HACIA las dos de la tarde, encontré a Louie sentado a una mesa de una sala del fondo de un bar de ínfima categoría. Sobre la mesa y ante él había una botella de whisky de mala calidad. Tenía los ojos vidriosos, que miraban con fija intensidad, y cuando me acerqué a la mesa estaba murmurando para sí. Levantó los ojos y, al verme, exclamó con estropajosa voz:
—¡Ah! ¿Está usted aquí?
Empujé a un lado la botella de whisky y le pregunté:
—¿Qué le parece si volvemos a casa, Louie?
—¡Caramba! —exclamó frunciendo el ceño—. ¿Tengo una casa? ¡Dios mío!
Se puso en pie, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó dos billetes de un dólar y otras monedas de menor valor.
—¿Sabe usted lo que he hecho, compañero? —dijo fijando en mí sus vidriosos ojos—. Pues me he gastado el dinero que me dio, mejor dicho, todo el que me quedó después de hacer las compras, a excepción de esa miseria que ve usted aquí. Ésta es mi debilidad. A veces siento el deseo de beber, y cuando me acomete, no puedo…
—¿Y a quién ha pegado usted, Louie? —pregunté.
—¡Caramba, que raro! —exclamó, mirándose los nudillos—. Me figuré que había pegado a alguien, pero luego creí que sería sólo una fantasía hija de la bebida. Pero aguarde un momento para ver si doy con eso.
»Le diré quién era Sid Jannix. En otra ocasión estuve a punto de combatir por el título de campeón. Un buen muchacho. Muy bueno, pero yo le di el uno dos. Voy a enseñarle cómo se hace eso. Gané el campeonato de la Marina… Eso fue en Honolulú… Espere que recuerde… Fue…
—Vamos a casa, Louie.
—¿Y no está usted enojado por ese dinero? ¿Comprende lo que ha pasado?
—Sí.
—Es usted el mejor compañero que ha tenido hombre alguno. La primera vez que le pegué, me di cuenta de que me era simpático. Es como cuando se da la mano a un individuo… Bueno, vámonos a casa.
Lo saqué a la acera, lo sostuve y lo acompañé hasta el coche. A medio camino, la enormidad de su crimen lo dejó anonadado. Quería apearse.
—Déjeme, compañero. No soy digno de viajar en el mismo automóvil que usted. No tendré bastante valor para mirar a la cara a la señorita Elena. ¿Sabe lo que he hecho? Pues que le he robado su dinero. Además, sé que no le sobra… que ese dinero lo ahorró con mucho trabajo… Y, sin embargo, se lo he robado. No sirvo para nada. Seguramente, a fuerza de golpes me han estropeado. Y no tengo ningún dominio sobre mí mismo.
Apoyé la mano en el brazo de mi compañero, que quería abrir la portezuela.
—No se acuerde más, Louie —le dije mientras guiaba con la otra mano—. Nadie es perfecto. También yo tengo mis propios defectos.
—¿Quiere decirme que me perdona?
—Desde luego.
—¿Sin rencor?
—Sin rencor.
Se echó a llorar y estaba sumido en lacrimoso arrepentimiento cuando llegamos a la cabaña. Entre Elena y yo lo metimos en la cama.
—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó ella, después que hubo dejado un jarro de agua a la cabecera de Louie.
—Me quedaré con él —le dije—. Tome usted el automóvil, diríjase a la ciudad y hágase la permanente en el salón de belleza de que me habló.
Ella me miró indecisa y añadí:
—Tendré que darle un cheque de viaje.
—Nada de eso —exclamó ella, riéndose—. Tengo dinero.
—¿Tiene bastante?
—Desde luego. Me llevé todo el de Pug. Además, Donald, si anda usted escaso, puedo ayudarlo. Me doy cuenta del dinero que eso le cuesta, de modo que si en algún momento se ve apurado, dígamelo.
—Gracias. Así lo haré.
—Adiós.
—Hasta la vista —contestó alegremente.
Se dirigió a la puerta, se volvió a mirarme y luego me tomó la cara entre las manos, clavó sus ojos en los míos y me besó.
—Durante su ausencia vino el amo de la cabaña —dijo—, y me llamó señora Lam. Por consiguiente, no destruya sus ilusiones. Hasta luego.
Atravesó la puerta y yo me senté a la mesa de la cocina. Tomé el listín telefónico e hice la lista de las comunicaciones que deseaba llevar a cabo. Encontré algunas revistas antiguas, leí un rato y al fin empecé a sentir los efectos de mi ejercicio desacostumbrado. Eché un sueñecito, despertando a veces, deseoso de ver cómo seguía Louie. Pero el esfuerzo de levantarme de aquel sillón parecía demasiado grande, de modo que volví a dormirme. Desperté, al cabo, lo bastante para ir a visitar a Louie. Él oyó cómo abría la puerta. Me mostró sus ojos enrojecidos y me pidió un poco de agua. Le indiqué el jarro y, sin hacer caso del vaso, se bebió la mitad.
—Sabe usted que soy un ser indigno —exclamó evitando mis ojos—. Y yo también lo sé.
—No se apure, hombre.
—¡Ojalá no fuese usted tan decente!
—¡Bah!
—Me gustaría hacer algo por usted, compañero… Es decir, asesinar a alguien o algo por el estilo.
—¿Cómo está esa cabeza? —le pregunté sonriendo—. ¿Le duele?
—Siempre duele. Quizá por esta razón me entregué a la bebida. Hace ya tanto tiempo que me duele la cabeza, que he llegado a acostumbrarme. Siempre procuré dar a los clientes un equivalente por su dinero y a veces cambiaba puñetazos con mis contrarios, cuando debiera haber permanecido en el suelo y escuchando los pajaritos. Y aquí me tiene usted ahora, borracho perdido y con un dolor de cabeza que no me deja.
—Pronto se encontrará mejor. ¿Quiere usted dormir?
—No, voy a levantarme y a beber toneladas de agua. ¿Qué fue del resto de aquella botella de whisky?
—La dejé allí.
—Pues ya estaba pagada —dijo con acento de tristeza.
—Mejor está en el bar que dentro de su cuerpo.
—Tiene razón —contestó—, pero lo malo es que seguiré acordándome de aquella media botella de licor. Mire, compañero, antes de que lo meta en un compromiso, expúlseme a puntapiés. No valgo la pena.
—Cállese. En cuanto se le haya arreglado el estómago, se encontrará mejor. ¡Créame!
—Voy a decirle una cosa —exclamó, fijando en mi sus congestionados ojos—. Le enseñaré todo lo que sé, todos los ardides y tretas del ring. Y lo convertiré en un buen luchador.
—Está bien. Y ahora escuche. Voy a dar un paseo. Elena se ha ido a la ciudad y volverá dentro de un par de horas. ¿Se siente usted capaz de cuidar la cabaña?
—Desde luego.
—¿No se marchará?
—¿Dónde están mis pantalones? —preguntó.
—Sobre esta silla.
—Pues vuelva los bolsillos del revés, saque todo el dinero que encuentre y así no me marcharé.
—Ya me había dado el cambio… o lo que quedaba de él.
—Entonces todo va bien —dijo, dando un suspiro—. Adelante.
Amontonó las almohadas detrás de la espalda y añadió:
—Deme un cigarrillo, compañero, y en cuanto el agua deje de chapotear en mi estómago, me encontraré bien.
Le di un cigarrillo y me encaminé a la carretera. Apenas había recorrido media milla, cuando un automóvil se detuvo al verme y su propietario me invitó a subir.
En el quiosco de periódicos vi los de las principales ciudades de la nación y, entre ellos, pude encontrar el de Las Vegas. La policía estaba muy preocupada por la desaparición de Elena Framley. Consiguieron descubrir el piso en que se había ocultado desde la noche del asesinato, pero luego había desaparecido y la policía, al comprobar las actividades de un tal Donald Lam, investigador particular, que había sido empleado para que trabajase en otro aspecto del asunto, se convenció de que la joven, un ex boxeador llamado Hazen y Lam habían salido juntos de la población. La policía se inclinaba a creer que Elena Framley estaba complicada en el asesinato o poseía datos muy importantes y que el detective particular, en su deseo de aventajar a la policía oficial, le ofreció la oportunidad de escapar a cambio de los informes que ella pudiera darle. Con toda seguridad los altos funcionarios de la policía darían a eso la mayor importancia, de modo que Lam podía verse perseguido por complicidad en el crimen. Hazen, según parecía, estaba también complicado. Antes de marcharse identificó sin duda alguna el cadáver, diciendo que pertenecía a un antiguo pugilista, llamado Sidney Jannix.
Con toda evidencia, la policía ignoraba aún mi compra del automóvil de lance.
Telefoneé a algunas casas, diciéndoles lo de costumbre. Recorté el artículo del periódico de Las Vegas, dejé el resto en una cabina telefónica y me dirigí de nuevo a la cabaña.
Tuve que recorrer a pie una milla, antes de encontrar un automóvil que se ofreciera a llevarme.
Elena regresó cosa de una hora más tarde. Louie preparó la cena, lavó y secó los platos. Luego los tres nos fuimos al cinematógrafo y al salir nos acostamos.
Antes de darme cuenta de que me había dormido, Louie, Hazen me sacó de la cama. Hacía mucho frío y yo me negué a dedicarme aquella mañana al entrenamiento. Pero él no se anduvo con chiquitas, sino que tomó la ropa, la arrojó al exterior y, apoderándose de mí como si no pesara nada, me sacó de la cabaña y cerró la puerta.
Hacía tanto frío, que no tuve más remedio que vestirme temblando. Y luego me vi obligado a seguir a mi entrenador, aunque cada uno de mis movimientos me ocasionaba un dolor muy vivo, porque tenía los miembros envarados a consecuencia del ejercicio del día anterior.
Aquel entrenamiento me pareció interminable, y cuando por fin, después de haberme dado una ducha, Louie me sometió a un intenso masaje, llegó hasta mi olfato el aromático olor de la comida que había preparado Elena Framley.
Aquella mañana, a hora muy avanzada, me dieron una noticia muy interesante. Una abacería sirvió un pedido de varios productos a la señora Sidney Jannix, que vivía en un piso de California Street.
Fui allá, dejé estacionado el automóvil, subí la escalera y oprimí el botón del timbre.
La mujer que me abrió la puerta era Corla Burke.
—¿Puedo entrar? —pregunté.
—¿Quién es usted?
—Un amigo de Elena Framley.
Me miró ceñuda, y luego en sus ojos apareció una expresión de alarma.
—¿Cómo ha conseguido encontrarme?
—Es una historia muy larga —repliqué—. ¿Quiere usted que se la refiera aquí o dentro?
—Dentro —contestó, abriendo la puerta para darme paso.
Me senté al lado de la ventana. Corla Burke lo hizo frente a mí, donde la luz alumbraba bien su rostro, y dijo:
—No me fue posible aprovechar el ofrecimiento de la señorita Framley, de modo que le escribí diciéndoselo.
Yo adopté la actitud de un hombre agraviado.
—No comprendo la razón.
—No habría sido decente.
—Me habría parecido mejor que su desaparición.
Me di cuenta de que había dado en el blanco.
—Lo cierto es —contestó— que no podía adivinar lo que… Bueno, no pude prever el futuro.
Y, nerviosa, profirió una corta carcajada.
—La señorita Framley se esforzó en hacer lo debido con usted y, en cambio, pudo notar que usted no se daba cuenta, y que no apreciaba tampoco su conducta.
—Lo siento. ¿Y cómo ha podido usted llegar hasta aquí?
—Porque era el lugar en que más lógicamente podía encontrarla.
—¿Y para qué deseaba verme?
—Se me ocurrió la idea de que tal vez se pudiese hacer algo para remediar las cosas.
—Ahora, no.
—Yo creo lo contrario.
—Temo que sea usted demasiado optimista. Haga el favor de dar las gracias a la señorita Framley en mi nombre y dígale que no debe considerarme desagradecida. Eso… eso es cuanto puedo decirle…
Miré a mi alrededor y vi una maleta abierta. Además, sobre una mesa había unas prendas de ropa doblada. En una mesita del rincón y al lado de la ventana había un sombrero de señora, guantes y un bolso, y en la esquina de aquella mesita vi un sobre, también franqueado.
—¿Me permite fumar?
—Desde luego.
Le di un cigarrillo y luego un fósforo encendido y conseguí situarme de modo que, al extender el brazo para tomar un cenicero, me acerqué al borde de la mesita. Y en el acto me apoderé de la carta.
Ella se dio cuenta y de un salto se arrojó a tornar el sobre, pero yo pude apoderarme de él. Ella lo agarró y le dije:
—Si no está dirigido a Las Vegas, no me interesa. En caso contrario, voy a leer esta carta.
Renovó sus esfuerzos y me agarró del brazo. Yo la rechace, conseguí librarme de ella y saqué del sobre una hoja de papel.
En ella y apresuradamente, alguien había escrito:
Un detective particular, llamado Donald Lam, está encargado del asunto. Se ha puesto en contacto con Elena Framley. El amigo de Elena, llamado Beegan, fue asesinado anoche. No está usted segura en Reno. Busque un escondrijo en otra parte.
A. W.
Tal era la carta y aquéllas las dos iniciales que la firmaban.
—Vamos a hablar con franqueza y así ahorraremos tiempo. Soy Lam, Arthur Whitewell me contrató para que la encontrase a usted. Y, desde luego, hizo lo posible para que Philip se enterase de ello. Ahora sería conveniente que me refiriese usted su historia.
Se quedó mirándome y ya sin ánimo para luchar. Era evidente que se consideraba vencida.
—Tengo una teoría —añadí— y si le parece a usted que eso ha de facilitar su declaración, puedo darle cuenta de ella.
Continuó callada y mirándome como si yo fuese lo único que hubiera quedado en pie después de un ciclón.
—Tengo la opinión —dije— de que Arthur Whitewell no deseaba que su hijo se casara con usted, por creer que podría hallar mejor partido. Pero Philip estaba muy enamorado de usted, y su padre es algo psicólogo. Sabía que, después de todo, él no podría hacer gran cosa por evitarlo. Philip era inexperto en algunas cosas, pero muy hombre en otras. Su padre no acabó de comprenderlo nunca, pero, sin embargo, se dio cuenta de que entre ambos había un abismo que él nunca consiguió franquear. Adivinó que toda tentativa de interponerse entre ustedes dos traería como resultado una separación definitiva entre su hijo y él. Y entonces ocurrió algo que le permitió tomar el asunto en sus manos. Era la oportunidad que había estado buscando, y manipuló de tal manera, que usted no tuvo más remedio que abandonar la escena, dejando a Philip en libertad de consolarse lo mejor que pudiera.
»Pero ocurrió que Philip tomó la cosa mucho peor de lo que su padre se había imaginado y fue patente la necesidad de hacer algo. No se trataba de un disgusto amoroso corriente y vulgar. Philip es sentimental, muy sensible en todas sus cosas. Nunca ha aprendido que, a veces, no es posible tomar a la gente por su aspecto exterior, de modo que aquello fue demasiado para él.
Ella estaba llorando en silencio. No intentó decir cosa alguna y con seguridad no habría podido.
Me dirigí a la ventana, por la cual vi un patio posterior lleno de cajas de embalaje. Entre dos postes estaba tendida una cuerda para secar ropa. Unos charquitos diminutos reflejaban la luz del sol. Sobre una pila de arena húmeda había un cubo y una pala de juguete. Seguí de espaldas a la habitación, para que la joven pudiese llorar a su gusto y recobrar su compostura, sin que se diera cuenta de mi vigilancia. Transcurrieron varios minutos antes de que recobrase la suficiente serenidad para hablar.
—¿Cree usted que el señor Whitewell confiaba en que me encontraría? —preguntó.
—No lo sé. Lo único que me consta es que contrató nuestros servicios para que la encontrásemos.
—Pero él estipuló que debía disponer mi desaparición de modo que nunca pudieran encontrarme. Ésta fue una de las cosas en que más insistió.
—Exactamente.
—De modo que, al contratarlo a usted, sólo quiso apaciguar a Philip.
—Eso es —contestó, dándome cuenta de que se agarraba a una leve esperanza.
—Tengo entendido que cuesta mucho dinero contratar a un detective. ¿No es así?
—En efecto.
—Y usted debe ser muy hábil.
Como la cosa le importaba a ella y a nadie más, y quería lisonjearme, yo no tuve ningún inconveniente en ello y le dije:
—Creemos que realmente somos buenos.
—¿Y no podría usted decirme algo que me diese alguna indicación acerca de los actuales sentimientos del señor Whitewell?
—Nada puedo decirle hasta que me dé usted cuenta de lo ocurrido. Entonces podré comprobar algunos datos y tal vez encontraré una respuesta.
—Mas, al parecer, está usted enterado. Por ejemplo, sabe todo lo referente a Elena Framley.
—No. Solamente estoy enterado de que ella le había escrito una carta. Y tuve que suponer su contenido.
—¿Qué se imaginó usted?
—Me pareció que sería alguna trampa.
—¿Preparada por esa Elena Framley?
—No creo siquiera que ella escribiese esa carta.
—No tenía más remedio.
—Será mucho mejor que me dé cuenta de todo lo que sabe y me permita sacar mis propias conclusiones.
—Supongo que está ya enterado de la causa que me obligó a marcharme —dijo.
—¿Sid Jannix?
Ella afirmó.
—Pues hábleme de él en primer lugar.
—En mi primera juventud, yo era una tontuela —dijo—. Además, siempre sentí alguna rebeldía, que me dominaba. Me gustaba mucho luchar y sentía admiración por los que luchaban. Jamás manifesté ninguna preferencia por el baseball, pero, en cambio, el fútbol me encantaba. Sidney asistió a la misma escuela que yo y formaba parte del equipo de fútbol. Luego, en la escuela, se organizó la práctica del boxeo y Sidney se manifestó muy pronto el mejor de todos, convirtiéndose en una especie de héroe. Por fin, en la escuela dejó de practicarse el boxeo, a causa de la oposición de los padres. Pero. Sidney continuó siendo el ídolo de todos sus condiscípulos. Creo, también, que se convirtió en el tirano de todos ellos. Entonces no me di cuenta de eso. Era el último año que pasábamos juntos en la escuela superior.
»Continué sintiendo amistad por Sidney, aunque a mi familia no le gustaba. Él se dedicó a la lucha profesional y adoptó la actitud de mártir. Yo… bueno, cuando Sidney empezó a ganar lo bastante para sostenerme, me fugué con él y nos casamos. —Se encogió de hombros y añadió—: Desde luego cometí una equivocación espantosa y terrible.
Hizo una corta pausa, cual si quisiera buscar el camino para contar lo que le faltaba, y una vez más adoptó el tono de quien recita una historia.
—Vivimos juntos por espacio de tres meses. Las dos o tres primeras semanas yo estaba hipnotizada. Luego, poco a poco, empecé a verlo como realmente era. Mostrábase brutal, pero se dejaba dominar por la cobardía. Cuando se sentía superior a otro, era cruel e implacable en el castigo que podía darle, pero, en caso contrario, nunca le faltaban las excusas. Siguió progresando hasta llegar casi a la cumbre y entonces, cuando encontró a otros hombres mejores que él… Pero me estoy desviando de mi historia. En la época en que nos casamos, él se hallaba entre el grupo de luchadores de escasa categoría, que empiezan a llamar la atención. Eso lo tenía como loco, porque se dejaba dominar por las emociones y sentía unos celos intensos. Empezó a tratarme como si yo fuese un objeto de su propiedad personal. Y lo habría resistido por mi parte, si no fuera por las cosas pequeñas y sin importancia, porque en los momentos en que desaparecía el barniz que lo cubría, me era posible ver lo que tenía debajo.
—No hay necesidad de que siga usted detallando. Dígame tan sólo qué ocurrió en cuanto lo hubo usted dejado.
—En la escuela aprendí algo acerca de los negocios y encontré trabajo. Me esforcé en perfeccionar los conocimientos propios de una secretaria. Tuve la satisfacción observar que alcanzaba el éxito y seguí trabajando.
—¿No se divorció?
—Me figuré que Sid había obtenido el divorcio y éste fue el engaño de que me hizo víctima. Le dije que deseaba recobrar mi libertad. Y él contestó que mejor sería esperar un año y obtener el divorcio motivado por el abandono. No deseaba que yo alegara haber sido tratada con crueldad, porque eso podría perjudicar su carrera.
»Esperamos, pues, el transcurso de aquel año, que fue muy favorable para Sidney. Vivió espléndidamente, durante seis o siete meses de aquel año, pero luego descendió en extremo en los tres meses, siguientes. Ignoro lo que ocurrió, pero su manager acabó convencido de que era cobarde. Cuando en el ring se encontraba con un hombre a quien pudiese dominar, se mostraba terrible, pero… bien, no lo sé. Es una larga historia y creo que hizo algo sucio… engañó a su manager y no acudió a un combate o algo por el estilo. No tengo bastantes detalles para hablar de eso. Solamente oí rumores, pero lo cierto es que cosa de diez meses después de habernos separado vino a mi encuentro. Estaba desesperado y me dijo que, a partir de nuestra separación, nunca más pudo ser dueño de sí mismo, porque yo me llevé, con mi ausencia, la inspiración de su vida.
—¿Y eso fue diez meses más tarde?
—Sí —añadió con acento de amargura—. Cuando las cosas le iban bien, adoptaba una conducta protectora con respecto a mí, pero cuando se vio caído, solicitó mis simpatías. Acabó diciéndome que era uno de aquellos hombres que necesitaban a una mujer como fuente de inspiración y que ya sabía que nunca podría convencerme de que volviese a su lado, que había encontrado otra muchacha, a la que nunca querría como me quiso a mí, pero que ella, en cambio, estaba desesperadamente enamorada y que a él, simplemente, le gustaba. —Se rió amargamente—. Ése era Sidney. Ella lo amaba desesperadamente y a él, en cambio, tan sólo le gustaba aquella mujer.
—¿Y que quería? —pregunté.
—Ir a Reno y obtener el divorcio.
—Y le indicó que usted pagara los gastos, ¿verdad?
Ella afirmó.
—¿Por qué no lo hizo usted?
—Sí lo hice —contestó— y él me dijo que habían concedido el divorcio.
—¿Y aquella muchacha?
—Se casó con ella. Por esta razón no me preocupé de si se había concedido el divorcio.
—¿Y cree usted que no lo obtuvo?
—No. Resultó luego que él, sencillamente, se había quedado con el dinero que yo le di y que lo utilizó para impresionar a la otra muchacha, a la que convenció para que se casara con él. Ella, según parece, tenía algún dinero ahorrado y Sidney se quedó con él.
—¿Y esa muchacha era Elena Framley? —pregunté.
—No. Se llamaba Sadie y algo más que no recuerdo. Sólo sé que él hablaba de Sadie.
—¿Qué más?
—Durante algunos años no ocurrió nada. Yo había perdido su pista y ni siquiera pensaba en él. Sé que abandonó el boxeo. Creo que la Comisión de Boxeo tenía algunas pruebas contra él que lo imposibilitaban para seguir luchando. Además, no creo que lo deseara, porque habría sido incapaz de aguantar el castigo en el ring.
—¿Y conoció usted a Philip?
—Sí. Yo había adoptado el nombre de Corla Burke para borrar mi pasado y empezar de nuevo. Tenga usted en cuenta que mi padre…
—Ahora comprendo lo del nombre —dije—. Y podemos seguir adelante.
—Al principio…
—No necesita usted entrar en eso. Refiérase al asunto desde el momento en que intervino Elena Framley.
—Recibí una carta, muy rara, de Elena Framley, que pudo enterarse, por medio de un periódico, de que me disponía a casarme casi inmediatamente; que ella era amiga de Sidney y que había oído a éste cuando hablaba de mí. Y añadía que, posiblemente, yo no estaba enterada de que Sidney no había obtenido el divorcio. Continuaba diciendo que Sidney estaba muy cambiado desde la época en que lo vi por primera vez, que se había corregido bastante y que realmente, quería esforzarse en progresar. A su juicio, él no tenía bastante dinero para pedir el divorcio, pero si yo no quería esperar, ella arreglaría las cosas de manera que pudiese seguir adelante con mi matrimonio y después de haberme casado con Philip, Sidney pediría el divorcio. Añadía la carta que él, hasta entonces, había tenido muy mala suerte. Pero que dentro de pocas semanas tendría ya algún dinero. Yo, entonces, podría fingir ante mi marido que hubo alguna pequeña irregularidad al consignar mi edad, o algo por el estilo, en la licencia para casarnos, con objeto de que realizara nuevamente la ceremonia o bien podría seguir viviendo con él y, en este caso, nuestro matrimonio sería, simplemente, un contrato particular, sin intervención de las autoridades civiles o religiosas.
—Realmente, esa carta es muy rara. ¿Y cuánto dinero pedía? —pregunté.
—Ella no mencionaba nada de eso y menos me lo pedía. Dijo, sencillamente, que si él podía obtener lo suficiente para emprender un negocio, ya no necesitaría nada más y no volvería a oír hablar de él.
»Ella me decía que él no sabía una palabra de la carta, que Sidney se proponía escribir a Philip Whitewell en el caso de advertir que continuaba en su propósito de casarse conmigo, porque no quería exponer a Philip a que contrajera matrimonio bígamo.
—Sin duda, se mostraba muy considerado con respecto a Philip.
—Eso era muy propio de Sidney. Aquella señorita Framley parecía muy buena muchacha y examinaba el caso desde mi punto de vista.
—¿Y cómo pudo enterarse de que usted era la esposa de Sidney? ¿Cómo consiguió encontrarla bajo el nombre de Corla Burke?
—No me lo dijo. Se limitó a escribir la carta, cuyo contenido le he indicado.
—Ya comprendo. Y en cuanto hubiera usted aceptado la proposición, a no ser que prometiera usted a Sidney Jannix el dinero suficiente para emprender su negocio, él trataría de impedir su casamiento. Y en caso de que le prometiese darle dinero, que obtendría de su marido, él viviría muy satisfecho, considerando que en usted tenía a una gallina que le pondría huevos de oro.
—Así es, si le place verlo de tal manera.
—No hay otra.
—Entonces usted cree que Elena Framley era…
—Estoy persuadido de que nunca le escribió tal carta.
—Me recomendó, sin embargo, que le contestase.
—¿Y lo hizo usted?
—Sí, señor.
—¿Y ésa fue la carta que dictó Arthur Whitewell?
—No la dictó.
—Pero él conocía su contenido.
—Sí.
—Hábleme de eso —dije.
—Bueno, lo cierto es que yo merecía lo que sucedió. Quizá no conseguirá explicárselo, porque aún no lo he comprendido yo misma. Cuando llevaba ya tres meses casada con Sidney Jannix, procuré olvidarlo como un suceso desagradable, y…
—Así, se deduce que usted no dijo una palabra a Philip acerca de Sidney Jannix, o de que usted había estado casada.
—Eso es.
—Por consiguiente, esa carta de Elena Framley cayó sobre usted como si hubiese sido una bomba.
—Exactamente.
—¿Y qué hizo usted?
—Pues tomé la carta y me encaminé a ver a Philip.
—¿Adónde?
—A su oficina. Aquella noche teníamos una cita.
—Pero no vio usted a Philip.
—No. Había tenido que salir para ocuparse en un negocio muy importante y dejó una nota diciéndome que lo sentía muchísimo, pero que aquella noche no podríamos vernos. Añadía que trató de comunicar por teléfono conmigo, pero que no le fue posible. Y prometió llamarme hacia las once, para averiguar si al día siguiente podría tomar el lunch con él.
—Y en la oficina encontró usted a Arthur Whitewell, ¿no es verdad?
—Sí, señor.
—¿Y usted refirió su historia a Arthur Whitewell?
—Sí, señor.
—Y él, al ver el rostro de usted, comprendió que sucedía algo desagradable.
—No lo creo así. Se mostró muy considerado y agradable. Habíase reconciliado ya con la idea de nuestro matrimonio. Yo estaba enterada, desde luego, de que él, antes, no lo aprobara, pero que siempre se mostró muy delicado.
—Y supongo —añadí, observándola atentamente—, que eso le causó una sorpresa extraordinaria.
—Para él fue un choque terrible —dijo la joven—. Pero se condujo de un modo admirable. Me dijo que al principio yo no le gustaba como novia de su hijo, pero que, por último, comprendió que Philip estaba locamente enamorado de mí y que él lo quería bastante para desear, ante todo, su felicidad; por lo tanto, se resignó la aceptarme, de modo que nunca pudiese darme cuenta de su oposición anterior. Fue lo bastante franco, para decirme todo eso, de modo que conquistó por completo mi simpatía. Se mostró comprensivo y tolerante, y, además, lleno de buen sentido.
—¿Y qué dijo?
—Que, desde luego, no podíamos seguir adelante con la idea del matrimonio y que si Philip se daba cuenta de que había estado casada y que otro hombre, vivo, fue él en merecer mi afecto como marido y que había vivido conmigo, Philip tendría un disgusto horroroso. Es un hombre que tiene una sensibilidad anormal, y su padre confirmó mis temores acerca del particular.
—Adelante —dije.
—Le mostré la carta de Elena Framley y él me agradeció muchísimo mi sinceridad y mi lealtad, añadiendo que muchas mujeres habrían tenido la tentación de seguir adelante, ateniéndose a los consejos de la señorita Framley. Y me aconsejó escribirle, diciéndole que ya no se podía seguir tratando del matrimonio, con objeto de que Jannix no se pusiera nunca en relación con Philip.
—¿Y por qué quería evitar esto último?
—Deseaba que Philip no sufriera una desilusión tan brutal. Éste era su móvil. Es decir, que, ante todo, se proponía proteger a Philip.
—¿Y quién lo sugirió?
—En realidad, fue una especie de colaboración entre ambos. Él me aconsejó que por lo menos de momento, yo debería desaparecer, de modo que Philip no se enterase de lo ocurrido hasta después de haberse acostumbrado a mi ausencia. Entonces podríamos enterarlo de la verdad. Dijo que tal vez en lo venidero, si yo podía obtener el divorcio de Jannix, podría casarme con otro. Y, además, también podría ver a Philip y explicárselo todo.
—¿Y no se le ocurrió a usted ir al encuentro de Philip y explicarle francamente…?
—Sí, se me ocurrió, señor Lam. Y tal es la razón de que yo me dirigiera a la oficina. Quería descargar mi conciencia ante Philip y explicárselo todo. Y me proponía hacerlo de manera que le resultase lo menos doloroso posible. Pero su padre me aseguró que conocía a Philip mucho mejor que yo y que, de momento, lo que más convenía era que yo desapareciese en tales circunstancias y que todo el mundo pudiese creer que me había ocurrido algo extraordinario. Yo creo que, al hablar así, no sólo pensaba en Philip, sino también en sí mismo. Tenga usted en cuenta que se había ya anunciado la boda y también fijado la fecha. Y si… Bueno, ya sabe usted lo que pasa en estos casos. Es preciso dar alguna explicación, la que sea. Y la familia de los Whitewell se hallaba en una situación muy delicada.
—En otras palabras, Whitewell no quería que, al entrar él en el club, uno de sus amigos pudiera decirle: «¿Se ha casado hoy su hijo?». Y él se viera obligado a contestar: «No, porque, en definitiva, descubrimos que la novia tiene otro marido, aún vivo, de modo que nos vimos obligados a desistir».
Ella dio un gemido y yo añadí:
—Me veo obligado a hablarle con cierta brutalidad, con objeto de que pueda examinar el asunto desde mi punto de vista.
—¿Y cuál es?
—Aún no lo conozco bien, pero me parece que lo he adivinado. ¿No lo ve usted? Philip la habría perdonado, insistiendo en que usted no tenía ninguna culpa y que debía obtener el divorcio, de modo que, en resumidas cuentas, sólo se habría aplazado la boda.
—No creo que Philip pudiese haberme perdonado acerca de mi primer matrimonio.
—Pues yo estoy convencido de lo contrario.
—Se engaña usted. Yo lo conozco mucho mejor.
—Su padre lo conoce mucho mejor todavía —dije— y pensaba lo mismo que yo.
—¿Por qué dice usted eso?
—Su padre se aprovechó de lo que sucedía para librarse de usted, obligándola, al mismo tiempo, a hacer algo que Philip no perdonaría nunca. ¿No lo comprende? Si algún día resolvía usted volver al lado de Philip, para explicarle lo sucedido, lo perdería sin remedio, porque él no le perdonaría nunca el sufrimiento que le causó su desaparición en tales circunstancias y cuando él no pudo sospechar siquiera lo que le había sucedido. Él podía haber sido torturado por la idea de que tal vez hubiera usted sido raptada o se viera en un peligro grave. Y eso es lo que deseo hacerle comprender a usted, aunque siento muchísimo que la haya obligado a llorar de nuevo.
—Pero el señor Whitewell me prometió decírselo todo a Philip, en el caso de que éste se preocupara demasiado, y…
—Esto es lo que deseaba saber.
—¿Qué?
—Eso significa que Whitewell la utilizó a usted para sus fines.
—No comprendo.
—¿Es posible? Si él explicaba alguna vez a Philip el asunto, necesariamente habría de decirle cómo se había enterado de él y se vería obligado también a admitir que había contribuido al engaño, que había hablado con usted, que fue él quien le impidió a usted ver a Philip, para contárselo todo. El joven, probablemente, la habría perdonado a usted y, sin duda, hubiesen acabado poniéndose de acuerdo. Arthur Whitewell podría obligar a su hijo a dirigirse a Nueva York, por ejemplo, con objeto de que se ocupara en un asunto importante y, en tal caso, se aplazaría la boda hasta su regreso y Whitewell podría explicar a sus amigos que sólo se trataba de un aplazamiento. Mientras tanto, usted podría haber obtenido su divorcio de Jannix. Philip no perdonaría nunca a su padre por haber manejado el asunto de esa manera. Y si ahora conoce los hechos verdaderos, no la perdonará nunca a usted. ¿Eh?
—No puedo comprenderlo —dijo—. Me figuré que usted trabajaba en beneficio del señor Whitewell.
—En efecto, me empleó en este asunto.
—Pues…
—Me empleó para que la encontrase a usted, para que averiguara la razón de su marcha y me enterase de lo que había sucedido. Eso era lo que tenía que hacer y lo que verdaderamente he hecho.
Ella me miraba como si estuviera recobrándose de un fuerte golpe.
—¿Y qué va usted a hacer?
—Nada. Quien va a hacer algo es usted para fallar el as que tiene el viejo.
—No comprendo.
—Usted desapareció —dije— en unas circunstancias tales que pudieron deberse a un ataque de amnesia.
—Sí, eso, precisamente, es lo que deseaba él.
—Desde luego, la aconsejó escribir a Elena Framley con objeto de que Sidney no escribiera, a su vez, a Philip.
—Eso es.
—Y le proporcionó una hoja de papel y también un sobre franqueado.
—Sí, señor.
—Y aun cuando a usted pudo parecerle que la idea fue hija de los dos y fruto de una colaboración entre ambos, el caso es que el proyecto esencial de esta desaparición fue imaginado por él.
—Tal vez tenga usted razón. Me dijo que había de tener en cuenta el honor de la familia y que sería mejor y más bonito procurar que Philip siguiera amándome y recordando con cariño nuestro amor, en vez de verse desilusionado de un modo brutal, para que, tal vez, acabara odiándome.
—Muy bien. Y usted hizo precisamente lo que debía hacer de modo aparente.
—¿Qué?
—Pues que sufrió la pérdida de la memoria.
—No comprendo.
—Fíjese bien. Sufrió una pérdida completa de la memoria. Estaba usted en el despacho de Whitewell. Tomó un lápiz y… en aquel momento, perdió el recuerdo de todo en absoluto. Viose luego en la calle, sin tener la menor idea de quién era usted, ni de cómo se llamaba, ni de las circunstancias en virtud de las cuales se encontraba allí.
—¿Y qué bien puede hacerme eso? ¿Qué circunstancias favorables pueden resultar de ello?
—¿No lo comprende?
—Imagínese que la recogen cuando sufre un ataque de amnesia, la llevan a un hospital y la Agencia de Detectives Bertha Cool la encuentra. Es usted incapaz de recordar quién es o cómo se llama. Su memoria se ha convertido en una hoja en blanco, pero la excelente Agencia de Detectives Cool ha conseguido encontraría y Philip llega para identificarla. En cuanto ve usted el rostro de Philip, experimenta un sobresalto, la imagen del hombre amado la devuelve la memoria y…
—¡Basta! —exclamó—. No puedo soportar lo que me está diciendo.
—¿Por qué no?
—Porque me destroza usted el corazón.
—Está usted loca. Le hablo en serio. Déjese de sentimentalismos y procure apoyarse en algo sólido.
—Es absolutamente imposible. Ni siquiera puedo oír hablar de eso. No sería capaz de engañar así a Philip.
—¿Por qué no?
—Porque no sería correcto.
—En efecto, no lo será, pero lo incorrecto lo ha hecho usted ya. Lo que le propongo sería el medio de corregir lo que se ha hecho hasta ahora. Debiera usted ver cuál es el aspecto de Philip, su cara de sufrimiento, sus ojeras, su enflaquecimiento…
—¿Quiere hacerme el favor de no continuar?
—No callaré si no me promete hacer lo que le propongo.
—No puedo.
—¿Por qué?
—En primer lugar, hay que tener en cuenta a Sid Jannix. Philip y yo no podríamos casarnos, porque…
—¿Por qué razón?
—Porque ya estoy casada.
—No, señora. Es usted viuda.
—¿Cómo?
—Viuda.
—Así, ¿no era cierto lo que me decía esa muchacha? ¿Ha muerto Sidney?
—Vivía cuando le escribieron esa carta, pero ha muerto.
—Vamos a ver —dijo después de observarme unos instantes—. ¿Qué se propone usted?
—Nada extraordinario y he venido dispuesto a demostrar que le digo la verdad.
Saqué del bolsillo el artículo recortado del periódico de Las Vegas y se lo entregué.
—El amigo de Elena Framley —añadí—, era Sidney Jannix. Y ahora no está usted casada, sino que es viuda.
Leyó cuidadosamente aquel artículo y luego fingió que seguía leyendo pero, en realidad, reflexionaba acerca del caso.
—¿De modo que fue asesinado? —me preguntó al fin.
—Sí.
—¿Y quién fue el asesino?
—Nadie lo sabe.
—¿Y usted lo ignora también?
—Tengo unas sospechas.
—¿Ha sido usted encargado de esclarecer ese crimen? —me preguntó de pronto.
—No.
—¿Y en caso de que supiera quién es el autor, tendría necesidad de…?
—No.
—Señor Lam —me dijo entonces—, creo que es usted un hombre maravilloso.
—¿Hará usted lo que le aconseje?
—Sí.
—Muy bien. Recuerde que usted tomó este piso con el nombre de señora Sidney Jannix. Pero nadie deberá poder relacionarla con él, porque de lo contrario, eso podría ser catastrófico, Salga usted de aquí de una vez para siempre. Tome un billete para San Francisco, embarque su equipaje y guarde en su bolso los billetes correspondientes. Supongo que Whitewell le dio bastante dinero para que pudiera viajar, ¿no es así?
—Sí; insistió que tomara el dinero que me daba para dejar el mío propio en el bolso, cuando desaparecí. Ése fue un detalle de la mise en scène.
—Si Philip hubiese hecho uso de su propio cerebro —dije—, ese dilema habría podido convencerlo de que la desaparición de usted había sido planeada y que alguien proporcionó el dinero necesario. Pero, en fin, ahora lo que conviene es salir de aquí sin dejar rastro, con objeto de que nadie pueda hallar ninguna relación entre usted y este piso. Salga a la calle y empiece a ir de un lado a otro, sin objeto. Procure encontrar a un policía. Pregúntele qué población es ésta y siga usted diciendo algunos despropósitos, fingiendo que ha perdido la memoria, hasta que alguien se haga cargo de usted. Pero, sobre todo, procure no beber nada en absoluto.
—¿Por qué?
—Porque si se dan cuenta de que su aliento huele a licor, la considerarán, simplemente, una mujer borracha. En cambio, si da la sensación de que está usted serena y de que no ha bebido nada en absoluto y, sin embargo, se conduce de un modo raro, llamarán a un médico. Éste procurará hacerla caer en una trampa, porque quizá sentirá algún recelo. Será, pues, necesario que desempeñe muy bien su papel. ¿Se cree capaz de lograr este resultado?
—Lo intentaré y, desde luego, haré todo lo que pueda.
—Pues ¡buena suerte! —dije, estrechándole la mano y despidiéndose de ella efusivo.
—¿Adónde va usted?
—A esperar su llegada al hospital y luego descubriré su paradero. Hecho esto, regresaré a Las Vegas para dar cuenta a Whitewell de lo ocurrido.
—Me proporciona usted la mejor oportunidad de mi vida —dijo ella.
—No veo ninguna razón para arrojarla a usted por la borda si puedo conducir el barco a puerto.
Me miró con ojos sonrientes.
—Se esfuerza usted en mostrarse duro y encallecido —dijo— y, en el fondo, no es más que un romántico. Me recuerda a Philip.
—Bien —contesté acercándome a la puerta—, procure usted estar en el hospital al oscurecer.
—Haré cuanto pueda.
Bajé la escalera y salí a la calle. A mi alrededor, la vida de Reno fluía en ininterrumpida corriente. Reno sostiene que es la pequeña ciudad más grande del mundo y también podría alardear de ser la más característica, porque posee una individualidad notabilísima; por las aceras de sus calles van los desilusionados cow˗boys, calzados con botas de montar de alto tacón, las mujeres amargadas, que aguardan la terminación de su período de residencia, las muchas que juegan, alegres, con la vida y que han caído en Reno durante un período de transición; los jugadores se codean con los turistas, los vaqueros pasan el día con los propietarios de ranchos de lujo. Algunos individuos de vacaciones, quemados por el sol, gozan de aquel clima sano y se mezclan con turistas pálidos que visitan los puntos más notables de la capital del divorcio.
Antes de regresar a la cabaña, quise entregarme unos momentos a mis reflexiones. Me dejé arrastrar por la multitud a través de la puerta de uno de los casinos más populares, quedé en un rincón, observando, distraído, las expresiones de los rostros de los que se habían situado en torno de la rueda de la fortuna. A mi espalda pude oír el funcionamiento continuado de una máquina tragaperras y con algunas intermitencias percibía la caída de las monedas en la taza.
Me moví para mirar.
Dándome la espalda, Elena Framley estaba ocupadísima en ordeñar una de las máquinas tragaperras.
Y me apresuré a dirigirme a la puerta para salir a la calle.