10


El anciano del espejo

Buscador se agachó y cerró los ojos. El vértigo había vuelto. Tuvo un escalofrío, sintió el sudor en la cara. Una vez más, la creciente oleada alcanzó la base de su garganta y creyó que iba a vomitar. Quería vomitar. Vomitar el veneno que llevaba dentro. Pero no salió nada.

—Quédate, pues —dijo—. No puedes hacerme daño.

Se levantó una vez más y miró a su alrededor. El mar de hierba se extendía hasta donde alcanzaba su vista. Ni caminos ni senderos; ni siquiera el que había abierto él para llegar allí. Las hierbas habían borrado cualquier señal de su paso.

«Muy bien, pues. Puesto que no sé qué camino tomar, no iré a ningún sitio».

Cerró los ojos y se puso a caminar a ciegas. Se abrió paso por la hierba sin importarle su rumbo: el cazador convertido en trotamundos.

«Cumple tu plan como un extraño». Así se lo habían enseñado en el Nom.

Al principio avanzó con paso vacilante, temiendo tropezar y perder el equilibrio. Pero al descubrir que el suelo permanecía firme bajo sus pies, cobró confianza y avanzó a paso ligero y a grandes zancadas. Al cerrar los ojos y, por consiguiente, negarse a buscar un único destino, puso a su alcance todos los destinos. Podía acabar en cualquier parte del mundo. Sólo con que fuera capaz de mantener los ojos cerrados el tiempo suficiente, tarde o temprano acabaría yendo cuando menos a algún sitio nuevo.

Al cabo de un rato notó que la hierba cambiaba a su alrededor. Oyó el graznido de los grajos. Donde había grajos, había árboles: Se detuvo y abrió los ojos. No lejos de allí, más adelante, vio unos árboles y, entre los árboles, un edificio. No era la casa de la puerta azul; era bastante más imponente. La ondulante hierba se terminó de repente y se encontró caminando por lo que otrora había sido un pastizal y era a la sazón un campo de hierbajos resecos por el sol. Ante él se levantaba una auténtica mansión. Dos alas de una sola planta con columnata sobresalían como brazos acogedores a ambos lados de un bloque central de dos pisos. Buscador se estaba acercando a lo que debía de ser la parte posterior de la mansión, una amplia terraza de piedra sobre la que se abría una hilera de cinco altos ventanales. En uno de aquellos ventanales, de pie, mirándolo fijamente, había un anciano delgado y encorvado que sujetaba un bastón largo y fino.

Buscador echó a correr, ilusionado. El anciano, estaba convencido, lo esperaba. Dio con los peldaños por los que se accedía a la terraza. Vio entonces que a las ventanas les faltaban los cristales. Había trozos de cristal entre los hierbajos de la terraza. Los marcos de madera de un par de ellas estaban abiertos, pero la figura que había visto allí esperando había desaparecido. Mientras dudaba si entrar o no, oyó abrirse y cerrarse una puerta en el interior. Una sensación de extrema prisa se apoderó de él. Debía encontrar al anciano.

La habitación a la que entró por el marco abierto era larga y alta, y sus cinco altos ventanales hacían juego con los de la pared opuesta. Entre cada par de ventanas colgaban unos espejos altos, muchos de ellos agrietados, que se sumaban al resplandor de la luz diurna. La habitación estaba vacía, a excepción de un único sillón de orejas colocado en el centro, y de una copa de vino vacía, de pie en el suelo lustroso. En el extremo opuesto había unas puertas dobles. Una de esas puertas se estaba cerrando despacio.

Buscador atravesó la habitación con aire resuelto, alcanzando a ver su tembloroso reflejo a medida que pasaba frente a los espejos, y abrió la puerta de vaivén. Más allá se abría un pasillo más pequeño, del cual arrancaba una elegante escalera. Al pie de la escalera había tres grandes baúles de cuero abiertos, de los que salía un revoltijo de ropa. Más arriba, en los peldaños, yacían las pruebas del paso lejano de los saqueadores: el marco roto de un cuadro, un zapato de mujer y un pequeño perfumero de cristal azul caído y sin el corcho.

Oyó unos pasos en el piso de arriba.

Buscador subió los escalones dando saltos y vio ante sí un largo corredor central con puertas a ambos lados, todas cerradas. Intentó abrir una; no tenía el pestillo echado. La habitación había sido un dormitorio, pero los saqueadores lo habían despojado de toda su ropa de cama, dejando sólo el pesado armazón de la cama y los restos de un colchón. Un ratón, asustado por la entrada de Buscador, se escabulló de los restos del colchón acuchillado y desapareció bajo el zócalo. La ventana, con el pestillo roto, estaba abierta.

Buscador recorrió todo el pasillo hasta el final, donde una segunda escalera descendía a la planta baja. Allí se detuvo a escuchar los ruidos del hombre que había visto. Oyó el zumbido de las moscas y los graznidos de los grajos en los árboles de fuera. Oyó su propia respiración. Nada más.

Entonces, de abajo le llegó un débil tintineo. De inmediato le vino a la mente la solitaria copa de vino en el suelo, junto al sillón. Bajó corriendo las escaleras y volvió a entrar en el largo corredor de los espejos. Estaba desierto, como antes. Pero la copa de vino había caído y rodaba lentamente trazando un arco.

Buscador permaneció inmóvil, mirando hacia todas partes, intentando entender qué estaba ocurriendo. Los espejos de las paredes opuestas lo reflejaban hasta el infinito. Se quedó mirando de hito en hito su imagen superpuesta, y dijo en voz alta:

—Estoy aquí.

No hubo respuesta.

Entonces, su mirada errante captó algo nuevo reflejado en los espejos: el sillón, con su alto respaldo hacia él y, en el brazo, la mano de un anciano.

Buscador rodeó el sillón, dando los pocos pasos necesarios para ponerse frente a él. Estaba vacío.

Le dio la espalda al sillón y miró en el espejo. Se vio allí, de pie, con el sillón a su lado. Y en el sillón estaba sentado un hombre muy anciano.

No era Jango. Aquel anciano era mucho, mucho más viejo. Su cara parecía haberse secado y encogido con la edad, y no tenía ni un pelo. Los huesos de la cabeza, su frente, la nariz y las mejillas sobresalían como de una máscara grotesca. El viejo tenía un cuello tan delgado que se veían la tráquea y los dos tendones a ambos lados, todo perfectamente definido. Pero aquellos signos de extremada vejez carecían de relevancia porque sus ojos brillaban de vitalidad.

Buscador era incapaz de apartar la vista de ellos. Le sostuvo la mirada al viejo en el espejo, y en sus ojos vio una inteligencia penetrante y una comprensión compasiva, y una inmensa reserva de poder latente. Tal vez el cuerpo estuviera deshecho, pero los ojos demostraban que la fuerza interior seguía tan vital como en la juventud. Buscador miró fijamente aquellos ojos y sintió que estaba cayendo a su interior, y que su caída no tenía fin.

Apartó la cabeza del espejo con una sacudida para mirar directamente al sillón. Estaba vacío.

Como un tonto, queriendo creer que sus ojos lo engañaban, palpó el sillón con las manos. Nada. Volvió a mirar el espejo. Nada. Se sentó en el sillón, adoptando la postura del anciano, con una mano en el brazo izquierdo del sillón, la otra en… ¿Qué sostenía en la mano derecha? Recordó la imagen. Un bastón. No, una espada. La mano derecha había sostenido una larga y fina hoja. ¿Por qué no había prestado atención a eso antes?

Colocó su mano derecha como si él también sostuviera una espada, y volvió a mirar al espejo. Allí, devolviéndole la mirada desde el sillón con la misma intensidad y la espada en la mano, estaba el anciano.

Esta vez Buscador no apartó la vista.

—Heme aquí —dijo.

El anciano hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza. Vio entonces Buscador que llevaba una estola sobre los hombros; tan desteñida que era casi blanca y con los bordes deshilachados pero, pese a todo, una estola.

—Eres un Guerrero Místico —dijo Buscador.

El anciano volvió a asentir con la cabeza.

—Y tú eres Buscador de la Verdad —respondió el viejo.

Su voz era como sus ojos: profunda y clara y enérgica. Al oírla, Buscador tuvo un estremecimiento. Miró a los ojos al anciano mientras escuchaba, y tuvo la sensación de estar cayendo. Se aferró a los brazos del sillón.

—Lo has hecho bien —dijo el anciano.

—No —contestó Buscador. No tenía nada que ocultar. Aquellos ojos lo tenían sujeto y penetraban en él—. No he conseguido hacer aquello que se me envió a hacer.

—Hay poco que temer del fracaso —dijo el anciano. Una sonrisa repentina formó unas profundas arrugas en la seca piel alrededor de su boca—. El fracaso es el final de un camino y el principio del siguiente. Has hecho un largo viaje. Tienes que ir más lejos.

Cuanto más lo miraba Buscador a los ojos, más le gustaba el anciano. Notaba la mirada del hombre clavada en él como un niño siente el cariñoso examen de su padre. Sintió que se le conocía, valoraba y amaba.

—¿Quién eres?

—Soy Noman —fue la respuesta.

Buscador miró entonces aquella marchita cara con sobrecogimiento. Aquel era el único ser vivo que había entrado en el Jardín y llegado a estar cara a cara con el Todo y Único. Aquel era el fundador de los Guerreros Místicos y quien había escrito su Regla. Aquel era el caudillo que había renunciado a todo su poder para vivir con sencillez y en la verdad, sin poseer nada y sin construir ninguna morada duradera. Buscador encontraría, por fin, las respuestas que buscaba.

—Dime qué he de hacer —dijo—. Dime cómo utilizar los poderes que se me han otorgado. Dime adónde debo ir. No puedo seguir así, perdido y solo.

—¿Perdido y solo? —La mirada del anciano lo reconvino—. ¿Es que no estoy contigo? ¿Es que no he estado siempre contigo?

—No lo sabía.

—Pero ya lo sabes. Y sabes que siempre lo has sabido.

—Sí. —Así era. La certeza que se le brindaba incluía en cierta manera el pasado, además del futuro.

—Tu conocimiento es mayor de lo que crees. Espéralo.

—Dímelo ahora. Haz que entienda ahora. —Buscador notó que subía la voz fruto de la agitación, aunque vio que el anciano meneaba lentamente la cabeza—. ¿Por qué he de ser mantenido en la oscuridad?

—No puedo vivir tu vida por ti —dijo Noman—. Este es tu viaje, no el mío.

—¿Qué viaje?

—Debes encontrar tu propio camino.

—¿Cómo? ¿Por qué? —Cuando Buscador comprendió que no iba a recibir las órdenes que ansiaba, dio rienda suelta a la decepción—. ¿Cómo puedo saber adónde he de ir? Dices que siempre has estado conmigo. Entonces, guíame. Instrúyeme. Dame órdenes. Estoy preparado para hacer todo lo que pueda, dispuesto a obedecer, pero ¿cómo puedo obedecer, si no sé lo que he de hacer?

Estaba a punto de llorar, y avergonzado por su debilidad, pero no podía evitarlo. Se mordió el labio para evitar estallar en sollozos y miró fijamente al anciano con ojos suplicantes.

—Buscador —dijo Noman—, no quiero tu obediencia. He sabido lo que es mandar a los hombres. Aquellos que ejecutan mis órdenes no son más inteligentes que mis propias manos.

Y extendió sus manos frágiles y huesudas.

—Mis manos no saben nada. Mis manos morirán cuando yo muera.

Levantó la vista, y el brillo de sus ojos volvió a asustar a Buscador.

—Debes vivir tu propia vida y morir tu propia muerte. Tu vida es un experimento que busca la verdad.

—¿Y si el experimento fracasa? —preguntó Buscador—. ¿Y si no soy lo bastante fuerte?

—Puedes fracasar. Ya ha ocurrido otras veces. Si fracasas, sabré que estaba equivocado.

—He fracasado. Se me envió a matar a siete eruditos. Cinco están muertos. A uno lo llevo dentro. Pero el séptimo huyó.

—Entonces, continuarás buscándolo.

—Se escapó en un barco. Vi cómo se llevaban la camilla. Vi el bote alejarse mar adentro.

—Aquella camilla estaba vacía; ha estado vacía siempre. El último erudito está aquí, ahora, en el viejo reino.

Buscador oyó aquellas palabras lleno de asombro. Así que su persecución todavía no había terminado.

—¿Dónde?

—Está en el centro de una gran reunión de personas. Se está preparando para cosechar sus vidas. —La voz de Noman adquirió un deje de amargura—. Se llama Manlir. ¿Crees que eres el único que ha fracasado? Manlir fue mi primer gran fracaso.

—¿Manlir?

Buscador recordó a la erudita de la nube de tierra, que se había referido a uno de sus compañeros como «Manny».

—Manlir era el mejor de nosotros —dijo Noman—. Escogió la senda del conocimiento. Yo escogí la de la fe. Ambas son necesarias. Fue él quien descubrió la fuerza que había en nosotros, la fuerza que habitaba todas las cosas vivas, que él llamó lir. Pero cuando Manlir se hizo viejo y vio que se acercaba su propia muerte, se enfureció y se asustó. Temía la muerte, y utilizó el poder de su conocimiento para encontrar una manera de prolongar su vida. De volver a ser joven.

—Se apodera del lir de los demás —dijo Buscador—. Lo he visto.

—Cree que, si puede acumular suficiente lir dentro de sí, será inmortal.

—¿Y tiene razón?

—Posiblemente. Nadie lo sabe.

—¿Y la gente a la que le quita el lir?

—Dices que lo has visto por ti mismo. No hay vida sin lir.

—¡Y yo voy a detenerlo! —Ese sí que era un objetivo claro. Era un fin para su poder—. Y si lo hago, habré hecho aquello que se me envió a hacer.

Los ojos del anciano relampaguearon de ira y su voz fue tan cortante como un cuchillo.

—¡Niñato! —gritó—. ¿Es que sólo puedes actuar cuando los demás te dan órdenes? ¿Cuándo te harás un hombre? ¿Cuándo saldrás de la sombra y accederás a tu propia luz?

—Si soy un niño —dijo Buscador, enfadándose a su vez—, ¡déjame en paz, pues! Deja que crezca a mi ritmo.

La anciana cara de Noman volvió a mirarlo fijamente desde el espejo. Y asintió lentamente con la cabeza.

—Tienes razón. Los viejos perdemos el lujo de la paciencia. Quiero ver la prueba antes de morir. Ya he fracasado una vez. Quiero ver el éxito del experimento.

—Y si mato al séptimo erudito, ¿tendrás tu prueba?

—El experimento es más amplio que eso.

—¿Más que eso?

A Buscador se le ocurrió en ese momento que había prestado demasiada poca atención al llamado experimento. Había supuesto que era la prueba de fuerza en la que se había alistado: la batalla entre los Guerreros Místicos y los eruditos.

—¿En qué consiste ese experimento?

Noman cerró los ojos. Buscador permaneció en silencio al percatarse de que debatía internamente cuánto revelar. Al cabo de un rato, sin abrir los ojos, Noman empezó a hablar.

—Imagina —dijo— que un granjero tiene intención de sembrar un campo de maíz. Sabe que, mientras proteja la almáciga de las heladas, saque las semillas de los brotes jóvenes y riegue las plantas en los meses secos, su maíz alcanzará la siega y alimentará a su familia. Pero también sabe que no puede estar en su maizal todo el día. Tiene otras ocupaciones. Puede caer enfermo. Puede morir; un día habrá de morir. Así que se dice: «¿Cómo puedo plantar mi simiente de manera que crezca y me sobreviva? Luego, mi familia será alimentada una vez me haya ido». Conoce los muchos peligros de su tierra cruel. Cerca su campo y lo riega, y recoge sólo las semillas más resistentes. Luego, observa y ve que el maíz crece hasta su completa madurez por sí solo. Soplan los vientos del otoño. Las semillas se dispersan. Llega el invierno y la tierra se hiela. Las heladas pasan y la tierra despierta a la primavera. El granjero puede volver al campo y plantar el nuevo maíz, pero escoge no hacerlo. Observa que las semillas dispersas echan raíces, pero no hace nada para protegerlas. Muchas mueren. Él no interviene. ¿Por qué no? Porque si las semillas que plantó hace tanto tiempo demuestran que pueden renovarse sin él, el granjero sabrá que ha plantado un maíz vivo. Él puede morir, pero el maíz volverá a brotar cada primavera. El maíz vivo alimentará a sus hijos y a los hijos de sus hijos eternamente.

Diciendo aquello abrió los ojos, pero, aunque siguió mirándolo, Buscador sintió que se alejaba.

—No me dejes —dijo, repentinamente asustado.

Noman levantó la larga espada sobre su cabeza, como si la delgada hoja en su mano delicada tuviera el poder de protegerlos a ambos.

—Siempre estoy contigo.

La hoja destelló, reflejando la luz que entraba por el ventanal, haciendo parpadear a Buscador. Cuando este volvió a mirar al espejo, el anciano ya no estaba. Sólo quedaba el reflejo del sillón. Y en el sillón, con la mano levantada, el reflejo de sí mismo.

Se levantó con lentitud y recorrió pausadamente la larga sala de los espejos. Su reflejo, repetido una y otra vez, lo acompañó.

Salió de la habitación por las puertas abiertas. Allí se abría un vestíbulo. La puerta de salida estaba abierta. Un tramo de escaleras descendía hasta un camino de acceso lleno de maleza, flanqueado de árboles altos. Al final del camino pasaba la carretera. Ya no estaba perdido.

Mientras oteaba el horizonte desde la mansión, un caballo y un jinete llegaron por la carretera y se pararon para contemplar la gran casa. Buscador reconoció al jinete. Bajó los escalones y avanzó por el camino hasta pararse a su lado.

—Volvemos a encontrarnos —dijo Eco Kittle—. ¿Es esta tu casa?

—No.

—Entonces, ¿adónde te diriges?

—A donde me lleve el camino —dijo Buscador.

—¿Te gustaría tener compañía en tu viaje hasta allí?

—Puede que yo no sea buena compañía.

—Cualquier compañía es mejor que ninguna —dijo Eco.

Así que se pusieron en camino juntos, Eco montando a Kell y Buscador caminando con aire resuelto a su lado. De vez en cuando, Eco echaba un vistazo a Buscador y, cuando él sorprendía su mirada, sonreía.

—Puesto que viajamos juntos —dijo ella—, al menos seamos amigos.