coolCap7

LLEGÓ el tren a su hora, subí y tuve que aguardar quince minutos. Me habían dado una cama inferior. Los vagones estaban dotados de aparatos de ventilación. Aun hacía calor en la estación y, después del que procedía del desierto, aquellos coches bien ventilados parecían fríos. Como no había nada más que hacer, me desnudé antes de que el tren reanudara la marcha, y me metí en cama. Observé entonces que una manta no me parecía nada incómoda y me eché a dormir de modo que ni siquiera me di cuenta de la partida del tren.

Por el camino soñé que ocurría un tremendo terremoto. La vía se retorció como torturada serpiente, que se esforzaba en alejarse de un hierro candente. El tren se ladeó y los coches empezaron a rodar por la pendiente. Una voz áspera, y al mismo tiempo baja, me llamaba por mi nombre y, de pronto, comprendí que el terremoto no era ni más ni menos que unas manos tiraban de mi manta.

—¿Qué pasa? —pregunté frotándome los ojos.

—¡Levántese cuanto antes! —contestó la voz.

—¿Qué demonio…? —exclamé, luchando con mi propia irritación y por la extrañeza del caso.

—Encienda la luz —ordenó la voz.

Me senté en la cama y descorrí las cortinas.

El teniente Kleinsmidt estaba en el corredor y a su lado vi al mozo, que vestía una chaqueta blanca y tenía los ojos desorbitados por el asombro.

El vagón rodaba suavemente por la vía, adquiriendo velocidad. Al frente y a lo lejos pude oír el silbido suavizado de la locomotora. El pasillo mostraba una serie de cortinas verdes, que oscilaban con el movimiento del tren. Acá y acullá se asomaron algunas cabezas de los pasajeros curiosos, extrañados por lo que ocurría.

—¿Qué pasa? —pregunté mirando a Kleinsmidt.

—Va usted a regresar, Lam.

—¿Adónde?

—A Las Vegas.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—Me parece que no —contesté—. He de estar en Los Ángeles a las ocho y treinta de la mañana.

—A las dos y media —dijo, consultando el reloj—, he subido al tren, en Yermo. El convoy hará una corta parada en Barstow, a las tres y diez. Mientras tanto, se vestirá usted y nos apearemos allí.

—Supongo —dije— que ésta es la cooperación que me da usted en pago de haberle hecho un favor.

Se disponía a decir algo, pero cambió de parecer y exclamó:

—Vístase, Lam. Ésta es una visita oficial y le hablo también oficialmente, de modo que no se resista.

—¿Y cómo ha llegado aquí? —pregunté, aceptando la situación, mientras me quitaba el pijama.

Apoyó un codo en la parte inferior de la litera superior y, mirándome, dijo:

—Por avión. Ahora tengo un automóvil que sigue al tren. Regresaremos y…

Una voz irritada, de la litera superior, exclamó:

—¿Y por qué no se ha procurado usted un teléfono para celebrar esa conferencia interurbana?

—Dispénseme —dijo Kleinsmidt.

—Perdonen, señores, pero si me hiciesen el favor… —dijo el mozo.

—No se apure —contesté—. Ya no haremos ruido.

Me vestí en silencio. Kleinsmidt extendió su enorme mano y, cuando hube terminado de hacer mi equipaje, se apoderó del maletín. Echó a andar hacia el lavabo destinado a los hombres.

—¿Qué necesita usted para lavarse, Lam?

—El cepillo de los dientes y el de la cabeza.

—Bueno —dijo después de consultar su reloj—. Voy a hacer de ayuda de cámara.

Me peiné. Me limpié los dientes, me lavé y me puse la camisa que me entregaba Kleinsmidt.

Metí de nuevo en el saco el cepillo de la cabeza, el de los dientes, y el tubo de pasta y Kleinsmidt cerró el maletín y se encargó de llevarlo.

—Démelo —dije.

—No se apure. Ya lo tengo yo.

—Dentro de pocos minutos estaremos en Barstow —dijo el mozo—. Allí nos detenemos apenas un segundo, de modo que deberán ustedes disponerse a saltar con la mayor rapidez.

Kleinsmidt afirmó inclinando la cabeza.

—En la cola del tren hay una portezuela —añadió el mozo.

—¿Qué pasa? —pregunté a Kleinsmidt, mientras encendía un cigarrillo.

—Lo siento mucho, Lam, pero no puedo decirle nada.

—Sí, ya lo veo y, a juzgar por su conducta, cualquiera pudiera creer que ha ocurrido un asesinato o bien algo catastrófico.

Apenas lo hube dicho, cuando sentí tentaciones de morderme la lengua, porque la mirada que me dirigió fue elocuentísima.

—¿Cómo sabía que ha ocurrido un asesinato, Lam?

—Pero, ¿se ha cometido, en efecto, ese crimen?

—Eso es lo que dice usted —contestó el teniente.

—No sea tonto. Me he limitado a indicar que se conduce usted como si se hubiese cometido un asesinato.

—Eso no es exactamente lo que dijo.

—¡Vaya usted a pasear!

—Y, además, le consta.

—Sí, ya lo sé. Me he limitado a usar una figura de dicción. Pero podría usted decirme qué pasa.

—Hasta que lleguemos a Las Vegas será necesario que nos refiramos a otras cosas.

El tren disminuyó su marcha y nosotros echamos a andar, hacia la cola del convoy. El mozo estaba al lado de la portezuela, con la mano apoyada en la cerradura. En cuanto se detuvo el tren abrió la puerta, saltó a tierra y se quedó mirando de modo que vi el blanco de sus ojos.

El aire puro y cortante del desierto llegó hasta mi olfato. A pesar de que el interior del convoy estaba bien ventilado, no pude dejar de notar las emanaciones de los dormidos compañeros de viaje. Una vez en el desierto, el aire frío y seco, puro y agudo, se llevó aquellas impurezas que habían penetrado en mis pulmones.

Entregué medio dólar al mozo. Él extendió la mano para tomarlo, pero la retiró luego diciendo:

—No, señor. Muchas gracias, señor. No le deseo mala suerte. Muy buenos días, señor.

Volví a guardarme la moneda y Kleinsmidt sonrió.

Miré hacia el tren. Soplaba un aire bastante vivo y el humo y el vapor de la locomotora eran arrebatados por el aire, que los disolvía rápidamente. Kleinsmidt echó a andar llevando mi maletín y, al parecer, sabía muy bien adónde se dirigía. Más allá de la estación miré al cielo. Brillaban las estrellas sin parpadear, con luz muy intensa y, al parecer, no había una sola pulgada de firmamento que no contuviese numerosos puntos de luz.

Y, como es corriente en los climas desérticos, el calor había desaparecido para dar paso a un frío intenso y seco.

—¿Tiene usted gabán? —preguntó Kleinsmidt.

—No.

—Bien, importa poco, porque el interior del automóvil está abrigado. No tendrá frío.

Se dirigió al encuentro de un automóvil parado. Se apeó un hombre de un salto para abrir la portezuela del tonneau.

Kleinsmidt me hizo subir, tiró el maletín al interior del coche y subió a su vez.

—Vámonos —dijo al conductor.

Emprendimos la marcha, iniciando una curva acentuada para llegar a la carretera a través de un puente. Dentro del automóvil, la temperatura era más agradable, pero la brillantez de las estrellas y el enorme espacio del desierto, que se extendía por todas partes, daba una impresión de fría, insignificancia.

—Tenemos un tiempo muy agradable —dije a Kleinsmidt.

—Nada de eso.

—¿Qué pasa? ¿Se me acusa de algún crimen?

—Por ahora regresa usted a Las Vegas y nada más.

—Si no se me acusa de ningún crimen, no tiene usted autoridad bastante para obligarme a salir del tren y volver allá.

—Es posible, pero, sea como fuere, el jefe ordenó el regreso de usted y ahora vuelve a Las Vegas.

—¿De quién es este coche?

—¡Oh, lo he alquilado! Tengo un avión que nos aguarda.

—Bueno, sea como fuere —dije—, me alegro de que seamos amigos. En caso contrario, podría usted haberse puesto tonto, decidido a no decirme nada.

Se echó a reír, en tanto que el chófer, después de volver la cabeza, fijaba los ojos en el camino. El automóvil corrió a su velocidad máxima, rugiendo, y el traqueteo que sufríamos era tan rápido e intenso, que llegó a resultar desagradable.

Me acomodé en el rincón, sumido en el silencio. Kleinsmidt mordió la punta de un cigarro y se dedicó a fumar. No se oía más ruido que el del motor y los alaridos del helado viento del desierto. Una o dos veces se arrojó contra nosotros una nube de arena volandera.

La luna en cuarto menguante se asomó en el cielo después de media hora de viaje y, pocos minutos después, el automóvil empezó a disminuir su marcha.

Al frente, un cuadrado de luces multicolores señalaba la situación de un campo de aterrizaje. El chófer disminuyó la velocidad del vehículo, buscó una bifurcación de caminos que señalaba un faro, lo encontró y se aproximó al campo. Casi en seguida oí el rugido del motor de un avión y vi las luces del aparato.

—Necesitaré un recibo del dinero que voy a pagarle —dijo Kleinsmidt al chófer—, con objeto de poder cobrar a mi vez a su tiempo.

El conductor tomó el dinero que recibió del teniente y luego le entregó un recibo. Kleinsmidt abrió la portezuela, se encargó de mi maletín y nos apeamos. El conductor del automóvil dio marcha atrás y se dirigió de nuevo a la carretera. El motor del avión funcionaba con la mayor regularidad. Y pude oír la arena gruesa que crujía al ser hollada por nosotros.

—Me daría un disgusto si se enterasen de que he hablado —dijo Kleinsmidt en voz baja—. Se supone que usted llegará a la oficina del jefe sin saber una palabra de lo ocurrido.

—¿Por qué? —pregunté.

El teniente midió la distancia que lo separaba del avión y disminuyó su paso para no llegar demasiado pronto.

—¿A qué hora se separó usted de Bertha Cool, en el hotel Sal Sagev? —preguntó.

—No lo sé. Pero, sí, aguarde. Poco después de las ocho. Sí, a esa hora.

—¿Y adónde fue luego?

—A mi habitación.

—¿Qué hizo usted allí?

—Preparar mi equipaje.

—¿Y no pagó usted la cuenta?

—No. Dejé este detalle al cuidado de Bertha Cool. De todos modos, me habrían hecho pagar otras veinticuatro horas por la habitación y Bertha es el tesorero. Y ella ya estaba enterada de mi marcha.

—¿No habló usted con ninguna persona del hotel?

—No, me limité a salir llevando el maletín. En la oficina dejé una nota para Bertha Cool.

—¿No tiene usted más equipaje que ese maletín?

—No; ¿por qué lo pregunta?

—Se ha cometido un crimen —añadió en voz baja jefe cree que usted tiene algo que ver con eso. No sé por qué se lo figura así, pero alguien se lo ha dado a entender. Por consiguiente, procure no desconcertarse y ahora no me diga una palabra hasta que estemos en el avión.

—Gracias, teniente —dije ya preocupado.

—No hay de qué. Reflexione y busque su coartada.

—¿Para qué hora?

—Entre las nueve menos diez hasta el momento en que salió el tren.

—No me es posible. Llegué a la estación hacia las nueve. El tren salió a las nueve y veinte y yo estaba ya acostado en mi litera.

—El mozo no lo recuerda a usted.

—Lo comprendo. Estaba hablando con alguien. Mi maletín no pesaba nada y me metí en el vagón. Estaba muy cansado, me desnudé en el acto y…

—¡Cállese! —dijo al divisar la figura del piloto que estaba ante el avión.

—¿Todo a punto? —preguntó Kleinsmidt.

—Sí, suban a bordo.

Subimos a una cámara de bajo techo del avión de un solo motor. El piloto me preguntó si había volado antes y si sabía cómo ponerme el cinturón de seguridad y en vista de mi respuesta afirmativa corrió una cortina a su espalda, dio gas al motor, que empezó a rugir, y el avión se puso en marcha. Después de algunos minutos, durante los cuales las ruedas dieron varios saltos sobre el suelo, el aparato apuntó la proa al cielo y empezamos a volar. Al frente el haz giratorio y luminoso de un faro aéreo atravesaba la oscuridad. Kleinsmidt me dio un golpecito en la rodilla y llevó el índice a los labios, para recomendar silencio e hizo deslizar por el suelo mi maletín de modo que su pierna lo oprimía con fuerza contra la pared de la camareta, lejos de mi alcance. Cerró los ojos y casi en seguida empezó a respirar con fuerza.

Creo que no estaba dormido. Debió de ser una trampa para darse cuenta de si yo quería sacar algo de mi maletín.

Observé que lo oprimía con el pie, de modo que se habría dado cuenta si yo lo hubiese tocado.

Recordé entonces que, desde su llegada al tren, se apoderó del maletín y no lo había soltado. También recordé cómo había examinado mi camisa en el lavabo. Con toda evidencia, el jefe de policía estaba persuadido de mi culpabilidad.