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Un beso al fin

Estrella Matutina estaba tumbada de espaldas en la tierra caliente y miraba fijamente al cielo. Ninguna nube interrumpía el azul resplandeciente de la mañana estival. La rama alta de un árbol la protegía del ardor del sol, y sus hojas, raquíticas, empezaban ya a marchitarse. Llevaba seis meses sin llover. Incluso la hierba se estaba muriendo.

«He de hablar con él», pensó.

Oyó gritos procedentes del río que discurría más abajo y, volviendo la cabeza, miró hacia la orilla, al grupo de hombres y niños allí congregados. Dos hombres estaban metidos en el agua ocre hasta los tobillos; uno tenía la cabeza inclinada y el otro empuñaba una navaja barbera. Vio que la navaja de afeitar se deslizaba sobre la cabeza inclinada y que un último y tupido mechón de pelo caía en el agua.

—Ahora, haz que te pinten tus rayas —dijo el hombre de la navaja.

El hombre afeitado levantó la vista, sonrió abiertamente con aire dubitativo, y se palpó el pelado cuero cabelludo con ambas manos. Estrella Matutina se vio asaltada por una profunda tristeza. La cabeza, la cara y el cuello de aquel joven serían pintados de inmediato con rayas negras y amarillas, y los tigres verían sus fuerzas aumentadas en un hombre. Ya constituían el mayor grupo del ejército de los vagabundos.

«He de hablar con él hoy mismo».

No la creería, pero aun así debía hablar con él. Estaba en peligro. Pero cuando se lo dijera, ¿qué haría? ¿Qué podía hacer? Los repentinos accesos de cólera de Salvaje se habían ido haciendo más frecuentes en los últimos meses, y podía ser peligrosísimo cuando se le provocaba. Sólo ella era capaz de contenerlo; sólo ella tenía cierta influencia sobre él, pero cada vez menos.

«No hay tiempo que perder. Ve a verlo ahora».

Estrella Matutina se puso en pie y se volvió hacia el gran campamento. Era mayor cada día. Nuevas bandas de vagabundos llegaban de todas partes, montaban sus tiendas y levantaban chabolas provisionales. Cavaban hoyos para las hogueras y letrinas, amarraban los bueyes y dejaban sueltos a sus hijos para que corrieran por los callejones. Ya nadie sabía lo grande que se había hecho el ejército de vagabundos; pero cubría toda la tierra desde la Ciudad de los Vagabundos hasta los pantanos.

Estrella Matutina regresó caminando por la tierra apisonada de la calle principal del campamento, cruzándose con una tropa de hombres armados que se dirigían trotando a uno de los campos de entrenamiento. Mientras pasaban con la cara roja y sudorosa, una pandilla de niños se puso a gritar con los puños levantados: «¡Salvaje! ¡Salvaje! ¡Salvaje!».

Demasiado entrenamiento. Demasiados vítores. ¿Qué otra cosa podía hacer un ejército cuando no quedaba ningún enemigo a quien combatir?

«Encerrarse en sí mismo —pensó Estrella Matutina—. Luchar contra sí mismo».

Una mujer con la cara cubierta por un velo salió de una tienda y echó a correr para alcanzarla. Le tiró de la manga.

—Madrecita, ayúdame. Mi marido es un buen hombre, pero me pega. Cuando se emborracha, me pega. —Se quitó el velo y le enseñó los cardenales—. Un día me matará, madrecita —susurró—. Pero es un buen hombre.

Estrella Matutina tocó la mejilla tumefacta de la mujer.

—Dile que le estoy vigilando —dijo—. Dile que veo todo lo que hace.

—¡Ah, se lo diré, madrecita! —La mujer estaba pletórica de alegría—. ¡Él no me hará daño si lo estás vigilando! ¡Oh, gracias, muchas gracias!

Estrella Matutina prosiguió su camino. Ya no intentaba decirle a la gente que no era distinta a ellos. Aquello había empezado porque Salvaje la llamaba «el espíritu de los vagabundos». A partir de ahí, los rumores se habían multiplicado. Ahora la reverenciaban como un amuleto de la suerte o una diosa.

Un grupo de tigres se aproximaba. Caminaban con un vaivén natural de caderas, ocupando toda la anchura del camino, así que tuvo que apartarse para dejarlos pasar. Lanzaban miradas insolentes y atrevidas a su alrededor que invitaban al desafío. Sus colores indicaban a las claras que querían acción.

Estrella Matutina vio más adelante los altos toldos de la tienda de mando. Era más bien un espacio abierto por los lados, formados por hileras de estacas sobre las cuales habían tendido toldos de lona. Bajo aquella sombra, en bancos o cojines, alrededor de mesas redondas o cubas de agua, se reunían los jefes del ejército de los vagabundos. Allí encontraría a Salvaje, cada día más taciturno, moviéndose con más lentitud, hablando en voz más baja, con la mirada asimilándolo todo y nada. Seguía siendo un salvaje, aún hermoso, con impredecibles arrebatos de furia; pero parecía tan lejano…

«Ahora —se decidió ella—. Díselo ahora».

Viborilla bullía de aquí para allá, con los ojos brillantes en su cara barrada en negro y amarillo, hendiendo el aire con sus manos.

—¡Marchemos sobre Radiancia! ¿Qué nos detiene?

—¿Qué queremos hacer con Radiancia?

Salvaje yacía tumbado sobre el suelo, la espalda apoyada en un montón de cojines. Estaba comiendo nueces de un cuenco que tenía a su lado, cascándolas con los dientes y dejando caer las cáscaras en un montón cada vez mayor sobre el suelo de tierra seca.

—¡Arriba los vagabundos! —exclamó Viborilla—. ¡Vagabundos al poder!

Un gruñido de asentimiento partió de los tigres congregados detrás de él.

—¿Quieres gobernar Radiancia, Viborilla?

El aludido dejó de dar vueltas y se volvió hacia su amigo.

—Aquí tienes un ejército, Pollito. Un montón de aceros inquietos. Muchas bocas hambrientas. ¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí sentados y cocinar al sol?

—Hasta que yo diga que nos vamos.

—Eras tú el que acostumbraba ir delante, y el resto teníamos que correr para seguirte.

—No es necesario correr, hasta que sabes adónde quieres ir.

El hablar pausado de Salvaje frustraba a Viborilla. Este se puso en cuclillas delante de él y empezó a golpear los brazos de su amigo con unos leves puñetazos. Sólo estaba jugando. Quería que le prestara verdadera atención.

—No importa adonde vayamos —dijo Viborilla—. ¡Vayamos! ¡Movámonos! —Señaló la brillante luz de la calle con una mano—. ¡Mira ahí fuera! Las mujeres están plantando maíz entre las tiendas. ¡Nos estamos convirtiendo en granjeros!

Los tigres se rieron al oír eso. Los granjeros eran blandos, apacibles, indefensos. Su única utilidad era cultivar comida para que los vagabundos la robaran.

—Nos iremos cuando yo diga que nos vamos —dijo Salvaje.

Viborilla se levantó de un salto al oír eso, ofendido, y se marchó dando grandes zancadas. Sus hombres lo siguieron. Salvaje no pareció advertir su marcha.

Estrella Matutina se cruzó con Viborilla en la salida cuando ella entraba en la tienda de mando.

—Hola, Estrella —dijo Viborilla.

—Hola, Viborilla.

—Despiértalo por mí. —Viborilla hizo un gesto con la cabeza hacia Salvaje—. Hace demasiado calor para no hacer nada.

Estrella Matutina se sirvió una taza de agua de una de las tinajas. Salvaje yacía sobre los cojines y cascaba nueces con la mirada perdida.

«Ahora —se dijo Estrella Matutina—. Ahora».

—He bajado al río —dijo ella.

Salvaje continuó cascando nueces.

—He visto a los chicos afeitándose la cabeza y pintándose la cara.

Él siguió sin volverse para mirarla. Pero estaba escuchando.

—Alguien tiene que decirlo.

—¿El qué?

—Hay demasiados tigres, Salvaje. Esto no puede seguir así.

—No veo por qué no.

—Sí, sí que lo ves.

Él se metió otra nuez en la boca, la cascó y escupió la cáscara. Lo hizo todo lentamente, como si estuviera soñando. Así que Estrella Matutina reunió el coraje para decir lo que sabía, de manera que él despertara.

—Tiene intención de matarte —dijo ella.

Salvaje se volvió hacia ella con expresión ausente.

—¿Quién?

—Viborilla.

—¿Viborilla? No. En eso te equivocas, Estrella.

—Puedo ver sus colores —dijo ella, hablando en voz baja—. No estoy equivocada. Te va a matar.

—No —dijo Salvaje, negando con la cabeza—. Viborilla no me matará. Viborilla me quiere.

De repente, despertó de su sueño y sus ojos relampaguearon de ira.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué te ha hecho Viborilla? ¿Acaso estás celosa?

—No, no…

—¿Quieres que no tenga otros amigos aparte de ti?

—No.

—¿Quieres que no me quiera nadie excepto tú?

Aquello era bastante peor que todo lo que ella había previsto afrontar. Las palabras de Salvaje la hirieron y la avergonzaron. Se apartó, incapaz de hablar.

—¡Viborilla cuidó de mí cuando yo tenía cinco años! —Estaba gritando, fuera de control—. ¡Viborilla fue un padre y una madre para mí! ¡Viborilla me salvó la vida a diario! ¿Qué has hecho tú por mí?

No había nada que ella pudiera decir. Todo cuanto deseaba en ese momento era huir sin ponerse a llorar delante de él.

—Dices que me quieres. Pues, bueno, ¡no quiero esa clase de amor!

Estrella siguió sin mirarlo y agitó una mano como diciendo: «Sí, lo he entendido. No sigas». Lo dejó allí, esforzándose por no echar a correr, sintiendo que le escocían los ojos.

Fuera de la tienda de mando, el repentino resplandor del sol la deslumbró. Se protegió los ojos con una mano y miró al suelo. Cuando lo hizo, el suelo se tornó negro. Asustada, levantó la vista, y vio la misma oscuridad por todas partes, como si hubiera caído la noche. Las tiendas que flanqueaban la calle eran masas negras más allá de las cuales caminaba una gente gris que proyectaba sombras negras. Al fondo del gran campamento, las colinas eran grises bajo un cielo plomizo. Todos los colores del mundo se habían consumido.

Cerró los ojos y se apoyó en el poste de una tienda, respirando agitadamente.

«Estoy perdiendo el control de los colores. Me voy a volver loca».

Cuando abrió los ojos de nuevo, el mundo había recuperado los colores que le eran propios. Estrella Matutina se estremeció y se alejó por el campamento rápidamente. Cuando estuvo segura de que estaba lo bastante lejos para que no la vieran, dejó que afloraran las lágrimas.

«Esto no puede seguir así», se dijo.

* * *

En cuanto Estrella Matutina se marchó, el humor de Salvaje cambió. Su furia se desvaneció y se vio reducido a un estado de gran inquietud. Empezó a dar vueltas por la tienda pisando con fuerza, y pateó el montón de cojines en los que había estado tumbado. Con un pie descalzo pisoteó el montoncito de cáscaras de nuez y soltó un alarido al sentir el punzante dolor. Después se alejó a grandes zancadas por la calle principal en dirección al río.

Mientras caminaba, empezaron a aflorar dudas ocultas. A su alrededor estaba el gran ejército que él había creado. No sólo los guerreros: las mujeres, los niños, los bueyes de los carros, las vacas lecheras, las chozas y los carromatos, los gatos y los perros y las ratas, toda una ciudad bulliciosa surgida de la nada. ¿Y para qué? Había soñado con convertirse en un caudillo como Noman, el único hombre vivo que podía enfrentarse al Todo y Único. Pero el dios en el que había creído estaba muerto. Los nomanos se habían dispersado y lo habían dejado solo, poderoso pero sin norte, un caudillo sin guerra. Viborilla lo apremiaba a marchar sobre Radiancia, pero en Radiancia no había ningún ejército. Los hacheros se habían esfumado después de la desaparición de su rey-sacerdote. Radiancia había quedado en manos de bandoleros y saqueadores. Allí no había ninguna gloria que ganar; sólo el desagradable negocio de imponer orden y limpiar las calles. Salvaje era un bandido, no un policía.

Viborilla decía: «¡Vayamos! ¡Movámonos!». Pero ¿adónde?

Al llegar al alto talud que dominaba el río, Salvaje se detuvo y contempló la escena que tenía lugar abajo. Un grupo de hombres estaban pintando rayas negras y amarillas en las cabezas recién afeitadas. Más reclutas para los tigres de Viborilla.

Observó las caras levantadas. La pintura transformaba a los jóvenes en otra especie, en criaturas despiadadas y aterradoras. Las rayas creaban un vínculo poderoso. Los tigres eran los mejores guerreros de su ejército. ¿Pero eran suyos o de Viborilla?

«Viborilla me quiere».

Suponiendo que Viborilla fuera a desafiar a su líder, ¿las bandas leales a él serían lo bastante fuertes para derrotar a los tigres?

Salvaje sacudió la cabeza. Aquello era obra de Estrella Matutina; le había contaminado la mente con la duda. Pero se sentía orgulloso de los tigres; siempre los había considerado su línea más segura de defensa.

En ese momento, al observar a los nuevos reclutas pavonearse con sus llamativas marcas recién adquiridas, vio a los tigres por primera vez como a un ejército dentro de su ejército, y supo que no debía permitir que el poder de aquellos hombres aumentara. Estrella Matutina estaba equivocada en cuanto a Viborilla, de eso estaba seguro. Viborilla jamás se volvería contra él. Pero podían surgir nuevos jefes con ambiciones entre los tigres, más difíciles de controlar.

¿Qué debía hacer?

La respuesta la tenía delante. Lo que definía a los tigres eran las cabezas afeitadas y las rayas pintadas. «Borra la pintura; deja que les vuelva a crecer el pelo. Se acabó el ejército particular». Él, Salvaje, aglutinaba a todos los vagabundos bajo su liderazgo: sólo esa debía ser la fuente del orgullo y la fuerza de sus hombres.

Tomada la decisión, se sintió invadido por una oleada de renovada determinación. Durante semanas —ya podía admitirlo— había estado paralizado, como un velero en el mar cuando cesa el viento. Nada le había interesado; nada le había proporcionado placer. Incluso en ese momento no tenía ni idea de adónde debía ir, ni de qué debía hacer con su gran ejército. Pero tenía un reto inmediato ante sí, uno al que, a buen seguro, algunos se opondrían. Pero a Salvaje le gustaba la oposición.

* * *

—No —dijo Viborilla.

—Yo soy el jefe, Viborilla. —Salvaje estaba de pie delante de él, con los ojos relucientes—. He dado una orden. Y tienes que obedecer.

—Es una mala orden, Pollito. Nadie obedece las malas órdenes.

—Entonces respondes ante mí.

Viborilla mantuvo levantada su cabeza pintada en actitud retadora. A ambos lados, los jefes de las bandas observaban en absoluto silencio. Todos comprendieron de pronto que, de repente, había estallado una guerra por la supremacía.

—Aquí sólo hay un jefe —dijo Salvaje.

—El jefe eres tú. ¿Cuándo he dicho otra cosa?

—Entonces, obedece.

—En esta ocasión no, Pollito.

Estrella Matutina, de pie, al fondo, sin que nadie advirtiera su presencia, se daba cuenta por los colores de Viborilla de que este había acudido a la reunión dispuesto a pelear. Incluso en ese momento se estaba animando a buscar el conflicto. Irradiaba una intensa y violenta tonalidad roja, y se ponía de puntillas y bajaba luego los talones tensando todos los músculos del cuerpo, preparándose para la acción. Era un hombre más corpulento que Salvaje, endurecido por largos años de bandidaje; pero no tenía ninguna posibilidad. Salvaje había sido adiestrado como Guerrero Místico.

—¿Pretendes luchar conmigo, Viborilla?

—Cuerpo a cuerpo. Sin trucos.

—Como prefieras.

—Tú dirás.

—Ahora.

Así de rápido había empezado. Ninguno de los dos hombres se movió de inmediato. Permanecieron a unos cinco pasos de distancia, observándose, intentando intuir las intenciones del otro. Estrella Matutina, moviendo la mirada de uno a otro, se percató de que Salvaje todavía no creía que aquella fuera una lucha a muerte. No tenía suficiente miedo y, en consecuencia, no estaba lo bastante enfadado.

Viborilla se dio la vuelta y se alejó. De espaldas a Salvaje, era un blanco fácil. Salvaje no hizo ademán alguno de atacar.

—¿Te rajas?

—No me rajo —replicó Viborilla—. El combate continúa.

Salió a la luz abrasadora de la calle y recorrió el camino de tierra hasta el final, donde se detuvo. Cuanto más notorio fuera el enfrentamiento, más orgullo habría en juego. En la calle, uno lucha hasta el final. No hay clemencia ni rendición.

Salvaje lo siguió con más lentitud. Se detuvo frente a Viborilla, de cara a él, a unos cien pasos de distancia; sus sombras se recortaban con nitidez sobre la tierra.

—No quieres hacer esto, Viborilla.

—Lo voy a hacer, Pollito.

Los vagabundos llegaron en tropel de todas partes y se apostaron a ambos lados de la calle, los tigres concentrados al sur, armados y preparados. Cuando Salvaje vio eso comprendió que todo lo que estaba ocurriendo había sido planeado. Pero seguía sin poder creer que Viborilla quisiera matarlo.

—¡No hagas esto, Salvaje! —gritó Estrella Matutina.

—Tú empezaste —contestó Salvaje—. Ahora voy a terminar yo.

Estrella Matutina sabía lo que ocurriría a continuación. No quería verlo, pero no era capaz de marcharse. Así que permaneció quieta y en silencio, al sol, como todos los demás en la creciente multitud, y esperó a que estallara la tormenta.

Salvaje fue el primero en moverse. Avanzó por la calle con paso deliberadamente lento en dirección a Viborilla. Sus delgados brazos dorados se balanceaban a los costados, sus brazaletes de plata tintineaban y brillaban al sol. No iba armado. Los ojos le brillaban.

—Pitas, pitas, pitas —murmuraba al caminar—. Aquí llega Salvaje.

Viborilla desenvainó su pincho y empezó a pasárselo de una mano a la otra. Podía lanzarlo igual de bien con la izquierda que con la derecha. Un pincho, un lanzamiento. Después, lucharían con las manos desnudas.

Salvaje siguió caminando. Estaba ya a sólo veinte pasos de distancia y acercándose. Viborilla se puso en cuclillas, rebotando sobre sus largas y nervudas piernas, sin dejar de pasarse el pincho de una mano a la otra.

—Sin trucos, Pollito —dijo.

—Sólo tú y yo, Viborilla.

Salvaje siguió acercándose. No había manera de saber qué golpe estaba planeando. Por la manera de caminar, parecía como si estuviera pensando en pasar de largo.

—¡Hola! —dijo muy bajito—. ¿Me a-a-amas?

Viborilla saltó. De un solo brinco redujo a la mitad la distancia que los separaba y, mientras saltaba, arrojó su pincho. No hacia Salvaje, sino hacia arriba, haciendo que girara sobre su cabeza y obligando a su contrincante a mirar hacia arriba; cuando Salvaje levantó la vista, Viborilla descargó un golpe, las manos convertidas en un doble puño que se hundió en el estómago de Salvaje. Y Salvaje se desplomó.

Y el pincho cayó y se clavó en la arena, y Viborilla lo agarró. Salvaje yacía en la calle, doblado por la cintura, sin resuello, haciendo esfuerzos para respirar y viendo apenas el trocito de tierra que tenía delante de los ojos. Pero en aquel trocito de tierra percibió la sombra del pincho que descendía y, con una violenta convulsión, volvió el cuerpo de lado y el pincho se clavó profundamente en el suelo. Viborilla lo había lanzado con tanta fuerza que no pudo extraerlo. Salvaje rodó sobre sí mismo, levantó la vista y vio la silueta oscura de Viborilla contra el resplandor del cielo, y supo que había realizado el lanzamiento con intención de matarlo.

«Así que Estrella tenía razón».

La certeza lo liberó. No más dudas. En ese momento se trataba de matar o morir.

—¡Holaaa!

Con esfuerzo se puso en pie y descargó con una mano uno, dos golpes cortos, nada demasiado serio, lo justo para mantener a su contrincante a la defensiva. Luego se le acercó con dos rápidos pasos, enzarzándose en un cuerpo a cuerpo. Ambos se agarraron y Viborilla lo estrujó con el propósito de romperle las costillas con sus fuertes brazos. Pero Salvaje lo tenía donde quería y, con las manos, buscó a tientas su rayado cuello amarillo y negro.

En cuanto tuvo su cuello, tuvo su vida. Aquello era lo que él sabía hacer, sin trucos, cuerpo a cuerpo. Allí, en la calle, para que todos los vieran, bajo el ardiente sol de media tarde, lo aferró con ambas manos y apretó. Notó que los brazos de Viborilla se aflojaban y un júbilo salvaje le inundó los sentidos. Desde algún lugar distante oyó la voz de Estrella Matutina llamándole: «¡No, Salvaje! ¡No!». La alegría de su corazón respondió sin embargo: «¡Sí, Salvaje! ¡Sí!», y estrujó hasta la muerte a quien había intentado matarlo, a su rival, a su enemigo, a su amigo de la infancia.

Siguió un silencio sepulcral. Nada se movía. A duras penas consiguió abrir las manos, y el fardo cayó al suelo, y el silencio lo cubrió. Ya no había alegría. Sólo agotamiento y algo más profundo que el agotamiento. Salvaje cayó de rodillas. Allí estaba Viborilla, mirándolo fijamente, sólo que no lo veía porque estaba muerto.

«Yo también podría haber muerto», pensó Salvaje mientras se sumía en el silencio.

* * *

Reinaba la oscuridad, y Estrella Matutina estaba a su lado, iluminada por el leve resplandor de una vela.

—¿Ya es de noche?

—Casi ha amanecido.

—He dormido mucho.

—Te vaciaste —dijo ella—. Tenías que dormir.

—¿Qué hice?

—Quitaste una vida.

Entonces lo recordó. Viborilla lo amaba. Viborilla había intentado matarlo.

—Parece que tenías razón.

—Ojalá no hubiera sido así.

La voz de Estrella era diferente; parecía como si algo se hubiera roto en su interior.

—Tuve que hacerlo, Estrella.

Ella guardó silencio un instante. Salvaje la miró y sonrió; le gustaba ver su cara, tan familiar. Estaba acostumbrado a hacer que ella lo mirara. Pero en ese momento Estrella no le miraba; sus ojos estaban fijos en la oscuridad.

—Me voy a ir —dijo ella.

Eso era lo que había cambiado: ella había dejado de necesitarlo. Salvaje nunca había sabido lo mucho que ella lo había necesitado, hasta que dejó de hacerlo.

—No te vayas.

Ella negó con la cabeza de una manera apenas perceptible. La decisión estaba tomada. Interiormente, ella ya se había marchado.

—Eres el alma de los vagabundos, Estrella. Eres la madrecita. No puedo hacerlo sin ti.

—No me necesitas, Salvaje. No necesitas a nadie.

—No te vayas hoy. Hoy no es un buen día.

—Como dices siempre —contestó ella—, la gente hace lo que tiene que hacer.

Estrella se levantó.

—Sólo me quedaré lo necesario para despedirme.

En la entrada de la tienda Salvaje vio a su amigo y autoproclamado guardaespaldas, Pico, dormido sobre una alfombra. Y más allá al caballo caspiano llamado Cielo, al que sólo habían montado Estrella Matutina y él mismo.

—¿Te llevarás a Cielo?

—No. No me llevaré nada.

Aquella era la forma de ser nomana: no poseer nada, no construir ninguna morada permanente. No amar a ninguna persona más que al resto.

Un gran dolor se desató dentro de Salvaje. Quiso decirle que los lazos que los unían, el vínculo entre él y ella y Buscador era todo lo que tenían. Quiso decirle que echaba de menos los viejos tiempos. Quiso decirle que no había tenido intención de matar a Viborilla y que no quería ser el líder de un ejército, y que ya no sabía adónde conducirlo. Pero no dijo nada de eso. En parte por orgullo, pero también porque sabía que no serviría de nada. La gente hacía lo que tenía que hacer.

—Ten cuidado en los caminos, Estrella. Corren tiempos peligrosos.

Ella se agachó y le besó la mejilla; por fin un beso. Quería besarlo desde hacía muchísimo tiempo y, cuando finalmente lo hacía, lo que otrora se le antojara tan trascendente se había convertido en algo nimio. Apenas una presión en los labios.

—Hasta la vista, Salvaje.