EL avión descendió cuando volaba por encima del desierto y casi rozó una superficie blanca y deslumbradora, manchada con algunas matas de salvia. La sombra proyectada por el enorme avión parecía negra como tinta, mientras resbalaba por el suelo. Luego las ruedas se pusieron en contacto con la tierra, se niveló el avión y echó a correr hacia el lugar en que esperaban los empleados.
—Ya está —dije a Bertha.
—¿Van ustedes a apearse aquí? —preguntó mi vecino, sorprendido.
—Sí.
—Yo también.
—Así me gusta —contestó Bertha, sonriendo—. Quizá volveremos a verlo a usted.
—¿Permanecerán mucho tiempo aquí? —preguntó aquel individuo mientras nos acomodábamos en el automóvil que había de llevarnos a la población.
—No lo sé.
—¿Negocios?
—Sí.
Bertha Cool ocupaba el asiento inmediato al chófer. Mi interlocutor se inclinó sobre la cintura para acercarse a mi oído.
—Me parece que no conoce usted Las Vegas.
—No.
Seguimos avanzando y añadió:
—El hotel Sal Sagev es un lugar agradable. Es difícil recordar el nombre hasta que uno se da cuenta de que es Las Vegas escrito al revés. Es una población muy agradable. Reno se queda con toda la publicidad, pero Las Vegas tiene tanto color como Reno. A veces creo que tiene más. Y posee mayor distinción e individualidad.
—He estado en ambos sitios.
—Pues entonces puede entenderme bien.
—El aire del desierto —observó Bertha Cool volviéndose sobre su asiento— da una sensación muy agradable.
—No hay duda de que le da a usted un aspecto magnífico —dijo mi vecino—. Es usted la imagen de la salud.
—Es mi pintura de guerra —contestó.
—El centelleo de sus ojos no procede de la perfumería. Y si lleva usted maquillaje, equivaldrá a dorar un lirio. Las personas que tienen un cutis tan lozano y fino como usted, no necesitan pintarse.
Sin duda pasó Bertha Cool muchos años sin oír nada parecido. Tuve la impresión de que protestaría, pero, en vez de hacer eso, sonrió, mientras se volvió para contemplar su imagen en el parabrisas.
En el hotel Sal Sagev, Bertha Cool consignó su nombre en el registro y aquel moscón exclamó:
—Eso es muy interesante. Precisamente he venido para celebrar una entrevista con el representante de un individuo llamado Cool.
—¿Es usted Whitewater? —preguntó, sonriendo.
—Whitewell —corregí.
Pero él contestó mirando sorprendido y, volviéndose a mí, exclamó:
—¿Es usted Lam?
Afirmé.
—¿Va usted a decirme que Cool es una mujer?
—Regento la agencia —contestó Bertha— bajo el nombre de B. Cool, porque evita muchas explicaciones.
—Bueno, vamos a hablar arriba —dijo Whitewell—. ¿Le parece bien en su habitación, señora Cool?
—Sí —contestó—. Dentro de diez minutos.
La habitación de Whitewell estaba en el piso inferior al nuestro y, en cuanto salió del ascensor, Bertha me dijo:
—Es simpático.
—¡Hum!
—Refinado. Tiene aspecto distinguido.
—¡Hum! ¿Va usted a comerse esa barra de chocolate ahora mismo?
—Ahora no —dijo—. Me duele un poco la cabeza. La guardaré. Vete a tu cuarto y vuelve antes de diez minutos, porque no quiero hacer aguardar al señor Whitewell.
—Seré puntual.
Me lavé y nueve minutos y medio después llamaba a la puerta de Bertha. Al mismo tiempo vi llegar a Whitewell.
Ella nos hizo pasar. Olía a agua de colonia y también sus manos habían sido perfumadas.
—Adelante, señor Whitewell —dijo—. Póngase cómodo. Tú, Donald, siéntate en esa silla.
Tomamos asiento. Whitewell me miró con ironía y dijo:
—No es el tipo que me había imaginado.
Bertha sonrió amablemente y, con voz que parecía la de un gatito, preguntó:
—Supongo que le habré dado una gran sorpresa, ¿verdad?
—Mucho. No puedo imaginarme a una mujer refinada y elegante dedicada a este asunto. ¿No le parece sórdido?
—¡Oh, no! —contestó ella con la mayor cortesía—. Es muy interesante. Claro está que Donald se encarga de lo peor. ¿Qué desea usted encomendarnos?
—Quiero que encuentren a una mujer joven.
—Donald tiene muy buena mano para eso. Precisamente acaba de terminar un caso parecido.
—Éste es algo distinto.
—¿Es usted su padre? —preguntó Bertha, cautelosa.
—No. Soy padre de un joven que, en realidad, está muy interesado en eso.
Esperamos a que continuara. Él cruzó las piernas, mordió la punta de un cigarro y nos pidió permiso para fumar.
—Se lo ruego —contestó Bertha—. Me gusta ver a un hombre fumando un cigarro. Es muy masculino.
Él encendió el suyo, soltó el fósforo con cuidado en el cenicero y dijo:
—Tan sólo tengo un hijo, llamado Philip. Regento una agencia de publicidad y Philip va a ser mi socio. Deseo darle la mitad de los beneficios, como regalo de bodas, haciendo para ello una escritura de sociedad entre los dos.
—Muy bien.
—A él no le interesa mucho dedicarse a un trabajo de oficina. Quizás he sido demasiado indulgente, pero cuando se enamoró, cambió por completo la situación. Estaba loco por esa muchacha. Ella trabajaba como secretaria de uno de los gerentes de aviones y, según tengo entendido, sabe trabajar y tiene confianza en sí misma. Imbuyó a Philip con sus ideas y él, de repente, decidió dedicarse a nuestro negocio. Fue una transformación milagrosa.
—Que a usted debió satisfacerle mucho.
—Sí, pero…
—¿Acaso no le gustaba a usted que pudiera casarse con esa muchacha?
—Al principio no habría querido que se casara con nadie, hasta que ya se hubiese establecido en una profesión. Tiene veintiocho años y no ha hecho más que jugar y viajar. Nunca conseguí interesarle por un trabajo regular.
—¿Y qué ha sido de esa muchacha?
—Dos días antes de la boda, es decir, el diez, desapareció.
—¿Dejó alguna carta o algo por el estilo?
—Nada. Desapareció sencillamente y no se ha sabido más de ella.
—Si no quería usted que se casara su hijo con esa mujer, ¿por qué no deja el asunto tal como está? —preguntó Bertha—. Ella tuvo alguna razón para obrar así, quizás algo que la hiciese poco agradable como futura nuera.
—Ya he pensado en eso —replicó Whitewell.
—¿Cuál es su respuesta?
—Philip. Ya les dije que había cambiado mucho. Hablando con franqueza, yo me oponía a esa boda, pero, en vista de las circunstancias que rodean esa desaparición, no tengo más remedio que encontrar a la joven, aunque sólo sea en beneficio de Philip. Mi hijo no duerme ni come, está atontado, pierde peso y tiene muy mal aspecto.
—Bueno, ya la encontrará Donald —dijo Bertha.
—Dígame usted todo lo que sepa —rogué.
—Como ya he dicho, Corla era secretaria de uno de los gerentes de la Randolf Aircraft Company. Vivía en una habitación en compañía de otra muchacha. El día de su desaparición, pareció preocupada y de mal humor. Su compañera de habitación quiso saber qué le pasaba y Corla le contestó que no le sucedía nada desagradable.
»A las ocho y diez de la mañana del día diez se dirigió a su trabajo. Su jefe tuvo la impresión de que estaba del humor de costumbre, aunque se mostró muy callada. Ella había presentado ya su dimisión, anunciando que se marcharía en cuanto la sustituyese alguien. Ella y Philip se habían propuesto aplazar su luna de miel hasta más tarde. Corla era una muchacha muy útil como secretaria y su jefe intentó varias veces convencerla de que continuase trabajando. Mencionó esto, porque deseo darles a entender que era una mujer muy concienzuda en su trabajo. Aunque le hubiese ocurrido algo que la obligase a huir de mi hijo, no habría dejado en la estacada a su jefe.
—Adelante —dijo Bertha.
—Hasta las diez de la mañana tomó cartas al dictado y luego empezó a traducirlas. Entre ellas había una muy importante y confidencial, que se refería al modelo de un avión. También había algunas cartas de una oficina a otra, de carácter muy reservado y muy importante.
»Salió su jefe del despacho, después de haber dictado estos documentos, para celebrar una breve conferencia con otros gerentes. Duró veinte minutos y, al regresar a su despacho, observó que Corla no estaba ya sentada en su escritorio. En la máquina de escribir vio una hoja de papel. Había empezado a traducir la primera carta, pero se interrumpió después de unas pocas palabras, cortando una frase.
»Su jefe se figuró que habría ido a la sala de descanso. Se sentó a su propia mesa y empezó a trabajar. Quince minutos después quiso dictar otra carta y llamó a Corla. Y al ver que no aparecía, salió a la oficina exterior y vio que estaba igual que cuando él regresó de la conferencia.
»Diez o quince minutos después llamó a otra secretaria y la envió a la sala de descanso, para ver si Corla estaba indispuesta, pero la joven no se encontraba allí, y ya nadie ha vuelto a verla, ni se ha descubierto el menor indicio de su paradero. Sobre su escritorio estaba su bolso. Contenía unos cincuenta y tantos dólares, que era todo el dinero que poseía esa muchacha. No tenía cuenta en ningún Banco. Y en el bolso estaba también el rojo de labios, los polvos, la pintura para las mejillas, las llaves, etc.
—¿Se avisó a la Policía? —pregunté.
—Sí. Pero no hizo nada.
—¿Hay alguna pista?
—Sólo una.
—¿Cuál?
—De acuerdo con su compañera, Corla se mostró muy contenta y feliz hasta veinticuatro horas antes de su desaparición, de modo que he tratado de averiguar lo que ocurrió en el plazo de esas veinticuatro horas. La única cosa extraordinaria que he logrado descubrir es que, durante la mañana anterior a su desaparición, recibió una carta de alguien llamado Framley, de Las Vegas, Nevada.
—¿Y cómo sabe eso?
—La patrona distribuye el correo por los pisos de sus huéspedes. Su apellido de soltera es Framley, es decir, con «N». Y dice que se limita a examinar el correo de sus huéspedes, lo que le facilita su exacta distribución.
—¡Pamemas! —exclamó Bertha, sarcástica.
—Ella asegura —añadió Whitewell sonriendo— que el apellido Framley que figuraba en la esquina del sobre se parecía mucho al suyo propio de soltera y, de momento, se figuró que estaba escrito con «M» en vez de «N».
—¿Y observó que procedía de Las Vegas?
—Sí.
—¿Y qué señas de Las Vegas?
—No las recuerda.
—¿Y no se acuerda, por el primer nombre, si procedía de un hombre o de una mujer?
—Sólo recuerda que el remitente era un tal Framley, de Las Vegas. Esta pista es muy débil, pero no hay otra. Y en los hechos que rodearon a su desaparición no hay ninguno que pueda ayudarnos.
—¿Y qué me dice usted de su libro de notas? —preguntó—. Me refiero al que contenía sus notas taquigráficas de las cartas que le dictaron.
—Estaba sobre su escritorio —dijo—. Si se hubiera echado de menos, quizá la empresa en que prestaba sus servicios habría podido tomar cartas en el asunto. Mas, al parecer, su cargo no tuvo nada que ver con su desaparición. Probablemente se trata de un asunto personal.
—¿Y cree usted que una persona llamada Framley, de Las Vegas, sabe algo acerca de su misteriosa desaparición? —preguntó Bertha.
—Sí, señora Cool —contestó Whitewell—. Hay una tal Elena Framley, que vive en Las Vegas. Es decir, estuvo aquí durante las últimas semanas.
—¿La ha visto usted? —pregunté.
—¿Por qué supone que he tratado de verla? —replicó, cauteloso.
—Después de haberla localizado, no pagaría usted dinero a una agencia de detectives si no hubiese intentado usted mismo obtener esos informes, aunque sin éxito.
No contestó en seguida. Separó el cigarro de la boca, lo examinó unos momentos, cambió de posición en la silla, y dijo:
—Con franqueza, lo intenté. Tengo aquí unos amigos, llamados Dearborne. ¿Los conoce?
—No conozco a nadie en Las Vegas —contesté.
—La señora Dearborne es una íntima amiga —dijo—. Su hija Eloísa es muy atractiva. Y tuve la esperanza de que Philip se diese cuenta de ello.
—¿No lo ha notado?
—Eran amigos y confié en que su amistad se convirtiera en algo mejor. Y tal vez hubiese resultado así, de no ser por la señorita Burke.
—¿Hay alguien más en la familia Dearborne?
—Ogden Dearborne, que es un muchacho joven y está empleado en la central hidroeléctrica Boulder. Es aviador aficionado y posee la cuarta parte de un avión.
—¿Nadie más?
—Solamente los tres.
—Y usted consiguió que uno de ellos se dedicara a buscar a Elena Framley.
—¿Pudo localizarla? —preguntó Bertha.
—Sí; encontró a Elena Framley, pero nada más.
—¿Qué sucedió? —preguntó Bertha.
—La señorita Framley le dijo que no había escrito ninguna carta, que no tenía idea de quién pudiera ser o dónde estaba Corla, que no deseaba ser interrogada con respecto a esta última y que no había oído hablar nunca de Corla Burke.
—¿Y decía la verdad? —preguntó Bertha.
—No lo sé —contestó Whitewell—. Ogden cree que sí. En esa joven observó algo misterioso y evasivo. Por eso deseo los servicios de un detective profesional.
—¿Y qué me dice usted de la policía? —inquirió Bertha—. Según me indicó antes, no demostró ningún interés.
—Trataron el asunto como si fuese la desaparición de una de tantas personas desconocidas. Siguieron las prácticas rutinarias para encontrarla, pero nada más. Insisten en que un determinado tanto por ciento de jóvenes que desaparecen es porque van a tener un niño, o se largan con otro sujeto. Opinan que Corla estaba enamorada de otro y que se decidió a casarse con Philip por creerlo buena presa, pero luego cambió de propósito.
—¿Y sería, en efecto, buena presa? —preguntó Bertha.
—Así lo consideraban algunas madres —contestó Whitewell en tono seco.
—¿Y desea usted que Donald haga averiguaciones acerca de esa Framley?
—Quiero que ponga en claro lo que le sucedió a Corla, por qué desapareció y dónde está ahora.
—¿Y qué desea usted averiguar? —inquirió Bertha.
—Quisiera demostrar que su desaparición fue voluntaria. Espero que la razón que haya en el fondo de ella, no sólo devolverá la paz mental a mi hijo, sino que le dará amistad con Eloísa Dearborne. Después de lo sucedido, opino que Corla no sería la nuera que yo puedo desear. Esa desaparición ha hecho mucho ruido. Claro está que es una muchacha buena y agradable, pero nuestra familia no puede ya aceptarla.
—Pierda usted cuidado —dijo Bertha—, porque Donald volverá del revés, como a una media, a esa Framley. Todas se vuelven locas por él. No sé qué les da.
—Estoy persuadido —dijo Whitewell, mirando a Bertha— de que su organización es, exactamente, lo que necesito. Claro está que nunca creí encontrar a una mujer al frente de una agencia de detectives, y menos aún a una mujer tan atractiva como usted.
—¿Tiene alguna fotografía de Corla Burke? —pregunté. Y en vista de que afirmaba, añadí—: La necesitaré, así como una descripción de su persona y una presentación para Ogden Dearborne. Telefonéele y dígale también que me comunique todo lo que deseo saber.
—Sí, creo que eso será mejor —dijo Whitewell, después de breve reflexión.
—También necesito las señas de Elena Framley, si las tiene usted.
—Se las daré por escrito seguidamente.
—¿Tiene a mano el retrato?
Sacó de un bolsillo interior dos fotografías y nos las mostró. Una era un retrato de profesional, pequeño, de una muchacha de cabello claro, nariz algo respingada y ojos tristes. La otra era una instantánea, de sombras acentuadas y algo desenfocada. Mostraba a una muchacha en la playa y con traje de baño. La sorprendió la cámara cuando se, disponía a arrojar una pelota. Se reía y mostraba unos dientes regulares. Los ojos estaban demasiado sombreados, pero en la figura había una vitalidad, un vigor y una armonía que el aparato recogió muy bien. Una mujer como aquélla nunca se mostraría resignada y, en caso de equivocarse, seguiría adelante.
—No olvide usted llamar a los Dearborne y decirles que saldrá para ir a ver a Ogden —dije mientras me guardaba las fotografías en el bolsillo.
—Podría yo llevarlo allí y…
—Prefiero ir solo.
—Bueno.
—Donald —dijo Bertha—, trabajas muy de prisa. A veces no interesa.
—Me felicito por ello —dijo Whitewell mirando fijamente a Bertha mientras hablaba.
Ella bajó la mirada, con expresión que nunca había yo observado. Parecía confusa.
—¿Y cuánto me va a costar eso? —preguntó Whitewell.
—Veinticinco dólares por día, y los gastos —contestó Bertha, cuyo rostro se transformó como si se hubiera puesto una máscara.
—¿No es mucho dinero?
—Por el servicio que damos, no.
—Tenía entendido que un detective particular…
—Tenga en cuenta que ahora no contrata a un detective, sino a una agencia. Donald irá a situarse en la línea de ataque. Yo permaneceré en la oficina, pero ocupada en lo mismo.
—Es preciso que haya algún límite —replicó él.
—Mantendremos los gastos a un nivel reducido.
—¿Y los gastos de espectáculos, consumiciones y demás?
—No habrá. Y necesitamos doscientos dólares anticipados.
Whitewell empezó a llenar el cheque.
—Si la encuentran ustedes u obtienen pruebas de que se marchó por su propia voluntad, y eso antes de una semana, les daré una prima de quinientos dólares. Y si la encuentran, llegaré hasta mil dólares.
—¿Has oído, Donald? —preguntó Bertha mirándome.
Yo afirmé.
—Bueno, pues sal y empieza a trabajar. Aunque me hayan tenido seis meses en una clínica, no necesito que nadie me ayude para firmar un recibo.