ESTABA persuadido de que Bertha me aguardaba en el hotel; de modo que no volví allí, Todo el dinero que había conseguido ahorrar lo llevaba en el bolsillo, en forma de cheques de viaje y compré un automóvil antiguo, una camisa de lana gruesa, un mono, una chaqueta de cuero, equipo de cama, un hornillo de gasolina, algunos potes y sartenes para guisar, unas cuantas latas de conservas y algunas otras pequeñas cosas y, de este modo, estuve dispuesto a emprender la marcha aquella tarde a las tres y media.
Cuando salimos de la población parecíamos un grupo de típicos refugiados. Nadie intentó siquiera impedirnos el paso. Pasamos por el lado de un camión cargado de agentes que, después de dirigirnos una mirada, continuaron su camino.
Avanzaron por la carretera Beatty y el coche desarrollaba una marcha constante de treinta y siete millas por hora.
A última hora de la tarde tomé un camino transversal que se internaba en el desierto y que no consistía más que en unas rodadas en la arena. Después de habernos alejado por espacio de doscientos metros de la carretera, nos internamos por entre las matas de salvia y, al fin, paramos en una faja de arena lisa.
—¿Qué le parece? —pregunté a Louie Hazen.
—Es estupendo.
Elena Framley se apeó sin pronunciar palabra y se dispuso a sacar una serie de cosas del automóvil.
—Ha traído usted muchas mantas —me dijo.
—Las necesitaremos.
—¿Dos camas o tres? —me preguntó.
—Tres.
—Está bien.
Extendió las mantas en el suelo. Louie tomó el hornillo de gasolina de la caja de cartón en que estaba guardado, lo dispuso en el estribo del coche, lo llenó de combustible y pocos minutos después silbaba una llama azulada debajo del pote para hacer café.
—¿Qué hayo yo? —pregunté.
—Nada —me contestó—. Pasee usted por ahí. Es el jefe de la familia…, el amo, ¿no es verdad? —preguntó a Elena Framley.
—Sí.
—¿Cómo la llamaré a usted cuando sea hora de comer? —preguntó Louie, sonriendo a la joven.
—Elena.
—Muy bien. Yo soy Louie. Supongo que no me guardará rencor por el asunto de las máquinas tragaperras.
—Nada en absoluto —dijo ella, ofreciéndole la mano.
Él la cubrió con su estropeado puño y le dijo:
—Vamos a ser buenos amigos.
Luego Louie empezó a ir de un lado a otro, tomando potes y sartenes, y sacando algunas cosas de la caja de provisiones. No hacía un solo movimiento inútil. Al parecer, no trabajaba de prisa, pero hacía las cosas en un espacio de tiempo increíblemente corto.
Una o dos veces Elena y yo tratamos de ayudarlo, pero él, impaciente, nos rechazó diciendo:
—Eso no va a ser ningún festín. No tenemos mesa ni refinamientos. No disponemos de bastante agua para lavar bien los platos y como tampoco habrá muchos platos, será preciso que la comida sea sustanciosa.
Pocos momentos después, la brisa del desierto llevó hasta nuestro olfato un aroma muy agradable de habas con un poco de ajo y cebollas fritas.
—¿Qué es eso, Louie? —pregunté.
—Un plato de mi propia invención —contestó orgulloso.
Elena y yo nos sentamos en las mantas, uno al lado del otro, observando el cielo occidental en el que, al parecer, un invisible artista pintaba una puesta del sol del desierto y trabajaba a toda prisa, con unos colores muy vivos y un pincel atrevido y hábil Seguíamos contemplando aquella maravilla, cuando Louie nos entregó unos platos llenos de comida humeante.
—Aquí tienen su ración —dijo—, deberán ustedes comer en un solo plato, lo cual quiere decir que habrán de limpiarlo bien.
Empezamos a comer y no puedo negar que aquello me supo mucho mejor que cuanto había probado durante los meses anteriores. Elena dio un suspiro y dijo:
—Me parece que es lo mejor que he comido en la vida. ¿Por qué no se le ha ocurrido antes esta excursión, Donald?
—Sin duda, porque soy tonto —contesté.
El cielo occidental empezó a oscurecer y luego todo el firmamento se llenó de estrellas. Elena dijo:
—Voy a lavar los platos.
—¿Y qué sabe una joven refinada como usted de lavar los platos? —exclamó Louie, como si lo hubiesen insultado—. Por lo menos, no sabe lavarlos como debe hacerse en el campamento. Tenga usted en cuenta que aquí escasea mucho el agua. Ahora le voy a enseñar cómo se hace.
Se llevó los platos a quince metros de distancia del coche, encendió los faros, se acurrucó y tomó unos puñados de arena, con los cuales frotó, los platos. Así los limpió de toda la grasa y los dejó limpios. Luego vertió un poco de agua hirviendo encima de ellos, a razón de unas cuantas cucharadas por cada plato y así los dejó limpios y brillantes.
—Ya ve usted cómo, así, quedan mucho más limpios que si se hubiese empleado un litro de agua por cada plato. Ahora los dejaremos de canto sobre el estribo del coche y, mañana por la mañana, estarán secos. ¿A qué hora quieren acostarse?
—Ya se lo diré —contesté.
—Quisiera extender mis mantas por aquí —dijo Louie—, y…
—Está bien —contestó Elena—. Yo había hecho las tres camas, una al lado de otra.
Louie se conformó y los tres continuamos sentados un rato.
—¿Encendemos una hoguera? —preguntó Louie.
Yo me opuse, diciendo que tal vez podrían vernos desde la carretera y entonces Louie propuso un poco de música. Extrañado, le pregunté si tenía alguna radio portátil y él me contestó que disponía de algo mejor. Del bolsillo sacó una armónica. La tomó con suavidad y se la llevó a la boca.
No resultó la música que esperaba yo, porque lo natural habría sido oír alguna de las piezas clásicas que los aficionados tocan en las armónicas. En realidad, ignoro cuáles eran los títulos de las composiciones que tocó, pero sí estoy persuadido de que aquello armonizaba con la noche del desierto, con la oscuridad y el silencio que allí reinaba a la luz de las brillantes estrellas.
Elena vino a apoyarse en mi hombro y yo le rodeé la cintura con brazo. Podía sentir su respiración regular, el calor de su mejilla y percibí también el aroma de su cabello. Me tomó una mano con una de las suyas, esbelta, suave. Sentí cómo movía los hombros al aspirar profundamente el aire y luego dio un largo suspiro.
La noche era templada, Por dos veces, en el espacio de una hora, oímos el lejano gruñido de dos automóviles que se acercaban. Los faros danzaban de un modo vago por la carretera principal, proyectando extrañas sombras. Los vehículos, al acercarse, proferían una especie de gemido y luego se desvanecían rápidamente, y el resplandor brillante de sus faros era sustituido por el leve centelleo de sus rojas luces de cola.
En una hora sólo pasaron por allí aquellos dos automóviles y, aparte de eso, pudimos gozar nosotros solos de la inmensidad del desierto.
La música de Louie tenía la majestad propia del órgano. En parte se debía, desde luego, al ambiente, al desierto, a la luz de las estrellas en un cielo que parecía haber sido recientemente lavado y pulimentado por alguna ama de casa cósmica. Louie tocaba de oído, pero era un artista y lograba, con aquella armónica, realizar cosas imposibles.
Al cabo de un rato dejó de tocar y los tres permanecimos quietos y mirando a las estrellas, el vago perfil del automóvil, las matas de salvia sobre el fondo arenoso del desierto, estábamos envueltos por aquel silencio eterno.
—Nunca hubiese creído que nuestra permanencia aquí fuese tan agradable —dijo Elena en voz baja.
A través de su ropa pude sentir el calor de su cuerpo y del mío, así como también el peso de su cabeza sobre mi hombro. Una o dos veces sus músculos se estremecieron involuntariamente, a medida que se relajaba la tensión nerviosa y su cuerpo se dejaba ganar por la somnolencia.
Poco después, una brisa imperceptible empezó a soplar por el desierto, pero era muy fría. El calor desapareció, sencillamente. Se podía percibir muy bien el movimiento del aire y Elena se acercó más. Dobló las piernas y empujó sus rodillas hacia mi pierna. Por un momento recobramos el calor, pero cuando volvió a soplar la brisa, ella se enderezó, estremecida.
—Hace frío —observó Louie.
—¡Ah la cama! —dijo Elena—. La mía es la del extremo. Usted, Donald, duerme en el centro.
Se dirigió a sus mantas y se quitó la ropa exterior. Era demasiado intensa la oscuridad para que se pudiesen apreciar detalles, pero la luz de las estrellas mostró el contorno general de su figura, en cuanto se hubo quitado el traje exterior. Yo la observaba sin curiosidad y apenas dándome cuenta de lo que veía. Me daba la impresión de estar contemplando una hermosa estatua a la luz de la luna.
Se metió entre mantas, se revolvió varias veces a fin de quitarse la ropa interior y luego se sentó para ponerse y abrocharse el pijama.
—Buenas noches —dijo.
—Buenas noches —contesté.
Louie guardó silencio, como si ella hubiese hablado tan sólo conmigo. Pero la joven se incorporó sobre el codo y lo llamó, diciéndole:
—¡Eh, Louie! Buenas noches.
Esperamos unos minutos hasta que ella se hubo instalado entre mantas y luego Louie y yo nos desnudamos y, una vez tapados con las mantas, nos quitamos nuestra ropa interior.
Temí que habríamos de pasar mucho frío al observar que se me helaba la punta de la nariz. En el cielo, las estrellas brillaban encima de mí y me pregunté si alguna se caería sobre nosotros. De repente abrí los ojos y vi en el cielo una disposición completamente nueva de las estrellas. El suelo estaba muy claro, sentía los músculos envarados, pero aquel aire fresco y claro, cortante como un cuchillo frío, y sin polvo, había purificado mi sangre, librándome de los venenos que había asimilado y me dejaba tan descansado como si hubiese estado durmiendo un mes entero.
Cerré otra vez los ojos, Antes de amanecer desperté de nuevo para ver que el cielo tenía un color verde azulado y que el oriente empezaba a teñirse de rojo. Observé que este tono se hacía más intenso y que una nubecilla adquiría intenso relieve, al ser alumbrada por aquella luz. Presté oído a la rítmica respiración de la joven, que estaba a un lado, y a los ronquidos de Louie, que se hallaba en el opuesto. Pensé en levantarme, pero luego, reflexionando mejor, volví a sumirme en el calor de mis mantas.
Al despertar, el sol estaba ya bastante alto sobre el horizonte y proyectaba las largas sombras de las mantas. Una serie de contorsiones de las mantas que tenía a un lado me demostraron que Elena Framley se estaba vistiendo. Louie se hallaba inclinado sobre el hornillo de gasolina y el olor del café recién hecho llegó hasta mi olfato. No hay nada tan satisfactorio como el aroma del café en el campo, cuando el aire fresco y puro ha hecho ya su efecto y uno se da cuenta de que está hambriento como un lobo.
Elena Framley salió de entre sus mantas para erguirse esbelta y graciosa. Los dorados rayos de sol de la mañana tocaron con su luz rojiza las líneas juveniles de su figura. Me miró, vio que yo también la miraba y, con la mayor naturalidad, me dijo:
—Buenos días, Donald.
—Buenos días.
Al oír su voz, Louie se volvió, para inclinarse de nuevo sobre el hornillo. La joven lo saludó y él, sin volverse, le devolvió el saludo.
—Me parece imposible —dijo Elena Framley— que esta vida no se haya inventado antes.
—Estaba ya inventada, pero nosotros queríamos ignorarla —observé.
Se quedó mirando al sol que iluminaba su rostro. De repente extendió los brazos hacia el astro, con gesto impulsivo, luego se volvió, se acurrucó y se dispuso a calzarse.
—Media jofaina de agua para cada uno, y nada más —dijo Louie—. El desayuno estará listo dentro de cinco minutos.
Nos lavamos, nos limpiamos los dientes, y nos sentamos luego en nuestras mantas, en tanto que Louie nos daba huevos revueltos, café claro y fuerte, tocino asado, que sabía a nueces y que, sin estar reseco, crujía de modo muy agradable. Había encendido una pequeña hoguera y como dejara apagar las llamas, quedó reducida a brasas. Luego, con unas piedras, hábilmente dispuestas, preparó una especie de horno, en el cual pudo tostar algunas rebanadas de pan, que untó con mantequilla.
Aquel desayuno nos supo a gloria. Me pareció que ya no necesitaba ninguna lección de boxeo, que era capaz de resistir a cualquier hombre de la tierra y derribarlo con la sola fuerza de mis puños.
Después de desayunar, pasamos un rato fumando cigarrillos y tomando el sol. Luego, Louie y yo miramos a nuestra compañera que, en silencio, afirmó. Arrollamos las mantas, las metimos en el coche y apenas cruzamos alguna palabra, porque no teníamos necesidad de hablar.
Media hora más tarde, lavados y guardados los platos y todo lo demás, continuamos el camino a través del desierto y cuidando de que no disminuyese la velocidad de treinta y siete millas por hora. El sol se elevó por el cielo y aumentó el calor. El neumático de la rueda posterior derecha sufrió un pinchazo, y entre Louie y yo lo cambiamos, cosa que no nos pareció muy molesta, porque no estábamos nerviosos ni teníamos prisa. Todo marchaba perfectamente. No ocurría como en otras ocasiones en que tuve pequeñas averías cuando, a toda prisa, iba con el coche de Bertha Cool de un lado a otro.
De vez en cuando nos deteníamos para mirar el paisaje. Durante todo el día continuamos el camino; por la noche acampamos en el desierto y, hasta el mediodía siguiente no llegamos a Reno.
—Bueno —dijo Louie—, ya estamos aquí. ¿Cuáles son tus órdenes, patrón?
El automóvil estaba sucio de polvo del desierto. Yo tenía que afeitarme y lo mismo le ocurría a Louie. Los tres teníamos el cutis quemado por el viento y el sol, pero nunca me había sentido yo tan descansado como entonces.
—Buscaremos un campamento para automovilistas, nos limpiaremos y adecentaremos para ver qué se hace luego.
Encontramos un campamento para automovilistas. La mujer encargada nos cedió una cabaña de dos habitaciones y tres camas. Nos dimos una ducha cada uno. Louie y yo nos afeitamos y después salí para hacer un reconocimiento.
Llamé a la Compañía Telefónica para preguntar si la señora Jannix tenía teléfono. Me contestaron que no. Telefoneé luego a todos los hoteles y pregunté en cada uno si se alojaba allí la señora Jannix. Obtuve igual respuesta.
Repetí la tentativa en las pensiones y casas de huéspedes, sin obtener mejor resultado. Por fin pregunté al Ayuntamiento, con objeto de averiguar si podía indicarme el domicilio de aquella señora y no quisieron darme ningún informe.
Volví al campamento, recogí a mis compañeros y salimos en busca de alojamiento.
Al oscurecer encontramos un lugar muy apropiado para nuestro objeto. Un individuo que tenía una pequeña estación de gasolina, a siete millas de distancia de la ciudad, había intentado instalar un campamento para automovilistas, pero le faltó el dinero, y sólo tenía una cabaña bastante grande, situada a un centenar de metros de la carretera.
Cargamos con provisiones el automóvil y aquella misma noche hicimos el traslado. Louie tocó unos valses en su armónica y Elena y yo bailamos un rato. En la cabaña había una estufa para leña y así pudimos gozar del agradable calor que da la leña en una cocina.
Louie, a la mañana siguiente, me sacó de la cama, pues, según me dijo, era la hora más apropiada para empezar el entrenamiento. Elena me dirigió una soñolienta sonrisa, expresando su deseo de que me divirtiese y se durmió otra vez. Me calcé los zapatos de tenis, de suela de caucho, estreché mi cinturón, bebí un vaso de agua caliente con limón y seguí a Louie al exterior donde hacía mucho frío.
Estaba ya saliendo el sol, y el aire fresco penetraba a través de mi escasa ropa. Louie vio cómo me estremecía, pero me aseguró que en breve ya no tendría frío. Emprendió un trote lento y yo lo imité. En cuanto hubimos recorrido ciento cincuenta metros, empecé a sentir calor, pero también alguna dificultad para respirar. Louie continuaba corriendo y, al fin, ya cansado, le pregunté si faltaba mucho. Me recomendó que no hablase y continuamos nuestra carrera. Sentía las piernas como si estuviesen lastradas con algo metálico y experimentaba un cansancio terrible. De pronto, Louie se detuvo y emprendió un paso vivo. Yo le imité, aspirando profundamente el aire, pero el cambio de ejercicio constituyó un verdadero alivio.
Pocos minutos después, Louie emprendió, de nuevo, el trote, recomendándome que me esforzara en hacer funcionar la parte inferior de mis pulmones. Me indicó que me calzara los guantes de boxeo.
—Tenga usted en cuenta —me dijo— que el golpe más inesperado y el más difícil de dar es el puñetazo en línea recta. Vamos a ver si me da usted un directo de izquierda.
Yo disparé el puño, pero él me contestó que aquello no era un directo, porque el hombro se levantó al mismo tiempo que daba el golpe. Me enseñó a ejecutar aquellos movimientos y yo traté de seguir sus instrucciones, pero sin acertar por completo. Él con mucha paciencia, seguía instruyéndome, cuando, de pronto, desde la ventana de la cabaña, una voz aun soñolienta preguntó:
—¿Y no sería mucho más cómodo dejarse dar una paliza que sufrir tantas molestias, Louie?
Miré hacia allá y vi a Elena Framley envuelta en mi kimono, con los codos apoyados en el antepecho de la ventana y mirándonos muy divertida, al parecer.
—Algunas veces —contestó Louie, muy serio—, un hombre no puede resignarse a que le peguen, señorita Elena. ¡Quién sabe si algún día habrá de luchar por usted!
—No importa —contestó ella—. Me gustan los hombres con ojos a la funerala y, además, aún me he de limpiar los dientes.
Se alejó de la ventana y Louie me dirigió una sonrisa.
—Es una muchacha magnífica —exclamó.
Yo afirmé para manifestar mi asentimiento. Él pareció inclinado a decir algo más, pero, sin duda, no hallaba las palabras. Por último se decidió y dijo con cierta timidez:
—Oiga, compañero. Ya sabe usted cómo soy yo. Puede confiar en mí, ¿comprende? Estoy dispuesto a apoyarlo en todo y por todo. Y sea lo que fuere lo que se dispone usted a hacer, puede contar conmigo. Y ahora vamos a continuar la lección.
Al terminar, estaba tan cansado, que apenas podía moverme. Mi cuerpo empezó a cubrirse de sudor.
—No debe usted tomar duchas frías, compañero —dijo Louie, mirándome—. Éstas son apropiadas para los individuos que tienen una capa de grasa bajo la piel, pero aun así no les hacen tanto bien como ellos se figuran. Tome usted una ducha tibia, un poco más caliente que su propia piel. Pruebe usted la temperatura con las manos y luego póngase debajo. Al principio le parecerá que está fría y sentirá el deseo de abrir la llave del agua caliente. Pero no lo haga. Continúe debajo de la ducha, jabónese bien y enfríe un poco el agua. No para sentir una impresión desagradable, sino el deseo de salir y luego hágalo rápidamente. Después de frotar con una toalla, se extiende en la cama y entonces entro yo.
Seguí sus instrucciones y en cuanto salí de la ducha y me tendí en la cama. Louie me esperaba ya. Tenía una botella en las manos, y se las humedeció con el líquido que contenía. Me pareció que aquello olía al alcohol medicinal.
Luego Louie empezó a trabajar, sometiendo mi cuerpo a un intenso masaje, que duró largo rato. Experimenté una deliciosa sensación. No tenía sueño y sentí por las venas la palpitación de la sangre limpia y oxigenada que me llenaba los músculos de vigor.
Oí desde la cocina el ruido de cacharros. Louie profirió una alegre exclamación, atravesó la estancia, abrió la puerta y gritó:
—¡Eh! Aquí el cocinero soy yo.
—Eso era antes —contestó Elena Framley—. Ahora ha sido usted promovido al cargo de entrenador. Yo, mientras tanto, me ocupo del desayuno.
—Es una muchacha estupenda —exclamó Louie, acercándose a la cama.
Empleó media hora en hacerme masaje a su gusto. Luego me vestí, sintiendo un leve cansancio, pero no verdadera fatiga. Elena había puesto ya la mesa y nos dio uvas, café, tostadas, bistecs de jamón muy gruesos y huevos fritos. Y cuando empezamos a comer se puso en pie para ocuparse en hacer algunas frutas de sartén.
Estaba hambriento y por más que comí, el estómago no acababa de satisfacerse.
—Si continúa de esta manera —observó Elena— va a engordar de un modo espantoso.
—Ni siquiera llegará a aumentar un par de kilos —contestó Louie—. Gracias al ejercicio quemará todo el alimento que ingiere y aun cuando no producirá una sola onza de grasa, en cambio adquirirá mayor solidez.
—¿Tiene usted mucho deseo de ser notable en el arte de defenderse? —me preguntó Elena.
—Me he cansado ya de ser un balón humano de entrenamiento —le contesté.
—Y por esta razón ha abandonado su trabajo, contrata los servicios de un entrenador de boxeo y empieza a hacer ejercicio para convertirse en un boxeador.
—Es cierto.
—De modo que cuando usted persigue algo, no hace uso de medidas incompletas, ¿verdad?
—No.
—Bueno —dijo Louie—, después de desayunar no se hace nada. Siéntese durante una hora y haga la digestión. Y no se mueva para no malgastar energías.
Así lo hice, pero, una hora después, anuncié que tenía trabajo que hacer y, a pesar de las recomendaciones de Louie, me encaminé a la ciudad. Elena me dijo que necesitábamos algunas provisiones y me dio una lista. Louie ofreció encargarse de aquellas compras y, en cuanto a Elena, dijo que permanecería en la cabaña para poner orden en todo.
—Es una muchacha maravillosa —me dijo Louie, cuando nos dirigíamos a Reno.
Llevé el coche a un lugar de estacionamiento, entregué a Louie la lista de las provisiones y un billete de veinte dólares y le recomendé que estuviese de regreso al cabo de media hora.
Me dirigí a uno de los hoteles de la población, hice una lista de números telefónicos, me encerré en una cabina y empecé a trabajar. Llamé a las asociaciones de venta de abacería al por menor, a las instituciones de crédito, a las lecherías y también a la Compañía productora de hielo. Les dije que pertenecía al Preferential Credit Bureau, de San Francisco, y que trataba de obtener algunos informes sobre la señora Elva Jannix. Desde luego, me constaba que ellos no tendrían ninguna solicitud de crédito, pero les agradecería que tomaran nota de sus entregas durante algunos días y que si obtenían algún informe, me hiciesen el favor de reservarlo hasta que yo volviera a llamar.
Hay el hecho peculiar y extraordinario de que no se pueden obtener informes de una casa comercial, a no ser que uno se finja acreedor. Entonces no tienen reparo en decirlo todo. Y casi nunca exigen credenciales. En cuanto se les dice que se tiene un crédito contra alguien, ya no hay nada más que hablar.
Di una vuelta por los Bancos, les dije que trataba de localizar un cheque robado, les pregunté si tenían alguna transacción comercial con la señora Jannix, que igualmente podía hacerse llamar señora Sidney Jannix o señora Elva Jannix.
Casi todos cayeron en la trampa. Uno de ellos, en cambio, se resistió. El gerente quería saber algo más acerca de mí y se me ocurrió que la señora Jannix pudiera ser cliente de aquel Banco.
Volví al automóvil una hora y algunos minutos después de separarme de Louie, pero no lo vi. Sólo encontré en el coche una caja de cartón llena de latas de conservas y dos bolsas muy grandes que contenían diversas provisiones.
Esperé quince minutos más. El sol seguía subiendo y aumentaba el calor, de modo que tuve sueño. Me importaba en aquel momento muy poco Bertha Cool, la agencia de detectives o todo lo que se relaciona con ella. Cerré los ojos y desperté sobresaltado y sin saber dónde me encontraba. Consulté el reloj y vi que habían transcurrido más de dos horas desde que me separé de Louie.
Dejé una nota en el volante diciendo: «Regresaré dentro de diez minutos. No se mueva». Fui a hacer otras llamadas telefónicas, para no dejar ningún hueco olvidado. A mi regreso vi que la nota continuaba en el mismo sitio y que Louie no había comparecido aún. Emprendí el viaje hacia la cabaña.
Elena se había ocupado en barrer y llevaba el cabello envuelto con un pañuelo.
—¡Hola! —me dijo al verme—. ¿Qué ha hecho usted con Louie?
—No lo sé.
—¿Qué ha sucedido?
—Salió a comprar más provisiones. Le dije que, a su regreso, me esperase en el coche y que no tardase más de media hora. Pero no estaba allí, y aun cuando esperé una hora más, no he vuelto a verlo.
Se quitó el pañuelo de la cabeza, dejó la escoba en un rincón, fue a lavarse las manos en el cuarto de baño y al salir se frotaba la tez con una loción aromática.
—Ahora podría ser un momento muy apropiado para hablar —dijo.
—¿De qué?
—De muchas cosas.
Me senté a su lado en el diván, pero ella se puso en pie para ocupar una silla que estaba enfrente.
—Quiero verle la cara —dijo—, porque si miente deseo darme cuenta.
—Eso no me parece muy alentador.
—Usted me gusta mucho —dijo ella.
—Gracias.
—Y me gustó desde el primer momento en que lo vi.
—¿Adónde quiere ir a parar? —pregunté.
—Ya lo verá.
—Pues, adelante.
—La técnica ortodoxa para una muchacha joven es mostrarse esquiva, y si un hombre se interesa por ella, procurar que el asunto vaya avanzando despacio y muy suavemente. Pero a mí no me gusta ese sistema. Cuando siento simpatía por alguien, voy a su encuentro. Y si, en cambio, me resulta una persona desagradable, ya no hay más que hablar. La primera noche que pasamos en el desierto —dijo—, tal vez fue la más feliz de toda mi vida. La segunda me resultó casi tan agradable como la otra.
—¿Y ahora? —le pregunté.
—No me gusta.
—¿Por qué?
—Creí que estaba usted enamorado de mí.
—Así es.
—No lo creo —contestó ella, haciendo un mohín. Y, fijando los ojos en mí, añadió—: ¿No es verdad que se ha enfriado conmigo a causa de lo que yo hacía, o sea ordeñar las máquinas tragaperras?
—Le aseguro que no se han enfriado mis sentimientos y que me gusta usted mucho.
—Sí, ya lo sé. —Guardó silencio unos instantes y añadió—: Sea como fuere, el hecho de vivir con Pug y de pertenecer a esa banda que se ocupaba en limpiar las máquinas tragaperras, me daba la sensación de que yo vivía a un lado de la valla y los policías al otro. No hay ninguna razón particular para que sintiera tal cosa, aparte de que en alguna ocasión he tenido unos cuantos sustos y, más especialmente, en lo que se refiere a ese asunto de las máquinas tragaperras. Una o dos veces, Pug fue sorprendido. El dueño de las máquinas se fingía deseoso de denunciar el caso, y aun cuando nosotros comprendíamos que aquello era una fanfarronada, por lo menos servía para que los policías nos tuviesen en su poder y no nos dejaran en paz hasta que, por fin, se veían obligados a soltarnos. Y así llegué a ver con muy malos ojos a los agentes de policía.
No contesté una palabra. Ella evitó una vez más mi mirada, para fijarla en la punta de los zapatos y al fin exclamó:
—Está bien, Donald. Si usted cree que conozco algo con respecto al asesinato de Pug, y si se figura que podría jugar conmigo, aprovechándose de que me gusta y fingiendo que abandonaba su empleo de detective para inducirme a que le dijese todo lo que sé… en tal caso, Donald —dijo, clavando en mí la mirada de sus ojos grises—, creo que sería capaz de matarlo, porque no le perdonaría que hubiese tratado de engañarme de ese modo.
—Y yo lo comprendería muy bien —contesté.
—¿Va usted a decir algo más? —replicó ella, después de examinarme atentamente.
Sonreía, al mismo tiempo que meneaba la cabeza.
Ella se puso en pie.
—¡Maldito sea! ¡Pero no sabe usted cuánto me gustaría conocer sus verdaderas intenciones! Y debo decirle que estoy persuadida de que aún sigue trabajando en ese caso. Recuerde lo que me dijo.
—Me acordaré. Y ahora dígame: ¿adónde habrá ido Louie?
—Que me maten si lo sé. ¿Le ha dado usted dinero?
—Sí.
—Hay algo en Louie que no me gusta —dijo ella, al fin.
—¿Qué?
—No lo sé, pero estoy segura de que no anda muy bien de la cabeza y esto acaba manifestándose un día u otro. Y ahora óigame, Donald. ¿Se figura que si continúa usted danzando a mi alrededor y yo me enamoro como una tonta de usted acabaré diciéndole todo lo que sé?
—No se me había ocurrido esa idea.
—Pues reflexione de vez en cuando acerca de eso.
—Está bien, lo haré.
—Y si alguna vez trata de sonsacarme acerca del particular, tenga por seguro que lo mataré. No solamente lo odiaría, sino que, además, con tal conducta destruiría en mí algo precioso que no acabo de comprender. Por consiguiente, Donald, sea franco conmigo. Si tal es su propósito, despidámonos ahora mismo, y yo podré, tal vez, perdonarlo. En cambio, si esperamos unos días más, tal vez no me consolara nunca de eso.
—¿Tiene usted amigos aquí? —le pregunté.
—No.
—¿Adónde iría, pues, y qué haría?
—Mire —dijo mirándome con dureza—. No se figure que va a asustarme con eso. En cuanto tenga necesidad de un hombre para ir viviendo, podré tomar una dosis exagerada de cualquier narcótico, Soy muy capaz de marcharme de aquí sin llevar nada en las manos y, sin embargo, seguir viviendo, sin necesidad de venderme.
—¿Y qué haría usted?
—No lo sé. Encontraría algo. Dígame, pues, si nos separamos o no. ¿Me marcho?
—Por mi parte, no lo deseo.
—Supongo que no querrá ser sincero conmigo.
—Si no quiere decirme nada —repliqué— acerca de lo que le sucedió a Pug, espero que nunca se decidirá a hacerlo.
—Está bien —dijo, situándose ante mí—. Voy a decirle algo muy claro. De mí tendrá usted todo lo que quiera; pídame lo que sea y lo haré. Y si me pregunta algo referente a Pug y qué detalles conozco acerca de su asesinato… probablemente también se lo diría, pero en cuanto me hiciese usted esa pregunta, conocería ya la razón de toda su conducta. Y así que me convenciese de que ha obrado como lo hace para obligarme a hablar, me sentiría tan desalentada y desengañada, que ya nunca más creería en la posibilidad de que en el mundo hubiera una persona decente. ¿Me comprende bien?
—Sí.
—Bueno, pues, ¿qué hacemos?
—Por de pronto —contesté—, ir a la ciudad para ver si podemos encontrar a Louie en algún bar.
Me miró por espacio de un par de segundos y se echó a reír, aunque con cierta amargura.
—¿No comprende usted —dije acercándome a ella— que no quiero nada si no tengo derecho a ello?
—Prosiga —contestó ella.
—Tiene razón acerca de una cosa. Soy detective y estoy trabajando, aunque no para la agencia de Cool. Me ocupo en un caso, procurando que otras personas sean tratadas con decencia. Y tanto si lo saben cómo no, dependen de mí; de modo que si yo no llevo a cabo ese trabajo, nadie más se encargará de él.
—Y por eso quiere que le diga todo lo que sé acerca de…
—No tengo empeño en que me diga nada —contesté—. La quiero. Creo que es una de las muchachas más bonitas que he encontrado en la vida. Pero si no se hubiese tratado de un asunto de negocios, nunca le habría rogado que saliese de Las Vegas. Esta situación me complace mucho y me hace feliz. Me agrada verme a su lado, me gusta ver cómo hace usted las cosas; todo cuanto emana de usted o lleva a cabo me resulta sumamente grato. Pero estoy trabajando en un asunto, y la razón de que me vea ahora a su lado es porque sigo un camino que me llevará al éxito.
—¿Y cuando haya terminado su trabajo?
Yo estaba temiendo aquella pregunta y contesté:
—Entonces es probable que tenga un cuidado más.
—¿Y no va usted a preguntarme nunca lo que sé con respecto a Pug?
—No.
—¿Nunca?
—No.
—¿Y porque no quería obtener nada bajo un falso pretexto, me dijo…?
Afirmé inclinando la cabeza.
—¿Y no se le ha ocurrido siquiera la idea de que aún no me ha dado un beso?
—¡Naturalmente! —exclamé.
Sus ojos brillaban ante los míos como nunca lo hicieron antes y dijo:
—Me parece, Donald, que ahora hemos ganado el premio mayor.