coolCap15

ELENA Framley llegó de alegre humor a la cabaña.

—¡Dios mío, y cuánta hambre tengo! ¿Hay algo que comer?

—En seguida —dijo Louie—. En el horno tengo unos frijoles para que se conserven calientes. Han estado friéndose todo el día. Esperen a probarlos.

Louie se metió de nuevo en la cocina para continuar su trabajo al lado del horno. Elena me dijo como si se tratara de una cosa sin importancia:

—Antes, Donald, me preguntó usted por el dinero. ¿Cómo anda usted de él?

—Puedo ir tirando.

—No lo creo. ¿Cuántos cheques de viaje le quedan todavía?

—No se apure. No me faltará.

—Veámoslo.

—Le digo que tengo suficiente.

—Déjeme que lo vea. ¿Dónde está el talonario de cheques?

Lo saqué del bolsillo y pudo comprobar que aún quedaban tres cheques de veinte dólares.

—Eso no vale nada —exclamó, echándose a reír—. Por lo menos, no le sirve para el gasto que tiene a su cargo. Mire, déjeme pagar algo.

—Nada en absoluto.

—Tenga en cuenta que estoy muy bien de dinero por lo tanto, —quiero contribuir. No podrá impedírmelo.

Abrió el bolso, sacó un fajo de billetes, tomó tres de veinte dólares que volvió a guardarse en el bolso y me entregó el resto.

Yo meneé negativamente la cabeza.

—Bueno, si quiere tómelo a préstamo —dijo—. Ya me lo devolverá.

—¿Cuánto hay en ese fajo?

—No lo sé. Tres o cuatrocientos dólares. Cuéntelos.

Lo hice así y vi que había cuatrocientos cincuenta dólares.

—¿De dónde ha sacado usted este dinero? —le pregunté.

—¡Oh, lo tenía en el bolso! Acuérdese de que llevaba conmigo ese fajo cuando Pug y yo nos separamos.

Me guardé el dinero en el bolsillo y no le dije que la había visto en el casino.

Después de comer, nos dirigimos a la ciudad y fuimos al cine. Louie parecía haberse repuesto. Elena guardaba silencio y parecía satisfecha.

A nuestro regreso a casa cantó algunas tonadas populares y al llegar a la cabaña se quedó ante la puerta para contemplar las estrellas. De repente dijo:

—Desde luego, sé que esto va a terminar, y muy pronto. Pero mientras dura es magnífico, ¿verdad, Louie?

—¡Ya lo creo! —confesó éste—. Y cualquiera podría creer que nosotros nunca hemos llevado otra vida.

Riendo, penetramos en la cabaña. Esperé a que Elena estuviese ocupada en darse una ducha antes de acostarse, para decir:

—Ahora recuerdo, Louie, que he de expedir un telegrama. Volveré a la ciudad. No me espere y diga a Elena que quizá tardaré una hora o más; porque he de aguardar la respuesta.

Hablé con indiferencia y Louie se dejó engañar.

—Está bien —dijo—. No se meta usted por calles oscuras, y si alguien lo ataca, recuerde el puñetazo del viejo Hazen. Y también que el golpe ha de ser seguido por el cuerpo.

—Me acordaré —prometí.

Una vez en la ciudad, recorrí los hospitales, uno por uno. Explicaba el asunto al encargado de la oficina, diciéndole que buscaba a una persona desaparecida y que había la posibilidad de que hubiese sufrido un ataque de amnesia. Y acababa rogando que si tenían alguno de estos casos me lo comunicaran.

—Hace media hora vino una enferma —me dijeron en el segundo hospital—. Es una mujer joven.

Saqué los retratos del bolsillo y se los mostré, preguntándole:

—¿Cree usted que es la misma persona aquí retratada?

—No lo sé, porque no la he visto. Llamaremos a la enfermera de sala.

Pocos momentos después, una enfermera, muy almidonada, me examinó recelosa y en cuanto vio los retratos manifestó cierta excitación.

—Es la misma —exclamó.

—¿Está usted segura? Convendría eliminar toda posibilidad de error.

—No, es imposible una equivocación. ¿Quién es?

—Trabajo para un cliente —dije con cautela— y no puedo dar noticias hasta haber consultado con él. Es un caso interesante. Esa joven desapareció en la víspera de su boda. Sufría depresión nerviosa. ¿Podría verla?

—Habrá de pedir permiso al doctor.

—Bueno, si está usted absolutamente segura de que se trata de la misma persona, no habrá necesidad de nada de eso. Ella no me conoce, de modo que me pondré en contacto con mi cliente.

—Tal vez —contestó la enfermera— podría usted devolverle la memoria, haciéndole algunas preguntas, puesto que sabe quién es.

—No quiero arriesgarme. Más valdrá que mi cliente hable con el doctor.

—Sí, tal vez será mejor —contesté la enfermera—, pero convendrá que me dé usted su nombre y sus señas.

La enfermera que estaba en el escritorio dijo que ya las tenía. Salí del hospital, tomé mi automóvil y volví a la cabaña. Elena Framley estaba sentada en el sofá y vestida con el pijama y un kimono.

—¿Por qué no está usted acostada?

—Lo esperaba. Tengo la seguridad de que durante toda la tarde ya tenía usted intención de volver a Reno.

—En efecto.

—Bueno, creo que eso ha terminado —dijo—. Vale más que hablemos claro. ¿Cuándo nos separamos?

—He de tomar un avión para ir a Las Vegas —contesté—, y mañana por la mañana pienso estar de regreso.

—¿Quiere que lo lleve hasta el aeropuerto?

—Louie podrá hacerlo.

—Preferiría ir yo.

Le di mi conformidad y ella se metió en su dormitorio para vestirse. Mientras tanto, Louie se asomó para preguntar qué pasaba.

—Oiga, Louie —le dije—, voy a encargarle una de las cosas más importantes de su vida entera. —Y sin esperar que contestara, añadí—: Vigile bien a Elena.

—¿Qué pasa? —preguntó sorprendido—. ¿Acaso teme algún engaño por su parte?

—¡No, hombre! Quiero encargarle, simplemente, que la vigile y la proteja, porque estaré ausente esta noche.

—Pero, ¿qué pasa?

—Corre peligro.

—¿De qué?

—De ser asesinada.

—Compañero —dijo, mientras se animaban sus vidriosos ojos—, cuente usted conmigo.

Nos estrechamos las manos y Elena salió del dormitorio abrochándose las mangas de su blusa. Se volvió de espalda a mí, diciéndome:

—¿Quiere hacerme el favor de abrocharme los botones de la espalda?

Así lo hice y luego la ayudé a ponerse la chaqueta. Mientras yo levantaba la prenda en torno de su cuello, se volvió lentamente y así quedó rodeada por mis brazos. Me miró a los ojos que reflejaban cariño.

—Sí —dijo al observar que yo la miraba a mi vez.

La besé, y luego se separó.

—Bueno, Donald, vámonos.

Louie intervino:

—Los acompañaré a ustedes y así podré volver con el coche, en caso de que se produzca un pinchazo.

Ella lo miró y meneó la cabeza, en tanto que Louie fijaba en mí sus ojos.

—Por ahora no hay cuidado —le dije—, pero en cuanto esté de regreso, acuérdese.

Él afirmó, inclinando la cabeza.

—¿De qué hablan ustedes?

—He recomendado a Louie que la vigile y la cuide.

—Ha hecho usted mal, Donald —contestó, disgustada.

—No es por eso —dije—, sino por otra cosa.

—¿Cuál?

—Mañana podré decírselo.

No me dirigió ninguna otra pregunta. Subió al automóvil y puso en marcha el motor. A medio camino se volvió y me dijo:

—Tenga, entendida una cosa, Donald, y es que no debe explicarme nada, si no tiene necesidad de hacerlo.

»Si tiene usted necesidad de hacer algo, eso me basta y no quiero saber más —añadió—. Lo único que pido es que se valga de mí cuando me necesite.

Después de eso ya no volvimos a cruzar la palabra hasta que llegamos al aeropuerto.

Las estrellas parecían ojos cordiales que nos contemplaban desde lo alto. El aire era frío y vigorizador. Una vez más, Elena se hallaba a mi lado, contemplando las estrellas, pero entonces no dijo nada.

Yo la besé y le di las buenas noches.

—¿Quiere que aguarde hasta que haya salido?

—Preferiría que no lo hiciese, porque el frío es muy vivo.

—Pero, ¿le sabrá mal si me quedo?

—No.

—Deseo verle marchar.

—Pues acompáñeme.

Encontramos un avión en espera de pasajeros. Por suerte, el piloto propietario estaba en el campo, charlando con uno de los pilotos de transporte de viajeros, que se disponía a emprender el vuelo hacia San Francisco.

En cuanto hubieron sacado del hangar el rápido avión, provisto de camareta, lo llenaron de combustible y de aceite, le dieron un repaso general y luego pusieron en marcha el motor para que se calentase. Elena pasó la mano por mi brazo y se quedó observando el avión que se perfilaba en la negrura de la noche.

El piloto me hizo una seña. Elena se dirigió al avión y le dijo:

—Ten cuidado de él, aeroplano. —Luego me miró y antes de separarse de mí, dijo—: ¡Feliz aterrizaje!

La observé mientras se alejaba del campo, sin volver siquiera una vez la cabeza. El piloto me indicó la conveniencia de pasar a bordo. Así lo hice y me puse el cinturón de seguridad. Emprendimos la carrera por el campo; el avión dio media vuelta y regresó, rugiendo. Sentía perfectamente los empujones de la aceleración, que me arrojaban contra el respaldo. De repente, la tierra se hundió y describimos una vuelta casi completa sobre la punta de un ala.

Miré hacia abajo y a través de la ventanilla del avión. Elena Framley estaba en pie, al lado del automóvil, con los ojos fijos en las luces del avión. Apenas pude distinguir el óvalo de su rostro y el automóvil. Luego el avión describió una curva y ya me impidió seguir viéndola. Pocos minutos después, el aparato emprendió su vuelo horizontal y las luces del campo se alejaron por la popa. Volábamos por encima de una llanura cubierta de matas de salvia. Arriba brillaban las estrellas. A nuestra espalda, las luces de Reno se agrupaban cada vez más y unos minutos después habían desaparecido por completo.