ME dirigí al Hotel Apache y en el vestíbulo encontré asiento. Saqué la carta que Elena Framley me había dado y la examiné muy cuidadosamente.
Estaba escrita en un papel excelente, pero la hoja tenía unas proporciones muy raras. El borde superior mostraba algunas pequeñas irregularidades, casi imperceptibles si no se observaban con el mayor cuidado. Además, el papel difundía un débil aroma que no pude reconocer. Y en el carácter de la letra se advertía cierta angulosidad. El texto rezaba así:
«Querida Elena Framley:
»Le agradezco mucho su carta, pero es inútil. Ahora ya no puedo seguir adelante con el matrimonio. Él no se merece eso. Lo que usted me aconseja es imposible completamente. Y he decidido desaparecer. Adiós.
»CORLA BURKE».
Examiné el sobre que había contenido la carta. Estaba franqueado y era del correo aéreo. Las señas habían sido trazadas por la misma mano que la carta y alguien en la oficina de correos borró la indicación «Lista de Correos» para consignar la calle y el número del piso de Elena.
Volví a meter la carta en el sobre, metí éste en el bolsillo, pero lo pensé mejor. Saqué de nuevo la carta del sobre, la guardé en mi bolsillo interior de la chaqueta y el sobre lo introduje en el bolsillo exterior de la misma prenda. Luego emprendí el regreso hacia el hotel Sal Sagev. Al verme, Bertha exclamó:
—¿Qué demonios has estado haciendo, Donald?
—Trabajar.
—Ya veo que has tenido otra agarrada. Estás hecho una lástima. Toma este cepillo. Pero no; dime antes qué has averiguado.
—Tengo algunas pistas.
—No seas tan reticente y dime lo que ha ocurrido.
—Me enteré de que esa muchacha es aficionada a jugar en las máquinas tragaperras, de modo que me habría visto obligado a esperar su regreso a casa hasta las tres o las cuatro de la madrugada; por eso decidí ir en su busca, al lado de las máquinas.
—Todo eso está muy bien, pero no tenías ninguna necesidad de jugar tú, mientras la esperabas.
—Todo el mundo se habría fijado en mí si no hubiese jugado mientras tanto —repliqué.
—Bueno, no importa. En definitiva, trabajamos por el dinero y no de acuerdo con lo que puedan pensar en Las Vegas, Nevada, acerca del traje que ha de llevar un detective particular bien vestido. Y ni por un momento te imagines que en la lista de los gastos podrás hacer figurar lo que hayas invertido en el juego.
—Está bien.
—¿Y qué sucedió?
—Pues que hubo un poco de lucha.
—No hay necesidad de que lo digas, porque bastante se te ve en la cara.
—¿Tiene muy mal aspecto?
—Terrible.
Me dirigí al espejo de cuerpo entero. Delante de él había una mesa y, mientras me miraba, pude observar que en el mueble aún estaba la segunda barra de chocolate, envuelta en papel de estaño, de las dos que había comprado Bertha. El traje estaba sucio de polvo y mi rostro tenía un aspecto muy raro.
—¿Cuál fue el motivo de la lucha? —preguntó Bertha.
—La primera, porque alguien se figuró que yo hacía trampas con las máquinas.
—¿Y luchaste por este motivo?
—No. Pero me prendieron.
—Eso ya lo sabía. ¿Qué ocurrió después?
—Volví a ver a esa muchacha. ¿Dónde está Whitewell?
—Vendrá de un momento a otro. Recibió un telegrama avisándole la próxima llegada de su hijo y ha ido a esperarlo.
—¿De dónde viene?
—De Los Ángeles.
—¿Y cómo viene?
—En automóvil. Ha habido algún asunto de negocios urgente y Philip trae consigo al empleado principal de la oficina de su padre y que, según parece, lleva ya muchos años a su lado.
—¿Está enterado Philip de lo que hace su padre?
—Me parece que no. Pero seguramente el padre se lo dirá.
—De modo que, según cree usted, le comunicará también quiénes somos nosotros y el motivo de nuestras permanencias aquí.
—Creo que sí. ¿Y no te parece, Donald, que es un hombre simpatiquísimo?
—¡Hum!
—Es viudo y no me extrañaría que se sintiese demasiado solo. Desde luego, no piensa en casarse porque da mucho valor a su propia independencia, pero, sin embargo, no se basta a sí mismo. En el fondo es un chiquillo, como les ocurre a todos los hombres que necesitan una mujer que los trate maternalmente y, de un modo más especial, cuando las cosas no son agradables.
—¡Hum!
—Pero oye, ¿haces caso de lo que te digo?
—Claro está.
—Bueno, pues, entonces contribuye un poco a la conversación y deja de gruñir.
—¿Quiere que me muestre de acuerdo con usted?
—Cuando un hombre es tan agradable como el señor Whitewell, podrías añadir algo a lo que yo te decía.
—No es posible.
—A veces —replicó ella— eres tan antipático que acabas por parecer odioso.
—¿No va usted a comerse esa barra de chocolate?
—Si quieres, cómetela tú. Te la cedo.
—No la necesito. ¿Qué le pasa? Dígame.
—No lo sé. La otra me dio un poco de acidez. ¿Has cenado ya, querido?
—No. He tenido mucho que hacer.
—Pues mira, el señor Whitewell propuso que cenásemos juntos en el caso de que volvieras. Dijo —y al mismo tiempo dulcificó la voz— que deseaba presentarme a su hijo. Al parecer, eso le interesa mucho.
—Muy amable.
Alguien llamó a la puerta con los nudillos.
—Abre, querido.
Abrí la puerta y vi a Whitewell en el umbral. Detrás de él apareció un muchacho, sin duda su hijo. Tenía, como él, la frente alta, la nariz larga y recta y la boca bien formada. En los ojos del padre se advertía cierta expresión humorística. Las pupilas de su hijo eran del mismo color, pero su mirada no era tan aguda ni parecía ser tan inclinado a hacer un guiño alegre. Cualquiera hubiese podido creer que aquel muchacho se limitaba a vivir sin que la vida le pareciese agradable o placentera. Y más allá vi a un individuo de unos cuarenta y tantos años, calvo, grueso, de aspecto competente y que tenía la apariencia general de un oso gris.
—Te presento a Donald Lam, Philip —dijo su padre—. Señor Lam, mi hijo Philip Whitewell.
El joven inclinó la cabeza, tendió la mano y estrechó la mía cortésmente, pero sin ningún calor.
—Me alegro muchísimo de conocerlo.
—¿Quiere hacer el favor de pasar? —pregunté.
El padre, ceremoniosamente, continuó diciendo:
—Señora Cool, me permito presentarle a mi hijo Philip. Ésta, Philip, es la señora de quien te he hablado.
El joven la examinó curioso un instante antes de inclinar la cabeza y luego dijo:
—Me siento muy honrado en conocerla, señora Cool. Mi padre me ha hablado mucho de usted.
El hombre grueso que, al parecer, había sido olvidado, sonrió, me ofreció la mano y dijo:
—Me llamo Endicott.
—Yo, Lam —repuse.
Nos estrechamos las manos. Whitewell se volvió exclamando:
—¡Oh, dispénseme! —Se dirigió a Bertha y añadió—. Permítame que le presente a Paul Endicott. Lleva ya muchos años conmigo. Es el cerebro de la casa. Yo solamente me limito a quedarme con los beneficios y a pagar la contribución. Lo demás lo hace él.
Endicott sonrió con la expresión benévola de un hombre que es demasiado corpulento, poderoso y saludable para consentir que algo pueda molestarlo.
Bertha le dirigió una sonrisa. Se puso en pie para ocuparse en sus deberes de anfitrión, telefoneó a la sección de servicio a las habitaciones y pidió algunos combinados.
Whitewell se volvió y me dijo:
—Me permití indicar a la señora Cool que podríamos cenar juntos cuando me enteré de la llegada de mi hijo. ¿Ha hecho usted alguna investigación por la ciudad?
—Sí, señor.
—¿Ha encontrado algo?
—Un poco.
—¿Con respecto a la señorita Framley?
—Sí.
—¿Ha hablado usted con ella?
—Sí.
Me observó un momento, como si yo hubiera dicho algo que no esperase oír. Luego se rió, añadiendo:
—Se lo he contado a Philip y, por lo tanto, mi hijo sabe que la señora Cool dirige una agencia de detectives y que he solicitado sus servicios para que averigüe qué fue de Corla Burke. Sabe también que usted trabaja en este asunto, de modo que, si ha descubierto algo interesante, no hay necesidad de que se lo calle.
Saqué el sobre de mi bolsillo y se lo mostré al joven Whitewell, preguntándole:
—¿Es su carácter de letra?
Con vehementes dedos tomó el sobre y se quedó mirándolo. Al fin dijo:
—Sí; es su escritura.
Su padre tomó el sobre y, volviéndose a Bertha, le dijo:
—Tenía usted razón, señora Cool. Ese muchacho trabaja muy de prisa.
—Ya se lo había advertido.
Whitewell metió los dedos en el sobre y, al observar que no encontraba la carta, pareció muy extrañado.
—¿No había una carta ahí dentro? —preguntó.
—Me parece que sí.
—Eso podría haber sido un indicio muy interesante. —Yo afirmé inclinando la cabeza—. ¿Dónde está esa carta?
—La señorita Framley no la tiene.
—¿Que no la tiene?
—No.
—¿Y qué hizo con ella?
Me encogí de hombros.
—¿Recordaba su contenido?
—No lo sé.
—¿Cómo es posible? —preguntó Bertha Cool—. ¿No estuviste hablando con ella?
—Sí, pero su amigo, al parecer, no era aficionado a mi técnica. Y me utilizó como balón de entrenamiento… eso fue el todo.
—Ya se ve por tu aspecto.
—Lo haremos prender —dijo Whitewell.
—No hay necesidad. Cuando se disponía a darme los últimos toques, intervino un agente.
—¿Y que le sucedió?
—Pues que tiene ahora tan mal aspecto como yo.
Bertha Cool y Whitewell cambiaron una mirada.
—Bueno —dijo el último—, ahora podrá usted ir al encuentro de la señorita Framley, para averiguar lo que ha sido de la carta.
—Más vale dejar que se enfríen un poco las cosas.
Bertha frunció el ceño, como si le preocupase algo y luego dijo:
—Mira, Donald, ve a tu cuarto, ponte una camisa limpia y cepíllate el traje. Supongo que tendrás otro.
—No.
—Pues haz todo lo que puedas con éste.
—Me parece que tendremos tiempo de expedir unos telegramas, Arthur —dijo Endicott, añadiendo—: Philip, más vale que me acompañes. ¿Querrá usted excusamos, señora Cool?
Después de cepillarme el polvo de la ropa, observé que la corbata estaba rota y el cuello de la camisa sucio y arrugado. Cambié la camisa y la corbata, me apliqué toallas calientes en la cara, hasta que hube conseguido algún alivio, me peiné y volví luego a la habitación de Bertha Cool.
En cuanto se hubo cerrado la puerta, se volvió a mí, diciendo:
—Ésta es la primera vez que he sido testigo de que tienes miedo. No te censuro por eso pero no llego a comprender por qué no has salido ya en busca de esa carta.
La saqué del bolsillo y se la entregué.
—¿Qué es eso?
—La carta de Corla.
—¿De dónde la has sacado?
—Me la dio Elena Framley.
—Entonces mentiste al contestar a Whitewell.
—No, yo no le dije que no la tenía. Me limité a decirle que Elena Framley no la tenía. Y así era, porque me la había dado.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Bertha, mirándome y parpadeando.
—Lea usted.
Así lo hizo Bertha y luego, levantando los ojos, dijo:
—No comprendo. ¿Por qué no la has entregado a nuestro cliente?
—¿Tiene usted aquí —pregunté— la carta que escribió Whitewell?
—¿La que me entregaste tú?
Y al ver que afirmaba añadió al instante:
—¿Por qué?
—Examinémosla.
—Nada de eso —replicó ella, impaciente—. Hablemos antes del asunto de esa muchacha Corla.
—Me parece que podremos averiguar algunas cosas, examinando la carta de Whitewell. Fíjese en ella. Está escrita en un papel excelente, de hilo. La marca al agua es «Scribear Bond». Observe usted las dimensiones de la hoja y también cómo está doblada. ¿Comprende lo que quiero decir? Esa hoja de papel fue antes de tamaño comercial y tenía una cabecera impresa. Alguien cortó la parte superior correspondiente a la cabecera, utilizando un cuchillo muy afilado.
—Me parece que empiezo a comprender, pero sigue hablando —dijo Bertha.
—A Whitewell no le gustaba la idea de que su hijo se casara con Corla Burke. Llamó a ésta a su oficina. Le hizo alguna proposición, y ella la aceptó. Convino en desaparecer, pero quería quedar bien. En ninguna circunstancia debía parecer que ella hubiera sido obligada a marcharse, ni tampoco que había desaparecido a causa de algo que le diese miedo.
—¿Por qué, pues, la carta? —preguntó Bertha.
—Esta carta lo demuestra. Equivale a la formalización del contrato, por lo que se refiere a nosotros. Corla Burke no conocía a ninguna Elena Framley y ésta tampoco a aquélla. En cambio, Arthur Whitewell tenía amigos aquí, en Las Vegas. Esos amigos se hallaban en situación de hacer algunas investigaciones y encontrar a una muchacha que sirviera para el caso. Whitewell hizo escribir esta carta para que le sirviera de segunda cuerda en su arco, de áncora de salvación en caso necesario.
—Hay algo que no comprendo todavía.
—Recuerde que es el padre de Philip y, por lo menos, le interesan muchísimo los asuntos de su hijo. Ésta fue la razón de que interviniera.
—Naturalmente.
—Un hombre como él deseaba que su hijo no sufriese innecesariamente. Si se trata tan sólo de la desaparición de la mujer amada, Philip acabaría resignándose y el padre lo sabía. Pero si Philip tuviese la sospecha de que su novia había sido raptada, y estaba en peligro y que, por lo tanto, él tenía el deber de salvarla, nunca llegaría a consolarse. Sufriría entonces una depresión nerviosa tan intensa, que nunca más se repondría de ella, y eso sería la causa de que cambiara todo su porvenir. Y, al parecer, eso es lo que sucede.
—¿Qué más? Dime cuanto piensas ahora.
—Su padre fue bastante astuto para preverlo. Recuerde usted que es aficionado a la psicología y, con toda seguridad, no pasó por alto esa posibilidad.
—Ahora te comprendo. Él no podía sacar esta carta del bolsillo, diciendo: «Mira lo que he encontrado, hijo». Por lo tanto había de colocar la misiva en algún lugar donde pudiese encontrarla un detective particular.
—Así es. Esta carta demuestra que Corla Burke se marchó por su propia voluntad. El padre desea que nosotros encontremos el documento y está dispuesto a pagarnos a cambio de eso. Luego podrá mostrar la carta a su hijo.
—Bien, querido —dijo Bertha, parpadeando—. Puesto que ese hombre ha querido dar tantos rodeos, los daremos nosotros con él. Empezaremos a describir círculos, le pediremos dinero y encontraremos la carta cuando haya transcurrido el plazo para poder cobrar luego una prima. Y así le enseñaremos a no utilizarnos como si fuésemos tontos. ¿Es esa su idea?
—No.
—¿Cuál, pues?
—Más o menos tendrá los mismos resultados. Si le acusó de haber escrito la carta para librarse de Corla Burke, nunca podré saber si él hizo o no…
—¿Qué estás diciendo, Donald? Es un cliente. Y no puedes acusarlo de nada.
—No —contesté—. Pero si retenemos un poco más esta carta, empezará a hacer presión en un lado y en otro, con objeto de que la misiva venga a parar a nuestras manos. Y, cuando empiece a actuar, podremos sorprenderlo con las manos en la masa.
—¿Y qué más?
—Estaremos mejor enterados.
—Mira, Donald, ya vuelves a extraviarte —dijo Bertha—. Estás pensando ahora en el corazón destrozado de Corla Burke.
—Me gustaría mucho que la tratasen humanamente. La pobre se ve ante un hombre rico, que, con toda evidencia, ha hecho uso de alguna forma de chantaje.
—¿Qué te imaginas?
—No lo sé. No creo que ella haya convenido en marcharse por dinero. Me parece que Whitewell pertenece a esa clase de individuos capaces de poner a la muchacha en la rueda y torturarla despacio, rompiéndole, a veces, un miembro y, al fin, dejarla destrozada de cuerpo y alma. Lo creo capaz de torturar a cualquiera que se interponga en su camino.
—¿Cómo puedes decir esas cosas, Donald? Es un hombre muy agradable.
—Cuando quiere, pero es cruel y despiadado si se propone obtener alguna cosa.
—¿No somos todos así?
—Algunos lo somos, en efecto —contesté sonriendo.
—Mira. Abre esa maleta y busca en el compartimiento del cierre de cremallera. Su carta está ahí.
La saqué y la expuse a la luz. La marca de agua del papel era también «Scribear Bond». Sostuve las dos hojas de papel una al lado de otra. La carta de Corla Burke estaba escrita en una hoja de papel absolutamente igual a la de Whitewell. La parte superior, que contenía el membrete, fue doblada y cortada luego con un cuchillo afilado. Bertha Cool me miraba en tanto que yo doblé otra vez la carta de Corla Burke y me la guardaba en el bolsillo.
—¿Y ahora qué hacemos? —me preguntó.
—Quisiera llevar a cabo algunas investigaciones en Los Ángeles. ¿Cuánto tiempo va a permanecer aquí Whitewell?
—Supongo que uno o dos días más.
—¿Quiere usted acompañarme esta noche a Los Ángeles?
—No. Estoy algo fatigada y, además, me gusta este clima del desierto. Sería mucho mejor…
—Hay un tren a las nueve veinte —dije—. Podría adquirir billetes y camas.