coolCap3

ARRASTRÁBANSE unas amoratadas sombras por el desierto. El aire era clarísimo y seco, como un pedazo de papel secante, nuevo. Corrían entonces los primeros días de la primavera. Pero nadie llevaba chaqueta, a excepción de alguno que otro turista.

Las Vegas se ajustaba a la tradición de las poblaciones occidentales por tener una calle principal, en donde está todo. Había allí algunas abacerías al por menor y también otras tiendas que, generalmente, se buscan en las calles secundarias. A cada uno de los extremos de esta calle principal se extienden dos barrios principales.

La longitud de la calle principal está salpicada de casinos de juego, restaurante, hoteles, tiendas de drogas y perfumes y saloons. En realidad allí existe toda clase de juego conocido. Desde la acera, mientras yo andaba por la calle y me fijaba en los pormenores del lugar, podía oír claramente las ruedas de las ruletas y también el leve repiqueteo de las ruedas de la fortuna. En cuanto me hube impregnado un poco de aquella atmósfera, tomé un taxi y le di las señas que Whitewell me entregara escritas.

La casa era pequeña, pero elegante. El que la proyectó había tratado de alejarse del estilo convencional que caracterizaba a las restantes casas de la calle.

Pagué el taxi y subí los tres escalones de cemento que conducían al soportal y oprimí el botón del timbre.

El joven gigante que acudió a la puerta tenía el cabello rubio y el rostro de color de cuero de silla de montar. Me miró con unos ojos grises, descoloridos por el sol, y dijo:

—Usted es Lam, de Los Ángeles. —Y en vista de que afirmaba, me estrechó la mano con dedos flacos y poderosos, añadiendo—: Entre. Arthur Whitewell telefoneó hace poco acerca de usted.

Lo seguí al interior de la casa y a mis narices llegó el olor de la comida.

—Éste es mi día de fiesta —explicó—. Comemos a las cinco. Entre. Pruebe ese sillón que hay al lado de la ventana, porque es cómodo.

Lo era, pero no había ninguno más que lo igualase en la estancia. Toda la casa era así. Pequeñas economías preparaban el camino para uno o dos objetos que valían la pena. La casa no tenía el sello de la pobreza, pero daba a entender que sus habitaciones deseaban mejores cosas y que harían todos los sacrificios posibles para ser dueños de uno o dos objetos que se convirtieran en símbolos de lo que deseaban.

Ogden Dearborne era flaco como un tronco, pero sus movimientos eran rápidos y graciosos. Era fácil advertir que su trabajo lo obligaba a permanecer en el desierto y al aire libre, y era lo bastante joven para sentir entusiasmo por su tez en extremo bronceada.

Se abrió una puerta y entró una mujer. Me puse en pie y Ogden dijo:

—Mamá, te presento al señor Lam, de Los Ángeles, acerca de quién nos ha telefoneado Arthur Whitewell.

Ella se acercó, sonriendo graciosamente. Era una mujer que aún llamaba la atención. Con toda evidencia había cuidado su figura y su rostro. Quizá se hallaba cerca de los cincuenta años o los había cumplido ya, pero podía creerse que aún estaba lejos de los cuarenta. Aquella mujer conocía las privaciones. No comía todo lo que hubiera podido desear, y, sin duda, conservaba su figura gracias a que envolvía su cuerpo con tejidos elásticos. Y así, hambrienta y torturada, consiguió lo que se había propuesto.

Era trigueña y sus ojos brillaban como mármol gris pulimentado. Tenía la nariz recta y larga, y las aletas tan delgadas que casi parecían transparentes.

—¿Cómo está usted, señor Lam? Con mucho gusto haremos cuanto podamos por un amigo de Arthur Whitewell. ¿No nos hará el favor de utilizar nuestra casa como cuartel general mientras esté en Las Vegas?

Aquella invitación era un símbolo. De haber contestado que sí, alguien se vería obligado a dormir en el soportal posterior. Nadie esperaba que aceptase y, con acento grave, dije:

—Muchas gracias. Probablemente sólo estaré aquí unas horas y tendré mucho que hacer. Pero les agradezco su invitación.

Entonces entró la señorita de la casa. Parecía haber estado al otro lado de la puerta en espera del momento de su aparición, como si cada uno de aquellos personajes no quisiera estropear la impresión que producía el otro.

La señora Dearborne hizo la presentación.

—Eloísa, te presento al señor Lam, de Los Ángeles, acerca de quien telefoneó Whitewell.

Eloísa era, sin duda alguna, hija de su madre. Su nariz era igual, de aletas también muy delgadas. Tenía el cabello de color rojizo oscuro. Los ojos eran azules, pero en ellos se advertía la misma dureza y decisión, igual propósito firme y también daban la impresión de que su dueña era muy capaz de imponerse una dura disciplina. Aquellas mujeres eran cazadoras y, como tales, tenían una expresión casi felina. Un gato que se despereza ante la chimenea encendida tiene un aspecto tan suave y ornamental como la piel que rodea la garganta de una mujer. Las patas acolchadas se mueven con igual silencio y suavidad. Pero allí están las garras y precisamente por hallarse ocultas son tan peligrosas. El perro no oculta sus garras y sólo le sirven para excavar. El gato las tiene recogidas y poseen una dureza eficiente en el problema de mantener la vida gracias a la muerte.

—¿No quiere usted sentarse? —preguntó la señora Dearborne en cuanto hubo pronunciado las palabras convencionales.

Todos tomamos asiento. Era evidente que lo que hubiera de tratarse en adelante se trataría entre todos. No porque desconfiaran de la habilidad de Ogden para dar cuenta de lo ocurrido, pero aquella gente era de la que no confía en nadie. Necesitaban informes de primera mano. Habían acudido todos a la conferencia y estaba ya convenido así.

—Sólo permanecerá un minuto aquí —dije—. Deseo encontrar a Elena Framley.

—En realidad, yo no sé nada de ella —replicó Ogden.

—Bien, así no tendrá usted necesidad de pasar los detalles por alto.

—De acuerdo —replicó sonriendo—. Fui…

—Creo, Ogden, que el señor Lam preferirá que empieces por el principio.

—Sí —repuso Eloísa—. Te llamó Arthur Whitewell.

Él no se molestó en dar su asentimiento, sino que siguió su consejo, como una cosa normal.

—Recibí una llamada de Arthur Whitewell desde Los Ángeles. Conocemos a la familia desde hace algún tiempo. Eloísa, un año atrás, conocía a Philip, en Los Ángeles. Él nos ha visitado varias veces y mi hermana ha ido otras tantas a su casa de Los Ángeles. Arthur, como usted ya sabe, es el padre de Philip. Es… —Y dirigió una rápida mirada a su madre. Sin duda, no pudo notar la señal de que podía proseguir y, por esta razón, dijo, en cambio—: Él viene aquí con mucha frecuencia y entonces nos visita para pasar juntos la tarde.

—¿Y qué dijo por teléfono? —pregunté.

—Que alguien, llamado Framley, había enviado una carta a Corla Burke. Y deseaba que yo encontrase a ese Framley para preguntarle qué decía la carta, porque, al parecer, trastornó a la señorita Burke.

»Yo no tenía ninguna base para localizar a esa gente. Es una muchacha que vive desde hace dos o tres semanas en un piso. Manifestó que no sabía una palabra de eso, que no conocía a ninguna Corla Burke, que no había enviado ninguna carta y que, por lo tanto, no podía complacerme en absoluto, en lo más mínimo.

—¿Y qué más?

—Nada más.

—¿Noto usted si la señorita Framley parecía asustada?

—No. Simplemente me dijo, con franqueza, que no sabía una palabra de eso. Y aun, al parecer, estaba molesta.

—¿Conoce usted a Corla? —pregunté.

Aquella vez no miré a su madre sino a su hermana.

—La he visto alguna vez. Philip me la presentó.

—Supongo que ya estaba usted enterado de que ella y Philip tenían el propósito de casarse.

—Sí, ya lo sabíamos —contestó Eloísa, en tanto que Ogden guardaba silencio.

—Whitewell —repliqué— me dio las señas del piso que ocupa la señorita Framley. Supongo que, gracias a usted, ha averiguado estas señas.

—En efecto.

—¿Sabe usted si continúa allí?

—Me parece que sí. No he vuelto a verla, pero me dio la impresión de que se había instalado en aquella vivienda.

—¿Cuándo llegó el señor Whitewell? —preguntó la señora Dearborne.

—Esta tarde, en el avión, conmigo.

—¡Oh!

—¿Y sabe si Philip estaba dispuesto a acompañarlo? —preguntó la señora Dearborne a su hijo.

—No lo sé.

—Arthur vendrá después de comer —dijo la señora Dearborne, esperanzada y pronunciando con acento sutil la palabra «comer».

—¿Y qué hay con respecto a Elena Framley? —pregunté a Ogden.

—¡Oh, es típica! —contestó, riéndose.

—¿En qué?

—Pertenece a un tipo que encontrará aquí.

—¿Cuál?

Titubeó como si tratara de buscar palabras y su hermana, sin darle tiempo a que las pronunciase, exclamó:

—Una tunanta como tantas hay en Las Vegas.

—Mientras yo hablaba con ella —dijo Ogden—, llegó un individuo que me pareció ser su marido, pero…

—Vive con ella —interrumpió de nuevo Eloísa—. ¿Es eso lo que intentas decir al señor Lam, Ogden?

—Sí.

—Ten en cuenta, Ogden, que el señor Lam ha de conocer los hechos.

—Ya los tiene —contestó su hermano con algún embarazo.

—Bueno, muchísimas gracias —dije consultando mi reloj—. Voy a ver si consigo sacarle alguna palabra del cuerpo.

Me puse en pie y me imitaron los tres. Yo no tenía tiempo ni deseo de iniciar una conversación cortés y refinada, de modo que exclamé:

—Bueno, muchas gracias. Hablaré con ella.

Y me dirigí a la puerta, acompañado por Ogden.

—¿No sabe usted cuánto tiempo permanecerá aquí Arthur Whitewell? —me preguntó.

—No.

—Si puedo hacer algo, espero que me lo comunicará usted. Buenas tardes.

—Gracias; así lo haré. Y buenas tardes.

Eran las cuatro y media cuando subía la escalera de la casa de Elena Framley y oprimí el botón del timbre. Llamé dos veces y, en vista de que nadie contestaba, me volví hacia otra puerta del mismo piso. Se asomó tan rápidamente la cabeza de otra mujer, que no me costó trabajo comprender que había permanecido al lado de la puerta, escuchando. Y, con toda evidencia, podía oír el timbre en casa de Elena.

—Dispense —dije—. Vengo en busca de Elena Framley.

—Vive en este piso y en esa misma puerta.

—Ya lo sé; mas, al parecer, no está en casa.

—¿No? Se comprende.

Aquella mujer andaba ya muy cerca de los cuarenta años. Sus ojos negros y brillantes parecían muy inquietos. Se fijaron en mí, se alejaron luego, recorrieron todo el patio de la escalera y, por fin, se clavaron de nuevo en mí.

—¿Sabe usted dónde podría encontrarla?

—¿La conocerá usted si la encuentra?

—No. Estoy haciendo una investigación acerca de sus ingresos del treinta y nueve.

—¡Caramba! —exclamó, volviéndose para decir por encima del hombro—: Oye, tú, ¿has oído esto? Esa muchacha paga un impuesto sobre la renta.

—Sí —contestó una voz masculina, desde el interior del piso. La mujer de la puerta se humedeció los labios y aspiró una gran cantidad de aire.

—Dios sabe que no soy curiosa y que no me meto en los asuntos ajenos. Mi lema es vivir y dejar vivir, que cada uno haga lo que quiera. Pero no importa lo que esa muchacha pueda hacer, mientras no arme escándalo. Así se lo decía a mi marido hace dos o tres días. Y Dios sabe lo que será del mundo cuando una muchacha como esa Framley pueda convertir la noche en día, recibir a los amigos en su casa hasta altas horas de la madrugada y Dios sabe, también lo que hará. Ciertamente, no trabaja y nunca se levanta antes de las once o las doce de la mañana. Y no creo ninguna noche de su vida se haya acostado antes de las dos. Desde luego, ya comprenderá usted que no digo nada contra ella. No se puede negar que tiene un aspecto muy decente, que es seria y todo lo demás, pero…

—¿Dónde podré encontrarla?

—Pues, como le decía, yo no digo nada contra ella. Por mi parte, no me gustaría ni tampoco puedo permitirme jugar dinero en esas máquinas tragaperras. Me han dicho que están dispuestas de tal modo que, cuando alguien echa unas monedas de cobre por la ranura, tanto valiera que las arrojase a la calle. Y, sin embargo, tres tardes que pasé cerca de aquel lugar, al levantar la mirada, pude ver a esa muchacha, de pie ante las máquinas tragaperras del Cactus Patch, ocupada en meter una moneda de cobre tras otra por la ranura y empuñando las manivelas con tanta rapidez como si estuviese estrechando la mano a alguien.

»No tiene trabajo y no creo que lo haya tenido nunca en su vida. Pero aun cuando sea una muchacha que lleva una vida así, tiene un aspecto muy decente. Y ahora viene usted a decirme que paga impuestos sobre la renta. ¡Bueno, no podía usted decirme nada más extraordinario! ¿Y cuánto paga?

Esta última pregunta fue hecha con tal rapidez, que daba la impresión de que todas las palabras que componían la frase habían salido al mismo tiempo de su boca.

Oí unos pasos a espaldas de aquella mujer y apareció un individuo de hombros redondeados, camisa desabrochada en el cuello, chaleco también sin abrochar sobre su pecho estrecho, gafas sobre la frente y, dirigiéndome la mirada propia de un búho, preguntó a su mujer.

—Y ¿qué quiere?

Sostenía entre sus dedos pulgar e índice de la mano derecha un periódico abierto por la página deportiva. Usaba un bigotito elegante y calzaba zapatillas de paño.

—Desea saber dónde podría encontrar a esa muchacha llamada Framley.

—¿Y por qué no se lo dices?

—Se lo estoy diciendo.

Él dio un empujón a su mujer y dijo:

—Pruebe en el Cactus Patch.

—¿Dónde está eso?

—En la calle principal. Es un casino o, mejor dicho, podríamos llamar un depósito de máquinas tragaperras. No puede confundirlo. Y ahora, ven, ocúpate de tus asuntos y deja a esa muchacha que se encargue de lo suyo —dijo, empujando a su mujer y obligándola a entrar en la vivienda.

Luego cerró la puerta.

No tuve ninguna dificultad en encontrar el Cactus Patch. Quería mantener la ficción de que el bar y el casino se hallaban en dos establecimientos diferentes, pero ambos abrían sus puertas a unos pasillos muy amplios que conducían a la calle y entre los dos se veía un compartimiento de cristal. El casino, en la parte posterior y frente a la calle, tenía una enorme rueda de la fortuna, un par de ruletas y diversas mesas para varios juegos. Detrás de eso había una sala donde servían bebidas alcohólicas. A la derecha había una serie de máquinas tragaperras, dispuestas en dos filas, de modo que, en conjunto, había, tal vez, un centenar de ellas.

Acá y acullá se veían algunos clientes diseminados. Aún era demasiado temprano para que llegasen los turistas, pero los concurrentes componían aquella mezcla especial de gente que sólo se puede encontrar en una población de Nevada.

Había allí jugadores profesionales, ganchos y algunas muchachas. Un par de individuos que estaban en el bar tenían tipo de mineros. Otros tres sujetos que se hallaban ante la rueda de la fortuna habrían podido ser ingenieros de la Presa. Y un grupito de turistas en automóvil recorría sin objeto aquel lugar.

Algunos de los turistas procedían del Oeste y conocían más o menos Nevada. Otros lo visitaban por primera vez y su reacción ante aquel juego descarado y la camaradería, llana y sin disimulos, de la gente en general, eran para ellos objeto de la mayor extrañeza.

Pedí que me cambiasen un dólar en monedas de níquel, me dirigí a una máquina tragaperras y empecé a jugar. Y, al parecer, cada vez que las ruedas se detenían iban a pararse ante un limón, que parecía mirarme irónicamente.

Una mujer estaba jugando en dos máquinas a la vez. Había cumplido ya los treinta años y su rostro recordaba el ocaso del desierto. No tenía tipo de ser Elena Framley. Yo estaba introduciendo entonces mi última moneda de níquel cuando las ruedas se detuvieron ante las cerezas y cayeron unas monedas en el cuenco de la máquina. Precisamente en aquel instante entró una joven.

En voz alta me dirigí a la máquina, de modo que mis palabras pudieran ser oídas por la recién llegada y dije:

—No te pongas generosa ahora.

La joven se volvió, me examinó de pies a cabeza, pasó por mi lado sin decir nada y dejó caer una moneda en la máquina de diez centavos. Giraron los discos, señalaron tres naranjas y empezaron a llover con abundancia, las monedas en el cuenco receptor.

Pude creer que fuese Elena Framley, pero ella se quedó ante la máquina con expresión de asombro y como si se preguntara que debía hacer luego, de modo que me dije que, sin duda, no era práctica en aquel juego. Vi que echaba otra moneda.

Un individuo presuntuoso, de ojos rápidos e inquietos y cabeza que parecía muy bien aplomada sobre un cuello musculoso, pasó por delante de la máquina que admitía solamente monedas de un cuarto de dólar. Observé sus manos mientras dejaba caer la moneda y accionaba la palanca. No hizo un solo movimiento inútil, como si sus brazos fuesen émbolos que trabajaban en un baño de aceite.

—¡Oh, tal vez he roto algo! —exclamó la joven que estaba ante una máquina cercana.

Y miró, pero el otro individuo estaba más cerca, de modo que me aventajó preguntando:

—¿Qué pasa?

—He echado una moneda en la ranura —dijo ella— y quizá he roto algo, porque las monedas empezaron a salir a torrentes y se han diseminado muchas por el suelo.

Él se echó a reír de buena gana y se acercó a la joven.

Me fijé más especialmente en los anchos y esbeltos hombros, la línea recta de su espalda y la cintura, y las caderas muy estrechas.

—No ha roto usted la máquina. Por lo menos aún no. Pero si continúa usted con esa suerte, quizá lo consiga. Acaba de ganar el primer premio.

Miró hacia mí e hizo un guiño.

—¡Ojalá me dijera cómo se hace! —exclamó.

Ella se rió, insegura.

El joven se puso luego a gatas, recogió un par de docenas de monedas, sacó otro puñado del recipiente de la máquina y dijo:

—Ahora vamos a cerciorarnos de que no queda ninguna más en la taza. —Y sus dedos exploraron aquel lugar—. No, nada más —observó.

Yo sorprendí el reflejo de una moneda que había en el suelo. La recogí, se la tendí a la joven y le dije:

—No se olvide usted de ésa, porque puede traerle a buen seguro la suerte.

—Ahora lo veremos —contestó ella con rápida sonrisa.

Sentí que alguien me vigilaba y me volví en el acto. Vi a un empleado que llevaba un delantal verde, con los, bolsillos llenos de monedas para cambiar y que nos contemplaba con el mayor recelo.

La joven metió la moneda en la máquina y oprimió la palanca. Aquella otra mujer de rostro rojizo pasaba por delante de nosotros. Y, al encontrar la mirada del empleado del delantal verde, dio una tosecita que, al parecer, era una señal. El empleado se dirigió rápidamente a nosotros, en tanto que giraban ruidosos los discos de la máquina tragaperras.

Hubo una cascada de monedas que cayó a la taza de la máquina y al rebosar fueron a parar a las manos de la joven. El empleado se ocupó inmediatamente en una máquina que estaba detrás de nosotros.

—Así se hace —exclamó el joven, riéndose—. Adelante, señorita. Está usted de suerte, aunque no se lo figure. Ahora voy a ver lo que podré hacer yo en esa máquina doble, mientras usted sigue sacudiendo esas monedas.

Metió un cuarto de dólar en la máquina y oprimió la palanca y dirigiéndose a mí preguntó:

—¿Y a usted cómo le va, amigo?

—He estado alimentando esta máquina hasta un punto en que no tendrá más remedio que empezar a soltar cuartos. Ahora está tan llena de níquel, que tengo miedo de que reviente.

Introduje otro níquel en la ranura y oprimí la palanca.

Los tres discos empezaron a girar rapidísimamente, produciendo una confusión de colores. Después de breve chasquido se detuvo el disco de la izquierda. Medio segundo después, el del centro se detuvo a su vez. Vi dos barras. El tercero se paró luego. Se oyó en el interior de la máquina un chasquido metálico y se abrieron las puertas. Los níqueles llenaron la taza con ruido alegre, rebosaron en mis manos y se cayeron luego al suelo.

Recogí dos puñados, pero aún seguían cayendo. Empecé a guardar las monedas en mis bolsillos laterales, limpié la taza y me dispuse a recoger las monedas que habían caído al suelo. El empleado se dirigió a mí, diciendo:

—Tal vez podré ayudarlo a recogerlas.

Se inclinó hacia mí y, de pronto, sus manos salieron disparadas y me agarraron las muñecas.

—¿Qué pasa? —pregunté, mientras intentaba soltarme.

—Venga conmigo, compañero —dijo—. El gerente quiere hablar con usted.

—¿Qué demonio está graznando?

—¿Prefiere seguirme a las buenas o a las malas?

Hice un esfuerzo por soltarme y en vista de que no podía, dije:

—Voy a recoger esos níqueles que hay en el suelo. Son míos.

—Un momento —dijo.

Sus dedos se deslizaron por las mangas de mi traje y palparon mis antebrazos.

Pude libertar uno de ellos y le dirigí un puñetazo. Él esquivó el golpe, me agarró por las solapas de la chaqueta y las echó hacia atrás, de modo que la prenda resbaló por encima de los hombros y me retuvo los brazos inmóviles. Yo no podía hacer nada. Y las monedas que había en los bolsillos laterales, a causa de su peso, se convirtieron en péndulos que me golpeaban al andar.

A mi espalda pude oír el ruido de otra máquina y luego un chorro de monedas que caía en la taza y rebosaba de ella. Un momento después, se oyó otro golpe de fortuna y aquella vez las monedas que salían eran de veinticinco centavos.

El empleado retorció sus dedos en el cuello de mi chaqueta y, empujándome con todo su peso me obligó a correr hacia la otra máquina.

—Bueno, muchacho —dijo aquel hombre—. Voy a registrarte los bolsillos de la chaqueta.

—¿Los míos? —preguntó el interpelado.

—Sí, los tuyos.

—¿Qué pasa con ese hombre? —dije—. ¿Se ha vuelto loco?

El ganancioso, apoyado en la máquina, se balanceaba sobre las plantas de sus pies. La joven que había estado jugando exclamó:

—Voy a dejarlo —y al mismo tiempo se dirigió a la puerta.

El empleado, al verla, le dijo:

—Un momento, niña.

Y se apresuró a sujetarla, pero ella lo eludió, en tanto que la gente se congregaba alrededor de ellos.

—Ustedes tres son unos sinvergüenzas; van a ver lo que sucede ahora. La ley tiene una cita con cada uno de ustedes.

—Conmigo no —contesté.

Él volvió su hombro derecho, vi un movimiento rapidísimo y algo me golpeó un lado de la mandíbula. Aquel golpe lo sentí a lo largo de mi sensible columna vertebral.

—A ver si te gusta esto —exclamó mi agresor.

Mis ojos estaban desenfocados, pero cerré los puños y, tambaleándome, reanudé la pelea. Una izquierda fue a dar en su cara, una derecha le rozó la sien y, de repente, una mula me dio una coz. Fui a chocar contra las máquinas tragaperras y tuve la sensación de que una casa de diez pisos me utilizaba como cimientos.

Miré con unos ojos que me ofrecían dobles y alternadas imágenes de lo que sucedía. Vi cómo el empleado asestaba una rápida derecha al otro individuo, cuyos hombros retrocedieron para situarse más allá del golpe y acercarse luego. Vi cómo su espalda se ponía rígida y pude oír el ruido de la carne al ser golpeada como si un carnicero hubiese dejado caer sobre el tajo una pata de ternera. La cabeza del empleado se elevó en el aire y sus pies perdieron el contacto con el suelo. Por un momento pareció que iba a elevarse como un cohete y me dispuse a verlo pasar a través del techo.

Al tropezar con una de las máquinas tragaperras las hizo estremecer a todas.

Oí el pito de un policía y luego un hombre corpulento me sujetó por el brazo. Me golpeó varias veces y yo traté de replicar. Pero en aquel momento llegó hasta mi mente la voz de un hombre que decía:

—Es uno de ellos. Ya los estamos vigilando hace dos semanas. Han dejado esto limpio de dinero. Tengo la seguridad que forman una banda.

—Andando —dijo la Ley, en tanto que una mano enorme se enroscaba en torno del cuello de la chaqueta y tiraba de él.

Quise hablar, pero no conseguí decir lo que habría deseado. La muchacha que había estado jugando con las máquinas y el individuo que golpeó al empleado habían desaparecido. El hombre del delantal verde estaba tendido en el suelo. Le temblaban los párpados y, por entre ellos, pude ver el blanco de sus ojos.

En un círculo de personas curiosas descubrí una colección de rostros.

Una mano retorció con dureza mi chaqueta. Aspiré profundamente el aire y conseguí empezar a hablar, aunque las palabras sonaban de un modo raro, como si alguien dijera lo que yo me proponía expresar y lo estuviese oyendo.

—Procedo de Los Ángeles. Y apenas hace una hora llegué a Las Vegas. Vine en avión del Lago Salado. Nunca había estado aquí, me gasté un dólar con la máquina de los níqueles y, con el último, conseguí el premio mayor.

Hubo un silencio. Gradualmente se aclaraban mis ideas.

El individuo que me sujetaba miró a otro que llegaba entonces y cuyo aspecto parecía indicar que era el gerente. Se acercó a nosotros y dijo:

—No cuesta nada hablar. Esos ladrones siempre tienen preparada una buena coartada.

Sin embargo, sus palabras no tenían gran acento de convicción.

El empleado del delantal verde, que estaba tendido en el suelo, empezó a rebullir, se apoyó en un codo y miró más allá de nosotros, con ojos vidriosos que, al parecer, eran capaces de atravesar la pared del edificio. El gerente se inclinó hacia él y dijo:

—Oye, Louie, es preciso que no cometamos un error. ¿Estás bien?

El empleado masculló algunas palabras.

—Mira, Louie, es preciso que tengamos una seguridad absoluta. ¿Es éste uno de ellos? ¿Estás seguro?

Al mismo tiempo, el gerente me señalaba y el empleado, que estaba groggy, replicó:

—Es él. Es el director de la cuadrilla. Trabajan muy bien. Ya los conocía. Ése es el jefe. Los demás llegaron antes y se llevaron todo lo que les fue posible.

—Adelante —me dijo la ley—. Vamos de visita.

Mis ideas se habían aclarado ya y repliqué:

—Esto va a costar dinero a alguien.

—Bueno, que le cueste. Ven a dar un paseíto. Queremos hacerte visitar nuestra ciudad. Y como has llegado en el avión de la tarde, seguramente no has podido ver nada.

La enorme mano de la ley me agarró de nuevo por la chaqueta y empezó a empujarme hacia la puerta, pero el gerente dijo:

—Espera un minuto, Bill. —Y, volviéndose a mí, preguntó—: ¿Cómo se llama usted?

—Donald Lam. Vivo en Los Ángeles y me dedico a negocios.

—¿Cuáles?

—No puedo decirlo.

Ellos se echaron a reír y yo me volví al policía, diciéndole:

—En la cartera del bolsillo de la derecha del pantalón encontrará usted una tarjeta, pero no la lea en voz alta.

El policía obedeció mis instrucciones, abrió la cartera y examinó mi tarjeta de identificación como detective particular. Eso le causó alguna impresión. Mostró la cartera al gerente y vi que se alteraba la expresión del rostro de éste.

—¿Dice usted que ha llegado en el avión del Lago Salado?

—Sí.

—Tráelo acá —dijo luego.

Desapareció la fila de curiosos que teníamos delante para congregarse por detrás, como si hubiesen sido nubecillas de niebla. El gerente tomó un teléfono, marcó un número y preguntó:

—¿Había en el avión de hoy de Lago Salado un pasajero llamado Donald Lam? ¿Sí…? Un individuo de veintitantos años, facciones regulares, cabello ondulado, unos cincuenta y cinco kilos de peso, un metro sesenta de estatura… ¡Caray…! Bueno, gracias.

Colgó el auricular y dijo al agente:

—Llévalo arriba, Bill.

Abrió una puerta. Subimos una escalera que nos condujo a una oficina fresca, provista de amplias ventanas que daban a la calle principal de la población, cuya actividad aumentaba por momentos. El gerente tomó un teléfono y ordenó:

—Que traigan inmediatamente a Louie.

Colgó el auricular y casi en el mismo instante oí pasos en la escalera, se abrió luego la puerta y el empleado, que aún parecía estar groggy, penetró en la estancia.

—Fíjate bien en ese individuo —ordenó el gerente.

El empleado me miró muy bien y dijo luego:

—Es el nuevo individuo que ingresó en la banda para limpiar las máquinas. Eso indica que es el jefe. Y estaba ordeñando la máquina.

—¿Y cómo lo sabes?

—En primer lugar, por su actitud y por el modo en que se apoyaba.

—Pero tú ¿has visto, realmente, que hiciese algo delictivo?

—No. Pero pude ver que iba con los otros dos y que hablaba con la muchacha.

—¿Y dónde están los otros?

—Se han marchado —contestó el interpelado.

—¡Estoy harto! —exclamó el gerente—. Te contraté porque me asegurabas ser capaz de manejar este asunto. Y tienes la obligación de conocer a todos los sinvergüenzas que se dedican a ordeñar las máquinas.

El empleado se esforzaba en librarse de las telarañas que, aparentemente, le rodeaban el cerebro.

—Oiga —dijo—, ese individuo que me pegó es un boxeador de primera categoría. De momento no lo reconocí, pero en cuanto me dio el puñetazo, reconocí su estilo. Es Sid Jannix. Una vez estuvo a punto de competir para alcanzar un campeonato. Pero alguien le levantó una calumnia y tuvo que retirarse. Es un tío muy bueno. —Miró al agente, luego a mí y dijo—. Ese individuo es el director, aunque para mí, un hombre nuevo, porque nunca lo había visto.

—Buena ocasión para decir todo eso —exclamó el gerente—. ¿Por qué no te apoderabas de sus instrumentos para tener alguna prueba?

El empleado guardaba silencio.

—¿Y eso andaba usted buscando cuando me agarró por la muñeca, me sujetó los brazos y me quitó la chaqueta? —pregunté.

El rostro del gerente se iba oscureciendo por momentos y el empleado no contestó. Después de unos momentos, el primero dijo:

—Bueno, Louie, lárgate de aquí cuanto antes.

Louie salió sin pronunciar una palabra y el gerente se volvió a mí, diciendo:

—Este asunto es muy desagradable.

—Para usted.

—Para uno de nosotros. Y como estoy metido en harina, no estoy dispuesto a abandonar. Hábleme de usted.

—¿Qué debo decir?

—¿Quién es usted, qué hace aquí y cómo me demuestra que todo eso no lo hace una banda organizada? Y como es preciso que dé cuenta de la historia de su persona ante un tribunal, valdrá más que se explique ya desde ahora.

—Soy un detective particular —dije— y he venido para un asunto confidencial. Me emplea la agencia de detectives de Bertha Cool. Ésta y un cliente se alojan ahora en el hotel Sal Sagev. Llámela, si quiere, por teléfono. Bertha Cool ha estado en una clínica durante algunos meses y éste es su primer día de salida. Yo, mientras tanto, he dirigido la oficina de Los Ángeles. He venido con objeto de encontrar a determinada persona. Cuando fui a visitarla había salido, de modo que quise matar algún tiempo jugando en las máquinas tragaperras. —Trataron de interrumpirme, pero yo seguí diciendo—: Me gaste un dólar sin que me hubiese correspondido ningún premio, ni grande ni pequeño. El último níquel me dio dos cerezas. Recogí las ganancias y el próximo níquel me dio el premio mayor. Nunca había visto en mi vida a las otras personas y no sé una palabra acerca de esa banda que se dedica a ordeñar el dinero de las máquinas tragaperras. Y les digo todo eso porque no quiero que me lleven ante el jurado, acusándome de no haber cooperado con ustedes oportunamente, diciéndoles todo lo que sé. Ahora le toca jugar a usted. Adelante.

—Voy a descubrirle a usted las mentiras.

—Adelante.

Llamó al hotel Sal Sagev.

—¿Está ahí registrada una tal Bertha Cool? —preguntó—. Sí, de Los Ángeles. Póngame en comunicación con ella.

Sostuvo el teléfono un momento y luego dijo al agente:

—Mejor será, Bill, por si acaso, que todo eso lo llevemos ya de un modo oficial.

—Bueno —contestó el agente.

Sus gruesos dedos rodearon el aparato telefónico. Con su enorme mano ocultó casi el receptor, lo llevó a su oído y, al observar su rostro, pude darme cuenta de que Bertha empezó a hablar con él.

—Es el teniente William Kleinsmidt, de la policía de Las Vegas. ¿Tiene usted a sus órdenes a un individuo llamado Donald…? Comprendo… ¿Cuál es su apellido…? ¿Quiere hacerme su descripción?

Mientras sostenía el teléfono me miraba como para comprobar los datos que le daban. En una ocasión sonrió comprendí que la descripción de Bertha debería ser muy picante en algún detalle.

—¿Y usted posee una agencia de detectives en Los Ángeles? Muchas gracias, señora Cool… No, no ha hecho nada. Me limitaba a comprobar. Nada más. ¡Ah, un momento! Haga el favor de aguardar. —Cubrió con la mano el transmisor y dijo—. Todo concuerda. Quiere hablar con él.

—Déjelo hablar —contestó el gerente, dando un suspiro.

El teniente de policía me entregó el aparato. La empuñadura estaba caliente y húmeda en los lugares que había tocado su mano.

—¡Diga! —exclamé ante el aparato.

—¿Qué demonio has hecho ahora? —preguntó Bertha.

—Nada.

—¡Y un cuerno!

—Sé dónde vive su amiga —añadí.

—¿Has hablado con ella?

—No.

—Pues eso no nos hará cobrar ninguna prima.

—Ya lo sé. Pero no estaba.

—Bueno, ¿y que demonio has estado haciendo?

—He salido para visitar a otras personas. Luego fui a ver a esa joven, pero no estaba. Y, para esperar, me he metido en un casino y, una vez allí, empecé a jugar en una máquina tragaperras.

—¿Qué? —chilló Bertha por teléfono—. ¿Y por qué has hecho eso?

—Porque la persona a quien ando buscando suele, según me han dicho, entregarse a ese pasatiempo.

—¡Óyeme bien, Donald Lam! —gritó Bertha—. Para encontrar a una mujer no tienes necesidad de jugar en las máquinas tragaperras. Lo malo en ti… —De pronto cambió su voz, preguntando—. ¿Cuánto jugaste?

—Diecinueve monedas de níquel sin ganar nada. Ni siquiera…

—Merecido lo tienes —me interrumpió—. Y no intentes siquiera cargar eso como gasto. Cuando juegues, lo haces por tu cuenta. No me interesa. Eres…

—Luego —interrumpí— gané tres monedas de níquel con la última.

—Y después, seguramente, perdiste las tres —contestó Bertha, sarcástica.

—Y el último níquel —dije— me permitió ganar el premio mayor.

Hubo un silencio y luego Bertha, con voz suave, preguntó:

—¿Cuánto ganaste, querido?

—No lo sé, porque en aquel momento la ley se desplomó sobre mí, acusándome de que me dedicaba a ordeñar las máquinas tragaperras.

—Oye, Donald Lam. Se supone que tienes sesera. Y si no tienes bastante para mantenerte lejos de la cárcel, quedas despedido. ¿No te das cuenta de que hemos de trabajar de prisa?

—Claro —contesté al mismo tiempo que colgaba.

El gerente miró al teniente Kleinsmidt.

—¿Concuerda bien la descripción, Bill?

—Sí. Dice que es un paquetito de dinamita, animado por el valor de un campeón, y que tiene un puñetazo incapaz de obligar a una mosca a separarse de una botella de jarabe, pero que, sin embargo, intenta siempre dar un golpe fuerte.

El gerente dio un suspiro que parecía proceder de sus botas y luego dijo:

—Bueno, Lam. ¿Cuánto?

—¿A cambio de qué?

—Por todo. Un olvido completo.

—No puedo poner precio.

—Está loco. Con seguridad trabaja usted por diez dólares al día. Cincuenta dólares creo que resolverán el caso.

—Seguramente ya ha oído lo que dijo Bertha al teniente.

—Bueno, le daré cien dólares.

Me puse en pie, alisándome la ropa. Las monedas de níquel que llevaba en los bolsillos daban mala forma a la chaqueta.

—¿Cómo se llama usted? —pregunté.

—Harvey Breckenridge. Deseo que me comprenda, Lam. En este asunto no hay nada personal. Cuando se dirige un lugar como éste hemos de habérnoslas con…

—Bueno, señor Breckenridge. No le guardo rencor —dije, levantando la mano—. En resumidas cuentas, éste es, simplemente, un negocio. Haré de modo que mi abogado se ponga en contacto con el de usted.

—Oiga, Lam, sea razonable. En esta región hay una serie de individuos que se dedican a ordeñar las máquinas tragaperras. Todos los años nos cuestan millares de dólares. Nos esforzamos en alejarlos. Pero son muy difíciles de atrapar. Louie es empleado mío. Vino una semana atrás pidiendo trabajo. Dijo que conocía a todos los sujetos que se dedicaban a este entretenimiento. Él era campeón de boxeo de la marina y, en efecto, no le cuesta nada manejar los puños. Pero, en este caso, perdió la cabeza. Tengo la seguridad de que está arrepentido. ¿Por qué, pues, no quiere usted ser razonable y…?

—El único razonable aquí soy yo —contesté—. Usted no. Se me ha expuesto al ridículo. Se me ha humillado. Y no sólo eso, sino que llamó a mi jefe y me ha obligado a explicarle las circunstancias. Y ella…

—Bueno, acabemos de una vez. Tome quinientos dólares en billetes, firme un recibo y no nos acordemos más.

—No le guardo rencor —dije—; pero éste es un asunto de negocio.

Y me dirigí a la puerta. Él no dijo nada.

Una vez en la puerta me volví.

—Tenga usted en cuenta, Breckenridge, que no estoy de acuerdo con usted. Si no me encontrara trabajando en un asunto muy importante, la cosa no habría tenido importancia para mí. Pero me preguntó mi nombre en presencia de toda aquella gente…

—Eso no le causó ningún perjuicio.

—La muchacha que jugaba en aquella máquina tragaperras era la persona a quien andaba yo siguiendo. Y no se puede usted imaginar ahora lo que me costará encontrarla otra vez.

Se oyó el timbre, él profirió una maldición, rabioso, y luego dijo:

—Vuelva y siéntese.

Lo hice y el teniente me miraba. Y dije a Breckenridge:

—También en eso está envuelta la ley.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Kleinsmidt.

—Usted.

—¡Y un cuerno! Yo no pagaré un centavo.

—A pesar de todo, se halla envuelto en este asunto.

—Yo cumplía instrucciones —contestó el teniente.

—¿De quién?

—Suyas —dijo, indicando al gerente.

—¿Cuánto, Lam? —preguntó éste.

—Diez mil dólares o nada. Y prefiero que no me dé usted nada.

Los dos me miraron y yo dije:

—Tal vez pasaré aquí algún tiempo y necesito un poco de cooperación. Cuando empezaba con buen pie, ustedes dos me estropearon el asunto. Quiero que se den cuenta. Luego me ofrecerán la compensación debida. Y eso es todo lo que deseo percibir.

—¿Nos está usted tomando el pelo? —preguntó Breckenridge, con cara de poker.

—Hablo en serio. Soy hombre formal.

Breckenridge hizo retroceder su sillón, tendió la mano por encima del escritorio y dijo:

—Ésta es la conducta de una persona decente, Lam. Venga esa mano.

Nos estrechamos las manos y cuando Breckenridge me soltó la mía, vi la enorme garra del teniente ante mis ojos.

La estreché también. Estaba caliente y húmeda. Y tenía una fuerza capaz de destrozar los dedos de cualquiera.

—¿Qué desea usted, exactamente? —preguntó Breckenridge.

—En primer lugar, quiero hablar con Louie. Enterarme de lo que sabe con respecto a la muchacha que jugaba con la máquina.

—Creo —me contestó el gerente— que Louie no sabe una palabra. Vino aquí desde San Francisco, diciéndome que había trabajado en los establecimientos semejantes a éste y que conocía los tunos que se dedicaban a saquear las máquinas tragaperras, En la marina debió de ser un hombre notable por sus puños. Y eso es lo malo; A fuerza de puñetazos le han desprendido el cerebro de sus amarras. Y ahora no piensa más que en pegar.

—Pues hoy le han dado lo suyo —contesté, frotándome el dolorido rostro.

Ambos se echaron a reír, y el gerente, tomando el teléfono de comunicación interior, ordenó que hicieran subir a Louie.

—Encontramos a mucha gente como usted —dijo el teniente— que no está dispuesta a cooperar. Y, como es natural, no perdemos mucho tiempo con ellos. Pero usted es diferente. Pida todo lo que quiera y procuraré que lo obtenga.

Louie volvió a entrar y su jefe le dijo:

—Mira, Louie, ese joven es de la familia. Le darás todo lo que pida. Todas sus bebidas van por cuenta de la casa. Y por lo que se refiere a ti, hazte cargo que es el dueño del establecimiento.

Pude observar la mayor sorpresa en los ojos de Louie.

Me puse en pie y dije:

—Gracias. Ahora hablaré con él.

—¿Dice usted todo lo que quiera? —preguntó Louie, mirando a su jefe.

—Todo lo que haya aquí —contestó Breckenridge.

Louie me dirigió una mirada y yo exclamé:

—Venga, porque deseo examinar el mecanismo de una máquina tragaperras, para darme cuenta de cómo consiguen falsearla.

Louie se reanimó al oír estas palabras.

—Puedo mostrárselo muy bien —dijo—. Nadie en el Oeste conoce esas máquinas mejor que yo. Además, conozco también a todos esos tunos. Ninguno de ellos es capaz de engañarme. Y como, además, sé manejar muy bien los puños, no hay necesidad de andarse con rodeos. En cuanto los veo ordeñar una máquina, les doy el «uno dos» antes de que puedan destruir las pruebas, y…

El gerente tosió de un modo sarcástico y Louie se calló en seco.

—Venga —dije, empujándolo hacia la puerta. Miré luego hacia atrás, por encima del hombro, y Breckenridge me guiñó solemnemente el ojo, llevó el dedo índice a la sien y lo, hizo girar.

—¿Tiene usted una máquina en la que pueda jugar? —pregunté a Louie—. Deseo desmontarla. Son ahora las cinco y cuarto. Tengo media hora.

—Abajo, en el sótano —dijo Louie.

—Pues vamos allá.

Bajamos, atravesamos el Casino hasta llegar a una puerta posterior y continuamos el descenso hasta el sótano, que era muy fresco. Louie encendió algunas luces y preguntó:

—¿Qué desea usted saber primero?

—Cómo hacen las trampas.

—Hay muchas maneras. Por ejemplo, practican un agujerito aquí y meten un pedazo de cuerda de piano. Así la máquina no cierra después de cada juego y ellos pueden seguir manejando la palanca hasta dejarla sin un cuarto. También con cuerda de piano hacen descender el gatillo que suelta el premio mayor. De igual modo meten un alambre por el tubo de descenso de las monedas y juegan hasta que ganan una vez. El tope ya no funciona entonces y ellos lo mantienen separado de modo que no puede cerrar y de este modo se apoderan de todas las monedas que hay en el tubo. Pero, ¿no ha visto usted cómo funcionan estas máquinas? —añadió.

—No.

—Ahora veo que metí la pata —me dijo mirándome muy confuso—. ¿No me guarda rencor por el golpe que le di?

—Ninguno en absoluto.

—Gracias. Ahora voy a enseñarle a usted algo con respecto a una máquina. —Señaló un banco de trabajo sobre el cual había una. La descubrió por detrás y sacó el mecanismo interno—. Su modo de funcionar es muy sencillo. Mete usted la moneda. Eso hace retroceder ese pequeño tope. Oprime usted la palanca y así comunica la fuerza para que funcione la máquina. Aquí hay un pequeño resorte en espiral. Éste empieza a dar vueltas y en cuanto llega a la primera ranura se cierra la primera rueda. Poco después se interrumpe la segunda y, por fin, la última, Una máquina tragaperras tiene cinco topes. Los tres primeros están en la rueda, el cuarto en el cierre y el quinto funciona en cuanto hay algún premio. Cuando no funcionan esos cinco cierres, la máquina no da nada, ¿comprende?

Miré las tres esferas que tenían diversas figuras.

—Esos dibujos no significan nada —dijo Louie—. Todo se debe a las ranuras que hay en la parte posterior. Fíjese usted dónde entran las tres primeras ranuras, que corresponden a las ruedas. Lo que importa son estas ranuras.

—¿Y qué es este tubo?

—Siempre está lleno de monedas. En cuanto queda lleno, lo que rebosa se dirige a las cajas de la máquina. Ésta tiene dos y en cuanto la primera se vacía, la segunda se sitúa en la posición de pago y el dinero sobrante vuelve a almacenarse en la primera caja.

—De modo que en cuanto las ruedas empiezan a girar, el resorte que hay detrás determina el momento que van a pararse.

—Eso es. Una cuestión de tiempo. Y es lo mismo que ocurre en muchas cosas.

Estudié el mecanismo de la máquina y Louie dijo:

—¡El tiempo! Así es como gané el campeonato de la Marina.

Fue a situarse en el centro de la sala, inclinó la cabeza, levantó el hombro izquierdo y empezó a dirigir puñetazos a un adversario supuesto, esquivando y dando vueltas, bailando ligeramente sobre las plantas de los pies, de modo que las suelas de sus zapatos rozaban suavemente el suelo. Y yo no dije nada, porque deseaba estudiar la máquina.

—Ahora fíjese —dijo Louie—. Él vino contra mí con una rápida izquierda. Así, ¿ve? —y Louie disparó su mano izquierda—. ¿Me comprende? —preguntó lleno de ansiedad, e interrumpiéndose para mirarme.

—Sí, comprendo. Pero volvamos…

—Pues bien, la tercera vez yo lo esperaba ya y le preparé una parada. Pero ¿qué pasó? Pues que lo adivinó y su mano derecha salió disparada contra mí, como un martillo pilón. Conseguí esquivar y…

—Bueno, déjelo.

Pero Louie empezó a bailar, de nuevo, dando la vuelta al sótano, y sus pies levantaban una columna de polvo mientras inclinaba de un lado a otro los hombros disparando rápidos golpes en aquella fingida lucha. No pude contenerlo. Estaba en el ring y no me era posible sacarlo de allí. Por último desistí, esperando pacientemente que terminara, y lo hizo frente a mí.

—Venga usted aquí. Quiero enseñarle cómo fue eso. No le haré daño. Simplemente limítese a adoptar la posición debida. Así. Ahora dispare un puñetazo con su mano derecha a mi barbilla. Adelante. No tenga miedo. Pégueme.

—No podría —contesté.

—Pues es muy fácil —contestó, modesto.

—Parece ser que la caída que sufrió hace poco no le ha molestado demasiado.

De sus ojos desapareció la animación.

—¡Caray! —exclamó—. Era Sid Jannix. Lo vi luchar una vez. Es estupendo. Pero no demasiado. Si yo hubiese adivinado quién era, habría podido precaverme, pero ya sabe usted cómo pasan estas cosas, compañero. En mi oficio se vuelve uno descuidado, y lo que menos importa es defenderse, en el deseo de no perder un solo puñetazo. Por eso, Sid Jannix pudo sorprenderme. Cuando un pugilista está en pie, conviene tomar precauciones contra él. Se limitó a darme un puñetazo que me cogió desprevenido. Nada más. Y ahora voy a demostrarle una cosa, compañero. No pega usted bien. Pega solamente con los brazos.

Y eso no se hace. Detrás del golpe ha de lanzar usted su cuerpo. Mire, voy a enseñárselo.

—Deseo examinar la máquina tragaperras.

—Sí, hombre, tiene usted razón. Desde luego, no he querido ser indiscreto, sino que solamente deseaba enseñarle algo que no sabe.

—Gracias —contesté.

—¿Qué más quiere usted saber de la máquina?

—¿Cuáles son las probabilidades de ganar?

—Bastante buenas. Desde luego, si tuviera usted que jugar cien dólares en una de esas máquinas, lo más probable es que sólo recuperase cuarenta. Los sesenta restantes representan el beneficio de la casa. Pero al jugar esos cien dólares podría usted meter cinco dólares en la máquina sin recibir siquiera, en cambio, cincuenta centavos. Y también podría jugar cincuenta centavos y ganar cuatro dólares. ¿Comprende? La máquina funciona así. La gente echa unas monedas de cobre para ver si está de suerte. O bien, si se encuentra en el restaurante y tiene en la mano monedas de níquel, procedentes de un cambio, meten cincuenta o veinticinco centavos por la ranura, y si se entusiasman sacan del bolsillo todas las monedas de níquel que tienen y las juegan. Y si, por casualidad, consiguen una pequeña ganancia, también se la juegan. Ésta es la razón de que en los restaurantes haya máquinas de ésas y de que den tanto dinero. No hay necesidad de que permitan ganar al cliente. Aquí creemos, que es propaganda el hecho de que se oiga caer de vez en cuando el dinero en la taza, pero, claro está, que no podemos dedicarnos a dar limosna. Además, fíjese usted en ese rodillo que hay en la primera rueda. Está detrás de una de las naranjas. Hay tres naranjas en la primera rueda, cuatro en la segunda y seis en la tercera. Ahora bien, la máquina se para de este modo, uno, dos, tres. Suponga usted que el jugador obtiene una naranja en la primera, rueda y otra en la segunda. Antes de que se detenga la tercera, él se entrega a sus reflexiones y, si también sale una naranja, se figura que él es el autor de esa casualidad. Tal es la razón de que haya tantas naranjas en la tercera rueda. Seis entre veinte, ¿comprende? En cada rueda hay veinte figuras. Pues bien, con seis naranjas en la tercera rueda casi hay una probabilidad por cada tres de que la rueda se pare en una naranja, después de haber conseguido las otras dos. El truco, pues, está en obtener las dos naranjas primeras.

»Y ahora viene el contrapeso. ¿No se ha fijado usted que, cuando se juega en una de esas máquinas, se ve como la figura que gana parece titubear ante la ventanilla y luego pasa de largo para detenerse en la figura siguiente? Pues bien, entonces ha obrado el contrapeso. Fíjese en esta máquina. Hay tres naranjas en la primera rueda. Eso significa que tiene usted una probabilidad por cada siete de obtener la primera naranja. Se pone un contrapeso en la ranura correspondiente a esta naranja y eso quiere decir que ya solamente quedan dos útiles, ¿comprende? Dos entre veinte, o sea que sólo tiene usted una probabilidad por cada diez de obtener la primera naranja. Quizá le parezca poco importante entre una probabilidad en siete y una en diez, pero, cuando funciona la máquina, no tarda en observarse la importancia que tiene eso.

—¿Y cómo hacen trampas esos individuos?

—Llevan consigo una pequeña broca y practican un agujerito aquí, ¿ve? Fíjese en esos remaches. Tapan el agujerito que han hecho con la cabeza de un remache, de modo que este remache es ficticio y el que examina la máquina no observa nada de particular. No se le ocurre contar los remaches, porque haya uno más.

—¿Qué más? —pregunté.

—En cuanto han conseguido agujerear la máquina, vuelven. Por lo regular son tres o cuatro y, entre ellos, casi siempre hay una mujer guapa. Fingen estar algo borrachos y haberse divertido mucho. Se excitan ante las máquinas tragaperras y una de esas mujeres guapas saca la cabeza del remache. Meten por el agujero una pieza de alambre que se introduce en este agujerito y, si han hecho el agujero exterior en lugar debido, levantan este tope y pueden seguir jugando sin necesidad de meter dinero en la máquina. Y si ésta no tiene un cuchillo para el queso o ha de ser desconectado…

—¿Qué es un cuchillo para el queso?

—Una pieza que rueda sobre el níquel. No se suelta, a no ser que primero resbale sobre la parte redonda de una moneda. Pero es un mecanismo muy delicado que, a veces, se encasquilla y por eso, en algunos sitios, lo sacan. Entonces es frecuente que la máquina se pare y no quiera funcionar.

»También hay el medio de meter un alambre por la tubería, a lo largo de la cual descienden las monedas, dejando el paso abierto, y aquéllas se vacían en la taza hasta que ya no queda ninguna.

—¿Y todas las máquinas que hay aquí tienen ese contrapeso? —pregunté.

—Sí, señor. Y más especialmente las que están en la parte anterior de la fila, porque suponemos que el cliente que entra para echar cuatro o cinco monedas en la máquina se marcha después de haberlas perdido. Juega por hacer algo. Quizá se trate de un turista, que luego querrá alabarse de haber estado aquí.

—¿Y por qué no permiten ustedes que esos individuos ganen alguna vez? —inquirí.

—Por regla general no llevan más que cuatro o cinco monedas destinadas a eso y no cambian piezas de medio o de un dólar. Y, a veces, tal vez, les dejamos ganar dos o tres monedas de cobre. Pero los premios grandes llevan todos su contrapeso. Como comprenderá, no hay ninguna ventaja en dejar que un hombre gane cinco dólares, con el premio mayor, cuando el límite de lo que él habría jugado es de veinte centavos, ¿comprende?

Afirmé.

—Las máquinas que hay en la parte posterior tienen contrapesos más ligeros, porque allá van los clientes aficionados. Siempre andan imaginándose que una máquina será mejor que otra y vuelven con la esperanza de ganar en grande, pero las probabilidades que tienen para eso son muy escasas. Sin embargo, las últimas máquinas tienen una cantidad de trampa mucho menor, porque calculamos que, cuando el cliente ha llegado hasta allí ha dejado su dinero en las máquinas anteriores y, por consiguiente, bien podemos estimularlo con un pequeño premio. Y cuando gana, es posible que se marche con la ganancia, pero no importa, porque volverá al día siguiente y luego a los subsiguientes. Por esta razón, cuando usted ganó el premio grande en esa máquina que hay cerca de la entrada, lo tomé por uno de esos bandidos.

—¿Y qué me dice usted con respecto a esa muchacha?

—Pues que se dedica a ordeñar las máquinas.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque hace ya días que la conozco.

—¿Lleva usted aquí mucho tiempo?

—Diez o quince días. Al principio ella jugaba correctamente, y por eso llegó a engañarme. Sin embargo, cuando se marchaba yo iba a repasar la máquina, por si le había hecho algo. Y, cuando ya estuve tranquilo con respecto a ella, perforó dos máquinas. Las ha ordeñado por espacio de un par de días. Esta noche acudieron ella y su amigo para dejar secas un par de máquinas. Y si no llega a ser por usted, que ganó el premio mayor, los habría atrapado.

—¿De dónde es usted?

—De Nueva Orleans, pero vine aquí desde San Francisco. Examiné las máquinas y pude ver que más de la mitad estaban falseadas. Fui al encuentro de Harvey Breckenridge y le dije que era un tonto, que esa gente lo estaba dejando seco. Después de hablar un rato y de mostrarme las máquinas, me dio el trabajo de cuidarlas. Le dije que conocía a todos los individuos que se ganan la vida así y no me engañé. Ignoraba, sin embargo, que Sid Jannix se dedicara ahora a eso. Y en cuanto a esa muchacha, también es nueva. En cambio, conozco a los de siempre. Y ya comprenderá usted que no son peores en Las Vegas que en California.

—¿Y por qué no?

—Porque en otros Estados esas máquinas son ilegales. En cambio, en Las Vegas están permitidas por la ley.

—¿Y qué tiene que ver?

—Fíjese, compañero. Suponga usted que las máquinas son ilegales y que coge usted a un individuo en el momento de quedarse con todos los cuartos que tiene. Pues lo arroja usted del local a puntapiés y lo maldice, pero no lo hace detener, porque él no ha robado nada, ya que usted no tiene ninguna máquina tragaperras, y no la tiene porque la ley dice que no puede tenerla. ¿Comprende?

—Comprendido.

—¿Quiere saber algo más?

—¿No conoce el nombre de esa muchacha?

—No.

—¿Y cómo se conduce?

—¿Con los hombres? ¿Eso desea saber?

—Sí.

Se quedó pensativo, se rascó la cabeza y dijo:

—Verá usted, Las Vegas es un lugar muy distinto de otros. Aquí vienen las mujeres a obtener el divorcio y han de esperar algún tiempo para probar su residencia. No es mucho tiempo, pero, cuando se ha de pasar aquí, resulta siempre muy largo. Esas pobres mujeres se sienten muy solas y si un muchacho guapo les hace la corte, acaban por consentir. No tienen nada más que hacer y caen. Si estuviera en la población en que habitualmente residen, le dirigirían una mirada de hielo, pero aquí necesitan algo que rompa la monotonía y como, además, han venido para divorciarse, se dicen que, al fin y al cabo, un poquito de charla y de diversión no tiene nada de extraordinario. ¿Comprende?

—Sí, comprendo.

—De modo que cuando me pregunta usted si una mujer es seria o no, me es imposible contestarle con precisión.

—¿Recuerda usted a alguien que haya ido con ella?

—No. Pero espere, ahora recuerdo que ayer la acompañaba una muchacha.

—¿Puede usted describirla?

—Tenía el cabello rojizo, no pude fijarme en sus ojos, pero el conjunto parecía de crema y de fresas y, al moverse, lo hacía con la misma facilidad que la jalea en un plato.

—¿Gruesa? —pregunté.

—No, no era gruesa, sino delgada, pero no estaba envarada. Algunas mujeres se someten a una dieta y se mueren de hambre hasta que se les envaran las articulaciones y se mueven como si fuesen muñecos de madera. Esta muchacha, en cambio, se movía como si tuviera articulaciones dobles. Me fijé bien en ella.

—¿Algo más con respecto a esa persona?

—Nada más.

—¿Qué edad tendría?

—Veintitantos años.

—¿Cuántas veces ha estado aquí?

—Con esa muchacha ha venido dos veces. Y ahora recuerdo otra cosa de ella. Tenía la nariz de conejo.

—¿Qué quiere usted decir?

—Ya sabe usted cómo mueven los conejos la nariz. Así le ocurría a ella en cuanto se excitaba un poco. Pero era guapa.

—Muchas gracias, Louie.

—De nada. Supongo que no me guarda rencor por el golpe que le di.

—Sinceramente, no le guardo mala voluntad.

—Y ahora debo decir una cosa. No sabe usted andar a puñetazos. Cuando se lucha así es preciso poner el cuello de manera que si, por casualidad, penetra un puñetazo, se recibe sobre el hombro.

—Ahora no tengo tiempo para eso —contesté—, pero volveré otro día para que me lo enseñe.

—¿De veras? —preguntó, esperanzado—. ¡Será magnífico! Yo mismo necesito practicar y me gustaría mucho enseñarle a usted. Primero empezaremos con el antiguo «uno, dos»…

Y, de nuevo, se acurrucó en el suelo y luego sus pies empezaron a avanzar ligeros.

—Muy bien —dije—. Volveré.

Y me dirigí a la puerta cuando mi reloj señalaba las seis menos cinco.