1
El Cazador
Su presa ya no se le escaparía.
Buscador subía por el estrecho sendero de la montaña a un ritmo constante, siguiendo los ágiles pasos de su guía. Por delante de ellos ascendía imponente la pronunciada ladera de la montaña, una pared de roca agrietada que descendía luego abruptamente para volver a subir… como la escalera de un gigante.
—Allí —dijo el guía, que señaló con el dedo respirando con dificultad a causa del esfuerzo de la ascensión—. ¿Ves ahí donde termina el sendero?
Buscador miró, y vio que la pared de roca que tenían delante estaba llena de líneas regulares.
—¿Eso es un muro?
—Esa es la entrada de la gruta.
Continuaron ascendiendo por el zigzagueante sendero y, cuando se acercaron más, lo vio con claridad. El muro estaba hecho de bloques de la misma piedra que formaba la montaña y empotrado en la ladera… aunque era sin duda obra de manos humanas.
—¿Están ahí dentro?
—Ahí están —dijo el guía—. Pero una vez que los hombres de la montaña han cerrado la puerta, nadie puede abrir una brecha. —Hablaba con el desagradable tono de voz de quien sospecha que no le creen—. Te dije que harías el viaje en balde.
—No veo ninguna puerta.
—Nadie la ve. Pero está ahí.
Siguieron ascendiendo hasta que llegaron por fin a la plataforma rocosa donde acababa el sendero. Allí se alzaba la pared, cada uno de cuyos bloques era tan alto como un hombre y tan ancho como uno con los brazos abiertos. Estaban sólidamente encajados entre sí y tallados limpiamente en la ladera de la montaña. A bastante altura, en la tercera fila de bloques, se habían horadado en la piedra, formando una hilera horizontal, pequeños agujeros circulares para dejar pasar la luz y el aire.
Buscador estudió la fortificación. Palpó con los dedos las grietas existentes entre los bloques y empujó con ambas manos cada uno de ellos. Parecía imposible que alguna de esas piedras ciclópeas pudiera abrirse.
—Ahora lo ves por ti mismo —dijo el guía—. No me creías. Pero me pediste que te guiara hasta la gruta, y lo he hecho.
Se frotó las manos, impaciente por recibir su recompensa y largarse.
—¿Pueden oírnos? —preguntó Buscador—. ¿Saben que estamos aquí?
—Bueno, lo saben. Nos habrán estado observando desde que abandonamos el valle.
—Si los llamara, ¿me oirían?
El guía empezó a ponerse nervioso.
—Mejor que no los enojes. Deberíamos regresar ya.
—No voy a regresar.
—Pero es inútil quedarse —gimoteó el guía—. Esos viejos que buscas les habrán pagado bien. Y los hombres de las montañas respetan sus acuerdos.
—Y yo también —dijo Buscador.
Se apartó de la alta pared todo lo que le permitía la estrechez de la plataforma y llamó a voz en cuello.
—¡Hombres de la montaña! ¡Abrid vuestras puertas! ¡No quiero haceros daño!
—¡No! —gritó el guía agitando frenéticamente los brazos—. ¡No! ¡Nos lapidarán! ¡Déjalos en paz! ¡Debemos irnos!
Buscador se volvió hacia el guía y le habló en voz baja.
—Vete, amigo mío. Esto es asunto mío.
El guía restregó los pies contra el suelo, se frotó las manos y bajó la mirada.
—¿Y mi recompensa?
—No tengo dinero.
—¿No tienes dinero? ¡Pero prometiste pagarme! ¿Es que me vas a timar?
Buscador le acarició las mejillas.
—Te pagaré lo prometido.
Sujetó ligeramente la cara del guía entre las palmas de sus manos.
—Te daré paz.
El guía se quedó absolutamente inmóvil. Luego un leve estremecimiento recorrió su cuerpo y levantó los ojos hacia Buscador con la mirada tímida y vacilante.
—Gracias —dijo. En lugar del agudo gemido salió un suave susurro.
Buscador apartó las manos. El guía miró a su alrededor, pestañeando, como si acabara de despertar de un sueño. Luego se desentumeció todo el cuerpo, abriendo los brazos al máximo, y exhaló un profundo suspiro. Por fin sonrió.
—Gracias —repitió.
Y dicho esto empezó a descender por el sendero. Buscador lo observó alejarse. Luego, se volvió de nuevo hacia la alta pared rocosa.
—¡Abrid vuestras puertas! —gritó—. ¡O las echaré abajo!
Desde lo más profundo de la roca oyó una risotada burlona.
—¡Que así sea!
Buscador dejó caer los brazos a los costados y cerró los ojos. Sintió su propio peso sobre la tierra caliente; sintió la presión de sus pies desnudos sobre la roca de la montaña; a una gran profundidad sintió el lento movimiento del lir de la montaña. Tras dos largas y firmes inspiraciones, descendió y descendió hasta que tocó el centro de aquella fantástica fuerza durmiente. Y sin alterar el ritmo, con firmeza y de manera irresistible, la absorbió interiormente, convirtiéndose en un cauce para la fuerza de la cordillera.
«Todo está conectado. Todos los poderes son uno».
Abrió los ojos y levantó ambos brazos. Los estiró ante sí y concentró el telurismo para que fluyera por sus brazos hasta la punta de los dedos. Juntó los dos índices.
Un rayo de pura fuerza golpeó la pared de roca, que se estremeció bajo el impacto. El polvo saltó de las juntas de argamasa. El temblor se intensificó y los grandes bloques de piedra empezaron a separarse. Buscador se mantuvo firme, con los brazos extendidos, infundiendo aquella fuerza torrencial en el muro que se estremecía. Las piedras ya rechinaban entre sí como dientes. Un bloque de los más altos se resquebrajó con un ruido semejante a un martillazo y cayó con estrépito dando vueltas por la ladera de la montaña. Siguió un estruendo profundo y chirriante. Los bloques inferiores empezaron a sobresalir como si los empujaran desde el interior; se abrieron grietas enormes. Los altos sillares empezaron a balancearse, a moverse, avanzando como gigantes sin brazos ni piernas. Uno de la hilera de abajo se tambaleó y cayó, y con un estrépito ensordecedor los demás se desmoronaron en medio de una explosión de escombros y polvo de piedra.
Buscador bajó los brazos y esperó a que el polvo se asentara.
—¡Enviadme a los viejos! —gritó—. No tengo nada contra ningún otro.
No hubo respuesta. Desde muy abajo llegaba el ruido de los fragmentos caídos, que rebotaban por la ladera de la montaña camino del fondo del valle.
Ya se podía ver el contorno irregular de la caverna. Buscador penetró en aquel umbrío espacio. Las paredes y el techo eran los de la gruta natural, que se estrechaba a medida que se adentraba en las entrañas de la montaña. La única luz procedía de la boca de la cueva. Dentro, todo era oscuridad.
Buscador no sintió miedo, tampoco cansancio. La aniquilación de los dos últimos eruditos era su misión y su obsesión. Hasta que fuera ejecutada, no tendría otra vida. En ese momento los tenía acorralados. Habría una presa, y otra.
¿Y después? La paz, si se le permitía. El descanso, si se lo merecía. El amor, si se lo daban. Y un hogar en el lado tranquilo del mundo.
Entró en el túnel oscuro con aire resuelto. A medida que avanzaba, la luz se iba haciendo más débil a su espalda y los únicos sonidos que oía eran sus propios pasos. El túnel se estrechaba y serpenteaba y cambiaba de dirección. Empezó a abrirse camino palpando con las manos abiertas. La luz menguó tanto que acabó por desaparecer. Avanzó en una oscuridad absoluta. Al no guiarse ya por la vista, concentró su atención en los sonidos que lo rodeaban.
Nada se movía, pero los sonidos eran cambiantes. El pasadizo se estaba ensanchando. Buscador notó que el espacio se abría a ambos lados. Se paró.
En ese momento, silenciadas sus pisadas, oyó el débil sonido de la respiración de unos hombres.
—No podéis hacerme daño. —Lanzó su advertencia a la oscuridad—. No me obliguéis a haceros daño.
Entonces se produjo un ligero movimiento en el aire inmóvil. Los sentidos extremadamente agudos de Buscador rastrearon la fuente: unos brazos invisibles que se alzaban desde el suelo, preparándose para golpear. Luego, se produjo la ráfaga repentina, el silbido de proyectiles arrojados, demasiado turbulentos para ser objetos punzantes; le estaban tirando piedras.
Buscador permaneció inmóvil e inundó su cuerpo de fuerza. Las piedras impactaron en él y cayeron al suelo sin causarle daño. Cuando el último proyectil dejó de rodar, habló a sus atacantes, diciendo de nuevo:
—No podéis hacerme daño.
Se oyó entonces un grito furioso, y los ocultos hombres de las montañas llovieron sobre él desde todas partes. Buscador permaneció tan inmóvil como la propia montaña, mientras sus atacantes se estrellaban contra él como olas contra un acantilado. Cada golpe que le infligían le fortalecía y los debilitaba más.
—¿Qué clase de demonio es este? —gritaron, aterrorizados.
Hubo un chispazo. La llama de una vela creció hasta proporcionar claridad. Un anciano la sostenía en alto. A su luz, Buscador vio a los hombres de la montaña que lo habían atacado tirados por el suelo, indefensos, gimiendo.
Un rápido examen de la gruta le indicó que aquellos tras los que iba no estaban allí.
—¿Dónde están los viejos? —preguntó.
—Les prometimos protección. —El hombre de la vela habló con una voz cargada de amargura—. Nos pagaron bien.
—¿Os pagaron un precio por el que merezca la pena morir?
El hombre de la montaña prorrumpió en una risa discordante.
—Nos ofrecieron la vida eterna —dijo—. Y ahora tú vienes a matarnos.
—No tengo nada en contra de vosotros —dijo Buscador—. Sólo dime dónde están.
—Más adentro —dijo el hombre de la montaña, entregando la vela a Buscador—. Sigue la gruta.
Buscador se puso en marcha, sujetando la vela ante sí. El pasadizo volvió a estrecharse a medida que se adentraba en la montaña. En cierto punto se ensanchó, formando una cámara mayor donde había vestigios de la vida que se llevaba allí: ollas de arcilla para el agua, sacos de dormir; pero Buscador no vio a más gente. Era evidente que los eruditos se habían retirado a los lugares más recónditos de la gran caverna.
La llama de la vela empezó a parpadear. Tras descender un poco más por el serpenteante pasadizo, el parpadeo se hizo más violento. Sopló una ráfaga de aire y la vela se apagó. En la repentina oscuridad Buscador notó el viento en la cara. Alcanzó a ver una débil luz por delante de él.
Asustado, echó a correr. A medida que avanzaba, la luz aumentaba. Dobló un recodo del pasadizo, y allí, delante de él, apareció el brillante resplandor de un disco de cielo. Recorrió a la carrera el último tramo y salió al aire libre.
Estaba en la ladera opuesta de la montaña.
Amargado por la decepción, furioso consigo mismo por no haber previsto una posibilidad tan evidente, escudriñó el escenario que se abría ante sus ojos. Un ancho camino descendía por la montaña hasta un desfiladero. Un puente salvaba el desfiladero y el camino proseguía hasta la falda de la siguiente montaña. Y allí, subiendo penosamente por la lejana ladera, se veía un carromato tirado por dos caballos.
Buscador aguzó la vista. Sobre el fondo plano del carromato descansaban dos camillas con baldaquín blanco, del tipo utilizado para transportar a los muertos. El carro avanzaba a buen paso y estaba bastante lejos. Los eruditos se le habían vuelto a escapar.
En ese momento, mientras estudiaba el terreno, Buscador vio que los huidos habían tomado otra precaución para retrasarle en su persecución. El puente de tablones tendido sobre el desfiladero estaba asegurado por cuerdas, a ambos lados; las del lado opuesto habían sido cortadas. Seguía sujeto por su lado del desfiladero, pero se balanceaba impulsado por el viento, inclinándose hacia abajo en un ángulo considerable.
Levantó la vista de nuevo y observó al carromato coronar el pico opuesto y desaparecer. Miró al cielo para calcular la posición del sol poniente. El carromato se dirigía al este.
Buscador bajó trotando el camino hasta el puente roto, y desde allí inspeccionó rápidamente el desfiladero que le impedía continuar su persecución. Los eruditos habían planeado bien su huida. Las caras del desfiladero eran verticales y muy profundas; sin el puente, era infranqueable.
Durante un breve instante de desesperación consideró la posibilidad de saltar, pero sabía que la brecha era muy ancha. Permaneció con la mirada fija en el otro lado del desfiladero. Levantó los ojos hacia las empinadas laderas de las montañas que ascendían por encima del precipicio. Entonces tuvo una idea.
—Si no puedo pasar al otro lado —dijo—, tendré que hacer que el otro lado pase a mí.
Era una idea de locos. Y llevaría tiempo. Pero tenía el poder para conseguirlo.
Plantó los pies una vez más directamente sobre la roca y fundió su propia fuerza vital con la fuerza vital de la montaña. De nuevo, arrojó su incontenible energía contra la pared de roca. Pero en esta ocasión fue el otro lado del desfiladero lo que golpeó. Sus golpes resquebrajaron la roca e hicieron que se desmoronara en una lluvia de fragmentos, que cayeron hasta el lecho seco de un río que discurría muy abajo. Golpeó una y otra vez, abriendo irregulares grietas en las laderas por encima del desfiladero, y pedazos cada vez más grandes de montaña se desprendieron y se deslizaron en las brumosas profundidades.
Sin ceder un instante, golpe tras golpe, toda la tarde mientras el sol se hundía en el cielo, Buscador aporreó la montaña hasta reducirla a escombros, escombros que se fueron amontonando desde el fondo del desfiladero, hasta que llegó un momento en que pudo bajar a trancas y barrancas y abrirse camino entre remolinos de polvo por debajo del puente roto, sobre el recién formado montículo, hasta el otro lado.
Desde ahí se puso en camino. Había perdido medio día, pero la persecución estaba en marcha de nuevo.
—No os escaparéis de mí —dijo en voz alta, como si los eruditos pudieran oírle—. Nunca lograréis huir de mí.
En la cima del desfiladero se detuvo para estudiar el terreno. El camino descendía sinuoso por la montaña hasta un valle desierto salpicado de formaciones rocosas. Más allá del valle había una hilera de colinas, mucho más bajas que la cordillera en la que se encontraba. Allende las colinas alcanzó a divisar una amplia llanura y, en la lontananza, un bosque. Escudriñó un buen rato el horizonte en busca del carromato, y por fin lo vio avanzando entre las columnas de roca del desértico valle de abajo.
El camino descendía por la empinada ladera describiendo curvas a izquierda y derecha. Buscador optó por bajar en línea recta, saltando de una curva a otra, aterrizando en cada ocasión en el camino y recuperando el equilibrio para el siguiente salto. De esta manera, compensando el tiempo perdido, llegó al valle cuando el sol se estaba poniendo.
Desde allí veía el carro con claridad. En ese momento ascendía por las colinas del otro lado del valle. En el inmóvil aire nocturno oía el ruido de los cascos de los caballos, el chirrido de las ruedas del carromato y el agudo y débil grito del carretero arreando a los cansados caballos: «¡Arre, arre, arre!».
Estaba tan concentrado en su presa que apenas advirtió las curiosas características del valle por el que avanzaba. La llanura estaba dominada por un vertiginoso macizo llamado la Cicatriz, un solitario peñasco escarpado que se alzaba desde el suelo arenoso como un castillo en medio del mar. Más allá de la Cicatriz se erguían cientos de imponentes dientes de arenisca, irregulares agujas de roca que arrojaban alargadas sombras: manchas moradas sobre el ámbar ardiente de la tierra desértica. Buscador siguió avanzando a grandes zancadas, ya a la sombra de una de aquellas columnas naturales, ya reapareciendo repentinamente a la sesgada luz dorada del sol, proyectando ante sí, a medida que avanzaba cual ejército vengador, su propia sombra larga y morada.
Cuando el sol poniente alcanzó la cresta de la Cicatriz, el instinto le dijo a Buscador que se detuviera y mirara atrás. El descenso final del sol fue rápido. El disco abrasador menguó hasta convertirse en una cúpula, luego en una línea, más tarde en un reflejo, y desapareció. Entonces, de repente, surgió una chispa en la pared superior de la Cicatriz y, sin previo aviso, un radiante haz de luz bañó el valle. Luego otro, y otro más, y entonces, a través de una grieta del peñasco, se derramó una cortina de luz. A medida que el ángulo de los rayos solares cambiaba, segundo a segundo, los haces de luz aparecían y desaparecían, y la Cicatriz resplandecía como una linterna colosal. Las grietas y fisuras de la arenisca, invisibles a los ojos del viajero, eran atravesadas por la brillante luz, convertidas en lancetas de color carmesí y oro. Los largos haces iluminaron los dientes del valle, haciendo que resaltara uno aquí, otro allá, mientras el resto de la tierra se sumía en un suave crepúsculo.
La visión de los chorros de luz sobrecogió a Buscador. El peñasco resplandecía como si estuviera vivo. Sólo era un efecto del sol poniente, pero de repente el mundo entero rebosaba de luz. En cualquier momento, se le antojó a Buscador, la misma tierra en la que estaba podía estremecerse y resquebrajarse y emitir desde sus secretas profundidades rayos de gloria, como un segundo sol.
«¿Qué lugar es este? He de volver».
Y tan repentinamente como había empezado, aquel alarde deslumbrante cesó. El sol se hundió tras el horizonte montañoso, y la oscuridad se extendió por el valle como el sueño.
Buscador reemprendió la marcha, apresurándose para compensar el tiempo perdido. El carromato era invisible desde que había traspuesto la colina. Más allá de aquellas colinas se extendían las llanuras; más allá de estas, el gran bosque. En algún punto entre el lugar donde se encontraba y aquel bosque se encontraría con los eruditos por última vez.
Entonces acabaría todo.