Capítulo 45

LA DECISIÓN (2)

 

Te he escrito tantas cosas, he juntado para ti tantas palabras que estoy como cansado del lenguaje. Solo sé que te amo de una forma casi descarnada y da igual lo que diga, da igual esta larga carta en la que solo trato de llegar a la verdad dejando al descubierto el sufrimiento. Te amo de tal forma que ya estoy seguro —pero nunca se sabe— de que merece la pena, si llega ese momento, dejarte ir, liberarte de tu silla de ruedas, besarte muy fuerte y que tu hueco llene nuestras vidas.

Han empezado a bajar los fríos y el jardín se va quedando sin hojas. Anoche los perros aullaban por el pueblo sin motivo y una luna grande iluminaba la desnudez anunciada del invierno.

Me pregunto si llegado ese momento crítico de tener que elegir —otra vez— entre darte un trozo de futuro que apenas es o convertirte en recuerdo, sabremos elegir lo mejor para ti. Lo hemos hablado tu madre y yo y al principio era un diálogo lleno de eufemismos, esquivando las palabras más duras, dando rodeos para no pronunciarlas. Después nos mojamos en el fango de una realidad que es inútil tratar de evitar.

Es lo que hay.

No se trata de nosotros —lo sabemos los dos—, no es nuestro cansancio, ni nuestro dolor, no somos nosotros, no es nuestra lucha sino tu paz, tu paz ya de una vez. Es tu paz, tu libertad, tu nada, tu quién sabe qué frente a la esclavitud cierta de esa dependencia que ha sido tu cruz desde que viniste al mundo. Quisimos ayudarte, hicimos lo imposible hasta sentir la herida de su peso en nuestro cuerpo y nuestra alma. Pero era tu cruz, lo sigue siendo y tal vez pronto o tarde nos pregunten si queremos liberarte del todo de ese lastre a cambio de tu ausencia.

Si llega ese momento, ¿qué diremos? La pregunta es sencilla y sigo disfrazándola también en esta confesión.

¿Te dejaremos morir, hijo? ¿Tendremos el valor para decir: «Esta vez sí, ya sí, ha sido suficiente, ha sido mucho más que suficiente»? Te besaremos en la frente y en la boca y cogeremos tus manos y lloraremos mientras tú te apagas poco a poco sin saberlo, sin temor, en la paz de una habitación blanca mientras Madrid se desangra anaranjado por un horizonte que nos llevará a tu ausencia.

¿Qué es lo justo para ti? Ya has probado la vida y no ha sido dulce, Cris. Nosotros asumimos nuestra parte, nuestro dolor no cuenta, pero el tuyo se hace carne en nuestra carne y lloramos por ti lo que tú no lloras salvo esas tres lágrimas que descubrí en tus ojos, tres lágrimas que se quedaron allí para que yo las viera, tus únicas tres lágrimas tan pertinazmente presentes en todos mis olvidos.

¿Qué es lo justo para ti si otra vez la vida nos obliga a elegir?

Lo justo, no.

No es esa la palabra; lo justo me da igual porque todo ha sido desde el principio —lo sigue siendo— una gran injusticia, una injusticia sin sentido, sin razón. La pregunta sería qué es lo mejor para ti, qué hubieras elegido tú llegado ese momento.

Esto escribí a unos padres que pasaron por parecidas circunstancias: