24


Mira con tus propios ojos

El gran bosque quedaba atrás, y las tierras llanas, y Buscador estaba siguiendo ya el serpenteante camino que ascendía por las colinas occidentales. El sol le daba en los ojos, tenía el viento en la espalda y se movía deprisa. El temblor de la tierra no lo había abandonado ni un instante; el profundo estrépito sonaba tras él cada pocos minutos, siempre un poco más cerca con cada reverberación. Tenía la sensación de estar siendo arreado, de la misma manera que un pastor hace que sus perros arreen las ovejas enseñando los dientes pero sin dejar que las ataquen. Su enemigo lo estaba conduciendo a su destino con un propósito que él no acababa de comprender.

Manlir se proponía que encontrara el Verdadero Nom.

Al llegar a la cresta de la colina, se abrió ante él un panorama que le hizo detenerse y mirar fijamente. Era el valle de la Cicatriz, iluminado por el declinante sol poniente. Había llegado a aquel camino antes, viajando hacia el este, persiguiendo a los eruditos fugitivos.

«Así que he vuelto».

Miró hacia abajo, al duro esplendor del valle desértico, con sus imponentes agujas de piedra, como centinelas a lo largo de su polvoriento camino, y el alto e irregular peñasco de la Cicatriz. Era un paisaje implacable aunque magnífico. El viento cálido soplaba en su espalda, apremiándolo. Y a lomos del viento, implacable, ineludible, el sonido de quien lo dirigía, el profundo latido de un tambor lejano, las pisadas de los pies de un ejército que avanzaba.

Descendió por la ladera de la colina y avanzó con aire resuelto entre los dientes, que se arracimaron ante él como los troncos de los árboles de algún bosque invernal gigantesco. Buscador pasaba de la sombra oscura a la dorada luz, y vuelta a empezar, mientras el sol se hundía hacia la Cicatriz. Se movía deprisa, trotando en ese momento sobre la tierra reseca, sintiendo el viento en la espalda, corriendo en pos del mismo objetivo, buscador y cazador. Sin duda estaba más cerca ya. Escudriñaba el valle mientras corría, buscando una entrada, a esas alturas seguro de encontrarse muy cerca. Pero todo lo que veía eran los jirones de luz y de sombra y el deslumbrante sol por delante.

Aflojó el paso hasta que caminó para mirar a su alrededor con más detenimiento. Tenía que estar cerca, tenía que estar allí, lo sentía intensamente: la puerta de entrada al Verdadero Nom. Pero no veía edificios ni muros ni puertas. Sólo aquel bosque de piedra sin hojas, aquellas columnas guardianas entre las que pasaba.

Levantó la vista. El cielo sobre él era de un azul pálido, un azul apagado cada vez más intenso a medida que el tranquilo cielo cedía paso lentamente a la noche. Volvió a bajar la vista, hacia las columnas de piedra iluminadas por el sol.

«¿Por qué tengo la sensación de conocer tan bien este lugar?».

El esquivo recuerdo jugó en los límites de su memoria unos instantes. Luego, cuando Buscador renunció a la búsqueda, lo que buscaba parpadeó hasta hacerse visible.

«Pues claro».

Durante todo ese tiempo había estado buscando la entrada al Verdadero Nom… pero ya estaba en ella. La había traspuesto hacía más de una hora. Aquel era el Patio del Claustro, todo aquel valle de columnas. No cabía duda de que estaba dentro del Verdadero Nom y que se estaba acercando a su corazón, el cual sólo podía ser el gran peñasco llamado la Cicatriz.

Clavó la mirada en la masa oscura recortada contra el cielo crepuscular. Siguió caminando hasta que llegó al borde de su sombra, y allí se detuvo. Si ese era el corazón del Verdadero Nom, el Jardín de su interior estaba sin duda bien custodiado. El imponente precipicio rocoso era un obstáculo bastante más formidable que una verja alta de plata. Pero recordó la última vez que había estado allí. Cuando el sol se había puesto, la Cicatriz había dejado ver sus muchas bocas durante unos breves instantes.

El profundo estampido se oía por todas partes a su alrededor. Buscador se volvió para mirar, como si Manlir pudiera surgir en forma de anciano o con la apariencia del Niño Feliz, y enfrentarse a él de una vez. Pero no vio a nadie, sólo los cambiantes colores del cielo reflejados en las altas agujas de piedra y las lejanas colinas de más allá.

—¿Dónde estás? —gritó—. ¿A qué esperas?

Pero ya sabía a qué estaban esperando los dos. Esperaban a la puesta de sol, con su llave oro y grana.

La sombra de la Cicatriz se arrastró sobre él, trayendo con ella un aire más frío. Buscador estudió de nuevo aquella altura imponente y vio que el rojo sol lamía su borde. Mantuvo la mirada fija en la cara de piedra y respiró con lentas y profundas inspiraciones. Entonces el disco del sol se deslizó detrás del borde rocoso y la Cicatriz refulgió. La luz atravesó la pared rocosa convirtiendo el monolito en una pira ardiente. A medida que el sol poniente se ocultaba en su descenso, la Cicatriz fue perforada, enjoyada y espolvoreada con brillantes estrellas. Una lanza de luz arrojada desde el peñasco cayó oblicuamente sobre la tierra a los pies de Buscador. Los rayos del sol salieron como un torrente por una rendija fugazmente iluminada en la Cicatriz: una rendija en forma de puerta.

Buscador se acercó a ella, despacio al principio, más deprisa luego y, finalmente, a la carrera. Empezó a trepar y vio que la fisura era lo bastante ancha para pasar por ella. Su base ascendía en pendiente, era un lecho de piedras sueltas por el que trepó a toda prisa como pudo. Subió y subió, achicando los ojos contra la deslumbrante luz del sol, hasta que los angostos muros de ambos lados descendieron. Se encontró en una cornisa estrecha asomado a un gran hueco. El hueco estaba lleno de árboles, arbustos y césped. Más allá de los árboles se veía el brillo del agua.

«Estoy en el Jardín».

Pero no lo bastante cerca. La cornisa estaba a gran altura sobre el hueco, y no veía ningún sendero para bajar. La luz cambiaba por momentos a medida que el sol se ocultaba. La parte más alejada del Jardín ya estaba sumida en la oscuridad. Entonces oyó el sonido de su perseguidor; el vibrante sonido, más rápido: bum-bum-bum. Buscador no se lo pensó dos veces. Se arrojó de la cornisa como si tuviera delante una colina herbosa.

Cayó, y rodó, cubriéndose la cabeza con los brazos al despeñarse; y mientras rodaba oyó el retumbar y pensó que su enemigo estaba cayendo detrás de él. Pero cuando se detuvo y miró a su alrededor, descubrió que estaba solo.

Dolorido aunque ileso, se puso de pie. Allí, delante de él, empezaba una jungla bastante más grande y profunda y misteriosa de lo que le había parecido desde arriba. Ya estaba sumida en la oscuridad, iluminada sólo por el difuso resplandor del cielo. En aquella delicada penumbra, el paisaje le pareció muy hermoso: inmenso y secreto, un refugio digno de un Guerrero Herido, de un Niño Perdido.

Se abrió camino entre los árboles, avanzando por la densa maleza, mirando por doquier. No vio ninguna criatura viva. Creyó oír un sonido detrás de él, pero cuando se paró y miró, no había nada.

Al cabo de un rato llegó al agua. Era un gran estanque; más que un estanque, un lago. Refulgía con la luz, y su agua cristalina borboteaba donde una corriente subterránea manaba para alimentarlo. El agua rizaba el reflejo de los árboles que se inclinaban sobre ella. Buscador se paró en el borde, se arrodilló y ahuecó las manos para beber. El agua era fresca. Se mojó la cara y el cuello, quemados por la larga caminata bajo el sol. Entonces, cuando volvió a levantarse, vio que cruzaba el lago un puente bajo, un camino de madera sin pretil a pocos centímetros sobre la superficie del agua. Aquel puente, apenas lo bastante ancho para permitir el paso de una persona, desaparecía en la oscuridad de la orilla opuesta. Allí, con toda seguridad, Buscador llegaría al final de su viaje.

Se dio cuenta entonces de que los sonidos que le habían seguido desde el final del Gran Abrazo habían cesado. Manlir no lo había seguido al interior del Jardín. O, si lo había hecho, era en silencio.

Siguió por la orilla del lago hasta el comienzo del puente. Probó la solidez de los tablones con un pie. La superficie estaba resbaladiza, pero la estructura soportaba su peso. Empezó a cruzar el puente despacio pero con paso seguro, mirando con temor hacia el frente. El lago era muy ancho, más de lo que había supuesto, y el puente más largo. Durante un rato se encontró solo en un mundo plateado, atrapado entre el agua y el cielo. Entonces la otra orilla se hizo visible. Allí, entre los árboles, le esperaba un refugio natural formado por las ramas que se arqueaban por encima del agua.

Y en la enramada había una silla.

Buscador aguzó la vista para escudriñar la oscuridad. Momentáneamente fue incapaz de decir qué veía. Le pareció que la silla estaba vacía, pero debía acercarse más para asegurarse. Estudió los árboles circundantes lo mejor que pudo en la creciente oscuridad, pero no vio señales de vida. Por lo que parecía, estaba solo.

Oyó entonces un ruido detrás: el leve sonido de unos pies descalzos sobre las maderas del puente. Se volvió y vio a un anciano que se le acercaba lentamente, ayudándose de un bastón, por la negra franja entre los cristales levemente resplandecientes de agua inmóvil.

—¿Jango?

El anciano levantó el bastón en respuesta. Su débil voz llamó sobre el agua a Buscador.

—¿Lo ves?

—No —respondió Buscador, y le pareció que gritaba en la quietud—. No veo nada.

—Vuelve a mirar. Ten fe. Mira de nuevo.

Buscador volvió a mirar, pero no consiguió ver nada. De repente un miedo cerval se apoderó de él.

«No quiero mirar. No quiero saber».

—¿Lo ves? —repitió Jango.

—No —contestó Buscador—. Está demasiado oscuro.

Ya se encontraba muy cerca del final del puente. Intentó continuar, pero las piernas no le obedecieron. Un miedo abrumador lo aplastaba, agarrotándolo. Se había detenido a veinte pasos del calvero que se abría entre los árboles. Allí esperó a que el anciano se le uniera.

—Buscador —dijo Jango, llegando hasta él y agarrándolo del brazo—, debes ser fuerte. Debes continuar. Tienes que conservar tu fe. —La voz le temblaba de impaciencia—. Manlir te está esperando.

—No puedo —dijo Buscador con impotencia—. No sé por qué, pero no puedo.

—¿Por qué habrías de temer ver al Todo y Único? ¿No es este el momento que has estado ansiando toda tu vida?

—¡Sí! Pero ¿y si…?

—¡No lo digas! —le interrumpió bruscamente Jango—. ¡No lo pienses! ¡Mírame!

Buscador le dio la espalda al oscuro calvero del bosque y se enfrentó al anciano. Los ojos de Jango ardían con una energía feroz. Dejó el bastón sobre el puente y levantó los brazos.

—Había esperado no tener que hacer esto —dijo Jango—. Pero ya veo que he de hacerlo.

Buscador comprendió que iba a ser estrechado por el abrazo del anciano. Se adelantó. Jango le puso las huesudas manos en los hombros y lo miró intensamente a los ojos.

—¿Me ves?

—Sí. Te veo.

—¿Quién soy?

—Eres Jango.

—Ese es uno de mis nombres. Mira más profundamente.

Buscador examinó con detenimiento la curtida cara del anciano, iluminada por el último resplandor del sol poniente. Cuando lo hizo le pareció que lo conocía desde hacía mucho tiempo. Le pareció alguien a quien otrora había conocido bien. Pero no fue capaz de decir quién.

—¿Nos hemos conocido en una época anterior?

—Por supuesto que sí. Mira más adentro.

Buscador miró fijamente otro buen rato aquella cara vieja y amable, buscando las claves. Jango cerró los ojos y los volvió a abrir de inmediato. Buscador también parpadeó, en una reacción instintiva. En cuanto lo hizo, obtuvo la respuesta.

—¡Pues claro! ¡Yo te conozco!

—Pues claro que me conoces.

—Pero ¿cómo… cómo es posible?

Jango lo retenía con su firme mirada. Buscador, mirándolo en ese momento con asombro y temor, fue incapaz de decir algo más.

«Te conozco. Yo soy tú».

Aquella cara siempre familiar y siempre desconocida que tenía delante era él mismo envejecido.

Jango lo acogió entre sus delgados y temblorosos brazos, y Buscador lo estrechó entre los suyos, y tuvo la más extraña de las sensaciones. Era la separación y la unidad juntas; era el sublime consuelo del amor absoluto y, sin embargo, estaba solo.

Mientras se abrazaban Buscador sintió que el anciano se disolvía entre sus brazos, y él se hundió en el anciano y fue él. En ese instante era Jango abrazando a su yo más joven.

«Soy más de lo que sé».

Entonces, como dos bailarines que se abrazaran con fuerza, girando al unísono, volvió a ser Buscador de nuevo, y el anciano lo miraba fijamente con un cariño largamente acariciado.

—Mira con mis ojos, Buscador. Mira el Jardín.

Buscador se dio la vuelta y volvió a mirar el claro. La oscuridad le engañaba y por un breve instante no supo lo que estaba viendo.

—Ten fe —dijo Jango—. Mira con los ojos de la fe.

Buscador miró entre los árboles hacia el calvero donde estaba la silla, y una oleada de júbilo surgió de inmediato en su corazón, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¡Lo veo! —susurró.

El Todo y Único estaba ante él, haciéndole señas para que se acercara.

—Voy hasta él.

Tembloroso, sollozando de alegría, Buscador recorrió lo que le quedaba de puente y siguió caminando por la orilla. Jango lo siguió. Allí, ante la omnipotente presencia, Buscador se hincó de rodillas y se sintió reconfortado por el amor trascendental.

—Ordéname —dijo.

Desde detrás de él llegó un profundo y cercano estruendo.

Buscador se levantó de un salto y se volvió hacia el lago. El sonido llenó el mundo. Ya no podía ser un error: Manlir había entrado en el Jardín. Pero Buscador sabía que su fe era fuerte. Estaba preparado.

¡Bum! Fue un sonido tan profundo y tan fuerte que sin duda las aguas del lago se habían estremecido. Pero nada se movió. Jango estaba observándolo, apoyado en su bastón. Entonces también se volvió a mirar fijamente hacia la otra orilla del lago.

Una figura se iba perfilando en el puente, bastante lejos. Demasiado para captar ningún detalle. Pero era una silueta humana y se movía con una lentitud y una elegancia que sólo podían ser fruto de una gran fuerza.

Buscador se tranquilizó, preparado para atacar.

«Deja que se acerque».

El profundo estruendo sonó más cerca: no era el de las pisadas del extraño que se acercaba, sino el de la fuerza que retumbaba por delante de él. Empujado por un profundo instinto, Buscador volvió al puente. Allí, sobre aquella lámina de oscuridad, se encontraría con su enemigo, y libraría por fin el combate definitivo.

Cuando el extraño se acercó, Buscador avanzó para reunirse con él. Quedaba poca luz en el cielo y, tan escasa como era, al reflejarse en el lago hacía resaltar todo lo demás. Así que dos formas oscuras iban al encuentro al son del lento estrépito de la tierra.

«¿Es a mí a quien viene a destruir o es al Todo y Único? —pensó Buscador—. ¿Es este el Asesino de la leyenda, cuyo día ha de llegar sin duda? Si es así, no soy más que un obstáculo en su camino. Pero se encontrará con que no soy tan fácil de vencer».

El desconocido ya estaba cerca. Buscador apaciguó sus pensamientos para el combate. De manera instintiva, afirmándose en su terreno, adoptó la postura conocida como alerta tranquila. Con los brazos sueltos a los costados, dejó que su mirada se desenfocara, de manera que sus ojos pudieran captar todos y cada uno de los movimientos del contrincante. El desconocido, viendo que se paraba, también se detuvo. En torno a ellos, el retumbante estrépito llenaba el aire.

Y el desconocido habló, y su voz seca y suave sonó clara en la noche.

—Mira con tus propios ojos, Buscador.

Todo el cuerpo de Buscador se tensó por la sorpresa. Conocía esa voz.

—¿Noman?

—Manlir te espera. Vuelve a mirar.

Buscador se dio la vuelta para mirar. En ese momento la oscuridad entre los árboles era más profunda. Pero ya había visto lo que había que ver.

—He visto al Todo y Único.

—Acércate. Vuelve a mirar.

—Ya he mirado.

La voz de Noman gritó, aguda como un cuchillo:

—¡Mira con tus propios ojos!

Al oír eso, el miedo que Buscador había sentido antes regresó con redoblada fuerza. No quería darse la vuelta. No quería volver a mirar.

—Ya he mirado —repitió—. Tengo fe. Ahora tengo dentro de mí la fuerza del Todo y Único. Estoy preparado.

—¡Buscador! —La vieja voz le perforó el cerebro—. ¡Buscador! Jango se enfrentó a esta prueba antes que tú y fracasó. La única fuerza duradera es la verdad. ¡Mira con tus propios ojos!

Así que Buscador se volvió una vez más y obligó a sus pesadas piernas a dar el primer paso. Con lentitud, paso a paso, como si se estuviera arrastrando por la arena, desanduvo el tramo de puente que había recorrido.

Allí estaba Jango, saludándolo con la mano, diciendo algo que él no oyó. Allí estaba el oscuro calvero entre los árboles de la orilla. Allí estaba el perfil de la silla.

Buscador siguió caminando hacia la orilla. Una vez más, se detuvo. El miedo que sentía era tan fuerte que le temblaba todo el cuerpo.

«¿Qué hay que temer? —se preguntó—. Ya he visto la verdad una vez.

»No —se respondió—. Entonces la vi a través de los ojos de Jango. Ahora debo verla con mis propios ojos».

Temblando de manera incontrolable, se obligó a acercarse a la silla. Oyó el crujido de las hojas secas bajo sus pies. Se movía con torpeza, como si estuviera medio dormido, abrumado por el miedo.

Cuando miró, cuando obligó a sus ojos cansados a aguzar la vista para escudriñar la oscuridad, vio que, en efecto, había alguien en la silla: un hombre.

Se acercó a grandes zancadas, con el corazón en la garganta, su pesadumbre cada vez menor. El hombre sentado en la silla lo miró de hito en hito y levantó una mano en un gesto familiar.

—Buscador —dijo—. Hijo mío. Estoy orgulloso de ti.

—¿Padre?

Buscador se detuvo, consternado. ¿Cómo podía ser aquel su padre? Pero allí estaba la familiar y suave frente, allí estaban los tranquilos ojos azules. Su padre le sonreía, como Buscador siempre había ansiado verlo sonreír: con una expresión de amor y orgullo.

—¡Padre! ¿Qué haces aquí?

—¿No es eso lo que quieres? —respondió su padre.

Entonces, cuando Buscador miró con atención, los rasgos de su padre empezaron a difuminarse y a cambiar. Ante él, sentado en la silla, apareció entonces su hermano Resplandor.

—¡Resplandor!

—Hola, hermanito. Te he estado observando. ¡Qué bueno eres!

—¿Observando?

—Hacer cabrillas. Vi la última piedra que lanzaste. ¡Rebotó tres veces!

—Pero si nunca lo viste, Resplandor. Nunca fui capaz de hacerlo bien si estabas mirando.

—Bueno, lo he visto ahora. Eso es lo que quieres, ¿no es así?

Y entonces los rasgos de Resplandor también cambiaron y se encogió en la silla hasta que Buscador vio, agachado, el cuerpo anciano del Decano.

—Bueno, Buscador —dijo el anciano—, resulta que eres fuerte, después de todo. Todos los demás hemos fracasado. Sólo tú posees verdadera fuerza.

—¿Cómo puedo creer eso, Decano?

—¿Y por qué no, chiquillo? Es lo que quieres creer.

Buscador sintió que se le caía el alma a los pies. Apartó la vista, avergonzado. Se puso una mano en la cara para cubrirse los ojos. Cuando volvió a mirar, la silla —la silla que había satisfecho todos sus anhelos infantiles— estaba vacía.