coolCap9

BERTA Cool estaba dormitando. Tenía la puerta abierta y estaba vestida como para salir. En cuanto abrí, me quedé en el umbral para verla tendida en un sillón, con la cabeza inclinada y respirando rítmicamente, mientras profería algunos suaves ronquidos.

—¡Hola, Bertha! —dije—. ¿Se había acostado ya y se ha levantado luego, o esperaba…?

Abrió los ojos y enderezó el cuerpo en el sillón. En el acto estuvo despierta por completo y fijaba en mí sus ojos duros y brillantes.

—¡Dios mío, Donald! Ésta es una población desagradable a más no poder. ¿Te sacaron del tren?

—Sí.

—Así me lo anunciaron y yo les dije que les pediría daños y perjuicios si lo hacían. ¿Qué les has dicho?

—Nada.

—¿No les has dado ninguna satisfacción?

—Que yo sepa, no.

—El teniente es una buena persona —dijo— y el jefe un idiota. Entra y siéntate. Dame ese paquete de cigarrillos y enciende un fósforo. ¿Quieres que pidamos café?

Le entregué los cigarrillos, le ofrecí un fósforo, pedí por teléfono un par de jarros de café, con mucha leche y azúcar, y Bertha me preguntó:

—Tú tomas el café sin leche, ¿verdad?

—Sí.

—Pues para mí no pidas leche ni azúcar.

La miré sorprendido.

—Me parece que estropea el aroma del café.

—Bueno —dije por teléfono—. No manden leche ni azúcar. Únicamente dos cafeteras llenas, y de prisa. Ahora dígame qué pasa —exclamé, dirigiéndome a Bertha.

—No lo sé. El golpe llegó a las doce y media. Media hora antes encontraron el cadáver y se armó un gran escándalo. Quisieron enterarse de todos los detalles del caso, de quién era nuestro cliente y dónde podrían encontrarlo.

—¿Se lo dijo usted?

—¡De ningún modo!

—Supongo que debió de costarle bastante esa reticencia.

—No mucho. Les dije que era un secreto profesional. Pero quizá me hubiesen dado un disgusto, de no haber averiguado tu viaje a Los Ángeles. Eso les dio motivo para entretenerse. Dijeron que alcanzarían el tren con un avión y que te obligarían a regresar.

—¿Hasta qué hora la tuvieron a usted despierta?

—Durante gran parte de la noche.

—¿Y no dieron con Whitewell?

—Sí, poco después.

—¿Cómo?

—Buscando por ahí.

—¿Y cuándo regresó Whitewell? —pregunté—. ¿Anoche, después de mi marcha?

—No volvió.

—¿De modo que no lo vio usted?

—No.

—¿Y cuándo lo ha visto?

—Hacia las cuatro de la madrugada.

—¿Dónde?

—Vino aquí, después de haber sido interrogado por la policía. Pidió mil perdones por habernos metido involuntariamente en todo ese lío. Es un hombre agradabilísimo.

—¿Y qué quería?

—¿Qué quieres decir?

—Cuando vino a las cuatro de la madrugada.

—Enterarse de cómo me había ido a mí y también se disculpó por haberme metido en un asunto como éste y en una situación tan desagradable.

—Y después, ¿dijo lo que quería?

—No, nada.

—¿Y no mencionó cosa alguna?

—¡Oh! Deseaba saber qué habíamos contestado nosotros, y yo le dije que no se preocupara, porque tú no dirías nada. Manifestó la esperanza de que no los hubieses informado del asunto en que estabas trabajando o con respecto a alguna carta. Y yo le dije que podía irse a dormir tranquilo.

—¿Y Philip? ¿Estaba con su padre?

—No. Por eso no regresó éste. Al parecer, entre los dos hubo alguna diferencia.

—¿Acerca de qué?

—No lo sé. Pero supongo que sería acerca de ti.

—¿Por qué?

—Creo que Philip siente mucho entusiasmo por ti. Desea que su padre te dé libertad de acción para hacer cuanto sea preciso, a fin de encontrar a Corla. Pero su padre le contestó que eso sería muy raro y que en cuanto tú hubieses hallado pruebas de que Corla desapareció por su propia voluntad, ya no era necesario hacer nada más. Philip sugirió entonces que quizá la joven se marchó por haber sido víctima de un chantaje o algo por el estilo. Su padre le contestó que, en tal caso, esa muchacha ya no sería deseable en la familia. Supongo que Philip se enojó mucho. Tuvieron una discusión y el padre se marchó, dejando a Philip en el Casino.

—Eso —dije entornando los párpados, mientras reflexionaba— debió de ocurrir hacia las ocho de la noche o unos minutos después.

—Así parece.

—¿Y no ha hablado de eso con la policía?

—Les dije que se ocuparan en sus asuntos y que yo cuidaría de los míos —contestó Bertha—. Son unos asnos impertinentes. Incluso me pidieron pruebas de mi permanencia en el hotel. Aquí estuve esperando al señor Whitewell, pero, a consecuencia de la disputa que sostuvo con su hijo, no vino…

—¿Adónde fue?

—Estaba muy trastornado. Ten en cuenta que quiere mucho a su hijo y, por consiguiente, estaba muy apenado por lo ocurrido. Incluso olvidó visitarme para decirme que no estaría aquí y…

—Pero ¿adónde fue?

—A ninguna parte.

—¿Quiere decir que volvió a su habitación del hotel?

—Ahora comprendo a qué te refieres. No, estaba muy nervioso. Dio un corto paseo y luego volvió e intentó dormir. Él, Philip y el señor Endicott habían tomado una serie de habitaciones. Philip no compareció hasta cerca de las siete de la mañana. La policía averiguó que Whitewell era mi cliente y lo sometió a un interrogatorio… ¡Pobre hombre! Supongo que no habrá dormido mucho esta noche.

—¿Y cuáles son los detalles que conoce usted acerca del asesinato?

—Casi nada. Que le pegaron un tiro. No sé otra cosa.

—¿De qué calibre era el arma?

—No lo sé.

—¿Encontraron la pistola en el piso?

—No lo creo.

—¿Y nadie oyó el disparo?

—No. Ya sabes cómo es esa casa. Se halla en una callejuela y sobre el almacén de la planta baja no hay más que esos dos pisos. El almacén cierra a las seis. Alguien debió de buscar algo en la cocina. Estaban abiertas las puertas del armario que hay debajo de la fregadera y en el suelo había dos Sartenes. Me parece que había unas gotas de sangre cerca de la puerta que conduce a la cocina. Me enteré de algo gracias a las preguntas de los policías, pero apenas me permitieron averiguar esos detalles.

—Bueno —dije—, me alegro de que lo hayan matado, porque se lo estaba buscando.

—No hables así, Donald.

—¿Por qué no?

—Te acusarán del crimen.

—Ya lo sospechan ahora, pero no conseguirán llegar a ninguna conclusión.

—¿Y el mozo de la estación no te recordaba?

—No.

—¿Y tu billete?

—No me lo pidieron.

—¿Ni tampoco el de la litera del pullman?

—No. Me metí en el tren, me tendí en la litera y me dormí.

—Es raro que el revisor no te despertara para pedirte el billete.

—Eso se debe a que el mozo no me vio. Y no comunicó al revisor que alguien había subido al tren para ocupar la cama baja del nueve.

—Esta situación resulta bastante difícil para ti.

—Tal vez.

—Bueno, eres un pequeño diablo lleno de recursos —dijo Bertha—. Supongo que conseguirás evitar la cárcel, pero hemos de hacer algo por ayudar al señor Whitewell. ¿Crees que ese asesinato se relaciona en algo con la desaparición de Corla Burke?

—Aún no lo sé. Muchas personas pueden haber matado a Harry Beegan y entre ellas figura mi muy estimado amigo el teniente William Kleinsmidt, de la policía de Las Vegas.

—No seas tonto, Donald —contestó Bertha—. Si Kleinsmidt lo hubiese muerto, lo habría confesado, adoptando el papel de héroe. «Un valeroso oficial de policía mata a un criminal que había sembrado el terror en la ciudad», y todo lo demás.

—No he afirmado nada. Simplemente he expresado una posibilidad.

—Ni siquiera la creo posible.

—Pues yo sí, porque a los ciudadanos no les gusta ver que un agente de policía sea muy ligero de manos con su pistola. Kleinsmidt iba en busca de Pug y, además, estaba resentido y dolorido. Pug sabía menear muy bien los puños y con seguridad no estaba dispuesto a dejarse castigar.

—Pero Kleinsmidt pudo haber alegado que obró en legítima defensa.

—¡Hum!

—Donald, no debes tratarme así. ¿He dicho alguna tontería?

—Pug estaba desarmado —contesté—. Se hallaba en su casa y eso tendría mucha importancia ante un jurado. Además, se supone que un agente de policía es capaz de prender a un hombre desarmado, sin más daño que alguno que otro puñetazo.

—Pero Pug era un buen boxeador.

—Se supone que un policía es capaz de prender a un hombre desarmado —repetí.

—¿Y por qué sospechas que Kleinsmidt pudo matar a ese hombre?

—Me he limitado a decir que era una posibilidad.

—¿Y por qué lo crees así?

—Por haberme fijado en el deseo de la policía de colgar esta muerte a otro.

—¿A ti, por ejemplo?

—Entre otras personas.

—Arthur Whitewell me hizo prometer que lo avisaría en cuanto llegases.

—¿Estaba enterado de que Kleinsmidt salió a buscarme?

—No lo sé. Se había enterado de que alguien salió con objeto de prenderte.

—Bueno, llámelo por teléfono.

Al mismo tiempo le entregué el receptor del aparato. Ella carraspeó dos veces y luego dijo:

—Hágame el favor de llamar al señor Whitewell. Buenos días Arthur. Habla Bertha. ¡Oh, adulador! Donald está aquí. Sí… Magnífico…

»No tardará en llegar —dijo mientras colgaba el receptor.

—¿Cuánto tiempo viene durando este asunto? —pregunté mientras me sentaba y encendía un cigarrillo.

—¿Cuál?

—Eso de «Arthur y Bertha».

—No lo sé. Empezamos a llamarnos por nuestros nombres de pila. En realidad ya nos conocemos bien después de todo lo sucedido.

—¿Y qué me dice usted de Philip?

—No lo he visto más que un momento cuando la policía se dedicaba a interrogar a todo el mundo.

—¿Sabe usted si Endicott ha ido a Los Ángeles?

—No. Está aquí todavía, pero desea marcharse.

—¿También Whitewell quiere regresar?

—Aun permanecerá aquí unos días. Dame un cigarrillo.

Se lo entregué y le ofrecí un fósforo. Alguien llamó a la puerta con los nudillos y en cuanto abrí aparecieron Whitewell y Endicott.

—Bueno —dijo el primero mientras me estrechaba la mano—, eso es bastante diferente de lo que imaginábamos, Lam, ¿no le parece?

Endicott me estrechó, a su vez, la mano, sin pronunciar palabra. Su jefe se inclinó hacia Bertha, sonriente con cierta coquetería.

—No sé cómo lo hace usted.

—¿Qué?

—Pues pasar una noche en vela y por la mañana estar tan fresca y despierta como si hubiera estado toda la noche en la cama. Nunca acabo de asombrarme de su estupenda vitalidad.

—¡Ojalá fuese una décima parte tan perfecta como usted cree! —contestó Bertha algo confusa.

—Supongo —dijo entonces— que ustedes habrán referido su historia a Kleinsmidt.

Ellos afirmaron.

—Pues ha hecho una serie de comprobaciones, de modo que volverán a tener noticias de él. Es muy insistente y quizá pudiera añadir peligroso.

Hubo un corto silencio y Endicott observó:

—Me parece que tiene usted razón.

—Por consiguiente, convendría que todos nosotros examináramos los hechos… —Me interrumpí al oír en el corredor pasos de alguien que calzaba botas con suelas de goma. Y al oír la llamada a la puerta, añadí—: Apuesto lo que quieran a que es la policía.

Nadie aceptó mi apuesta. Abrí la puerta y apareció Kleinsmidt.

—Entre —le dije—. No me extrañaría que alguien propusiera desayunar.

—¡Hombre! —exclamó Whitewell—. Es una buena idea. Buenos días, teniente.

—He de hacer algunas comprobaciones —dijo—. Usted, Whitewell, no me dijo todo lo que ocurrió anoche.

—Temo no comprender —contestó Whitewell.

—¿No estaba usted anoche en la esquina de las calles Beech y Washington, hacia las nueve?

—No lo sé —contestó Whitewell, titubeando—. Y no comprendo cómo voy a cooperar con usted, teniente. Me parece decidido a…

—No se ande usted con rodeos —contestó el policía—. ¿Era usted o no?

—No —contestó Whitewell, mirándolo ceñudo.

—¿Está usted seguro?

—Sí, señor.

—¿Y no estuvo allí en ningún momento, por ejemplo, entre las ocho cuarenta y cinco y las nueve y quince?

—No estuve allá en toda la noche.

Kleinsmidt dio un paso atrás, abrió la puerta se asomó al vestíbulo e inclinó la cabeza. Al verlo, dije a Whitewell.

—Agárrese bien, porque ahí viene la sorpresa.

Oímos el ruido de unos pasos en el corredor y luego apareció una muchacha en la puerta.

—Entre —dijo Kleinsmidt—. Observe a las personas que ve en la habitación y dígame si alguna de ellas es la misma que vio anoche.

La joven atravesó el umbral. Su aspecto era retador, cual si supiera de antemano que todos los que allí estaban le manifestarían hostilidad. Fingía indiferencia. Aquella muchacha no daba la impresión de que se hubiese levantado temprano, sino más bien de que aún no se había acostado. Su maquillaje era perfecto, vestía muy bien y llevaba bien cuidadas las manos. Tendría cerca de treinta años y sin duda había adquirido la costumbre de estar siempre vigilante y atenta. Nos miró sucesivamente y Bertha, dirigiéndose al teniente, le dijo:

—No puede usted hacer eso, ni levantamos un falso testimonio con tal facilidad. Si es preciso que haya una identificación, debe usted poner a la persona sospechosa en una fila donde haya otras que, aproximadamente, tengan igual tipo, una edad parecida y…

—¿Quién manda aquí? —preguntó Kleinsmidt, indignado.

—Tal vez usted, pero le he dicho lo que debe hacer para que eso sea legal.

—Para mí lo será. ¿Está aquí esa persona?

La joven apuntó uno de sus dedos a Whitewell.

—Nada más —dijo el teniente—. Espere fuera.

—Un momento —dijo Whitewell—. Deseo saber…

—Salga y espere.

La joven hizo un ademán de asentimiento y salió exagerando su contoneo. Se cerró la puerta a su espalda y el teniente exclamó:

—¿Qué?

Whitewell se dispuso a decir algo, pero yo lo interrumpí exclamando:

—Espere un momento.

Me miró arqueando las cejas, para expresar su sorpresa.

—Ya ha dicho usted —advertí— que no estaba allí. No puede añadir nada a eso. —Hice una significativa pausa para añadir—: Y tampoco puede sustraerse a eso.

—¿Abogado? —preguntó el teniente, mirándome ceñudo.

Yo no contesté.

—Porque si no lo es —exclamó Kleinsmidt, con acento ominoso—, no queremos que alguien pueda ejercer sin licencia. Por lo menos no podrá hacerlo en este Estado. Y cuando se dispone usted a dar consejo a un acusado.

Se interrumpió y yo me apresuré a preguntar:

—¿Acusado de qué?

Él no contestó. Kleinsmidt se volvió a Endicott y le preguntó con cierta acritud:

—¿Se llama usted Paul C. Endicott?

Éste afirmó.

—¿Es usted socio de Whitewell?

—Trabajo para él.

—¿Con qué cargo?

—La oficina corre a mi cuidado durante su ausencia.

—¿Y qué hace usted allí cuando está su patrono?

—Procuro que las cosas marchen debidamente.

—Supongo que será usted una especie de director general.

—Así lo sospecho.

—¿Cuánto tiempo lleva usted a su lado?

—Diez años.

—¿Conoció usted a una joven llamada Corla Burke?

—La he visto, en efecto.

—¿Y ha hablado con ella?

—Muy poco.

—¿Dónde?

—Una noche, cuando se dirigió a nuestra oficina.

—¿Estaba usted enterado de la proyectada boda entre ella y Philip?

—Sí.

—¿Cuándo llegó usted aquí?

—Ayer tarde.

—¿Cómo?

—Con Philip.

—¿En su automóvil?

—Sí.

—¿Cómo se explica que yo no hubiese oído hablar antes de usted?

Endicott lo miró tranquilamente. En sus ojos no había ningún antagonismo, pero tampoco la menor muestra de sumisión. Era, simplemente, una mirada de indiferencia, algo humorística y un tanto desdeñosa.

—Lo ignoro en absoluto —dijo con la debida inflexión de su voz.

Aquel hombre tenía verdaderamente el tipo apropiado de quien está encargado de dirigir un negocio. No simplemente del que cuida de los detalles, sino del que lleva a cabo el trabajo de dirección y toma las decisiones oportunas. No era capaz de asustarse fácilmente. Tomó su decisión acerca de lo que haría y se atuvo exactamente a su plan. Y todo esto se hizo visible en el momento en que los dos hombres se contemplaban.

Kleinsmidt comprendió con quién se las había, de modo que abandonó sus maneras truculentas y dijo:

—En vista de eso, Endicott, deseo saber lo que hizo usted anoche.

—¿Cuándo?

—Dígame qué hacía, por ejemplo, hacia las nueve.

—Estuve en el cinematógrafo, ahí cerca.

—¿Dónde?

—En el Teatro Casa Grande.

—¿A qué hora llegó usted allí?

—No lo sé exactamente. Tal vez a las nueve menos cuarto o antes. Sí, creo que fue después de las ocho y media.

—¿Cuánto tiempo permaneció allí?

—Hasta que hube visto todo el programa. Tal vez dos horas.

—¿Cuándo se enteró usted del asesinato?

—Esta mañana me lo comunicó Whitewell.

—¿Qué le dijo?

—Que tal vez se viese obligado a permanecer algún tiempo aquí y que, ante esa posibilidad, deseaba que yo regresara a Los Ángeles por avión.

—¿Por qué tanta prisa?

—Porque es preciso que el negocio siga marchando.

—¿Y cómo me demuestra usted que se dirigió usted anoche al cine, entre las ocho y media y las nueve menos cuarto?

—No lo sé.

—¿Qué película dieron?

—Una comedia ligera. Trataba de un marido divorciado que, a su regreso, se encontraba con que su mujer iba a casarse de nuevo. Había algunas situaciones muy interesantes.

—¿Y no puede usted describir algo mejor el argumento?

—No.

—Con toda seguridad —observó el teniente— no tendrá usted en su poder el fragmento de su billete de entrada.

—Tal vez sí —dijo Endicott empezando a buscar, metódicamente, por sus bolsillos. De uno del chaleco sacó varios billetes, los examinó, tomó uno de ellos y dijo—: Probablemente es éste.

Kleinsmidt se dirigió al teléfono y pidió un número.

—A esta hora de la mañana no estará abierto el teatro —observó Endicott.

—Estoy llamando a casa del director.

Un momento después, Kleinsmidt dijo ante el aparato:

—Frank, habla Bill Kleinsmidt. Siento haberlo molestado; pero un vaso de agua caliente con limón y un paseo más tarde le reducirá la cintura. Espere un momento y no se enoje. Quiero preguntarle algo acerca de los billetes. Tengo en la mano una parte de uno que se vendió anoche. Lleva un número. ¿Hay manera de saber cuándo fue vendido? ¿Sí? Un momento. No suelte el receptor.

Kleinsmidt examinó el billete, lo estudió y dijo:

—El número es seis, nueve, cuatro, tres… ¿Cómo? Sí, también está. Dos letras. B. Z. ¿Está usted seguro? Bien, muchas gracias. Es necesario —dijo a Endicott— que precise usted mejor esa hora de anoche.

Endicott hizo caer la ceniza de su cigarrillo en el cenicero y contestó:

—Lo siento, pero no me es posible.

—Estos billete tiene una indicación —explicó Kleinsmidt—. Para evitar falsificaciones y complicaciones, decidieron poner en los billetes una señal indicatoria del momento en que fueron vendidos. Así, pues, la letra A indica las siete, la B las ocho, la C las nueve, la D las diez. Y XYZ sirven para señalar períodos de quince minutos. Por ejemplo, B en un billete indica que se vendió entre las ocho y las ocho y cuarto, BX, que se vendió un cuarto de hora después, BY quince minutos más tarde y BZ que la venta se realizó entre las nueve menos cuarto y las nueve. Tienen un sello automático que funciona de acuerdo con el reloj y las letras se cambian automáticamente.

—Lo siento —dijo Endicott—, pero sigo persuadido de que llegué al local antes de las ocho y cuarenta y cinco.

—Pues, en tal caso, es decir, si estaba usted allí antes de las ocho y cuarenta y cinco, quizá salió del local y se marchó.

—Siento mucho darle otros disgustos, teniente —dijo Endicott—. Entonces no me di cuenta de mi suerte extraordinaria. Pero si averigua usted algo más con respecto a la sesión de anoche, observará que la proyección de la película terminó, más o menos, a las nueve menos cinco e inmediatamente después se celebró un sorteo. Llamaron el número de un billete. Yo leí el mío de un modo incorrecto y me puse de pie para dirigirme al escenario. Entonces noté mi error y el público me silbó. Fácilmente podrá comprobar eso.

—¡Ah!, ¿sí? —preguntó el teniente.

—Sí, señor —contestó Endicott con desdeñosa tolerancia.

—Ya averiguaremos eso —dijo Kleinsmidt—. Y necesitaré hablar otra vez con usted.

—En tal caso, vaya a Los Ángeles.

—No se marche hasta que le dé permiso.

—Mi querido señor —dijo Endicott riéndose—. Si quiere usted preguntarme algo más, hágalo en este momento, porque dentro de dos horas emprenderé el viaje a Los Ángeles.

—¿De modo que quiere usted ser independiente? —exclamó Kleinsmidt.

—Nada de eso, teniente. Pero no puedo olvidar mis negocios hasta que ustedes hayan terminado su investigación. Comprendo muy bien la situación en que se halla usted, teniente, y no se lo censuro, pero también tengo mis responsabilidades.

—Puedo hacerlo llamar como testigo ante el coroner.

—Es verdad —contestó Endicott.

—Y entonces no podrá marcharse hasta que el asunto haya sido aclarado.

—Es cierto. Y podría ser muy desagradable. Para usted el caso es muy importante y para mí no es más que una interrupción desagradable, de modo que procuraré que sea lo menos inconveniente posible.

—Hagamos un trato —dijo Kleinsmidt—. Si no me opongo a su marcha, ¿volverá si lo hago llamar?

—Sí, con dos condiciones. Una es que sea verdaderamente necesario y otra que podré disponer de algún tiempo para arreglar mis asuntos antes de venir. —Y dirigiéndose a la puerta, añadió—: Si le parece bien, Arthur, saldré de aquí hacia las diez, para llegar a las doce. —Whitewell afirmó inclinando la cabeza—. Ahora, si desea usted escribir una carta aceptando la opción que le da…

—Sí —interrumpió Whitewell, deseoso, al parecer, de no descubrir sus asuntos a los oídos indiscretos.

Endicott separó la mano del pomo de la puerta e indicando el escritorio, añadió:

—Escriba usted una nota. Bastará mencionar la opción cuya fecha es el dieciséis del mes pasado.

Whitewell trazó unas líneas, firmó, y, mientras tanto, Kleinsmidt lo observaba atento.

—Aquí no hay sellos de correo —dijo Endicott—. Voy al vestíbulo a comprar algunos. Hay una máquina que los vende.

—No se moleste, Paul —observó Whitewell—. Siempre llevo sobres franqueados, para un caso necesario.

Tomó, en efecto, un sobre franqueado, de correo aéreo, que llevaba en el bolsillo, lo ofreció a Endicott y le dijo:

—Ponga las señas. Ya sabe usted cuáles son.

Miré rápidamente a Bertha, para observar si se había fijado en la costumbre de Whitewell de llevar en el bolsillo sobres franqueados. Mas, al parecer, no se había fijado.

Endicott puso las señas en el sobre, lo entregó luego a Whitewell, y éste le dijo:

—Échelo cuanto antes al correo, Paul.

—No estoy seguro acerca de las correspondencias aéreas en esta región, pero aun cuando esta carta tenga que ir a San Francisco y regresar, llegará mañana por la mañana, a lo sumo, y eso ya basta.

Kleinsmidt lo observaba con mirada amenazadora. De repente se volvió para sonreír a Bertha y decirle:

—Lamento mucho, señora Cool, haberla molestado a esta hora de la mañana. Procure olvidarlo. Si ustedes aceptan filosóficamente estas interrupciones, les parecerá todo menos desagradable.

Se dirigió rápidamente a la puerta, se volvió al llegar al umbral y salió.

Me fijé entonces en Arthur Whitewell. Ya no era el hombre cortés y lisonjero, ni tampoco el padre preocupado. En cambio, se mostraba hombre dotado de mente rápida y certera, y capaz de adoptar decisiones instantáneas.

Dio una serie de instrucciones a su gerente acerca de lo que debería hacer una vez que estuviera en Los Ángeles, y en cuanto hubo terminado, Endicott se inclinó ante Bertha Cool, me estrechó la mano, sonrió a Whitewell y salió.

Whitewell lo acompañó hasta la puerta, la cerró luego y se dirigió a mí con ánimo decidido.

—Vamos a ver, Lam, ¿qué puede usted hacer?

—Arthur —dijo Bertha—, puede usted confiar en que la agencia…

Él ni siquiera se volvió, pero hizo un gesto con la mano para recomendar silencio.

—Si quiere usted decirnos…

—¡Cállese! —replicó Whitewell con acento tan autoritario, que Bertha Cool, sin darse cuenta, obedeció—. ¿Qué hay de eso, Lam? ¿Qué desea usted y que puede hacer?

—Ante todo, dígame cuáles son las dificultades. Kleinsmidt está ya enterado con respecto a Corla y eso significa que uno de los Clutmer ha oído algo.

—Esa muchacha está equivocada —contestó—. Yo no estuve siquiera cerca del piso de la señorita Framley.

—Pues yo no creo que mienta.

—Tampoco yo. ¿No se ha dado usted cuenta de lo que eso significa? Mi hijo y yo nos parecemos mucho y con toda seguridad lo vio a él. No tuvo razón ni posibilidad de fijarse mucho, sino que, sencillamente, lo vio como un transeúnte cualquiera. Si Philip hubiese estado aquí esta mañana, ella lo habría identificado, pero no lo vio. Además, deseaba ayudar a la policía. Y, al verme, creyó que me reconocía. Es preciso, pues, arreglar las cosas de modo que esa muchacha no pueda ver a Philip.

—Ahora ya lo ha identificado a usted y no se volverá atrás en lo que ha dicho…

—Muy bien. ¿Puede usted darme un buen consejo?

—Desde luego. Procure que lo vea usted unas cuantas veces más y busque la ocasión de moverse y de hablar en presencia de ella. De este modo, si acaso ve, más tarde a Philip, lo clasificará como absolutamente desconocido.

—¿Tiene Philip alguna coartada?

—Lo ignoro. Pero conviene que lo averigüe usted.

—¿Podré darle a entender que trabajo acerca de esto?

—No. Y por esta razón quería hablar con usted. Dígale únicamente que trabaja acerca de la desaparición de Corla Burke.

—Eso ocasionará otros muchos gastos —contesté—. Y…

—Está bien.

—Dispense —dijo Bertha Cool, irguiéndose en su sillón—. Pero…

Whitewell movió la mano para imponerle silencio, pero ella exclamó:

—¡Vaya usted al diablo! No se forje la ilusión de que en nuestra agencia alguien pueda fijar precios, aparte de Bertha Cool.

—Dispénseme, Bertha —dijo él, sonriendo y, al parecer, recobrando su buen humor—. Nadie ha tenido la intención de restarle ninguna autoridad. Simplemente deseaba que Lam comprendiera bien lo que es preciso hacer, porque conviene que empiece inmediatamente.

—Ya comprenderá usted, Arthur —dijo Bertha, sonriendo, con dulce voz—, que hemos de cargar algo más cuando trabajamos en un caso de asesinato.

—¿Cuánto?

Bertha me miró, indicando la puerta con un movimiento de cabeza.

—Bueno, hijo. Vete a trabajar.