coolCap4

SUBÍ la escalera hasta el piso de Elena Framley.

Tenía la cara dolorida y, con la yema de los dedos, toqué un enorme chichón que había en la parte derecha de mi mandíbula y otro precisamente debajo de uno de los pómulos. Supuse que no serían muy visibles, pero dolían muchísimo. Oprimí el botón del timbre y, en vista de que no había respuesta, volví a llamar.

De repente, se abrió la puerta del piso de enfrente y la mujer que antes hablara conmigo dijo:

—¡Ah!, ¿es usted? Me parece que ahora está dentro. Me figuré que llamaba usted a mi piso. ¿Qué pasa? ¿No quiere contestar?

—Dele tiempo —contesté—. Quizá no ha oído el timbre.

—Pero hombre, si se oye en mi casa, como si fuera el mío propio. Ya le dije que me dio la impresión de que había llamado a mi puerta. Tal vez…

La voz masculina e impaciente llamó desde el interior:

—Mira, cierra la puerta y no curiosees más en los asuntos ajenos.

—No me he metido en averiguar nada.

—No, no mucho.

—Me figure que había llamado a nuestra casa, y…

—Aléjate de la puerta.

Ésta fue cerrada con violencia y yo fui a llamar otra vez a Elena Framley.

Se abrió la puerta cautelosamente, por espacio de tres centímetros. Pude observar la cadena que impedía abrir más la hoja de madera y vi también unos ojos fríos y grises que me miraban. Después llegó a mis oídos una exclamación de sorpresa. Era la joven a quien conocí ante las máquinas tragaperras.

—¿Cómo ha podido descubrirme? —preguntó.

—¿Puedo entrar?

—De ningún modo. ¿Qué quiere usted?

—No me trae nada relacionado con lo que sucedió en el Cactus Patch. Y el asunto es muy importante.

Titubeó un momento, como si reflexionara, y luego retiró la cadena. Cuando yo entraba me examinó atentamente.

—No haga usted caso de la cara —dije—. Dentro de poco recobrará su normalidad.

—¿Le pegó muy fuerte?

—Me parece que sí. Sentí como si me clavaran un mazo de alfileres.

—Venga usted aquí y siéntese —dijo ella, echándose a reír.

La seguí hasta la sala, me señaló una silla y tomé asiento en ella.

—¿No se sentaba usted aquí? —pregunté.

La silla estaba caliente.

—No.

—¿Me permite fumar?

—Desde luego. Cuando entró usted, estaba fumando yo.

Y tomó un cigarrillo que había en un cenicero al lado de su silla.

—Voy a poner las cartas sobre la mesa —dije.

—Así me gusta.

—Soy detective particular.

Palideció y se quedó seria.

—¿Y qué pasa? —pregunté.

—N˗a˗nada.

—¿No le gustan los detectives particulares?

—Depende de lo que anden buscando.

—Yo busco informes acerca de un amigo.

—Siento mucho decirle que no podré ayudarlo.

Oí el chirrido de una bisagra. Ella miró más allá del lugar que ocupaba yo, desvió luego los ojos y guardó silencio en espera de algo. Yo, sin volver la cabeza, añadí:

—Vale más que se acerque usted a charlar con nosotros, Sid.

Oí un rápido movimiento a mi espalda y sentí la presencia de alguien que se hallaba detrás de mi silla.

—Vale más que ponga todas sus cartas encima de la mesa, amigo —dijo una voz masculina.

—Las que le interesan a usted están ya sobre la mesa.

Me volví para mirarlo. Era el mismo individuo de la chaqueta deportiva que jugó en la máquina de un cuarto de dólar, y pude fijarme entonces que en la oreja derecha tenía la señal de una coliflor. Aquel hombre estaba inquieto y era peligroso.

—Siéntese —dije—, y tome parte en la conversación. No trate de disimular nada en absoluto.

—Esta noche cayó usted en un mal momento en el Cactus Patch. Tal vez se debió a la suerte y luego…

—No hable tan alto —dijo—. La vecina de este piso es muy curiosa.

—Ya lo creo —exclamó la señorita Framley.

Su compañero tomó asiento y dijo:

—Nosotros guardaremos silencio durante cinco minutos y, mientras tanto, va usted a hablar mucho.

—Pues habrá cuatro minutos de silencio —contesté—. Me llamo Donald Lam, trabajo en la Agencia de Detectives B. Cool. Voy buscando a Corla Burke y tengo razones para suponer que la señorita Framley conoce su paradero.

—¿Y para qué quiere usted encontrar a esa mujer? —preguntó él, mientras hacía una mueca.

—En beneficio de un cliente.

—¿Y se considera usted hombre muy listo?

—No demasiado, pero, en cambio, no soy bastante tonto para ir divulgando por ahí los nombres de nuestros clientes, en presencia del primero que me los pida.

—Pues bien —dijo—, la señorita Framley no tiene ninguna idea del paradero de Corla Burke, por la sencilla razón de que no la conoce siquiera.

—Pues ¿por qué le envió una carta?

—Eso no es cierto…

—Conozco a algunas personas que aseguran lo contrario… y están en situación de saberlo.

—Están locos, porque ella no escribió ninguna carta.

—Ni siquiera sé quién puede ser esa Corla Burke —dijo la señorita Framley—. Es usted la segunda persona que me pregunta por ella.

—¿Quién es la primera? —exclamó Sid dirigiéndole una rápida mirada.

—Un ingeniero de la Presa.

—¿Y por qué no me lo habías dicho? —preguntó Sid, con ojos centelleantes.

—¿Por qué tenía que decírtelo? Apenas comprendí sus palabras. Lo informaron mal. —Se volvió a mí para decirme—: Y supongo que él mismo lo habrá informado y por eso ha venido aquí.

—¿Cómo se llama ese hombre? —pregunté.

—¿El que me interrogó por primera vez?

—Sí.

Disponíase ella a contestar, pero se interrumpió.

—Continúa —dijo él.

—No sé cómo se llama, porque no me lo dijo.

—¡Mientes!

—¿Y por qué crees que miento, gorila? —exclamó ella, enojada—. ¿Acaso habré de darte cuenta de la llamada de cada uno de los agentes que vienen a venderme aspiradores de polvo?

Él se volvió a mí y dijo:

—¿Por qué se figura usted que le envió una carta?

—Algunas personas lo sospechan.

—¿Quiénes son?

—Las mismas que fueron a comunicarlo a la Agencia. Y la Agencia me ha enviado aquí.

—¿Quiénes son esas personas?

—Pregunte usted a la Agencia.

—¿Y tú no escribiste ninguna carta? —preguntó a Elena Framley.

—Desde luego, no.

—¿Qué nombre me ha dado usted a mí? —me preguntó.

—No comprendo.

—En cuanto entré dijo usted algo…

—¡Ah, sí! Lo llamé Sid.

—¿De dónde ha sacado usted ese nombre?

—¿No es suyo?

—No.

—Dispense. ¿Cómo se llama, pues?

—Harry Beegan.

—Lo siento.

—¿Quién le dijo que me llamaba así?

—Me figuré que su nombre era ése.

—Mire, vamos a ver si nos entendemos de una vez —dijo mirándome ceñudo—. Me llamo Harry Beegan y mi apodo es Pug. Y no quiero que se me llame de otra manera.

—Me es igual.

Se volvió a Elena Framley. Sus ojos centelleaban airados y al fin dijo:

—Si estuviera seguro de que me engañas…

—¡No pienses estupideces, hombre! —contestó ella—. Ni te figures tampoco que vas a asustarme, porque no soy tu esclava. Tengo derecho a vivir mi propia vida. Entre nosotros no hay más que asociación comercial, y eso es todo.

—¡Ah!, ¿sí?

—Ya lo has oído.

—Deseo saber algo más con respecto a ese cliente de usted —me dijo volviéndose a mí.

—Pregunte a Bertha Cool acerca de eso. Se aloja en el Sal Sagev.

—¿Está su cliente en esta población, eh?

—Pregúntele a ella.

—Creo —dijo— que voy a interesarme mucho por ese cliente de ustedes.

—En su lugar no lo haría —repliqué— y menos todavía después de lo que Kleinsmidt me dijo acerca de usted.

—¿Quién es Kleinsmidt?

—Aquel corpulento agente que me agarró por el cuello cuando hubo la pelea.

—¿Y cómo se metió usted en eso?

—Yo no. Simplemente estaba jugando y gané el premio mayor.

—¿Y por qué demonio hizo usted eso con una máquina de monedas de níquel, cuando podía haber operado con otras de moneda de más valor y que, además, ya estaban maduras y a punto?

—Como tenía monedas de níquel, jugué con la máquina correspondiente.

Observé que me examinaba extrañado.

—¿Sacó usted un remache fingido y lo dejó al descubierto?

—No sé de qué me habla —contesté—. Empecé a meter monedas de níquel y no gané nada hasta que salieron un par de cerezas. Y en la jugada siguiente acerté con el premio mayor.

—¿Y qué más?

—Pues que compareció el empleado y empezamos la discusión. Luego se presentó el gerente y, por fin, vino la ley. Ésta se llamaba teniente William Kleinsmidt. Me llevaron al despacho del gerente y allí me volvieron al revés.

—¿Y le encontraron algo?

—Un puñado de monedas de níquel y…

—Ya sabe lo que quiero decir. Cuerdas de piano, brocas, alambres o algo por el estilo.

—Pug —dijo la muchacha—, creo que este individuo no sabe una palabra de eso.

—No tengas tanta seguridad —replicó Pug sin dejar de mirarme—. ¿Y qué encontraron?

—Pues, simplemente —contesté—, que había llegado a Las Vegas dos horas antes, en avión. Averiguaron también que no había estado aquí durante seis meses. Que soy un detective particular, que trabajo a las órdenes de Bertha Cool y que ésta se hallaba en el hotel Sal Sagev, para que le diese el parte de lo que había hecho.

—¿Y no le parece a usted bien —dijo Pug, mirándome atentamente— que por una vez siquiera dijese la verdad?

—Kleinsmidt —contestó— quedó persuadido de que digo la verdad.

—Es tonto.

—Y Breckenridge, el gerente, creyó también que decía la verdad.

—¿Quiere usted darme a entender que llegó aquí sin saber una palabra acerca de cómo están preparadas las máquinas tragaperras?

—Esta mujer que vive en el piso de enfrente me dijo que podría encontrar a Elena Framley ante las máquinas tragaperras del Cactus Patch.

Los dos cambiaron una mirada y Pug profirió luego un silbido.

—¿Y cómo lo sabía? —preguntó ella.

—Dijo que la había visto varias veces al pasar por delante del Casino.

—¡Ojalá se ocupara de sus propios asuntos! —exclamó la joven rabiosa—. Y, sin duda, también le dijo que Pug vivía aquí, ¿no es verdad?

—Sí —contesté—, pero no había necesidad de eso, porque yo estaba persuadido de que se había ocultado en el armario.

—¡Y un cuerno! —replicó Pug, burlón.

—Esta silla, cuando me senté —dije—, estaba caliente. Esa señorita fumaba un cigarrillo, pero estaba en el otro cenicero, como lo demuestra el hecho de que la punta está manchada con el rojo de los labios. Y, en cambio, los cigarrillos de este otro cenicero no muestran ninguna señal de pintura.

—¡Caramba! No hay duda de que es un detective —observó Pug.

—¿Van a decirme ustedes lo que deseo con respecto a Corla Burke?

—No sabemos una sola palabra. Y hablamos en serio —contestó la joven.

—¿No sabe usted nada con respecto a ella?

—Únicamente lo que he leído en los periódicos.

—¿Se enteró de lo que decían?

—Sí.

—¿Los periódicos de Las Vegas?

—No se acuerde más de eso —me dijo Pug—. Y supongo que no hará usted víctima de un interrogatorio a esta señorita.

—Creo que puedo hacerle algunas preguntas, ¿no es verdad?

—No.

—Estoy persuadido —repliqué— de que no se publicó nada en absoluto en los periódicos de Las Vegas. Los de Los Ángeles tampoco dieron demasiada importancia a este asunto, porque el individuo con quien iba a casarse esa muchacha no era bastante conocido para que el suceso pudiera interesar al público. Fue, simplemente, una de tantas desapariciones.

—Bien, pues esta señorita dice que no sabe una palabra con respecto a eso.

—A excepción de lo que leyó en los periódicos —hice observar.

—Oiga, amigo —dijo Pug arrugando la frente—. Me parece que ha ido usted demasiado lejos, ¿comprende?

—No comprendo —contesté.

—Pues bien, tal vez le suceda algo que pueda mejorarle la vista.

—Sepa usted que cuesta dinero hacerme trabajar.

—¿Y qué tiene que ver eso con lo que estábamos diciendo?

—Pues que los individuos que han contratado mi agencia para encontrar a Corla Burke están dispuestos a gastar dinero.

—Bien, que lo gasten.

—Y —añadí—, si al tribunal de Los Ángeles se le metiese en la cabeza la idea de que en el fondo de esa desaparición hay algo raro, quizá llamaría testigos.

—Me parece una medida muy acertada. Continúe usted.

—Los testigos que prestaran declaración ante el tribunal, lo harían bajo juramento. Cuando ocurre eso, una mentira es considerada como perjurio. Y ya sabe usted las consecuencias que suele tener eso. Ahora tenga usted en cuenta que yo he venido aquí en calidad de amigo. Usted puede decirme todo lo que sepa y yo me esforzaré en encontrar a Corla Burke. Y, en caso de obtener resultados satisfactorios, haría de modo que usted no resultara comprometido, ni siquiera relacionado con el asunto. En cambio, si es usted llamado a declarar en Los Ángeles y ante el tribunal, la situación podría ser muy diferente dadas sus consecuencias.

—No se acuerde más de eso, porque no tengo ningún deseo de comparecer ante ningún tribunal.

Yo encendí un cigarrillo y Elena Framley dijo:

—Bueno; voy a decírselo todo. Yo…

—Cállate —dijo Pug.

—Cállate tú, Pug. Sé muy bien lo que hago. Y no me interrumpas.

—Hablas demasiado.

—De ningún modo. Oiga usted, señor Lam. Yo soy una mujer como otra cualquiera. Soy curiosa. Bueno. Después que este señor… Dearbor… ese ingeniero empezó a hacerme preguntas, decidí averiguar el asunto de que me hablaba, de modo que escribí a un amigo que tengo en Los Ángeles, con objeto de que mandase recortes de la Prensa acerca de este asunto.

—Eso —observé—, ya va muchísimo mejor. Diga usted algo más acerca de esos recortes.

—Pues, simplemente, que los recibí.

—¿Y qué averiguó usted?

—Nada que usted no sepa. Con seguridad también los ha leído usted.

—No —contesté—. Hace muy poco tiempo que intervengo en este caso. ¿Tiene usted esos recortes?

—Están en el cajón de la mesa escritorio.

—¿Me permite verlos?

—¡Quieto! —dijo Pug.

—No seas así, hombre —exclamó ella—. No hay ninguna razón para que no vea esos recortes de periódico.

Se puso en pie de un salto, eludió la tendida mano de Pug haciendo un movimiento rápido y gracioso, se metió en el dormitorio y, poco después, entró de nuevo llevando algunos recortes de periódico. Les pasé revista quitándoles antes el sujetapapeles que los sostenía. Y noté que una de las líneas de aquellos recortes era muy irregular, como si hubiera sido cortado a toda prisa.

—¿Podría usted prestármelos unas horas? —rogué—. Mañana por la mañana se los devolveré.

—No —dijo Pug.

Yo los devolví a la joven, quien observó:

—No veo ninguna razón que se oponga a eso, Pug.

—Mira, niña, no vamos a ayudar a la Ley en este asunto. Si esa muchacha tomó las de Villadiego, sus razones habrá tenido para hacerlo. Nosotros ocupémonos en nuestros asuntos, sin meternos en lo que no nos importa.

Luego, volviéndose a mí añadió:

—Y en cuanto a usted, no acabo de comprender su conducta.

—¿A qué se refiere?

—A la máquina tragaperras. En todo eso hay algo raro. ¿No se dedica usted a este asunto?

Negué moviendo la cabeza.

—¿Ni siquiera de un modo indirecto?

—Mire —le dije—, con respecto a las máquinas tragaperras soy tan inocente e incauto como un niño de pañales. En el Golden Motto, es decir, en el restaurante de Los Ángeles adonde voy a comer, hay una de esas máquinas. Desde luego, no está allí oficialmente, pero se halla en uno de los comedores particulares y los clientes están enterados. Bertha Cool se pone furiosa cuando ve el dinero que me cuesta esa máquina. Cada vez que voy por allá, meto la mano en el bolsillo, en busca de monedas de níquel. Corrientemente gasto quince o veinte centavos. Yo creo que, a excepción de dos o tres veces, en que la máquina me ha entregado tres o cuatro monedas de níquel, no he ganado nunca más.

—Merecido lo tiene —contestó—. Las máquinas que se hallan en los restaurantes, están destinadas a los jugadores de poca importancia, pero no a los clientes fijos. Y las falsean de tal manera, que ganar un par de centavos en ellas es una victoria tan considerable como alcanzar el premio mayor en una máquina como Dios manda.

—Hay individuos —repliqué—, que, dos o tres veces por semana, consiguen una pequeña ganancia. La encargada de aquella dependencia del restaurante me dice que algunos viajantes tienen mucha suerte.

—¿Se supone que ganan?

—Creo que han obtenido el premio mayor tres o cuatro veces.

—¿Lo ha presenciado usted?

—No. Así lo asegura la mujer encargada de la máquina. Y me habla de eso con mucha frecuencia.

—Eso son cuentos para niños —dijo Pug, dando un ronquido de desprecio—. Y con toda seguridad cuenta a los viajeros la suerte extraordinaria que tiene un detective particular que frecuenta el establecimiento y que muchas veces alcanza premios importantes.

—Verdaderamente es usted hombre valeroso —me dijo Elena Framley.

—¿Por qué?

—Por permanecer en presencia de Pug como lo hace. Muchos hombres le tienen miedo. Y seguramente, Pug, te molesta ver eso.

—¿Qué?

—Que ese hombre se muestre tan independiente y dueño de sí mismo.

—¡Cállate!

—No he querido molestarte, Pug.

—Bien, me gusta esa actitud.

Y volviéndose hacia mí añadió:

—Sin duda está usted acostumbrado a tratar a mucha gente. Y debe de encontrarse con infinidad de tipos muy distintos entre sí.

—No mucho.

—¿Qué hará usted con Corla así que la encuentre?

—Hablar con ella.

—¿Y luego comunicará con el individuo con quien había de casarse?

—Se lo diré a mi jefe —contestó, sonriendo—, y ella hablará, si quiere, con nuestro cliente, el cual utilizará la información del modo que mejor le convenga. A mí me importa un pito. Él paga a Bertha Cool y ella, a su vez, me paga a mí. Ésta es la situación.

—Ya te lo había anunciado, niña —dijo Pug—. En este mundo todos se esfuerzan en ganar dinero y es preciso apoderarse de él cuando se le encuentra.

—Pug se figura —observó ella al dirigirme una sonrisa— que me está naciendo la conciencia.

—¿Con respecto a las máquinas tragaperras?

—Eso es.

—No te acuerdes de eso, niña —dijo Pug.

—Esas máquinas son unas ladronas —observó la joven—. Roban a los clientes y, por lo tanto, ¿por qué nosotros no habremos de quitarles algún dinero?

—Eso no es robar —dijo Pug—, sino recobrar una parte de los gastos del público, teniendo en cuenta que nosotros también formamos parte de este último. Ellos utilizan mecánicos para impedir que las máquinas den dinero al público y nosotros nos valemos igualmente de medios mecánicos para obligarlos a pagar. La cosa, pues, no puede ser más equitativa.

—Pues yo tengo la impresión —dije—, de que ese Kleinsmidt anda buscándolo a usted y…

—Desde luego —replicó Pug—. Hemos de largarnos. Siempre me avisaron que no intentara trabajar en Nevada de un modo continuado, a pesar de las leyes especiales de este país, pero quise hacer una tentativa. California es muy diferente. Por ejemplo, fíjese usted en lo que ocurre en Calermo Hot Springs. Allí siempre se puede operar bien. Y eso es lo peor, porque, como es natural, hay mucha competencia. Recuerdo una vez que tratamos de trabajar en un punto donde había operado ya otra banda. Los dueños habían estado comprobando el funcionamiento de las máquinas y al observar el escaso beneficio que rendían, instalaron allí algunos detectives particulares para ver lo que sucedía y quién lo hacía.

Elena Framley se rió muy nerviosa, y dijo:

—Ahí es donde adquirí yo mi complejo con respecto a los detectives particulares. Casi nos atrapan.

—De nada les hubiese servido —contestó Pug.

—Por lo menos, podían habernos molestado mucho.

—Sí, es posible que hubiesen hablado, pero nada más.

—De todos modos no me gusta, Pug. Preferiría que tuvieses otra ocupación.

—Ésta es estupenda, niña.

—Bueno, yo tendré que regresar a Los Ángeles —dije, sin dar importancia al asunto.

—Está usted portándose de un modo muy raro en todo este asunto. Supongo que no tiene ningún mal propósito con respecto a nosotros.

Meneé negativamente la cabeza y Pug me miró muy receloso. Luego, volviéndose a la joven, le dijo:

—Prepara todas tus cosas, niña.

—¿Qué quieres decir?

—Existe la posibilidad de que ese individuo quiera entretenernos por aquí hasta que nos sorprenda la Ley. ¿Dónde tienes esas monedas?

—En mi… Ya lo sabes.

—Bueno, pues sal inmediatamente y cámbialas. De este modo, aunque hagan un registro no nos encontrarán gran cantidad de monedas de pequeño valor. Y usted, compañero, mejor será que se marche, porque, como dijo antes muy bien, tiene mucho que hacer.

—Quisiera preguntar algunas cosas más.

—Ya lo sé, pero tenemos mucho que hacer —dijo Pug, poniéndose en pie y apoyando su mano en mi hombro—. Ya se hará usted cargo.

—Mira, Pug, no hagas daño…

—No te apures, niña. Reúne esas monedas y cámbialas. Este amigo se marcha ahora mismo y tú tienes mucho trabajo.

Ella lo miró un instante y luego fijó en mí sus ojos.

Sonrió y me ofreció su mano.

—Es usted una buena persona —dijo—. Y, además, me gustan los hombres valientes. No tengo duda de que es usted valeroso.

—Bueno, andando. Vete al dormitorio y toma esas monedas —ordenó Pug.

—Voy allá.

—Adiós —dije a Elena Framley, mientras Pug me empujaba hacia la puerta—. ¿Dónde podré verla si deseo ponerme en contacto con usted?

Esta pregunta la contestó Pug, dirigiéndome una fría mirada.

—Precisamente quería decirle eso, compañero, en cuanto hubiese salido de aquí. Pero puedo decirlo ahora. No podrá usted comunicar con esta señorita.

—¿Por qué no?

—Por dos razones. Una, que no sabrá dónde está, y la otra es que yo no quiero. ¿Comprende?

—No seas así, Pug —dijo Elena.

—Tú a lo tuyo —replicó él, mientras oprimía mi codo con sus dedos. Me empujó con suavidad, pero de un modo insistente. Y volviendo la cabeza añadió—: Tú, niña, ve a buscar las monedas y date prisa. Hasta la vista, amigo —añadió, abriendo la puerta—. Su visita ha sido muy agradable. Pero no vuelva. Adiós.

Y cerró de un portazo.

Me quedé mirando a la puerta del piso inmediato y vi que por debajo de ella pasaba una línea de luz. Sin hacer ruido, empecé a bajar la escalera. Salí, me oculté en el hueco de una puerta, vigilando la acera y dispuesto a esperar. Habían encendido ya los faroles.

Poco después, vi a Elena Framley que salía de su casa, llevando bajo el brazo un paquetito que, sin duda, no llamaría la atención a nadie. Eché a andar en pos de ella.

Vi cómo se metía en uno de los casinos y empezaba a jugar con la rueda de la fortuna, donde permaneció bastante tiempo para que todo el mundo pudiera fijarse en que había permanecido allí. Luego se dirigió al escritorio del cajero, abrió su bolso, sacó cierta cantidad de monedas fraccionarias de distinto valor y las cambió por billetes. Cruzó la calle, se dirigió a otro casino y repitió la operación. Y al salir, yo la esperaba. La saludé y pude notar que en sus ojos aparecía una expresión de temor.

—¿Qué hace usted aquí? —me preguntó vivamente.

—Pasear.

—Bueno. Es preciso que no le vean conversar conmigo.

—¿Por qué no? Deseo hacerle dos preguntas reservadas.

—No. No puede ser.

—¿Por qué?

—¿No lo comprende? —exclamó en tono aprensivo—. Pug está celoso. En cuanto se marchó usted tuvimos una escena. Él cree que lo he tratado a usted demasiado bien y que me esforzaba en protegerlo.

—Eso está muy bien —dije, echando a andar a su lado—. Iremos por esa calle y…

—No. Por aquí no. Si desea usted pasear, vaya por otro camino. Dé la vuelta hacia la derecha, métase por ese callejón oscuro… ¡Caramba! Me gustaría mucho que no se expusiera usted de este modo.

—Usted escribió una carta a Corla Burke —le dije—. ¿Por qué y qué le decía?

—Le aseguro que nunca escribí a esa mujer.

—¿Tiene usted la certeza absoluta de que es así?

—En efecto.

—¿No le envió usted una carta dos días antes de su desaparición?

—No.

—Era rubia —añadí—. No creo que fuese capaz de obrar obedeciendo a un impulso repentino. ¿Quiere que le muestre su retrato?

—¡Oh, sí, desde luego! ¿Tiene usted alguno?

La conduje hasta una puerta bien alumbrada y saqué las fotografías de mi bolsillo. Estaban algo arrugadas, porque Louie me había agarrado la chaqueta para sujetarme los brazos.

—Mire. La chica, a pesar de su aspecto, es reflexiva.

—¿Cómo lo sabe?

—Fijándome en las arrugas de su rostro.

—¡Caramba! ¡Cuánto me gustaría adivinar así las cosas!

—Pues también puede hacerlo. Sin darse cuenta, cuando se ve usted ante una persona desconocida, estudia a fondo su carácter. Tal vez ha conocido usted a alguna persona que tuviese muy delgadas las aletas de la nariz y…

—Sí, pero me equivoco cuando quiero llegar a una conclusión. No puede usted imaginarse cuántas veces me he visto engañada, precisamente a causa de mi franqueza y de mi escaso disimulo. Y cuando veo a una persona desconocida, únicamente sé si me es simpática o antipática. Ahora dígame. Se llama usted Donald, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, pues, óigame bien, Donald. Hemos de acabar este asunto como sea. Pug es un hombre temible cuando está celoso y esta noche es víctima de los celos. A juzgar por su actitud, en el momento en que salí de casa, no dudo de que debió emprender el camino para seguirme. Esto es lo malo de Pug, porque cuando se pone nervioso es capaz de cualquier tontería.

—¿Dónde podría ponerme en contacto con usted, Elena?

—No es posible.

—¿No hay manera de comunicar con usted por medio de algún amigo…?

Ella meneaba enfáticamente la cabeza. Le entregué una de mis tarjetas, diciendo:

—Aquí están mis señas. ¿Querrá usted reflexionar por si acaso encuentra el modo de que podamos comunicarnos en caso necesario? Por ejemplo, podía ocurrírsele algún lugar donde yo pudiera encontrarla en caso de que fuese muy importante disponer de su testimonio.

—No quiero declarar cosa alguna. Me niego a que la gente se entere de mi existencia y de que me hagan multitud de preguntas.

—Puede confiar en mí. Si se conduce con franqueza, yo obraré con la mayor lealtad.

Se guardó la tarjeta en el bolso y dijo:

—Lo pensaré, Donald. Tal vez podré enviarle una tarjeta postal para comunicarle dónde encontraríamos ocasión de vernos sin ser interrumpidos.

—¿Querrá usted hacerlo?

—Quizá, Donald. Hasta ahora no le he dicho toda la verdad. Pero me gustaría que fuésemos a algún lugar, porque Pug puede presentarse en el momento en que menos lo esperemos.

—¿Le parece bien en el vestíbulo del hotel o…?

—No. Deseo un lugar cerrado. Mire, acompáñeme… Y ahora dígame, Donald, exactamente cuáles son sus impresiones, de verdad.

—Simplemente, me lo pareció —contesté—. Además, tengo pruebas de que envió usted una carta a Corla Burke.

—Pues no mentí. Lo único es que me he reservado una parte de la verdad. Y ahora voy a darle una buena oportunidad. Había deseado decírselo todo antes, pero no pude, a causa del Pug. No sé qué hacer. Y decidí, al fin, que si usted se hallaba en la calle, esperándome a mi salida, se lo diría todo…

—¿Y qué es eso?

—Pues que ella me escribió.

—Eso ya me gusta más. ¿Cuándo?

—Supongo que debió ser el día antes de su desaparición.

—¿Y usted no le escribió a ella?

—No, señor. Juro que le digo la verdad. No la he visto en mi vida y no sé una palabra acerca de ella.

—Adelante.

—Pues casi no hay nada. Me fue entregada esa carta, dirigida a Elena Framley, Lista de Correos, Las Vegas. Pero en Correos se dieron cuenta de ello, recordaron que yo tenía un piso a mi nombre, cambiaron las señas y me la entregaron con el correo ordinario.

A corta distancia se divisaba la luz de una farmacia que iluminaba lo bastante para ver con alguna claridad si la calle. Detuve la joven al lado del escaparate y dije:

—Veamos esa carta.

—Si Pug llega a saber…

—¿Y qué le importa eso?

—Tiene usted razón —contestó ella—. Desde el primer momento le dije que nuestras relaciones serían puramente comerciales, pero él está celoso a más no poder. Desde luego, cada día quiere más y más, y por otra parte, odia la Ley. Él asegura que, con toda evidencia, hubo en Las Vegas una Elena Framley que estaba de paso y que yo recibí la carta destinada a ella. No sé. No puedo comprenderlo, pero Pug asegura que la verdad no es otra.

—A ver la carta.

—¿Usted me promete que no…?

—¡De prisa! —dije—. No disponemos de toda la noche. Veámosla.

Abrió el bolso, sacó un sobre y me lo entregó. Yo me apresuré a guardarlo en mi bolsillo.

—No, no haga usted eso. Necesito esa carta. Pug me preguntará por ella en cuanto esté de regreso. Querrá quemarla.

—Yo necesito leerla tranquilamente y estudiarla tranquilamente en busca de alguna pista.

—No haga usted eso, Donald. Véala y léala si quiere, aunque también puedo decirle yo cuál es su contenido. ¡Oh, Dios mío!

Levanté la mirada para seguir la dirección de sus asustados ojos. Pug se hallaba en la esquina de la calle principal y miraba en ambas direcciones. Elena Framley me agarró el brazo al mismo tiempo que me decía en voz baja:

—¡De prisa! Ocúltese…

Pug, en aquel momento, se volvió para mirar a la callejuela, nos vio, dio un paso adelante, dudoso, como si se esforzara en ver mejor y se acercó rápidamente.

—¿Qué haremos? —preguntó ella—. Usted eche a correr y yo procuraré contenerlo. Dé la vuelta a la esquina y lo entretendré hasta que… No, ya no puede ser. Tenga en cuenta, Donald, que ese hombre es peligroso y, además está como loco.

La tomé por el brazo y eché a andar hacia él. No pude ver claramente su rostro y el ala de su sombrero ocultaba la expresión de sus ojos. La luz de la callejuela era muy tenue. Un automóvil dio la vuelta a la esquina, a nuestra espalda y sus focos inundaron de blanca luz el rostro de Pug, poniendo al descubierto sus facciones duras y animadas por el odio. Elena Framley, al verlo, hizo fuerza sobre mi brazo, obligándome casi a dar media vuelta. Pug no dijo una palabra. Tenía los ojos fijos en mi cara. Extendió su mano derecha, cogió a la muchacha por el cuello de la chaqueta y la alejó a unos metros de distancia, al mismo tiempo que la obligaba a dar varias vueltas sobre sí misma.

Mientras tanto, yo dirigí un puñetazo a su mandíbula. No sé si fue a causa de la mala luz o porque él estuviese demasiado colérico para darse cuenta de lo que hacía o bien no le importó mi ataque, porque ni siquiera hizo una sola tentativa para esquivar. El puñetazo le dio en la barbilla.

Inconscientemente, recordé algo de lo que Louie me había dicho acerca de acompañar los golpes con el peso de todo el cuerpo y así fue cómo le di con tal dureza, que tuve la impresión de que me había roto el brazo.

Él no dobló siquiera la cabeza sobre el cuello. Era como si yo hubiese dado un puñetazo en la pared de un edificio de cemento armado. Y mientras me dirigía un insulto, su puño cayó en mi mandíbula.

Habíame pegado con la mano izquierda y me vi obligado a retroceder, tambaleándome. Sabía muy bien que, inmediatamente después, recibiría un puñetazo de la derecha. Quise apartarme del camino que habría de seguir, perdí el equilibrio y de este modo levanté el hombro. El puñetazo me alcanzó allí, arrojándome a través de la acera, hacia la alcantarilla.

El automóvil acabó de dar la vuelta. Sus faros nos iluminaron y pude temer, por un momento, que el vehículo iba a atropellarme. Me puse en pie y Pug, mientras tanto, se acercaba a mí, no con prisa, pero sí decidido y amenazador.

El automóvil se había parado. Oí cómo se cerraba una portezuela y unos pasos a mi espalda. Una voz exclamó:

—No hagas eso… no lo hagas… no…

Pug no hizo ningún caso de aquella advertencia y no separó los ojos de mí. En aquel momento creí ver la posibilidad de darle un puñetazo y lo disparé.

Un cuerpo enorme pasó por delante de mí. Oí el ruido de los puñetazos al chocar contra la carne y luego Pug y un hombre muy corpulento empezaron a dar vueltas en un círculo reducido. El hombro de aquel individuo me golpeó, arrojándose a un lado, y antes de que pudiera regresar, Pug había conseguido librarse del ataque. Vi cómo movía los hombros y luego la enorme espalda y los vigorosos hombros del otro individuo se interpusieron entre Pug y yo.

Algo resonó como una pelota de fútbol al ser tomada por las manos del guardavalla. Aquel individuo corpulento se inclinó y me hizo caer con él.

Oí cómo gritaban algunas personas y también el chillido de una mujer. Luego sonaron pasos que se acercaban a nosotros.

Alguien se inclinó sobre los dos y yo hice esfuerzos por recobrar la libertad. Los faros del automóvil iluminaron el rostro de Pug, todavía animado por el odio. Se inclinaba también hacia nosotros. Echó a un lado el cuerpo inerte de aquel hombre corpulento como si realmente no pesara nada. Luego se acercó a mí y con la mano izquierda me agarró por la camisa y la corbata para levantarme.

Alguien se situó detrás de él. Vi una porra que describía un brillante semicírculo y oí el golpe que recibía Pug en el cráneo. La mano que agarraba mi camisa se aflojó en el acto y caí sobre el paragolpes del automóvil.

Al levantarme, pude notar que entre la multitud reinaba la mayor actividad. Oí respiraciones ruidosas; me di cuenta de que alguien asestaba otro golpe y luego percibí unos pasos que corrían y que se alejaban.

Aquel hombre corpulento que se cayó arrastrándome en su caída hizo esfuerzos por ponerse de rodillas. Llevó la mano derecha a la cintura y a la luz reflejada de los faros del automóvil vi un centelleo azulado. Entonces pude distinguir el perfil de aquel sujeto y vi que era el teniente Kleinsmidt.

Un individuo atravesó el pequeño grupo y preguntó:

—¿Todo va bien, Bill?

—¿Dónde está ese individuo? —preguntó Kleinsmidt, con lengua estropajosa.

—Se ha escapado. Le di con la porra en la cabeza, pero ni aun así logré dejarle sin sentido.

Kleinsmidt hizo un esfuerzo por ponerse en pie. Yo me había enredado más o menos con el paragolpes del automóvil, de modo que tuve que apoyar una mano en él para levantarme. Kleinsmidt me alzó, me obligó a dar media vuelta y profirió una exclamación de asombro.

—Lo siento mucho, teniente —dije. Y en un centelleo de inspiración añadí—: Me esforcé en detenerlo para que pudiese usted apoderarse de él.

—Verdaderamente es usted un tío de pelo en pecho —dijo Kleinsmidt, mientras se frotaba la barbilla.

—¿Por qué quiere prenderlo, Bill? —preguntó el individuo de la porra.

—Porque pertenece a esa banda que se dedica a ordeñar las máquinas tragaperras —contestó Kleinsmidt. Y, después de breve reflexión, añadió—: Además, ha opuesto resistencia a un agente de la autoridad.

—Bueno, ya lo atraparemos.

—¿Sabe usted dónde vive? —me preguntó Kleinsmidt.

—No —contesté, mientras me sacudía la ropa, para limpiar el polvo.

Media docena de personas estaban dispuestas a proporcionar datos e informes.

Kleinsmidt dirigió una mirada al automóvil, titubeando, y luego echó a andar a pie, llevando a su compañero. El pequeño grupo echó a andar detrás de ellos para no perder la diversión que se prometían todos.

Yo me alejé cojeando en la oscuridad. Eran las siete y Bertha estaría esperando.