Capítulo 17

AFECTOS

 

Ayer fuimos a verte a la residencia. Tu madre ha decidido dejarte el pelo algo más largo y ha crecido con esos dos remolinos que tienes desde siempre. «Estás guapo, pareces mayor, estás muy guapo».

Cuando te acercaron en tu silla por el pasillo y te dejaron delante de nosotros, no reaccionaste. Nos mirabas, te mirabas la mano, mirabas a tu alrededor pero nuestra presencia, durante unos segundos muy largos, no te provocó ninguna reacción. Hasta que de pronto se rompió la barrera y tiraste de nosotros hacia ti. Me resulta muy difícil ser objetivo, pero era como si tu cerebro —otra vez el «como si»— hubiera estado procesando nuestra imagen, buscando en su archivo incomprensible ese hipervínculo que te diera información sobre nosotros. De pronto se paró la búsqueda y en la pantalla de tu instinto debió de aparecer la contraseña que nos abría tu corazón: «Aceptados, son tuyos». Y entonces sí, entonces fue el abrazo, la risa, buscar el acomodo de tu cuerpo entre los nuestros.

Con qué fe, tan hermosa como absurda, te hablamos todo el tiempo. Te contábamos la vida, cómo crecían tus sobrinos, lo bien que te quedaba ese pelo largo, «pero que te lo peinen hacia un lado», y que cada día estabas más grande y más fuerte y que «venga, Cris, eso no vale, no te tumbes en el sofá, sentado así mejor, entre los dos».

Y poco a poco volvías a tu normalidad que es esa ausencia confortable de cuanto te rodea, volvías a tus hábitos, a tus gestos, a tu mundo en los que nosotros éramos, o parecíamos, una pieza más del decorado, alguien ajeno a ti. Y es entonces cuando piensas si todo ese proceso que antes te he descrito, esa búsqueda lenta en algún rincón de tu cerebro que te diera las claves de nosotros, que te dijera que sí, que éramos tuyos y que tú eras también un poco nuestro, pierde todo el sentido. Ni sé por qué nos sonreíste ni sé por qué de pronto se cierran las puertas de tus afectos tan de golpe, tan implacablemente.

«Ya te has cansado… pues nada, mañana volveremos», nos decimos, más que te decimos, para engañarnos con ese dulce eufemismo con el que razonamos el agotamiento de tu atención, el final repentino de tu risa y tus abrazos.

Te sentamos en tu silla nueva, te vino a buscar la auxiliar y te llenamos de besos pero con la conciencia cierta de que ya no traspasábamos la frontera de lo físico. Te alejabas por el pasillo con la misma tranquilidad que te acercaron, sin volver la cabeza, sin echarnos de menos.

Nada.

Y esa nada, ya ves, a mí me reconforta y me desgarra a un tiempo. No es sencillo explicar cómo se puede añorar lo que para otros es un drama, pero con qué pasión gozosa esperaría una mirada tuya culpándome por ese abandono, por dejarte allí sin mí, sin nosotros. Pero tú te alejas sin reproches y es muy posible que ya ni existamos en tu memoria.

Una vez más, me digo que así es mejor porque no sufres, aunque realmente ignoro lo que sientes.