5
Tiene que haber más
El guarda del peaje se hallaba sentado en una silla colocada a bastante altura del camino. Llevaba un sombrero de paja de ala ancha para protegerse los ojos del sol. Por debajo del hombre estaba la pesada verja de madera que él había levantado, con su única y estrecha cancela. Al otro lado de la verja, visible por las rendijas de las tablas, merodeaba su jauría de perros de presa. El peaje que cobraba era para su exclusivo beneficio y, hablando con propiedad, era bandolerismo; pero llevaba controlando aquel remoto puerto de montaña tantos años ya que había llegado a considerarse oficialmente autorizado a hacerlo y tomaba el dinero como un salario honradamente ganado.
Vio al joven viajero que se acercaba por el camino al puerto y advirtió que se movía deprisa, pero no le prestó atención. Luego, cuando el viajero estuvo más cerca, empezó a fijarse. Había otros viajeros en el camino que transportaban paquetes a la espalda o que arreaban cargados bueyes, el habitual tráfago de comerciantes dispuestos a pagar peaje por utilizar el camino directo sobre el puerto. Pero aquel joven era diferente. Delgado y correoso, tenía la cara quemada por el sol y curtida por el viento. Iba descalzo y vestía una sencilla túnica gris, parecida a la de un religioso mendicante; sin embargo, tenía la mirada distante de un cazador.
Buscador se acercaba a grandes zancadas, cada vez a más velocidad, por el pedregoso camino, adelantando a los demás viajeros sin dirigirles una palabra ni mirarlos siquiera. Vio al cobrador del peaje apretar con fuerza el nudo de una cuerda. Oyó el crujido del pestillo de la puerta de la jaula de los perros cuando la cuerda se tensó, los gañidos y aullidos de los perros peleándose. El cobrador le gritó cuando se acercó a la cancela.
—Si pasas, pagas.
Buscador no se detuvo y no pagó.
—¡Detente ahora mismo o suelto los perros! —exclamó el del peaje.
Buscador miró hacia arriba y alzó una mano. El hombre soltó un grito ahogado y se hundió en su silla. El sombrero de ala ancha fue lo primero que se le cayó. Después su cuerpo se inclinó y cayó al suelo. Con gesto impaciente, Buscador hizo un único y amplio movimiento de brazos, y la barrera saltó en pedazos como golpeada por un huracán. Los fragmentos de madera cayeron sobre las jaulas, aplastando los armazones y liberando los perros. Enloquecidos de terror, adiestrados para atacar y matar, se lanzaron entre aullidos hacia Buscador. Este levantó una mano y clavó en ellos su dura y limpia mirada, y los perros cayeron uno tras otro, como si les hubiera golpeado.
El cobrador, levantándose con dificultad, miró su barrera destrozada y sus animales, que se retorcían de dolor.
—¿Quién eres? —preguntó.
Pero Buscador no se detuvo. Siguió caminando con aire resuelto hacia la cima del puerto. Una vez allí, se quedó inmóvil unos instantes mirando atentamente el largo camino que descendía por la otra ladera serpenteando hasta la llanura abrasada por el sol. A lo lejos, un carromato tirado por caballos avanzaba a toda prisa por el camino polvoriento en dirección al lejano bosque. En el carromato abierto, y sólo visible desde el puerto, descansaban dos camillas con baldaquín blanco, de las utilizadas para transportar a los muertos.
En ese momento, los viajeros del camino se estaban acercando al puerto. Los que más cerca estaban habían sido testigos del asombroso poder del extraño, habían corrido tras él para alcanzarlo e intentaban tocarlo.
—¡Deja que te acompañemos! —le gritaron—. Protégenos. Sálvanos.
Los caminantes vieron a los perros de presa arrastrarse hasta Buscador sobre el vientre, gañendo. Algunos, sobrecogidos, se hincaron de rodillas.
—¿Quién eres? —gritaron—. ¡Debes de ser un dios!
Buscador se volvió al oír eso y sus ojos castaños se llenaron de tristeza.
—No soy un dios —dijo—. Me llamo Buscador. Y no puedo ayudaros.
Y diciendo esto, reemprendió su camino. Mientras miraban cómo se alejaba, lo vieron emprender una larga carrera al trote con la que recorrió el terreno a gran velocidad. En poco tiempo Buscador estaba fuera del alcance de sus gritos, descendiendo el camino de la colina hacia la planicie.
Aquellos que lo habían oído hablar transmitieron a los otros lo que habían oído.
—Se llama Buscador. No es un dios. No nos puede ayudar.
—Entonces debe de ser un espíritu maligno.
El recaudador del peaje recogió su sombrero y se lo caló, diciendo:
—Es peor que un espíritu maligno. Es un monstruo. Ha venido a aniquilarnos a todos.
—¡Un aniquilador! —Se miraron con los ojos como platos—. ¡Debe de ser el Asesino!
* * *
En las ramas de un haya, en lo más profundo del bosque, Eco Kittle estaba sentada en el asiento de un columpio, girando de un lado a otro en las manchas de luz mientras escuchaba a Orvin Chipe pedirle matrimonio.
—No creo que haya nadie que te guste más que yo —decía Orvin. Su voz sonaba chillona y dolida, lo que provocaba el enfado de Eco—. Y nos conocemos de toda la vida. Y tú eres la única para mí. Eso es lo que hay.
Por alguna razón, en lo único que Eco podía pensar era en lo largo que tenía el cuello Orvin y en cómo le temblaba la garganta cuando hablaba.
—No soy la única, Orvin —dijo.
—Sí, sí que lo eres. No quiero a nadie más que a ti.
—Eso es una tontería. Si me muriera, te casarías con otra.
—Quizá me casara —dijo Orvin con terquedad—, pero no la querría. Y en cualquier caso, no estás muerta.
—Bueno, no me puedo casar contigo.
Sabía que debía decir que lo sentía y cosas agradables sobre él para suavizar el rechazo, pero no era capaz, así de simple. No consideraba un cumplido en absoluto proponer matrimonio a alguien que no quería que se lo propusieran. Aquello sólo demostraba lo imbécil que era Orvin.
—Creo que me asiste el derecho a conocer tus motivos.
—¿Por qué? —Ahora sí que estaba enfadada. Levantó la voz—. ¿Y quién te da ese derecho? Decir que te quieres casar conmigo no te da ningún derecho sobre mí.
—No estoy diciendo eso —dijo el pobre Orvin, inclinando la cabeza—. Es lo que siento. No puedo evitarlo. Eres tan bonita…
—Eso no es culpa mía.
—Pero escucha, Eco. —Orvin levantó la vista hacia ella perdido, perplejo—. Con alguien tendrás que casarte.
—No tengo por qué.
—Entonces, ¿cómo vas a salir adelante?
—Saldré adelante siendo yo.
A esas palabras siguió un estrépito entre las ramas cercanas y la madre de Eco apareció entre las hojas, con la cara colorada, boquiabierta por el horror.
—¡Eco Kittle! ¿Qué estás diciendo?
—¡Madre! ¿Me has estado espiando?
—¡Por supuesto que no! Velaba por ti, ¿y por qué no? ¿Me voy a quedar de brazos cruzados mientras veo que mi única hija nos deshonra a todos? ¡Pues claro que deberías casarte con Orvin Chipe! ¿Con quién, si no, te vas a casar? Es algo que los Kittle y los Chipe han dado por sentado durante años. Y en cuanto a lo de no casarte con nadie, bueno, eso no es más que una entelequia. Tú quieres tener una familia, ¿verdad? Quieres tener un hogar. Pues te hará falta un marido.
Eco dejó de balancearse adelante y atrás en su asiento. Estaba temblando de forma apenas perceptible, y no quería que su madre lo viera. Echó una mirada a Orvin y vio que este asentía con la cabeza a las palabras de su madre.
—¡Mírame, Eco! —le dijo su madre con brusquedad—. Dime que todo esto no es más que un ataque de estupidez.
—No sé lo que es, madre.
—Entonces, acabemos con este «no puedo» y «no tengo por qué». ¿Qué va a hacer Orvin con eso? Él no quiere una esposa «no tengo por qué». Y tampoco ningún otro joven que se respete.
—No, espero que no la quieran.
—Lo cual significa que acabarás sola.
—Sí, eso espero.
—¡Eco! —Su madre estaba desconcertada además de furiosa—. ¿Es que quieres echar por la borda toda tu vida?
Eco no respondió. ¿Cómo podía decirle a su madre que, para ella, casarse con Orvin Astilla sí que sería tirar toda su vida por la borda? Su madre jamás lo entendería. El gran bosque conocido como el Glimmen era todo el mundo de su madre, y los glimmenenses, la única gente de su mundo. Pero Eco había viajado lejos del Glimmen, y había conocido muchas clases diferentes de gente, y abajo, en el suelo, entre los árboles, pastaba su amado caballo caspiano, Kell, listo para llevarla lejos una vez más, en cuanto ella supiera adónde.
«Tiene que haber más».
—¡Eco! —Su madre dio un pisotón, haciendo que las ramas de apoyo se agitaran—. Orvin está esperando tu respuesta.
—Ya le he dado mi respuesta a Orvin —dijo Eco en voz baja.
Antes de que la señora Kittle pudiera volver a hablar, se oyó un ruido de pisadas procedente de abajo, del suelo, y los tres vieron una extraña y pequeña procesión que avanzaba a toda prisa por uno de los senderos del bosque. Dos hombres corrían juntos acarreando una camilla cubierta por un dosel blanco, de las usadas para transportar a los muertos. Detrás de los dos hombres con la camilla iban otros dos hombres, también corriendo con una segunda camilla.
Los glimmenenses se habían callado al oír el primer ruido, entrenados desde la más temprana infancia para quedarse inmóviles cuando los terrestres atravesaban el bosque. Esperaron hasta que las pisadas se perdieron en la distancia. La madre de Eco estaba a punto de tomar aire para soltar otro airado discursito a su hija, cuando oyeron un grito en la distancia.
—¡Eco Kittle! ¡Ayúdame!
Eco conocía aquella voz.
* * *
Buscador se detuvo, mirando fijamente los caballos y el carromato abandonados en el camino del bosque. Las camillas cubiertas habían desaparecido, y él no tenía ni idea de qué dirección habían tomado aquellos a los que perseguía, sólo que habían desaparecido en el Glimmen. Llamó a gritos de nuevo:
—¡Eco Kittle!
Al no recibir respuesta, tomó el sendero más cercano y echó a correr tras los huidos. Pronto llegó a una encrucijada del sendero, y luego a otra y a otra. Los altos árboles se erguían rodeándolo por completo. Sus frondosas copas bloqueaban la luz del sol y le impedían ver lo que tenía por delante. Fuera cual fuese la dirección que tomara, sólo veía gruesos troncos grises y una maraña de áspera maleza. Tan sólo aquí y allí quedaba al descubierto un trocito de tierra bañado por el sol o se apreciaba el vuelo fugaz de un pájaro. Todos los senderos le parecían iguales y, cuanto más se adentraba corriendo en el bosque, más se estrechaban. Se esforzó por avanzar, guiado por el convencimiento de que por fin se estaba acercando a la presa que había perseguido durante tanto tiempo. En algún lugar, a la sombra de los árboles, estaban huyendo de él, a pie y más despacio que él. Si hubiera sabido qué dirección tomar, les habría dado caza.
Examinó los árboles en busca de pistas, pero todos le parecían iguales y todos se interponían en su camino. Llegó a otra encrucijada de senderos y se detuvo, jadeando quedamente. Ya no distinguía el norte del sur, la izquierda de la derecha. Estaba perdido, exasperado y furioso. ¡Llegar tan cerca y dejarlos escapar otra vez! Soltó un grito de furia. Los árboles le bloqueaban el camino, los árboles lo cercaban, los árboles lo asfixiaban. Levantó ambos brazos y, llevado por la frustración, liberó una explosión de fuerza y un grito huracanado.
Todos los árboles que lo rodeaban se desplomaron. Algunos se partieron, otros fueron arrancados de raíz, algunos más acabaron aplastados por los árboles más grandes que les cayeron encima. En pocos segundos la profunda penumbra fue rasgada violentamente para revelar el resplandor del cielo estival.
Buscador permaneció inmóvil a la repentina luz del sol, horrorizado por lo que había hecho. Entonces, de un árbol que seguía en pie cayó la pequeña figura de Eco Kittle.
—¡Buscador! —gritó—. ¡Ya basta! ¡Por favor!
Él se la quedó mirando con cara de idiota.
—¡No dañes los árboles!
Buscador parpadeó y se pasó una mano por la frente. El soleado aire seguía cargado del polvo levantado por la caída de los árboles, y se oía el crujido de las ramas pequeñas bajo el peso de los troncos derribados a medida que estos se asentaban.
—Ya basta —dijo Eco con lágrimas en los ojos.
Buscador no sabía qué decir.
—Estaban en mi camino. Tenía que encontrar… Tenía que encontrar… Se estaban alejando.
—¿Los hombres que transportaban las camillas?
—¡Sí! ¿Los has visto?
—Se dirigían al norte. Hacia la costa.
—¿Cómo puedo encontrarlos?
—Puedo rastrearlos para ti —dijo Eco.
—¡Entonces guíame! —gritó Buscador—. ¡Rápido!
Eco dio un largo y agudo silbido y Kell salió trotando de la espesura. Montó de un salto y avanzó hasta pararse al lado de Buscador. Tomó su decisión sin dudar ni un instante. Buscador la había fascinado desde la primera vez que lo había visto, cuando él se había negado a ayudarla diciendo: «Tú tienes tu obligación, y yo la mía».
Eco le tendió una mano.
—Sube conmigo.
* * *
Dadivoso se detuvo en el extremo septentrional del camino forestal y señaló triunfal hacia delante entre los árboles.
—¡Ahí está! ¡El Refugio!
El bosque terminaba allí donde la pesada tierra daba paso a las dunas de arena de la costa. El camino se prolongaba un poco más en una lengua de tierra desde la que un largo paso elevado de madera se extendía hasta una pequeña isla. Esa isla estaba rodeada por un alto terraplén y guardaban su único acceso, la cancela del paso elevado, hombres armados. En esos tiempos turbulentos, los ciudadanos más ricos del viejo imperio habían tenido que encontrar cobijo en lugares donde ellos y sus familias pudieran vivir seguros. Ningún sitio era tan seguro como la isla del Refugio.
Dadivoso, su esposa Bendición y sus dos hijos habían viajado a pie dos días para llegar allí. Cuando tenían la isla por fin a la vista, se detuvieron para tomarse un muy merecido descanso. Dadivoso se secó el sudor de la cara colorada y se desabrochó el largo abrigo de invierno para que la brisa marina le refrescara el cuerpo.
—Nuestros problemas se han acabado —le dijo a su esposa—. Una nueva vida en un nuevo hogar.
Bendición suspiró. Después del desastre que había caído sobre Radiancia, ella había dicho que nunca más volvería a ser feliz. La única satisfacción que le quedaba era cada nueva prueba de que tenía razón.
—Es horrible —dijo el hijo mayor de ambos, frunciendo el ceño ante la visión de la inhóspita costa—. Es todo arena.
—Todavía no hemos llegado, hijo —replicó Dadivoso, manteniendo un tono de voz alegre, aunque lo que le apetecía era calentarle las orejas al chico—. No puedes decir eso todavía.
—Puedo —dijo el chico—. Y lo he dicho.
—Bueno, sí, lo has dicho. Pero lo cierto es que no sabrás cómo es hasta que lo veas.
—Sí que lo sé —repuso el chico—. Es horrible.
Dos hombres llegaron caminando pesadamente por el camino del bosque. Transportaban una camilla. Sus abrigos ondearon al pasar y la tela blanca que cubría la camilla tembló. Tras ellos llegaron otros dos hombres con otra camilla, cuya tela se agitó también. Siguieron por el camino hasta el paso elevado y, parándose sobre los tablones, gritaron con voz estentórea hacia la cancela cerrada del muro de protección de la isla. Los guardias les abrieron y desaparecieron en el Refugio.
—Muertos. —A Bendición se le escapó una risita estridente—. Supongo que cabía esperarlo. Vamos a vivir en una isla de muertos.
—¡Hasta ahí podíamos llegar! —gritó Dadivoso, secándose el sudor de las mejillas—. Los muertos no pagan estos precios.
De hecho, el Refugio era el asilo más caro de los de su clase, una circunstancia que Dadivoso encontraba tranquilizadora. Su antigua vida estaba arruinada; su casa, ocupada por ladrones; sus molinos de aceite, destrozados; sus campos de girasol, invadidos por las malas hierbas. Pero no habían encontrado su arcón de chelines de oro y en aquel preciso instante las monedas colgaban pesadamente del forro de su abrigo de invierno. No se había quitado el abrigo durante los tórridos días estivales que había durado su viaje. El calor había sido insufrible, el peso insoportable; pero había seguido adelante con gran esfuerzo por su familia. De cuando en cuando, había reflexionado con amargura sobre lo ingratos que eran; no le demostraban ni una pizca de gratitud, para ser exactos. Pero con el tiempo había descubierto que experimentaba una curiosa satisfacción por sufrir tanto a cambio de tan exigua compensación. La sorprendente iniquidad de su gente se había convertido para él en un título de mérito, y había encontrado en su amargura un regusto dulce.
—Vamos —dijo, reanudando el viaje—. Casi hemos llegado.
* * *
Eco y Buscador salieron a caballo de entre los árboles siguiendo el sendero del bosque que continuaba por el camino de la costa. Allí delante estaban las dunas de arena que conducían a la orilla del mar. El olor a sal flotaba en el aire estival, y podían oír el susurro de las olas.
Eco estudió con atención las huellas del arenoso sendero. Luego, señaló hacia el paso elevado del otro extremo y la isla fortificada a la que conducía.
—Han ido allí.
—¿Estás segura? —dijo Buscador, mirando fijamente la lejanía.
—Estoy segura.
Buscador se bajó de Kell y empezó a avanzar por el camino, escudriñando los detalles del muro y la cancela de la isla.
—No les queda ningún sitio al que huir —dijo. Eco le siguió montada en Kell, maravillada de él. Percibía su absoluta concentración y su impaciencia. Buscador era como una flecha en vuelo: nada lo desviaba de su objetivo.
—¿Quiénes son? —preguntó ella.
—Una anciana. Un anciano.
—¿Ancianos? ¿Y qué quieres de ellos?
—Acabar lo que he empezado.
En ningún momento miró a Eco. No tenía ningún interés en ella; Eco había sido un medio fugaz para alcanzar un fin, nada más. Eco encontraba aquella indiferencia reconfortante. El empuje y seguridad de Buscador se le contagiaban, fuera esa o no la intención de él. A los ojos de Eco, Buscador parecía entregado a una misión que lo superaba. Ella quería lo mismo. «Tiene que haber más».
—No me sigas —dijo él—. Podrías resultar herida.
Y diciendo eso, enfiló el camino que conducía a la isla. Un poco más adelante había un establo al borde de la carretera, un edificio largo con aleros que llegaban hasta poca altura del suelo. Eco desmontó y buscó su sombra. Se quedó observando, achicando los ojos contra la brillante luz, mientras la lejana figura se acercaba al paso elevado. Oyó un débil quejido seguido de un ligero llanto. Los sonidos procedían del otro lado de la pared del establo.
—¿Quién está ahí? —preguntó en voz alta.