndome una sonrisa de ensueño—. A la hora de siempre.
Me quedé de pie en nuestro desordenado patio hasta que el Chevy finalmente giró al final de la calle.
Byron continuaba siendo mi refugio y me encantaba retirarme en él. Allí todo me resultaba tranquilizador y familiar: desde el crujido de los escalones del porche delantero hasta las aireadas y amplias habitaciones interiores. Era como recogerse en un protector capullo alejado de todas las turbulencias del mundo. Era verdad que, a pesar de que me encantaba la vida de los humanos, a veces también me asustaba. La Tierra tenía problemas: problemas que eran demasiado grandes y complejos para comprenderlos de verdad. Cada vez que pensaba en ello la cabeza me daba vueltas. También me sentía inútil. Pero Ivy y Gabriel me decían que dejara de malgastar mis energías y que me concentrara en nuestra misión. Habíamos planeado visitar otras ciudades y pueblos de los alrededores de Venus Cove para echar a todas las fuerzas oscuras que pudieran encontrarse allí. Poco podíamos imaginar que ellas nos encontrarían a nosotros antes de que pudiéramos ir a buscarlas.
Cuando llegué a casa la cena ya estaba en marcha. Mis hermanos estaban fuera, en la terraza, cada uno dedicado en una actividad solitaria: Ivy tenía la nariz metida en un libro y Gabriel estaba profundamente concentrado en componer con su guitarra. Sus dedos expertos tocaban las cuerdas con suavidad, obedeciendo sus silenciosas órdenes. Fui hasta ellos y me arrodillé al lado de mi perro, Phantom, que dormía profundamente con la cabeza apoyada sobre las patas delanteras. Al sentir el contacto de mi mano sobre su pelaje plateado y lustroso, se despertó y me miró con unos ojos tristes y brillantes como la luna, como diciéndome: «¿Dónde has estado todo el día?».
Ivy estaba medio recostada en la hamaca. La melena dorada le caía hasta la cintura y le brillaba a la luz del sol de poniente. Mi hermana no sabía bien cómo relajarse en una hamaca: se la veía demasiado bien puesta. Parecía una criatura mítica que se hubiera encontrado plantada sin ningún miramiento en un mundo que para ella no tenía ningún sentido. Llevaba puesto un vestido de muselina de color azul pastel y, para protegerse del sol, había colocado una sombrilla con volantes que, sin duda, debía de haber encontrado en alguna tienda de antigüedades y ante la cual no se había podido resistir.
—¿De dónde has sacado eso? —le pregunté riéndome—. Creo que hace mucho tiempo que están pasadas de moda.
—Bueno, a mí me parece encantadora —repuso Ivy mientras dejaba a un lado la novela que estaba leyendo. Eché un vistazo a la portada.
—¿Jane Eyre? —pregunté sin poder creerlo—. Ya sabes que es una historia de amor, ¿no?
—Lo sé —contestó Ivy con malhumor.
—¡Te estás pareciendo a mí! —bromeé.
—Dudo mucho que nunca pueda ser tan pánfila y tan boba como tú —contestó con el tono de quien constata un hecho, aunque su mirada era juguetona.
Gabriel dejó de tocar la guitarra y levantó la vista hacia nosotras.
—No creo que nadie sea capaz de superar a Bethany en ese tema —dijo sonriendo.
Dejó con cuidado la guitarra en el suelo y fue a apoyarse en la barandilla para mirar el mar. Su postura era, como siempre, erguida y tiesa como una flecha y llevaba el cabello rubio recogido en una cola de caballo. Sus ojos grises como el acero y sus facciones bien dibujadas eran las propias de un guerrero celestial como él, aunque en ese momento iba vestido, como cualquier ser humano, con unos tejanos descoloridos y una camiseta ancha. La expresión de su rostro era abierta y amistosa. Me alegraba ver que Gabriel estaba más relajado últimamente. Me parecía que ahora mis hermanos eran menos críticos conmigo y que aceptaban mejor las decisiones que había tomado.
—¿Cómo es posible que siempre llegues a casa antes que yo? —me quejé—. ¡Yo voy en coche y tú vas a pie!
—Tengo mis trucos —contestó mi hermano con una sonrisa misteriosa—. Además, yo no tengo que pararme cada dos minutos para expresar mi afecto.
—¡Nosotros no paramos para expresar afecto! —protesté.
Gabriel arqueó una ceja.
—¿Entonces no era el coche de Xavier el que he visto estacionado a dos manzanas de la escuela?
—A lo mejor sí. —Levanté la cabeza con aire tranquilo, aunque odiaba que siempre tuviera razón—. ¡Pero cada dos minutos es un poco exagerado!
Ivy se puso a reír a carcajadas y su rostro en forma de corazón se iluminó.
—Oh, Bethany, relájate. Ya nos hemos acostumbrado a las DPA.
—¿Dónde has aprendido eso? —pregunté con curiosidad. Nunca había oído a mi hermana hablar de forma tan coloquial, usando las siglas que emplean los jóvenes para «Demostración Pública de Afecto». Su manera de hablar siempre sonaba fuera de lugar en el mundo real.
—Bueno, paso algún tiempo con la gente joven, ¿sabes? —repuso—. Intento ser moderna.
Gabriel y yo nos echamos a reír.
—En ese caso y para empezar, no digas «moderna» —le aconsejé.
Ivy bajó la mano y me revolvió el pelo con afecto, cambiando de tema:
—Bueno, espero que no tengas ningún plan para este fin de semana.
—¿Puede venir Xavier? —pregunté sin darle la oportunidad a que explicara qué era lo que ella y Gabriel tenían en mente. Hacía tiempo ya que Xavier se había convertido en parte integrante de mi vida. Ni siquiera cuando estábamos separados parecía haber alguna actividad o distracción que impidiera que mis pensamientos giraran en torno a él.
Gabriel puso los ojos en blanco:
—Si es imprescindible…
—Por supuesto que es imprescindible —contesté, sonriendo—. Bueno, ¿cuál es el plan?
—Hay una pequeña ciudad llamada Black Ridge a 32 kilómetros de aquí —explicó mi hermano—. Me han dicho que están sufriendo algunos… incidentes.
—¿Te refieres a incidentes malignos?
—Bueno, este último mes han desaparecido tres chicas y un puente que se encontraba en perfecto estado se ha derrumbado encima del tráfico que circulaba por debajo de él.
Hice una mueca de dolor.
—Parece un problema para nosotros. ¿Cuándo nos ponemos en marcha?
—El sábado —dijo Ivy—. Así que será mejor que descanses.