12


El miedo nos hace crueles

Dadivoso, su esposa Bendición y sus dos hijos recorrían con pesadumbre el camino de vuelta a Radiancia. Dadivoso guardaba silencio, como había hecho durante muchos kilómetros. Cada día que pasaba estaba más cansado. Todavía llevaba su abrigo de invierno, cargado de chelines de oro, pero la verdadera carga que encorvaba sus hombros y silenciaba su lengua era la pérdida de la esperanza. Ya no veía ningún futuro para él y su familia en aquel mundo sin ley. Seguía siendo rico. Seguía convencido de ser una persona distinguida. ¿Cómo había llegado entonces a semejante estado? Deambulaba por la tierra como un vagabundo sin hogar. Se estaba convirtiendo en un vagabundo, y este pensamiento lo aterrorizaba.

Bendición hacía sus particulares ruidos mientras avanzaba. Estaba cantando la canción del coro del templo de los viejos tiempos en Radiancia.

¡Oh, Radiancia! ¡Oh, Radiancia!

¡Esta vida entregamos con humildad!

¡Vuelve a nosotros! ¡Vuelve a nosotros!

¡Sólo vivimos a través de ti!

Y con un aflautado agudo de soprano, concluyó su solo:

¡Recibe nuestro tribuuuto!

Sus hijos rezongaron.

—Ya estás otra vez con eso, mamá.

—¿Quién, yo? —dijo Bendición, asustada.

—Estás perdiendo la chaveta, mamá.

—Esposo, esposo —gimoteó Bendición—. ¿Qué va a ser de nosotros?

Dadivoso no respondió. Mantenía la mirada fija al frente. Carretera adelante había aparecido un hombre muy grande, armado hasta los dientes. Llevaba un hacha de mango corto en el cinturón y una cadena alrededor de la cintura.

—¡Un hachero! —gritó Dadivoso.

Se animaron. Los hacheros habían sido los representantes imperiales de la autoridad en Radiancia. En opinión de Dadivoso, eran los guardianes del orden y la autoridad. Y echó a correr carretera abajo para saludarlo.

—¡Soy Dadivoso —dijo—, antiguo manipulador de la Corona de la Imperial Radiancia! ¡Gracias al gran sol que nos cubre que te hemos encontrado! Por favor, condúcenos hasta tu capitán.

El hachero se quedó mirando fijamente a Dadivoso y a su familia.

—¿Manipulador de la Corona, dices? —repitió—. Qué rollo, ¿no?

—No tan rollo —dijo Dadivoso. No le gustaba la manera en que el hombretón lo estaba mirando.

—Son tus hijos, ¿verdad?

El hachero agarró con un brazo musculoso al mayor. El niño soltó un alarido. El hachero lo arrojó al suelo y le puso un pie en el estómago. El niño aulló y se retorció, y el hachero aumentó la presión del pie. Los gritos se convirtieron en jadeos.

—¿Qué haces? —gritó Dadivoso.

—Llámalo experimento —dijo el hachero—. Compruebo si el muchacho puede soportar todo mi peso.

—¡Detente! ¡Lo vas a aplastar!

—Cierto. Podría. Así que, ¿qué me vas a dar para que no lo haga?

—¿Darte? No te entiendo.

Bendición, que había permanecido en silencio pasajeramente horrorizada por el giro de los acontecimientos, encontró la voz de nuevo.

—¡Dale tu abrigo, esposo! ¡Tu abrigo!

—Tu abrigo, ¿eh? —dijo el hachero, mirando con interés el abrigo de Dadivoso—. Echémosle un vistazo a tu abrigo.

—¡No! —gritó Dadivoso, arrebujándose—. ¡No puedes hacer eso!

El hachero aumentó la presión sobre la criatura, que se retorcía.

—Me parece que el niño no tiene la fuerza necesaria —dijo.

Bendición gritó:

—¡Dale el abrigo!

—¡No! —Dadivoso se aferró más a su abrigo. Era todo lo que conservaba de su antigua condición.

—¡Matará a nuestro hijo!

El hachero aumentó la presión un poco más, estudiando al niño mientras lo hacía.

—Todo grasa —dijo—. Nada de músculo. La grasa no opone resistencia.

—¡Esposo!

En ese preciso instante, Estrella Matutina apareció en la curva del camino. Desesperada, Bendición le pidió ayuda a gritos.

—¡Está matando a mi hijo! ¡Dale el abrigo! ¡Díselo a mi esposo!

—Eso está bien —dijo el hachero, volviéndose hacia la recién llegada—. Díselo.

Estrella Matutina levantó una mano. El hachero soltó un grito ahogado y se tambaleó como si le hubieran dado un garrotazo en el estómago. Estrella Matutina hizo oscilar la mano de un lado a otro y el hombretón perdió el equilibrio y cayó de espaldas, liberando al niño del suelo. El crío se alejó como pudo, gimoteando de terror, para lanzarse a los brazos de su madre, que lo estrechó con todas sus fuerzas.

—¡Mi niño! ¡Mi pequeño! ¿Estás herido? ¡Ay, qué animal!

Bendición levantó entonces la vista para darle las gracias a su salvadora y, de repente, la reconoció.

—¡Tú! —gritó.

Estrella Matutina también la había reconocido en cuanto la había visto. Pero en ese momento sólo deseaba continuar su camino.

—¡Esposo, mira! Es la chica que nos trajiste, ¡la que tenía los sueños! ¡Es mi hija!

Estrella Matutina negó con la cabeza.

—No soy tu hija —dijo.

—Eres una de ellos —dijo Dadivoso, mirando con atención su ropa—. Eres uno de los aniquiladores.

Por un momento pareció que empezaría a gritarle, pero se le quebró la voz y se estremeció.

—Uno de los Guerreros Místicos, eso es lo que eres. —Dadivoso temblaba—. Has salvado a mi hijo.

El hombre miró al asombrado hachero tendido en el suelo y a su hijo, que sollozaba entre los brazos de su esposa; se hincó de rodillas y rompió a llorar.

—¿Qué voy a hacer? —dijo—. ¿Adónde iremos? El mundo se ha vuelto loco. ¡Salvadnos a todos, Guerreros Místicos! ¡Salvadnos a todos!

Estrella Matutina oyó el tintineo del abrigo de Dadivoso cuando este se dejó caer de rodillas, y supuso lo que contenía.

—¿El hachero ha intentado robarte el abrigo?

—¡Mi oro! Lo único que me queda. Todo lo que tengo.

—Todo, no. Tienes una esposa e hijos.

—Mi oro es para protegerlos.

—Y sin embargo, parece que tu oro hace que estéis menos seguros, no más.

—¿Cómo si no vamos a vivir?

—Tus hijos son jóvenes y fuertes. Permite que encuentren una manera de vivir para todos.

—¿Mis hijos?

Dadivoso miró a sus hijos de hito en hito. Ellos lo miraron a su vez, y por primera vez desapareció la tristeza.

—Podemos hacerlo, papá.

—No te preocupes, papá. Conseguiremos comida y cosas.

Bendición abrazó a los dos.

—¡Mira! ¿No te he dicho siempre que son unos chicos estupendos?

—Pero… —protestó Dadivoso—. ¿Cómo…? ¿Qué…?

—Quítate el abrigo —dijo Estrella Matutina—. Cuélgalo de un árbol al borde del camino. Y sigue a tus hijos.

Y, dicho esto, siguió caminando.

Bendición la observó desaparecer de la vista.

—Sé que fue mi hija en otra vida —dijo—. Da igual lo que diga.

—Bueno, bueno —dijo Dadivoso, levantándose y secándose los ojos con unos ligeros toques—. Tal vez lo fuera.

Se quitó el abrigo despacio y lo colgó de la rama de un árbol. No teniendo ya que doblar la cerviz por el peso del oro, recobró la confianza. Sintió el aire fresco en la piel. Miró el camino que iba hacia el sur. La tierra estaba sumida en el caos; no había orden. Pero quizás hubiera una oportunidad, si no para él para sus hijos.

—Vamos, queridos —dijo—. Ya no tenemos nada que perder. Las cosas sólo pueden mejorar. ¡Adelante, chicos!

Reemprendieron la marcha una vez más, rodeando con cuidado al inconsciente hachero, y Dadivoso mantuvo la cabeza alta mientras seguía a sus hijos.

* * *

Estrella Matutina ya había olvidado el encuentro. Se movía deprisa y en un estado de pasmado temor. Desde su encuentro con el Niño Feliz el mundo había adquirido una intensidad de color que no había visto nunca con anterioridad. Los árboles del borde del camino vibraban llenos de azules y verdes, como si se estiraran con todas sus fuerzas hacia arriba, rezando. Los pájaros pasaban como flechas, dejando estelas naranja en el aire. Los lentos bueyes que tiraban de pesadas carretas se movían en desvaídas nubes amarillas, mientras, a su lado, los viajeros caminaban a grandes zancadas envueltos en capas de granate y turquesa. El mismo suelo que pisaba resplandecía con una neblina nacarada, como si estuviera encantado de soportar su peso.

Iba en busca de Buscador, aunque no tenía manera de saber dónde estaba. Inspirada por el Niño Feliz, creía ya que esa era su misión y el propósito para el que había adquirido sus dones especiales. No dudó ni por un instante que lo encontraría. Todo lo que tenía que hacer era pasear por aquel mundo recién nacido con los ojos bien abiertos, y daría con él.

Hacia el final del día un escuadrón de orlanos a caballo la adelantó. Las auras de los hombres eran amarillo mostaza chillón, el color de la brutalidad, pero los caballos resplandecían de azul claro, inocentes de la naturaleza más tosca de sus jinetes. Se trataba de un grupo harapiento, con los cinturones repletos de armas al estilo de los bandidos, e iban muy animados. Le gritaron cuando pasaron por su lado.

—¿Buscas compañía, cariño? Este es un camino largo y solitario. Puedes montar con nosotros a cambio de un beso.

Estrella Matutina negó con la cabeza.

—No seas tímida, preciosa. —La rodearon con sus caspianos, empujándola con las piernas—. Pronto te sentirás lo bastante orgullosa de conocernos. ¡Tenemos un nuevo Chajan! La nación orlana cabalga de nuevo.

—¡Y también es extranjero! —gritó otro—, ¡con unos ojos que todos los hombres obedecen!

Oír aquello despertó el interés de Estrella Matutina.

—¿Qué extranjero?

—¿Y quién lo sabe? Vamos a verlo por nosotros mismos. Pero dicen que el hijo del viejo Chajan, Alva, intentó agarrar el látigo, y que el extranjero lo derribó de un único golpe.

—¿El extranjero tiene poderes fuera de lo corriente, entonces?

—Considéralo así. Vamos a reunimos en el fuerte viejo. Entonces lo veremos por nosotros mismos.

Y diciendo aquello siguieron su camino a caballo. Estrella Matutina no conocía ningún fuerte viejo, pero supuso que estaría más adelante por aquel camino. En cuanto a aquel extranjero que se había convertido en el nuevo Chajan de los orlanos, lo único que se le ocurrió fue que se trataba del propio Buscador. Era Buscador quien había hecho añicos el orgullo de los orlanos. ¿Quién más tenía el poder para dirigir semejante ejército?

Se lo imaginó andando a su lado, como había hecho hacía mucho tiempo camino de Radiancia. Para los demás él podía ser el poseedor de un poder incomprensible. Para ella era el mejor amigo que había tenido jamás. Era la única persona, aparte del Niño Feliz, que la conocía bien, aunque no lo supiera todo de ella. Cuando se habían separado, hacía ya muchos meses, él le había dicho: «No te despidas». Había sido su manera de decir que volverían a encontrarse, y ella nunca lo había dudado. Desde su primer encuentro, cuando se habían tocado las manos, había sabido que siempre podría contar con él. En ese momento, mientras recorría el camino en penumbra, comprendió la importancia que aquella certeza tenía para ella: en alguna parte había un lugar seguro en un mundo difícil, y amor en un mundo cruel.

«¿Es eso lo que siento? ¿Amor?».

Había amado a Salvaje. Con Buscador era diferente. No era amor en realidad lo que sentía, ni aquella dolorosa necesidad apremiante que tanto la había avergonzado y excitado. Cuando pensaba en Buscador, sólo sentía la alegría de su presencia. No tenía secretos para él. Incluso entonces, en tiempos tan peligrosos, estaba deseando hablarle de su insensata pasión por Salvaje, y de cómo esta había terminado tan bruscamente como había empezado. Se reiría de ella, y la comprendería, y sería su amigo. Se recordó tumbada de espaldas sobre la hierba nocturna, al borde de un camino muy parecido a aquel, mirando las estrellas y oyendo a Buscador hablar en voz baja a Salvaje. Había hablado sobre el dolor del mundo, y de cuánto deseaba hacer que hubiera luz, y de cuánto quería acercarse a la luz. «Tan cerca que me deslumbre y me inunde. Tan cerca que ya ni siquiera sea yo». Aquellas fueron sus palabras. El Niño Feliz había dicho lo mismo con otras diferentes: «Cuando superemos la separación que nos mantiene alejados, nos convertiremos en dios». Buscador lo entendería.

Estaba cayendo la noche, la primera que pasaba en aquel mundo nuevo y más brillante. Cuando las sombras se hicieron más profundas, la multitud de colores se desvaneció, y los árboles y el camino y el cielo en las alturas se inmovilizaron para irse a dormir. Y ella también debía hacerlo.

La hierba del verano crecía alta a ambos lados del camino, tan alta como la cintura de Estrella Matutina. Se adentró un poco en ella y aplanó un espacio lo bastante grande para tumbarse. La hierba aplastada le hizo de cama, y la que permanecía enhiesta, de paredes, así tuvo una pequeña y secreta casa para pasar la noche. Se tumbó vestida, con la estola enrollada bajo su cabeza a modo de almohada.

En cuanto se tumbó y la penumbra se convirtió en noche, el mundo quedó en una gran calma. Tan molesta como había sido la brisa de día, en ese momento el aire se aquietó y la hierba se quedó inmóvil. Las estrellas empezaron a aparecer en lo alto, brillantes sus distantes colores como si fueran joyas. Estrella permaneció en silencio y las contempló largamente, y tuvo la sensación de estar navegando, como si ella y la tierra que tenía debajo se alejaran bajo el cielo lleno de lentejuelas.

Oyó entonces un leve chasquido en la hierba y percibió un movimiento cercano. Observó, escuchando. Y la vio: una forma más oscura entre la vegetación, inmóvil ya. Sin embargo, la hierba de alrededor se estremeció. Alguien la estaba observando.

Tranquilizó su palpitante corazón e hizo acopio de lir, tal y como le habían enseñado. Con calma, se puso de pie, las manos sueltas a los costados y los sentidos aguzados, lista para responder a cualquier ataque.

La forma no se movió. Estaba demasiado oscuro para leer su aura. Quienquiera que fuera debía de estar en cuclillas o arrodillado, a fin de que la hierba lo ocultara. Estrella esperó un buen rato, absolutamente inmóvil. Entonces una mano se levantó hacia ella y Estrella Matutina dio un salto. En pleno aire, con los sentidos trabajando a toda velocidad, vio la figura agazapada bajo ella, captó su intento de levantarse a causa del susto, y Estrella apuntó el talón de su pie izquierdo y la alcanzó en la sien en su descenso. La forma cayó al suelo despatarrada. Estrella aterrizó sobre la hierba aplastada junto a la figura que yacía inmóvil, semiinconsciente a causa del golpe.

Era Andrajos.

—¡Oh, Andrajos! ¡Oh, niño tonto! ¿Por qué no me has dicho nada?

Estrella lo puso de espaldas y le palmeó las mejillas. Andrajos volvió a la realidad lentamente y la miró parpadeando. Al principio no pareció creer lo que estaba viendo. Luego, se puso a llorar.

—Lo siento —dijo Estrella Matutina—. No sabía que fueras tú. ¿Te duele mucho?

El niño negó con la cabeza y siguió llorando.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Me estabas siguiendo?

Andrajos asintió con la cabeza.

—¡Ay, Andrajos! —suspiró ella—. ¿Qué voy a hacer contigo?

Le habló con ternura, conmovida por la expresión de sufrimiento de aquella cara tierna y delgada.

—No importa —dijo el chico—. Mientras esté contigo.

—No puedes estar conmigo, Andrajos. Eso me complicará las cosas. Tengo que ir sola.

—Pues ve sola —dijo él—. Yo iré detrás. No tienes que hablarme ni preocuparte de mí. Será como si no estuviera.

Se limpió las lágrimas de los ojos con los puños, dejándose unos manchurrones en las mejillas llenas de roña.

No tenía sentido decir nada más esa noche, así que dejó que se quedara con ella hasta la mañana. Se prepararon para dormir: Estrella Matutina en una habitación cercada de hierba y Andrajos en otra contigua. Estrella Matutina decidió en silencio que se largaría a hurtadillas con las primeras luces, antes de que Andrajos se levantara.

* * *

Estrella se despertó con la neblina color lavanda del nuevo día. «¡Qué hermoso!», fue su primer pensamiento. «Está despierto», fue su segundo pensamiento.

Mientras se desperezaba para quitarse el sueño del cuerpo, allí estaba él, con el pecho hundido en la hierba, mirándola con su cara sucia y sus ojos hambrientos.

—Por favor, Andrajos —dijo Estrella—. Te lo suplico. No me sigas. Vuelve con los otros. Nos reuniremos más tarde.

El niño torció el gesto y bajó la mirada.

—No te voy a dejar ahora —masculló—. No te voy a dejar nunca.

Estrella Matutina supo que no tenía elección.

—Mírame, Andrajos —dijo.

Ella le sostuvo la mirada y, durante una fracción de segundo, lo inundó con la fuerza de su lir. Andrajos tuvo un sobresalto, como si lo hubiera golpeado, y se desplomó en el suelo. Estrella se arrodilló a su lado y le acarició suavemente la frente mientras permanecía tumbado en la larga hierba. Respiraba acompasadamente. Se despertaría ileso.

Estrella Matutina se puso en camino una vez más. Mientras avanzaba le pareció que la tierra llena de colores estaba cantando. Entonces se dio cuenta que la acompañaba en su marcha un sonido cantarín que procedía de la zanja del borde del camino. El sonido corría con el agua. La corriente era demasiado poco profunda y turbia para beber, pero cuanto más caminaba, más profunda era el agua que borboteaba en la zanja. Luego, más adelante, vio el edificio de una granja abandonada con un pozo en el patio. El agua salía a borbotones del pozo.

Se acercó chapoteando en el suelo embarrado y hundió las manos en las frías profundidades. Bebió agradecida hasta saciarse. Y cuando ya no pudo beber más, se mojó la cara, el pelo y la ropa, empapándose hasta la piel, sabedora de que el sol ardiente no tardaría en secarla.

Entretenida lavándose, con el agua que caía en cascada resonando en sus oídos, no percibió a los jinetes que se acercaban al pozo. Cuando por fin se incorporó y se apartó el pelo mojado de los ojos, la habían rodeado. Por su ropa y los caballos supo que se trataba de otro grupo de orlanos. Los jinetes cerraron el círculo a su alrededor y se quedaron mirándola fijamente con aire burlón.

—Mirad lo que tenemos aquí —dijo uno. Era un tipo de pecho ancho y pelo moreno que movía la cara espasmódicamente al hablar. Su palpitante aura naranja le dijo a Estrella Matutina que se encontraba en un peligroso estado de excitación—. Tenemos a una niña encapuchada para nosotros.

—Déjala en paz, Alva —dijo uno de los otros.

Así que ese era Alva Chajan, el que había perdido la jefatura de los orlanos a manos de un extranjero.

—Dejo en paz a quien me da la gana —ladró Alva—, y me meto con quien me da la gana. Fueron los encapuchados los que acabaron con mi padre.

—Pero es sólo una niña.

—Pero… ¡menuda niña! —dijo otro.

Todos se rieron. Alva también sonrió burlón mirando a Estrella Matutina sin desmontar.

—Miradla con la ropa mojada —dijo.

Hizo un gesto a sus hombres para que desmontaran. Estrella Matutina estaba muy quieta, preparándose para defenderse. Calculó que serían unos quince. El principal inconveniente era que los orlanos la rodeaban, de modo que podría manejar a los que tenía delante, pero los de detrás serían un problema.

Alva se le acercó contoneando las caderas y haciendo ejercicios con los brazos. No había perdido su sonrisa burlona.

—La ropa mojada —dijo Alva, y meneó un dedo de un lado a otro—. ¡No, no! Podrías pillar un resfriado.

Los otros se rieron al oírlo.

De repente unos brazos fuertes agarraron a Estrella Matutina por detrás y la sujetaron con fuerza. Al mismo tiempo le echaron un abrigo sobre la cabeza y se lo ciñeron con fuerza. A través de la gruesa tela oyó las carcajadas de los orlanos y la voz de Alva Chajan.

—¡Quitémosle la ropa mojada!

Se oyó un terrible alarido procedente de un lado. Fuera lo que fuese aquello, pilló a los orlanos desprevenidos. Estrella Matutina sintió que quien la sujetaba aflojaba la presión y aprovechó la oportunidad. Se zafó y se quitó de encima el sofocante abrigo.

Una pequeña figura gritona estaba atacando a Alva Chajan, aporreándolo, mordiéndolo y dándole patadas. Alva lo agarró con su poderosa zarpa y se lo quitó de encima con violencia.

Era Andrajos, que gritaba como un animal salvaje.

—¡Andrajos! —gritó Estrella Matutina—. ¡Huye!

—¡Pequeña rata vagabunda! —gritó Alva.

Agarrando firmemente a Andrajos con su mano izquierda le descargó un puñetazo en la barbilla con una fuerza despiadada. Se oyó un crujido y la cabeza de Andrajos cayó bruscamente hacia atrás. El cuerpo del niño quedó inerte y Alva lo arrojó al suelo. Luego, se palpó la cara y encontró sangre.

—Esta pequeña rata vagabunda me ha arañado —dijo. Se volvió hacia Estrella Matutina—. A esta la quiero viva. Sólo lo suficiente para divertirme un poco con ella, ¿eh, pequeña encapuchada?

Alva sonrió burlón. Estrella Matutina sintió que una cólera incontrolable la invadía. Los colores del mundo se volvieron negros.

Alva se acercó, seguro de no encontrar resistencia, y tendió los brazos en una parodia de abrazo.

—¿Qué te parecería darle un beso al gran hombre? Nunca lo has probado. Tal vez te guste.

La oscuridad se extendió por el mundo como la noche.

—Estás muy guapa mojada. Deberías remojarte más a menudo.

Ya estaba muy cerca, oscuro en la oscuridad.

—Voy a disfrutar de esto.

Estrella Matutina atacó, y toda la fuerza que bullía en su interior salió en un arranque de cólera. Alva salió volando hacia atrás con un grito de dolor y de sorpresa, y siguió rodando bajo el impacto del rayo de fuerza, deslizándose sobre el resbaladizo barro hasta estrellarse contra la pared del granero, donde se paró. Estrella Matutina arrolló a los demás orlanos que la rodeaban, aullando como un animal salvaje, derramando su fuerza, derribándolos a ellos y haciendo caer sus caballos caspianos. Hasta que no quedó nadie por aplastar o por huir y no hubo nadie más a quien golpear no se detuvo, e incluso entonces de su boca abierta siguió saliendo un grito.

Finalmente se desplomó en silencio, exhausta y temblorosa, temerosa del mundo en sombras, temerosa de sí misma. Oyó el canto del agua que manaba del pozo. Lentamente, la oscuridad la abandonó y el sol regresó, brillando sobre el suelo embarrado.

Allí, delante de ella, yacía el cuerpo inmóvil de Andrajos. Se acercó a él y se arrodilló a su lado con todo el cuerpo sacudido por el agotamiento. Supo antes de tocarlo que no había esperanza. La muerte no tiene color.

—¡Oh, Andrajos! —susurró, y las lágrimas le anegaron los ojos—. Nunca debiste seguirme. Te dije que volvieras. —Lloró por él y por ella, sabedora de que había sido la causa de la muerte de Andrajos—. Deseabas tanto hacerte mayor… Y creciste, Andrajos. Al final fuiste un hombre. Un hombre de verdad.

Alva se había levantado a duras penas y en ese momento estaba subiendo vacilante a lomos de su caballo. Algunos de los otros ya se alejaban en sus monturas. Alva lanzó una mirada de odio a Estrella Matutina, pero al ver que ella lo miraba se dio la vuelta y espoleó su caballo caspiano para que se moviera.

Estrella Matutina se acercó como pudo al viejo granero y se tumbó a la sombra.

¿Cómo podían ser tan crueles los hombres? ¿Qué los impulsaba a querer hacer daño y matar?

Incluso entonces sabía la respuesta. Podía ver la cara lasciva de Alva Chajan; podía saborear el agrio terror en su boca. Sí, si podía le haría daño. Si podía, lo mataría.

«El miedo nos hace crueles».