BERTA Cool estaba dando una fiesta. Me detuve ante la puerta del cuarto de su hotel y pude oír las risas y las voces indicadoras de que la habitación estaba llena y de que varias personas trataban de hablar a un tiempo. Llamé y Bertha preguntó quién era.
Una voz masculina le indicó que sería el muchacho que traía el hielo. Luego indicó a alguien que abriese la puerta y en cuanto descorrieron el pestillo, entré.
La reunión era numerosa. Estaban allí los tres Dearborne, Paul Endicott, Arthur y Philip Whitewell; estaba reclinada en una chaise˗longe y se apoyaba en unas almohadas. Vestía un traje de sociedad, casi desprovisto de espalda.
Una mesa en el centro de la estancia aparecía cargada de botellas y por todas partes había vasos. Un cubo de plata, para el hielo, sólo contenía un poco de agua. Los ceniceros estaban llenos de colillas y cigarrillos y de puntas de puros. La atmósfera estaba muy cargada. Los hombres vestían de smoking.
Bertha Cool desorbitó los ojos al verme. La conversación se interrumpió en seco, como si alguien hubiese cerrado el conmutador de la radio en plena audición de una escena en que hablaran numerosos personajes.
—¿De dónde sales? —exclamó Bertha al verme.
Yo estaba en el umbral y todos dejaron sus vasos, como si hubiesen visto aparecer a un oficial de policía, cuando la Ley Seca estaba en vigor.
—¿Dónde demonio has estado? —preguntó Bertha, en tono ominoso.
—He estado en Reno. He encontrado a Corla Burke.
Reinaba allí un silencio tan extraordinario que permitía oír las respiraciones. Anita Dearborne aspiró ruidosamente el aire y al mismo tiempo Eloísa suspiró. Philip Whitewell se acercó, tendiendo las manos.
—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Está bien? ¿Acaso…?
—Está en el hospital.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
—Ligero trastorno mental —expliqué, mientras él me miraba como si le hubiese clavado un puñal—. Amnesia. No sabe quién es, quiénes son sus amigos, de dónde viene o qué ha sucedido. Por lo demás, goza de buena salud.
—¿En Reno?
—Sí.
—Hemos de ir allá inmediatamente, papá —dijo el joven, volviéndose a Arthur Whitewell.
Éste se pasó la mano por la calva, miró a Ogden Dearborne y me preguntó luego:
—¿Cómo lo ha conseguido usted, Lam?
—Elena Framley sabía más de lo que dio a entender —contesté.
—¿Y cómo logró hacerla hablar?
—Desde luego, enamorándola —contestó Bertha Cool—. Todas se vuelven locas por él. ¿Y qué te dijo, querido?
—Luego le daré a usted el parte —contesté—. Confidencial, por escrito y a usted.
Me volví para mirar a Arthur Whitewell y su hijo exclamó:
—Vamos, papá. Hemos de pedir un avión.
—Sí, claro está —contestó el padre—. ¿Y hay esperanzas de curación, Lam?
—Tengo entendido que su estado físico es excelente. Se trata solamente de una reacción mental. Los médicos dicen que puede haber sido causada por nerviosidad, exceso de trabajo o un sobresalto.
—¿Y ha dicho usted a los médicos…?
—Nada en absoluto.
Whitewell se volvió a la señora Dearborne e incluyendo en su observación a Eloísa y a Ogden, dijo:
—Eso es un verdadero golpe, una sorpresa… Supongo que lo comprenderán ustedes así.
—Claro está, Arthur —dijo la señora Dearborne, poniéndose en pie—. Desearíamos poder hacer algo, pero no es posible, porque es asunto que le compete de un modo exclusivo. —Volvió los ojos a mí, dirigiéndome una mirada tan fría, que acabé por sentirme como la rama pelada de un árbol, después de una ventisca—. ¿De modo que la ha encontrado usted? —Y en vista de que yo inclinaba la cabeza, asintiendo, añadió—: Ya podía habérmelo figurado, Vámonos, Eloísa.
Ogden las ayudó a ponerse los abrigos y Bertha las acompañó a la puerta. La señora Dearborne se detuvo para pronunciar algunas frases convencionales acerca de la fiesta, pero Bertha no perdió tiempo ni malgastó palabras.
Esperó que salieran, cerró la puerta y dijo:
—Ya me pareció raro que te despidieras para seguir a esa muchacha. Claro está que estabas haciendo investigaciones. ¿Cuánto has gastado?
—Bastante.
Ella dio un ronquido de disgusto y Philip se volvió a su padre, diciendo:
—No perdamos un minuto, papá.
—Será difícil —contestó su padre— encontrar aquí un buen avión, pero podremos intentarlo. Si acaso, telefonearemos a Los Ángeles para que nos envíen uno en seguida. Tú, Philip, podrías ir al aeropuerto para ver si encuentras algo aceptable. Te acompañará Paul y te ayudará. Haced lo que os parezca mejor…
—Puedo ofrecerles un avión que me ha traído desde Reno —dije—. Tiene capacidad para tres pasajeros, aparte del piloto.
—Bien —dijo Bertha—, yo me quedo y el señor Endicott podrá aguardar conmigo. Usted y Philip, Arthur, podrán marcharse con Donald.
—No nos demos excesiva prisa —dijo Endicott—. Tengamos en cuenta que la señorita Corla está perfectamente atendida. Con toda probabilidad, no nos permitirán que la veamos antes de mañana por la mañana, de modo que me parece mucho más urgente buscar un médico especialista. ¿No le parece, Arthur, que podríamos telefonear al doctor Hinderkeld, para que tomase un avión y se reuniera con nosotros en Reno? En casos parecidos, una sorpresa puede despertar la memoria del paciente, pero también podría ocurrir que ello resultara desastroso. Todo depende del estado de la enferma.
—Tiene razón, Paul. Telefonee al doctor Hinderkeld. Pero antes convendrá ver qué se puede hacer aquí con respecto a encontrar un avión. Si hemos de pedirlo a Los Ángeles, lo podría tomar Hinderkeld y así iríamos todos juntos a Reno.
Philip estaba en pie, al lado de la puerta y con la mano en el porno.
—Vamos, Paul —dijo. Y, volviéndose a su padre, añadió—: Haz lo que quieras con respecto al médico, pero yo voy inmediatamente a su lado.
Endicott dirigió a Arthur Whitewell una mirada y luego salió en compañía de Philip.
Whitewell se volvió a mí, diciendo:
—Supongo que debo darle las gracias por eso.
—¿Por qué?
—¿Quiere dar a entender que no lo sabe?
—Usted deseaba que la encontrase, ¿no es así? Pues la he encontrado.
—Dijo usted a la señora Cool que, a su juicio, yo podría haber dictado aquella carta y que, además, quizá le di dinero. Es evidente, joven, que no tiene usted una opinión muy elevada de mí.
—Me han empleado para realizar un trabajo —contesté—. La carta que la señorita Corla dirigió a Elena Framley, estaba escrita en una hoja de papel de la oficina de usted. La parte superior, correspondiente al membrete, fue cortada con un cuchillo. Las mujeres no suelen llevar cuchillos consigo. Una mujer que quisiera cortar la parte superior de una hoja de papel de cartas, utilizaría un cortapapeles o unas tijeras, y también podría rasgar el papel, pero nunca utilizaría un cuchillo afilado.
—¿Y qué importa eso?
—La carta fue escrita por la noche, porque fue recogida por el correo antes de las doce. Fue escrita en un papel de cartas de su oficina y sospecho que también se hizo todo eso en el despacho de usted.
—¿Y qué más?
—Estaba presente un hombre. Ella, antes de ir a aquella oficina, no tenía la menor intención de escribir semejante carta, porque, de otro modo, ya la habría llevado escrita o bien hubiese esperado a estar de nuevo en su habitación para escribirla. Se dirigió, pues, a la oficina de usted y allí encontró a un hombre. Conversaron. Como resultado de esa conversación, ella resolvió escribir esa carta. Por alguna razón que ahora importa poco, se consideró necesario que escribiera aquella carta entonces y allí. Así lo hizo. El hombre cortó el membrete con su cuchillo y alguien proporcionó un sobre franqueado. Corla Burke desapareció misteriosamente al siguiente día. Las circunstancias que rodearon su marcha eran tales, que resultaba imposible creer que no lo hubiese hecho por su propia voluntad. Sobre su mesa escritorio dejó un bolso con todo el dinero que tenía, Sin dinero no podría haber ido muy lejos y de eso se deduce que alguien le proporcionó la cantidad necesaria.
»En aquella carta, dirigida a Elena Framley, se indicaba lo suficiente para dar a entender que se marchaba por su propia voluntad y a consecuencia de alguna circunstancia que, a su juicio, la ponía en mal lugar con respecto al hombre con quien había querido casarse. Usted, con toda evidencia, conocía esa carta y tenía buena idea de su contenido. Se mostró dispuesto a contratar a unos detectives particulares para que empezaran a trabajar acerca de ese acaso. Tuvo buen cuidado de que los detectives se entrevistasen con usted en Las Vegas, para empezar a trabajar con usted aquí. Y estaba tan deseoso de que encontraran a la señorita Elena Framley, que ya lo había preparado todo, como si fuese un paquete ya envuelto, atado, precintado y dispuesto para su entrega. Además, siempre lleva consigo sobres franqueados. Ahora ate usted todos esos cabos y vea lo que le parecería en el caso de que fuese un detective.
—¡Maldito seas, Donald! —exclamó Bertha—. Ten en cuenta que es un cliente… y, además, un amigo.
—No se apure —le dije—. Estoy dando el parte. Y todavía no he dicho nada contra nadie.
—Esa palabra «todavía» parece una amenaza —observó Whitewell. Yo no contesté y él añadió—: ¿Cuánto hay de verdad en ese ataque de amnesia?
—Tuve el recelo de que su desaparición pudiera haber sido originada por un matrimonio anterior.
—¿Y cómo se le ocurrió esta idea?
—Corla se marchó por su propia voluntad, con objeto de que ni ella ni Philip pudieran verse en una situación desagradable. Además, esa muchacha no era de las que se venden y usted no habría podido comprarla, de modo que, examinando el asunto desde varios puntos de vista, la única explicación plausible era la de que en todo ello, estuviera mezclado un matrimonio anterior.
—¿Y por esta razón se dirigió usted a Reno?
—Sí, señor. Las personas que sufren a consecuencia de un matrimonio desgraciado y desaparecen de pronto, es muy probable que hayan ido a Reno.
—Y supongo que, una vez allí, haría usted indagaciones en los hospitales —exclamó Whitewell sarcástico.
—Eso es. Había tan sólo dos soluciones prácticas. Una podía ser un matrimonio anterior y la otra un ataque de amnesia.
—¿Y en el caso de que hubiera existido un matrimonio anterior, ella habría ido a Reno?
—Exactamente.
—¿Y para qué tenía que ir a Reno, de haber sufrido el ataque de amnesia?
—Fue una complicación de ambas circunstancias —dije, sonriendo.
—Y la encontró en el hospital, ¿verdad? ¡Qué bonito!
—Sí. Al dar la última ronda de la tarde, averigüé que una mujer de las señas de la señorita Burke fue recogida en la calle, aquejada de un ataque de amnesia. Hice las indagaciones correspondientes y me convencí de que era Corla Burke. Las autoridades del hospital estaban deseosas de encontrar a alguien que la conociera y, como es natural, trataron de sonsacarme. Yo guardé silencio.
Whitewell se llevó la mano a la calva, se acarició los pocos cabellos que le quedaban y dijo:
—Si usted se hubiera limitado a descubrir a Elena Framley, a encontrar y entregarme esta carta, para no acordarse más del asunto, sus servicios me habrían parecido más valiosos.
—¿Por qué, pues, no me dijo exactamente lo que deseaba? Recuerde que me encargó buscar a Corla Burke.
—En el periódico —me contestó, metiéndose las manos en los bolsillos—, he leído que el individuo que vivía con Elena Framley era Sidney Jannix.
—No vivía con ella. Entre ambos no había más que una asociación comercial.
Bertha Cool dio un ronquido de indignación.
Whitewell dijo:
—Ahora que ha declarado públicamente su hallazgo de Corla, Philip irá a verla, como se comprende. Jannix ha muerto… asesinado, por suerte para ella. Corla no recuerda lo ocurrido. La pobre muchacha sufría un desgaste nervioso. ¿No le parece que sería magnífico que, al ver a Philip, recobrase la memoria? Entonces no recordaría nada en absoluto de lo que ha ocurrido desde que salió de la oficina y, por su parte, no tendría ningún inconveniente en casarse con mi hijo.
—Creo que eso —contesté, mirándolo fijamente— haría muy feliz a su hijo.
—Es posible —me contestó—, pero me importa mucho más la felicidad de mi hijo dentro de uno o diez años, que la satisfacción de un capricho pasajero.
—Lo comprendo. Pero tenga en cuenta que usted me contrató para que encontrase a Corla Burke. Y lo he conseguido.
—Tiene razón en eso, Arthur —observó Bertha Cool—. Debió usted de habernos hablado con la mayor franqueza. Ya le dije que Donald es muy competente y que trabaja muy de prisa. Y…
—¡A callar! —dijo Whitewell, sin dejar de mirarme.
Bertha Cool se puso en pie como impulsada por un resorte.
—¿Con quién demonio se figura que está hablando? —preguntó—. ¡A mí no me manda usted callar! Parece mentira que un caballero tan refinado sea capaz de hablar así a una señora. Nos contrató usted para que nos encargásemos de un trabajo y lo hemos llevado a cabo. Ahora saque su talonario de cheques y páguenos.
Whitewell no le hizo ningún caso y, volviéndose a mí, exclamó:
—Supongo que también estaría usted dispuesto a practicar un poco de chantaje.
—¿Acerca de qué?
—Que me amenazará con decírselo todo a Philip, si no le pago la suma que pretende.
—Yo doy el parte a Bertha Cool —repliqué—. Ella dirige la agencia del modo que mejor le place. No tengo nada que decir de eso. Pero, si quiere obrar como los avestruces y ocultar la cabeza en la arena, recuerde que la policía de Las Vegas puede mostrar algún interés.
—¿Y qué les importa eso?
—Ya no se acuerda usted del asesinato.
—¿Quiere darme a entender que todo eso tiene alguna relación con el asesinato?
—Pudiera ser.
—En cuanto haya logrado aclarar esa observación enigmática —dijo, mirándome ceñudo—, creo que encontrará punto flaco en el asunto. Y eso tiene todas las señales de ser la iniciación de una campaña de chantaje.
Encendí un cigarrillo y Bertha dijo:
—Mejor será que deje de soñar, vuelva a la tierra y se convenza de que aún no ha terminado con nosotros. Va a necesitar quien lo proteja para alejar de usted ese crimen.
—¿Alejar ese crimen de mí? —exclamó Whitewell.
—Parece usted tonto —dijo Bertha, dirigiéndole una dura mirada—. No olvide que aquella muchacha lo vio.
—Bueno —dijo Whitewell, sonriente con expresión de triunfo—. Será muy interesante ver lo que sucede. Corla Burke ha perdido la memoria y no sabe lo que puede ocurrir desde el momento en que acabó de tomar unas cartas al dictado, el día de su desaparición. Lo primero que recordará es la entrada de Philip en el hospital, llamándola, porque la sorpresa y la emoción le devolverán la memoria. Es usted un magnífico maestro de ceremonias, Lam.
—Adelante —le dije—. Cuéntenos usted el resto.
—Voy a hacerlo. Corla Burke era una aventurera. Se había casado anteriormente y ocultó este matrimonio a mi hijo, a quien conquistó por completo. Se disponía a casarse con él. Luego, pocos días antes de la ceremonia, su marido se presentó de modo inoportuno. Corla Burke desaparece inmediatamente. Poco después su marido muere asesinado. En cuanto ella se ve viuda y, por lo tanto, en situación de contraer matrimonio, un detective particular la encuentra en un hospital, aquejada de amnesia, y no insultaré la inteligencia de ustedes insinuando que no puede ocurrir otra cosa sino la curación inmediata de Corla en cuanto vea a mi hijo. Y espero que ustedes tampoco insultarán a mi inteligencia, pretendiendo que me trague esa comedia, como si fuese algo real. Pero lo interesante es que ella era la única persona que tenía motivo e interés para matar a Sidney Jannix. Deseaba quitarlo de en medio. Tenía toda clase de razones para saber que lo encontraría por medio de Elena Framley; y convendría, Lam, que reflexionase usted acerca de todo eso.
—¿Por qué?
—Porque si ella no sabe dónde ha estado durante todo ese espacio de tiempo, no podrá negar que estuvo en Las Vegas y tampoco que mató a su marido.
—¿Y qué más?
—Tiene usted un avión que lo espera. Nosotros tomaremos otro. Si saliera usted inmediatamente, podría llegar a Reno antes que nosotros. Si Corla Burke no está en el hospital a nuestra llegada, por lo que se refiere a mí, ya no habrá ninguna tentación para relacionarla con el asesinato de su marido.
—No entiendo —dije.
—¿Y por quiénes nos ha tomado usted? —preguntó Bertha Cool.
Whitewell hizo un leve gesto con las manos y añadió:
—Bueno, vamos a examinar el asunto de otra manera. Philip es mi hijo único y también el único pariente que tengo. Comprendo que es un muchacho aficionado a hacer análisis introspectivos, anormalmente sensible e inclinado a la melancolía. Me doy cuenta de que su felicidad no sólo depende de él y que se deja influir por el ambiente. Eso indica que su matrimonio será algo muy importante y que influirá extraordinariamente en él la mujer con quien se case.
»Supongo que me hará el obsequio de concederme alguna inteligencia y que se darán cuenta de que conozco a mi hijo mejor que nadie. Su felicidad es, para mí, algo esencial, y si creyera que ha de ser feliz con Corla Burke, removería cielos y tierra para dársela. Cuando me oponía a ese casamiento, fue por creer que ella no era la mujer que le convenía. Y aun llegué a imaginar que esa boda podría ser el preludio de una tragedia. Ella no es el tipo que conviene a mi hijo. Destrozaría su corazón. Algunos hombres pueden casarse más de una vez, pero mi hijo no se halla en este caso.
—¿Y qué opinará cuando sepa que ella estuvo ya casada?
—Lo que quiere usted indicar es cómo va a descubrirlo. Yo no se lo diré, y ella tampoco, gracias a esa oportunísima pérdida de la memoria. Tal vez se entere después de la boda, pero eso sería más tarde y ya veríamos. Ahora, Lam, no olvide que si alguien me contratara, puedo ser hombre duro y violento. Por lo tanto, si no procura usted que Corla haya desaparecido cuando mi hijo llegue a Reno, ella se verá presa y acusada de asesinato, y todo se irá a paseo, porque si insiste en que ha perdido la memoria, ya no tiene salvación posible.
Yo di un bostezo, y él se quedó mirándome, airado.
—Hablo en serio, ¡insolente! —exclamó.
Llevé la mano al bolsillo y, mientras tanto, él cruzó la estancia, se dirigió al teléfono y dijo:
—Voy a llamar a la Jefatura de Policía.
Saqué la carta que había tomado en el piso de Corla Burke, en Reno. Whitewell dirigió una mirada al sobre y soltó el receptor telefónico como si hubiese sido un hierro candente. Entonces dije:
—En Reno fui a preguntar a Correos, figurándome que tal vez hubiese alguna carta para Corla Burke y, en efecto, había ésta.
Él se quedó inmóvil.
—Eso ha sido un quebrantamiento de las leyes postales y puede costarle a usted muy caro.
—Pude observar —añadí apaciblemente— que Paul Endicott parecía muy ansioso de expedir su carta con respecto a aquella opción. Me alegro de que usted la aceptara. Con toda evidencia, él está muy bien enterado de todos sus asuntos.
—¿De qué demonios está hablando, Donald? —preguntó Bertha.
—Suponga usted que Philip encaja bien el golpe y continúa amando a esa mujer —dije—, sin tener en cuenta las veces que pueda haber estado casada. Usted es un hombre que quiere a su familia, señor Whitewell, y estará muy solo sin la compañía de su hijo y le resultará doloroso verse alejado de sus nietos.
Si le hubiese dado un puñetazo en el plexo solar, no se habría puesto más pálido.
—Si yo me viera en su caso —añadí—, consideraría que ese ataque de amnesia es la mejor oportunidad que ha tenido en el espacio de diez años.
—Cuando mi hijo se entere de cómo lo ha engañado ella —dijo convencido—, la abandonará. Desde luego le dolerá, pero, sin embargo, lo hará.
—Se equivoca —contesté—. En primer lugar, no se enterará. Y ahora voy a comer algo. Volveremos a vernos dentro de veinte minutos.
Salí dejándolo solo con Bertha. Me encaminé a un bar, tomé un mondadientes y volví a la habitación de Bertha Cool. Estaba sola y le pregunté adónde había ido Whitewell.
—En busca de algunas cosas. Realmente, Donald, no debieras haberlo tratado así.
—Le he dado una buena oportunidad con ese asunto de la amnesia y ha sido lo bastante tonto para no comprenderlo —dije.
—No, no ha sido tonto, sino, que está seguro de que Philip hará lo que él desea.
—Philip está enamorado…
—Dime, Donald, ¿qué había en la carta que envió?
—Poca cosa.
Me miró ceñuda. Sonó el teléfono, tomó el receptor, escuchó unos momentos y exclamó luego:
—Está bien. Vamos allá. —Colgó el receptor y añadió—: Philip ha tomado un avión y entre ése y el que trajiste de Reno, nos llevarán a todos. Vamos en seguida, Donald. ¿Y qué decía en esa carta?
—Vámonos —exclamé, dirigiéndome a la puerta.