19
Sacrificio
—¡Desde aquí veo tu patio! —gritó Taylah con voz triunfante—. El césped necesita urgentemente que lo corten.
—¿Hay alguien por allí?
—No, la playa está vacía. Pero el sol brilla, no hay nubes en el cielo y hay alguien navegando y… es tan bonito esto. ¿A qué esperas? Vamos, Beth.
Dudé un instante. Taylah había atravesado el portal, pero ¿qué iba a ocurrir ahora?
—Taylah —la llamé—. ¿Crees que podrás quedarte ahí? Todavía sigues…
—Muerta —dijo ella con alegría—. Ya sé que lo estoy. Pero no me importa. Prefiero ser un fantasma libre que recorre la Tierra eternamente a pasar un minuto más en esa cloaca. —De repente, su voz delató cierto pánico—. ¡Oh, Dios mío, hay alguien ahí! ¡Los oigo!
—Cálmate —la tranquilizó Tucker, que también tenía el rostro iluminado por la alegría del descubrimiento que habíamos hecho—. Seguramente será alguien que pasea por la playa. Tú estás al otro lado, ¿recuerdas?
—Ah, sí. —Pero inmediatamente, el tono de Taylah fue de preocupación—. No puedo dejar que me vean así. ¿Y si es un tío bueno?
—Aunque lo sea, él no puede verte —le recordé.
—Es verdad.
Parecía decepcionada. No pude evitar sonreír. Ni siquiera el Infierno con todos sus horrores había conseguido hacer desaparecer del todo la niña que Taylah había sido en vida.
Ahora que Taylah había conseguido pasar, me relajé un poco. Sentía que ya no había tanta urgencia, así que me arrodillé ante el portal para intentar atravesarlo. Deseaba reunirme con ella y poder contemplar el océano, sentir el viento agitándome el cabello y echándomelo hacia atrás. Después de eso, lo primero que pensaba hacer era correr a casa y lanzarme directamente a los brazos de mis hermanos. Entusiasmada, me quité los zapatos y di un salto para entrar de cabeza en el portal. De repente, me encontré dentro: la mitad inferior de mi cuerpo todavía estaba en el Yermo, pero al mismo tiempo estaba viendo una concha que sobresalía de la fina arena blanca. Alargué la mano hacia ella. Ya casi podía sentir el calor del sol en las manos y oír el romper de las espumosas olas contra las rocas.
Pero yo no era un alma como Taylah, así que una vez dentro, el portal pareció cerrarse alrededor de mi cuerpo, como si supiera que yo no debería estar allí. La misma fuerza magnética que antes me había atraído, ahora me empujaba hacia atrás. Pero aguanté. Pronto oí el sonido que había alertado a Taylah de la presencia de alguien en la playa: era el sonido de alguien que olisqueaba con curiosidad, y no resultaba nada amenazador. De repente, me asaltó un olor incluso más familiar: ese era el ánimo que necesitaba. Supe de quién se trataba antes de ver el sedoso pelaje del color de la luna, y entreví un pálido ojo plateado y un hocico marrón y húmedo.
—¡Phantom! —exclamé con felicidad. Solo lo veía fragmentariamente, pero seguía siendo mi querido perro.
Oí que Taylah daba un salto hacia atrás, alarmada ante el entusiasmo de Phantom. A ella nunca le habían gustado los perros, pero yo no podía casi soportar la emoción que me había embargado al verlo. Alargué una mano hasta el otro lado del portal, y Phantom enterró el hocico esponjoso en la palma de mi mano, frenético de placer al reconocerme. Le rasqué la sedosa cabeza tras las orejas y se me hizo un nudo en la garganta de la alegría. Tuve que tragar saliva para poder hablar.
—Hola, chico —murmuré—. Te he echado de menos.
Mi emoción se vio correspondida por la de Phantom, que ahora gemía y rascaba, furioso, en el portal intentando entrar. Y entonces una idea me atravesó como un relámpago: mi perro no podía estar solo en la playa, alguien tenía que estar con él. ¡Quizás había alguien a quien yo quería a tan solo unos metros de distancia y venía hacia aquí! Seguramente sería Gabriel, que siempre se llevaba a Phantom cuando salía a correr a la playa. Incluso imaginé que oía sus sordas pisadas sobre la arena. Pronto sus brazos fuertes y consoladores me abrazarían y cuando eso sucediera, todos los malos recuerdos se me borrarían. Gabriel sabría qué decir exactamente para que todo volviera a estar en su sitio. Pero contuve el impulso de gritar por miedo a que algo saliera mal. Me sentía como si caminara por la cuerda floja: tenía que ir con mucho cuidado.
—Tuck —lo llamé con urgencia—. ¿Cómo lo hago?
—Despacio —respondió. La expresión de su rostro era decidida—. Muy poco a poco, no se precipite.
El corazón me latía con tanta fuerza que pensé que todo el mundo podría oírlo.
—Siga ahora —dijo Tuck—. Con suavidad lo conseguirá.
Me iba abriendo paso lentamente por el portal en dirección al otro lado. Tan pronto como hube sacado las dos manos, Phantom empezó a lamerme sin parar y tuve que contener la risa. El reconfortante sonido del océano en Venus Cove y el familiar jadeo de Phantom me llenaban los oídos. Empujé hacia delante: el portal primero se resistía pero luego cedía, permitiéndome avanzar poco a poco. Era una labor lenta, pero lo estaba consiguiendo.
Entonces oí unos gruñidos.
Era un sonido tan aterrador que creí que se me paraba el corazón. Eran unos gruñidos graves, guturales, acompañados por el rascar de unas zarpas en la tierra. Justo delante de mí tenía el rostro de Taylah, que se había quedado lívida, y las manos de Tucker, que me estaban empujando por detrás, quedaron inertes. Sin que tuviera tiempo de comprender qué estaba pasando, supe que tenía que tomar una decisión: Tuck continuaba atrapado en el Yermo.
—¡Continúe! —gritó él con desesperación—. Ya casi lo ha conseguido. No vuelva. —A pesar de su esfuerzo, Tuck no conseguía disimular el terror que sentía.
Pero en ese momento continuar me hubiera sido tan difícil como dejar de respirar. Tucker se había portado como un hermano conmigo, y yo nunca lo abandonaría.
Al cabo de un momento ya me había librado de las garras de la planta rodadora y me puse en pie al lado de Tucker. Él se quedó inmóvil, deshecho al ver la decisión que yo había tomado. Miré hacia la polvorienta extensión de tierra que tenía delante, habitada tan solo por algunos matorrales desgreñados. Los gruñidos provenían de algún punto cercano y su intensidad crecía a cada segundo que pasaba.
De repente, el terror me obligó a agacharme en busca de protección, pero al precipitarme tropecé y caí de rodillas al suelo. Tucker me levantó, cubierta por el polvo rojo de ese paisaje surrealista.
—No se mueva —advirtió.
Nos agarramos firmemente el uno al otro mientras esas criaturas se acercaban. Por fin las veía con claridad: eran seis perros negros, enormes y corpulentos. Se pararon frente a nosotros, dispuestos a atacar. Tenían el tamaño de los lobos, una mirada demente en los ojos y los colmillos cubiertos de escoria. Aunque sus cabezas estaban llenas de cicatrices sus cuerpos eran robustos, fuertes, y sus pezuñas, afiladas como cuchillos. Llevaban el hocico manchado de sangre y el hedor que desprendía su enmarañado pelo era sofocante.
Tucker y yo nos quedamos helados, sin hacer caso del portal.
—Beth —dijo con voz temblorosa—. ¿Recuerda que le hablé de los rastreadores?
—Sí. —Tuve que esforzarme para que no se me quebrara la voz.
—Aquí están.
—Los sabuesos del Infierno —susurré—. Perfecto.
Esas criaturas lupinas sabían perfectamente que nos tenían atrapados y nos estaban rodeando sin prisas. Cuando atacaran, lo harían tan deprisa que seríamos hechos pedazos sin darnos cuenta. La manada iba cerrando el círculo sin dejar de gruñir con ferocidad. Observé su pelaje hirsuto y manchado, sus ojos amarillentos. El viento nos traía su fétido olor.
No podíamos hacer nada: si intentábamos correr, nos atraparían al momento. No teníamos armas, nada con que defendernos, y no nos podíamos esconder en ningún sitio. Deseé desplegar las alas y llevarme a Tuck a un sitio seguro, pero en ese momento no eran más que un peso muerto sobre mi espalda. El Yermo les había arrebatado su poder.
Cerré los ojos al ver que los perros se agachaban y saltaban hacia nosotros y, al mismo tiempo, oí un grito a mis espaldas. Entonces Taylah apareció entre los sabuesos del Infierno y nosotros. Los perros aterrizaron en el suelo, sin saber qué hacer.
—¿Qué haces? —grité, intentando agarrar su cuerpo fantasmal—. ¡Regresa!
Abatida, vi que el portal se cerraba y las últimas imágenes de Venus Cove se veían sustituidas por una maraña de tallos y ramas. Taylah giró la cabeza y me miró con los ojos llenos de lágrimas. Se la veía muy pequeña comparada con los sabuesos, sus miembros muy frágiles. Su cabello, tan bonito antes, ahora estaba apelmazado y le cubría el rostro. Me dirigió una sonrisa débil y triste mientras negaba con la cabeza.
—¡Taylah, lo digo en serio! —chillé—. No lo hagas. Tú tienes la oportunidad de ser libre. Aprovéchala.
—Quiero hacer las cosas bien —dijo.
—No. —Negué vehementemente con la cabeza—. Así no.
—Por favor —rogó—. Deja que, por una vez en mi vida, haga lo correcto.
Los sabuesos del Infierno rechinaban los dientes y su saliva caía al suelo formando charcos. Se habían olvidado de Tucker y de mí, concentrados en su nuevo objetivo. Después de todo, estaban entrenados para encontrar las almas que habían huido al Yermo con la esperanza de escapar. Su instinto natural los conducía hacia Taylah.
Entonces ella habló deprisa, pues no había mucho tiempo:
—Si regreso, solo conseguiré deambular durante toda la eternidad. Pero tú… —Clavó sus intensos ojos en los míos—. Tú puedes hacer algo valioso, y el mundo necesita toda la ayuda posible. Yo tengo que cumplir con mi parte. Además —rio—, ¿qué pueden hacerme?
Antes de que tuviera tiempo de objetar nada, Taylah se giró para enfrentarse a esas criaturas.
—¡Eh, vosotros! —Los perros ladearon la cabeza; sus grises colmillos brillaban en la penumbra de esa tierra—. Sí, vosotros, chuchos asquerosos, ¡atrapadme si podéis!
Entonces Taylah salió corriendo a toda velocidad. Esa era la señal que los perros habían estado esperando. Los seis fueron tras ella, olvidándose por completo de nosotros. Vi, horrorizada, que uno de ellos atrapaba a Taylah mordiéndole el bolsillo del pantalón corto y la arrastraba por el suelo como si fuera una muñeca de trapo. Aunque no fuera de carne y huesos, eso no impidió que los perros la acribillaran a dentelladas sin dejar de aullar, precipitándose sobre ella como buitres. Luego, el líder de la manada la agarró entre sus fauces y se la llevó arrastrando. El cabello rubio de Taylah se alejó, desparramado sobre el polvo del suelo, y el resto de la manada los siguió.
Empecé a sollozar con violencia. Taylah se había ido y el portal se estaba alejando. Ya no nos servía de nada. Entonces Tucker me tomó del brazo con tanta fuerza que me hizo daño.
—¡Corra! —dijo, apartando la mirada de los trozos de ropa ensangrentada del suelo—. Tenemos que huir.
Y eso hicimos.
Cuando regresamos al club Hex estábamos sin resuello y nuestro aspecto era tan lamentable que el gorila, al vernos, nos negó la entrada. Tuvimos que llamar a Asia para que nos abriera el paso. Cuando apareció por la puerta, no pudo ocultar la sorpresa de vernos de regreso.
—¿Qué diablos estáis haciendo aquí? —gruñó apretando los dientes. El gorila la miró con mal ánimo, y ella nos hizo entrar rápidamente. Cuando estuvimos envueltos por la oscuridad del interior y el ritmo de la música, volvió a dirigirse a nosotros:
—Los sabuesos deberían haberos hecho pedazos.
Miré a Asia con atención, observé esa mirada salvaje en sus ojos negros, la actitud hostil y rígida de los hombros, y me di cuenta de qué era lo que había buscado desde el principio. Nos había enviado al Yermo sabiendo que los sabuesos del Infierno arrastrarían a Tuck al foso y, probablemente, a mí me desmembrarían. Pero no podía saber que Taylah estaría allí y que nos iba a salvar a los dos.
—Deberías haberlos mencionado —dije con el tono de mayor ligereza de que fui capaz. Lo único que quería era llorar, pero me negaba a darle esa satisfacción a Asia—. Correr delante de los sabuesos nos ha puesto a mil.
—¿Por qué no estás muerta? —Asia dio un paso hacia mí como si quisiera abrirme el cuello.
—Supongo que soy una chica con suerte —dije en tono de desafío.
—Basta —interrumpió Tucker, que estaba demasiado alterado por lo que había pasado para recordar cuál era su lugar—. Deja que me lleve a Beth a casa.
—No. —Asia me agarró del brazo, clavándome sus uñas como garras en la carne—. Quiero que desaparezcas.
—No la toques. —Tucker me soltó de ella y miró a Asia con hostilidad.
Ella le devolvió la mirada achicando los ojos con maldad.
—¿Con quién te crees que estás hablando, chico? —gruñó—. Quizá debería contarle a Jake la pequeña excursión que habéis hecho.
—Adelante. —Tucker se encogió de hombros—. Seguramente se sentirá un tanto enojado cuando se entere de que tú nos ayudaste. Yo soy solo un campesino, pero él cree de verdad que puede confiar en ti.
Asia retrocedió, pero sus rasgos felinos transpiraban furia.
—Vamos, Beth —me dijo Tucker—. Nos marchamos.
—No creas que no encontraré otra manera de acabar contigo —gritó Asia mientras nos alejábamos—. ¡Esto no ha terminado!
Yo no me podía preocupar por los celos y la hostilidad de Asia hacia mí, porque no me quitaba de la cabeza la imagen de Taylah entre las fauces de los sabuesos del Infierno. En ese momento se encontraba en algún punto del foso, soportando innombrables horrores por mí.
Pasara lo que pasase a partir de entonces, tenía que conseguir que su sacrificio hubiera servido para algo.
Al llegar al hotel Ambrosía tenía un único objetivo: regresar a la habitación y hablar con Tuck de nuestro próximo paso. Si Asia había estado dispuesta a ayudarnos una vez, quizá podríamos conseguir que lo hiciera de nuevo. Yo sabía que lo que ella más deseaba era quitarme de en medio, y que estaba dispuesta a cualquier cosa para conseguirlo. Asia tenía muchos contactos y su única motivación era el interés propio.
Cuando entramos en el vestíbulo miré hacia uno de los lujosos pasillos enmoquetados y vi la sala de reuniones. La puerta estaba entreabierta y me pregunté qué estaba sucediendo allí que fuera tan importante como para que Jake no saliera a recibirme. Normalmente él se afanaba en aprovechar cualquier ocasión que nos permitiera pasar un rato juntos. Me acerqué con cautela sin hacer caso de la aprensión de Tuck.
Miré a través de la abertura y vi las sombras de seis demonios proyectadas por el fuego de la chimenea. Estaban sentados alrededor de la larga mesa, con una botella de whisky y unos cuantos vasos esparcidos por encima. Todos ellos tenían un bloc de notas excepto uno, que se encontraba de pie y presidía la reunión. Estaban viendo una presentación en PowerPoint que mostraba imágenes de los sucesos más catastróficos de la historia de la humanidad. Solo pude ver unos cuantos de ellos: Hiroshima, Adolf Hitler de pie ante un estrado, tanques de guerra, civiles que gemían, casas reducidas a escombros después de un desastre natural.
Solo pude ver a medias al presentador, pero fue suficiente para darme cuenta de que era muy distinto de los demás. Para empezar, era mucho mayor y llevaba un traje de lino blanco, mientras que los demás vestían de negro. Llevaba puestas unas botas de cowboy, de las que llevan adornos cosidos. No pude verle el rostro con claridad, pero sí oí algunas de las frases que dirigía al grupo. Tenía una voz grave que parecía llenar hasta el último centímetro de la habitación.
—Este mundo se encuentra en el momento oportuno para que lo conquistemos —dijo—. Los humanos nunca han dudado tanto de su fe, nunca han tenido tan poca seguridad de la existencia de Dios. —Levantó un puño para dar énfasis a sus palabras—. Ha llegado nuestra hora. Quiero ver a multitudes precipitándose en el foso. Recordad que la debilidad humana es vuestra mayor baza: la ambición, el amor por el dinero, los placeres de la carne… son vuestras mejores armas. Quiero que seáis ambiciosos. No os dediquéis a las presas fáciles. Sobrepasad vuestras propias expectativas: quiero que el número de cuerpos alcance una cifra nunca vista. ¡Arrastrad a obispos, cardenales, generales, presidentes! No os quepa ninguna duda de que seréis generosamente recompensados.
Tucker me tiró de la manga para llevarme de vuelta al vestíbulo.
—Ya es suficiente —dijo en un tono muy bajo—. Hemos visto suficiente.