9
Sí, Amado
Andrajos despertó a Estrella Matutina. El niño sostenía un delgado plato con un pedazo de pan untado de miel.
—El desayuno —dijo Andrajos.
—Oh, Andrajos. Eres un cielo.
—Comparte la alegría —dijo el niño.
—¡Andrajos! ¿Te has unido a ellos?
—¿Por qué no? —respondió Andrajos—. Hay comida. Hay diversión. ¿Quién quiere volver a sentir hambre y tristeza? Yo, no.
—Ni yo.
Andrajos se puso en cuclillas a su lado mientras ella se comía el pan con miel.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Andrajos.
—Diecisiete.
—Yo no sé qué edad tengo. ¿Qué edad dirías que tengo? ¿Quince?
—Tal vez algo menos.
—Si me esperases, me haría mayor bastante deprisa.
—¿Esperarte, Andrajos?
—Entonces podrás casarte conmigo.
—Ah, entiendo.
—A menos que haya otro con el que prefieras casarte. —Evitó la mirada de Estrella Matutina—. Lo cual supongo.
—No —dijo Estrella Matutina—. No hay nadie de momento. Pero aun así, creo que es demasiado pronto, ¿no te parece?
—Sabía que dirías eso. Por eso he dicho que esperaría. Odio ser pequeño. No es justo.
Se levantó y se alejó con paso firme.
Estrella Matutina se dio cuenta de que aquella breve charla la había puesto de buen humor. Devolvió el plato a las mesas de la comida, donde lo estaban recogiendo todo y cargando en las carretas. El Gozo se preparaba para seguir su camino.
—¿Adónde vais? —le preguntó a uno de los boyeros.
—Sólo nos vamos —dijo.
—Pero debe de haber algún sitio al que vayáis. ¿Para qué moverse, si no?
—Así nos puede encontrar la gente.
Aquella era la manera en que el Gozo aumentaba de número. Los seguidores del Niño Feliz habían recorrido el territorio durante días, arrastrando a su paso a la gente de los pueblos y ciudades. Los posteriores al desplome del antiguo imperio de Radiancia eran tiempos de incertidumbre. El ejército de los orlanos se había desintegrado en bandas rivales, y ningún pueblo se hallaba a salvo de sus incursiones a caballo. Los caminos estaban llenos de refugiados expulsados de sus hogares por los bandidos contendientes. En tiempos como aquellos, la muchedumbre del Gozo se revelaba como una irresistible atracción para la asustada y desarraigada gente de las colinas y las llanuras y, en consecuencia, crecía día a día.
Estrella Matutina ya no estaba segura de qué hacer. Había abandonado la Ciudad de los Vagabundos pensando que podría regresar al hogar, pero para ella el hogar eran su padre y su madre. ¿Se proponía, por consiguiente, permanecer con ellos allí, en el Gozo?
En ese momento se le acercó una joven sonriente que la saludó educadamente con la cabeza y le dijo:
—Al Amado le gustaría verte.
Estrella Matutina se dio cuenta enseguida de que deseaba aquello muchísimo. Siguió a la joven entre el gentío, cruzándose con los que apagaban las fogatas y metían sus pertenencias en petates, hasta el círculo de devotos escogidos que se había formado alrededor del Niño Feliz. Este estaba arrodillado en el suelo, con la cabeza inclinada, mientras un anciano le vertía agua encima con un cántaro.
Estrella Matutina esperó y observó. Supuso que el agua era para lavarlo, pero por el modo en que él estaba arrodillado allí con tanta humildad y sumisión parecía un ritual de significado más profundo.
Como ya le había ocurrido antes, se sintió tan irritada como impresionada.
El Niño Feliz levantó la vista entonces, con la cara mojada, y sonrió al verla.
—Has venido. Me alegro mucho.
El aguador se adelantó con un trapo y le secó la cara con unos ligeros toques, como si el joven fuera incapaz de hacerlo por sí mismo. Luego, cuando el Niño Feliz hubo concluido sus abluciones, se levantó y se acercó a Estrella Matutina. Una vez más, ella vio que no tenía aura. Eso la asustó al tiempo que la excitaba.
Él la miró con sus ojos risueños, aunque no habló. El silencio resultó embarazoso sólo un instante. Estrella Matutina se encontró atrapada por aquellos ojos. Parecían atraerla a su interior y apaciguaron sus pensamientos. Acto seguido, todavía sin hablar, él le transmitió algo que le provocó una dulce sensación de compasión que se apoderó de todo su cuerpo. Asustada, apartó la mirada, y descubrió que todo lo que rodeaba al Niño Feliz, las personas, las lejanas colinas, las pequeñas nubes en el cielo azul habían ganado en intensidad y sus colores eran más vividos.
—Ves mucho —dijo el Niño Feliz—. Demasiado.
—Sí.
—He estado pensando en ti y la razón de que hayas acudido a verme ahora.
—Ya te lo dije. Estaba buscando a mis padres.
—Eso dijiste. —Él sonrió con dulzura, como un padre que sabe que su hijo miente pero no ve necesidad de ponerlo en evidencia—. He estado pensando en tu don o en tu sensibilidad. Tengo una pregunta que hacerte. ¿Tienes el poder de hacer que una persona sienta lo que siente otra persona?
—Sí —dijo lentamente Estrella Matutina—. Tengo ese don.
—¿Y lo puedes hacer con mucha gente?
—Sí.
—Lo que yo pensaba. Posees un gran abrazo. Eres unificadora. No hay mayor don que ese.
Estrella Matutina percibió el brillo de los colores de cuanto la rodeaba y sintió que algo extraño le sucedía. Aquel joven de cara redonda ofrecía un mundo limpio y nuevo.
—Ya lo has hecho otras veces, creo —dijo el Niño Feliz.
—Sí. Con los vagabundos. Formaba parte de su ejército.
—¿Un ejército? ¿Utilizabas tu don para unir a los hombres con el fin de matar?
Hablaba sin desdén; sólo estaba desconcertado.
—Sí —respondió ella. Se sintió avergonzada.
—Puedes hacer algo mejor que eso.
—Dime qué puedo hacer.
No tenía ninguna intención de convertirse en discípula del Niño Feliz, y pensaba, mientras hablaba, que escucharía, aunque no necesariamente obedecería. Sin embargo, la enternecedora dulzura de su interior y la intensa claridad que la rodeaba la hizo menos reacia. En ese momento, quería complacerlo.
—Puedes utilizar tu don para compartir la alegría —dijo él.
En esa ocasión, la frase que tanto la había enfurecido le sonó diferente. La oyó de sus labios como una sencilla e inocente declaración de lo evidente. ¿Por qué no habría de querer compartir la alegría? ¿Qué iba a ganar con mantenerse apartada y triste?
—Sé que tienes miedo —siguió el Niño Feliz con su dulce voz—. Estás desprotegida contra la oscuridad. Estás hecha de humo y luz de luna. No sabes dónde acabas y dónde empiezan los demás. Pero lo que consideras tu defecto es tu virtud.
Estrella Matutina no había oído a nadie hablarle de esa manera. Le pareció que leía en lo más profundo de su corazón.
—Me da más miedo que lo sepas —dijo ella.
—Temes perderte. Es lo que teme todo el mundo. Pero estás más cerca del borde que los demás.
—Soy más débil de lo que crees.
Mientras hablaba, Estrella Matutina pensó: «¿Por qué le estoy diciendo a este chico lo que no le he dicho a nadie?». Y se respondió: «Porque nadie me ha conocido jamás como él me conoce. Ni siquiera Buscador».
—Tan débil —dijo él—, que has amado donde no ha sido correspondido tu amor.
Así que también sabía eso. Inclinó la cabeza.
—Tan débil que no podrás ser nunca una verdadera Guerrera Mística.
—Sí.
—¿Para qué sirves, Estrella Matutina?
Era como su propia voz hablándole desde fuera.
—Para nada.
—Ya has fracasado. Y sin embargo, tu don permanece. ¿Cómo puede ser?
Ella levantó la vista. Y vio tanto amor y comprensión en aquellos ojos oscuros que, muy a su pesar, empezó a sentirse feliz. Después de todo, ¿qué importaba un poco de felicidad?
—No lo sé.
—Quizá no importe triunfar o fracasar. Tal vez no importe que seas fuerte o débil. Puede que tú no importes. Puede que lo único que importe sea tu don.
—Sí —dijo ella.
—Tu don, y cómo utilizarlo.
—Sí.
—Puedes seguir sola, o puedes compartir la alegría.
—Quiero compartir la alegría.
Era muy sencillo, después de todo.
—Te dije antes que no soy nada. Como tú. Tengo un don. Vengo para convertir a los hombres en dios.
La afirmación era escandalosa, pero Estrella Matutina la oyó sin sorprenderse. Había recitado bastante a menudo las palabras del Catecismo en su época del Nom.
«¿Por qué el Todo y Único nos da la vida? Para convertirnos en dioses».
—Eso ocurrirá —dijo el Niño Feliz— cuando superemos la separación que nos mantiene alejados. Nos convertiremos en dios.
—¿Qué he de hacer?
—Llega hasta aquellos que estén más alejados de la alegría. Utiliza tu don para hacerlos sentir lo que temen sentir. Haz que se unan a nosotros.
—¿Y tengo que viajar a otras tierras?
—A otras tierras, no. A otras mentes. A aquellos que se han mantenido tan alejados que han perdido de vista a los demás y han acabado atrapados en sí mismos.
—¿Y quiénes son?
—Los Guerreros Místicos.
Estrella Matutina se estremeció al oír esas palabras. Un estremecimiento de reconocimiento. Así que el tiempo pasado en el Nom había tenido una finalidad, después de todo.
—Tú eres un puente, Estrella Matutina. Extiéndete sobre la sima que nos separa, y permite que tus hermanos y hermanas crucen a la alegría.
—¿Cómo los voy a encontrar? Los Guerreros Místicos se han dispersado.
—Hay uno con más poder que los demás.
—¡Buscador!
—Encuéntralo. Los demás lo seguirán. ¡Encuentra a Buscador!
Todos los recuerdos de su amigo se agolparon de nuevo en su cabeza. Por supuesto que debía encontrar a Buscador. No había nada que deseara más. El Niño Feliz conocía sus anhelos más profundos. Le había asignado la tarea que para ella era más especial en todos los sentidos.
—Lo conozco muy bien —dijo ella.
—Tráelo hasta nosotros. Deja que comparta la alegría.
—Sí, Amado —dijo Estrella Matutina.