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El regreso del Niño Perdido

Encendieron una gran fogata en la plaza del templo, y los vagabundos y los orlanos y la gente de la ciudad se aglomeraron en los soportales para ver la llegada del dios. La luna ascendió en el cielo, y a su luz todos pudieron contemplar el nuevo muro de piedra en la cima de la roca del templo, tras el cual se encontraba el nuevo Jardín. El muro no tenía puertas ni ventanas y doblaba en altura a un hombre. Si el dios iba a entrar en el Jardín, tendría que caer del cielo como una estrella.

La gente aguardaba presa de la excitación y la curiosidad, aunque no estaban muy seguros de hasta qué punto creer.

—¿Cómo va a entrar ahí ningún dios? —decían algunos.

—No hay ningún dios —decían otros—. Nos están contando mentiras, como nos las contaban antes los sacerdotes.

Caressa oía hablar a la gente y se iba poniendo más nerviosa a medida que transcurría la noche. Consultó con Salvaje.

—¿Y si no ocurre nada? ¿Qué hacemos?

—Estrella sabrá qué hacer.

—Salvaje, esa está como una cabra. Sólo hay que mirarla.

—Bueno, tal vez sepa cosas que nosotros no sabemos.

—Y quizá nos esté haciendo hacer el ridículo a los dos.

Estrella Matutina no estaba entre la multitud que abarrotaba la plaza del templo. Nadie sabía con seguridad dónde estaba.

La medianoche llegó y pasó, y algunos se marcharon convencidos de que no llegaría ningún dios. El resto se apelotonaron y se quedaron dormidos alrededor de la resplandeciente fogata.

—Esto es una idiotez —dijo Caressa—. Estoy cansada, y no va a suceder nada. Vayámonos a dormir.

—Duerme tú, si quieres —dijo Salvaje—. Te avisaré si pasa algo.

Y entonces pasó algo. De repente se oyó el sonido lejano de una voz que cantaba y las pisadas de muchos pies. Los que estaban despiertos alrededor de la hoguera despertaron a codazos a sus compañeros que dormían.

—¡Despertad! ¡Viene alguien!

Una columna titilante de faroles llegó serpenteando por la calle y entró en la plaza, y con ella la canción, alta y clara.

Madre que nos hiciste,

Padre que nos guías,

Niño que nos necesitas…

iluminad nuestros días y apaciguad nuestras noches…

Los portadores de los faroles formaban una escolta. Entre ellos, iluminada por la luz oscilante, caminaba Estrella Matutina, con la cabeza alta, la mirada fija en el peñasco del templo, cantando. La multitud se despertó y observó, llena una vez más de impaciencia.

—Es la madrecita —se decían unos a otros—. El Niño vendrá ahora.

Estrella Matutina cruzó la plaza y empezó a subir los muchos tramos de escalones de la ladera del gran peñasco sin dejar de cantar un instante.

Despertamos en tu sombra,

seguimos tus huellas,

dormimos en tus brazos…

Salvaje contempló su ascenso con los ojos resplandecientes.

—¡Eh! —le dijo a Caressa—. Estrella no nos defraudará.

Condúcenos al Jardín

para descansar en él.

Para vivir en él

contigo…

La gente congregada en la plaza la vio reaparecer en la parte superior del peñasco, alumbrada por el corro de faroles que perfilaban su silueta contra el cielo iluminado por la luna. Estrella se paró delante del muro de piedra que iba a ser el nuevo Jardín y dejó de cantar. Como todos los demás en la ciudad esa noche, se puso a esperar la llegada del Niño Perdido.

La visión infundió en la muchedumbre una renovada esperanza.

—Mirad —se decían—. El dios vendrá ahora.

—¿Cómo lo sabremos?

—Lo sabréis sin más. Así es como ocurre con los dioses.

Los cereros se movían entre la multitud, anunciando a gritos su mercancía.

—¡Prended una vela para recibir al dios!

—¿Para qué quiero yo una vela?

—¡Alumbra con una luz para que el Niño Perdido encuentre el camino!

En cuanto una persona hubo comprado una vela y la encendió, los demás empezaron a pensar qué era eso lo que había que hacer, y pronto la plaza fue un mar de llamas. Ya estaban todos despiertos y levantaban la vista con impaciencia hacia el Jardín de las alturas.

—Todavía es pronto —comentaban, viendo el débil parpadeo del lucero del alba en el horizonte, que empezaba a clarear. Aunque todos estaban cansados, nadie dormía. Querían ver la llegada del dios.

Caressa percibía plenamente la tensión.

—Salvaje —dijo en un susurro—, ¿qué hacemos? El sol va a salir y no habrá ningún dios. ¿Qué vamos a hacer?

—Tengo un pálpito, princesa. Tengo la sensación de que va a funcionar.

—Entonces, tendrá que ser pronto. Mira al este.

Muchos ojos miraban al este. Una pálida luz ribeteaba la cordillera. Se levantó el rumor, que corrió entre la multitud, de que el dios llegaría con el alba. Algunos se pusieron a contemplar el resplandor del horizonte; otros mantenían los ojos clavados en el muro de piedra, arriba, en el peñasco del templo, impacientes por ser los primeros en percibir el instante en el que el dios entrara en el Jardín.

—¡Allí! ¡He visto algo! ¡Creo que he visto…!

Una joven que se hallaba entre la multitud señaló con el dedo, tartamudeando de excitación.

—¿El qué? ¿Dónde?

El sol asomó sobre las montañas. La gente miró el peñasco del templo. Los rayos del sol naciente se colaron por las grietas entre las piedras e iluminaron el Jardín como un farol.

Sin previo aviso, Estrella Matutina dejó escapar un grito sobrenatural. El sonido causó sensación; todas las miradas se levantaron para mirar fijamente el resplandor del Jardín.

—¡Lo veo! ¡Lo veo!

Muchos creyeron ver movimiento en el Jardín. La excitación se contagió a cuantos los rodeaban.

—¡Mirad! ¡Algo se está moviendo!

—¿Dónde?

—¡Ya lo veo! ¡Ya lo veo!

—¡Es un niño pequeño! ¡Oh, es el Deseado!

—¡Allí! ¡Sí, lo veo!

En ese momento todo el gentío estaba conmocionado. Aquellos que no habían visto nada al principio suponían ya que también habían visto movimiento: una figura, un niño; llorando de alegría, creyeron.

¡El dios había llegado! ¡El niño los protegería!

—¡Nunca pensé que viviría para ver este día!

—¡Nuestros problemas se han acabado!

Caressa miró desde el peñasco del templo a Salvaje, y de nuevo al peñasco del templo.

—No lo veo, Salvaje. ¿Qué ves tú?

—Veo lo que ellos ven —dijo Salvaje.

Caressa observó a la extasiada multitud y meneó la cabeza con admiración.

—Finge que crees y ellos creerán.

* * *

La gran puerta de la vieja casa de Dadivoso permanecía abierta y el patio interior estaba plagado de hojas y restos de hogueras, pero Estrella Matutina la recordaba bien. Cruzó el patio hasta los escalones de la bodega y bajó al oscuro espacio que se abría debajo. Se detuvo allí, dejando que los ojos se acostumbraran a la luz que entraba por el agujero enrejado de la ventilación. Había estado encadenada allí, y había creído que moriría. Pero a pesar de todo el terror de aquellos días, se dio cuenta de que envidiaba a su yo más joven.

Entonces todavía tenía sus colores; todavía tenía su sueño de convertirse en un Guerrero Místico; aún conservaba su fe en el dios del Jardín.

¿Y qué le quedaba en ese momento?

Había estado observando a la alborozada multitud desde lo alto del peñasco del templo y sólo había sentido tristeza. Había prendido de ella como una manta de oscuridad. Todo había sucedido tal como ella había predicho que ocurriría, pero allí no había nada. La gente creía porque quería creer. Habían pasado la noche esperando y observando la venida del dios, y el dios había llegado. No se sentía superior a ellos. ¿Cómo hubiese podido? Otrora ella también había creído en el dios, y con tan escaso motivo como ellos. El mismo entusiasmo con que aquella multitud aceptaba creer en ese momento le decía que no había dios, sólo el ansia de un dios. Ella compartía esa ansia, pero no podía compartir la fe de aquella gente. Buscador lo entendería.

—¿Dónde estás, Buscador?

Lo dijo en voz alta, sabiendo que no había nadie que la oyera.

—Encuéntrame. Ayúdame. Estoy prisionera aquí en la oscuridad.

En esa ocasión, por supuesto, ninguna voz llegó hasta ella desde la rejilla. Así que volvió a subir las escaleras para salir de la bodega a la resplandeciente luz del patio. Y allí estaba Salvaje.

—He estado buscándote por todas partes —le dijo.

—He evitado estar cerca —dijo Estrella Matutina—. No soy una buena compañía estos días.

—¿Qué te pasa, Estrella? Deberías estar orgullosa. Has hecho que ocurra.

—Para todos los demás, puede. No para mí.

Se sentaron uno al lado del otro en el escalón de la puerta de la vivienda principal. Los brazaletes de Salvaje brillaban al sol.

—Vas a ir a buscarlo, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Crees que eso te ayudará?

—No.

Se sonrieron mutuamente.

—Las cosas cambian constantemente, Estrella. Nunca sabes lo que va a pasar.

—¿Tienes lo que quieres, Salvaje?

—En parte. No todo.

—¿Qué te queda por querer?

—Bueno, ya sabes. Caressa y yo. No parece que seamos capaces de estar sentados y tranquilos. No para de ladrar, la muy perra.

—Tú nunca has sido capaz de estar sentado y callado.

—Tal vez no. Pero te diré una cosa, Estrella, una cosa que no puedo quitarme de la cabeza. Lo primero que le oí a un encapuchado: «Busca tu propia paz». Eso dijo.

—¿Todavía buscas la paz?

—No sé lo que busco. No, yo diría que acabo de rendirme.

—Tal vez la has encontrado.

—No hay ninguna posibilidad. No con Caressa y su cháchara todas horas del día en mis narices.

Uno de los hombres de Salvaje entró en el patio, buscándolo.

—Largo —dijo Salvaje.

El vagabundo retrocedió hasta la calle.

—Siempre hay alguien molestándome.

—Quizás hayas encontrado tu paz —volvió a decir Estrella Matutina—. Puede que, simplemente, no lo sepas. La paz no es lo mismo que la tranquilidad.

—¿Y eso qué es?

—Estar bien contigo mismo. Ser quien realmente eres. Vivir la vida para la que estás hecho.

—¡Eh, Estrella! ¿Dónde has aprendido eso?

—No lo sé. Sólo se me ha ocurrido.

—¿Así que has encontrado tu paz?

—No. Todavía, no. Pero creo que tú sí, Salvaje. Creo que, cuando te estás peleando con Caressa, estás en paz.

Salvaje soltó una gran risotada.

—¡Esa loca de mujer! ¡No me dejará en paz mientras viva!

Estrella Matutina observó la dorada cara risueña de Salvaje y se acordó de cómo lo había amado, con tanta intensidad que sólo mirarlo la hería. Ya no. Ni una pizca.

—Te quiero mucho, Salvaje —dijo.