Capítulo 13

ABRAZOS

 

Hoy la comida se ha alargado un poco. Hoy veías acercarse la cuchara y tus brazos desviaban mi mano, me agarrabas incluso para que ni siquiera pudiera llegar al plato a llenarla otra vez. Es como si no tuvieras hambre y te defendieras así de algo que se te imponía; pero ya sabemos que no. Basta con dejar pasar unos minutos y todo es fácil: la cuchara que antes rechazabas con violencia, aterriza suavemente en tu boca hasta que de pronto vuelven tus brazos y se hacen barricada frente a la comida y es inútil seguir; se dejan pasar unos minutos y lo más probable es que otra vez aceptes cuatro o cinco cucharadas más y así hasta que termino con un «¡muy bien!» y un beso en la frente con la esperanza inútil, pero a pesar de todo necesaria, de que entiendas que has llegado al final. (He escrito «de que entiendas» cuando en realidad a lo que solo puedo aspirar es que «asocies» ese «muy bien» y el beso con el final de la comida).

Tus brazos y tus manos tienen vida propia, Cris. Ignoro las conexiones neuronales que unen ese movimiento a tu cerebro, y vivimos, para lo bueno, claro, «como si» esa permanente agitación tuvieran una razón de ser cuando nos buscas, cuando me agarras en un abrazo fuerte sin motivo aparente, un abrazo del que no puedo —ni quisiera— escapar nunca. Tu brazo me rodea el cuello y me aprietas junto a ti, casi me inmovilizas y aprisionado así, tan dulcemente, ni te mueves ni me muevo. Te llamo «mi niño» y pronuncio tu nombre muchas veces, «Cris, Cris, Cris… mi niño», y tú sigues apretando fuerte, cara con cara, me tienes pegado a ti, y es hermoso. Otras veces, cuando te tengo cerca pero te doy la espalda distraído, te inclinas en tu silla me agarras y tiras de mí hasta que estoy de frente y tu mano entonces me busca exactamente la boca como escribía Neruda:

Cuando tus manos salen,

amor, hacia las mías,

¿qué me traen volando?

¿Por qué se detuvieron en mi boca,

de pronto,

por qué las reconozco

como si entonces antes

las hubiera tocado,

como si antes de ser

hubieran recorrido

mi frente, mi cintura?

¿Pero qué ocurre cuando sucede todo lo contrario? Cuántas veces me acerco hasta tu silla, hasta tu cama y esas espadas tuyas de plumas y algodones que son tus brazos fuertes me detienen, me apartan de tu cara, de tu cuerpo. «Solo iba a darte un beso, Cris, solo era eso». Pero has cerrado de pronto las fronteras sin motivo —pienso que sin motivo— y rechazas tercamente mi presencia. Te vuelvo a hablar «como si», te digo en broma «vale, vale, hoy no quieres…». Y te ofrezco mi mano, la dejo así extendida, sin tocarte, en espera de la tuya, de que tú, al menos, acerques tu mano a la mía que te espera. Y hay veces que lo haces y nuestras manos se rozan sin tomarse, libres; tu mano tan caliente, tan suave, tu mano y la mía, palma con palma, reconociéndose. No quiero equivocarme ni forzarte, pero tras ese roce me inclino otra vez sobre tu frente y otra vez me paras con tu brazo, me paras, me separas.

Solo iba a darte un beso, Cris, solo era eso, pero, vale, vale, hoy no quieres.

 

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