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El Padrino
29 de diciembre de 2021
Jason se detuvo bajo la lámpara de cristal veneciano hecha ex profeso para el vestíbulo del lujoso hotel neoyorquino. El agotamiento emocional de la semana anterior, al que se sumaba ahora el jet lag, empezaba a pasarle factura. Se pasó los dedos por el pelo, miró a su alrededor y contempló la enorme chimenea italiana tallada a mano y el fuego que rugía en ella, las lujosas cortinas de terciopelo rojo, los cuadros colosales y la chaquetilla de torero.
La magnificencia del Viejo Mundo, fusionada con lo que Nick describiría, sin duda, como estética moderna.
Uno de los tres áticos del hotel había sido la segunda casa de Nick cuando estaba en Nueva York. Lo llamaba «Alta Bohemia» y le encantaba.
Jason se detuvo allí, paralizado. De repente, absolutamente todo lo que veía le recordaba a Nick.
Consultó el reloj. Las nueve y media en punto. Xavier Chessler lo estaría esperando en el Rose Bar. El anciano era meticulosamente puntual y llevaba su vida personal con el mismo rigor con el que dirigía sus bancos.
Tomó el ascensor y salió al elegante bar. Allí sentado, con las paredes de terciopelo verde como fondo y directamente debajo de un cuadro de Warhol, estaba Xavier Chessler. Jason se dejó caer en un lujoso sillon antiguo de terciopelo, enfrente de él, y estudió a su padrino.
La edad había tratado bien a Xavier Chessler. Una tupida cabellera lisa plateada enmarcaba sus facciones distinguidas. Xavier Chessler acababa de cumplir los ochenta y cuatro y parecía veinte años más joven. Aunque Jason albergaba la secreta sospecha de que, gracias a la insistencia de su esposa, Marina, una mujer llamativa y extravagante que durante mucho tiempo había sido una seguidora fanática de la moda, el Botox podía tener algo que ver con el aspecto rejuvenecido del banquero semirretirado.
Xavier daba delicados sorbos a un cóctel.
Jason se extrañó y levantó las cejas en un gesto de interrogación al elegante anciano. Su padrino era muy estricto en sus hábitos nutricionales y rara vez probaba el alcohol.
Chessler le dirigió una mirada picara.
—No es más que piña aderezada con jengibre y revuelta con menta, limón y unas gotas de angostura. Muy refrescante, te lo aseguro. Aunque supongo que tú preferirás el Lagavulin... —añadió, moviendo la cabeza.
—En Nueva York cuesta encontrarlo.
—Éste es el lugar indicado, joven Jason. —Chessler señaló la clientela joven y chic que se congregaba en la barra. Famosos, jóvenes banqueros de inversiones... Gente adinerada—. Aquí, Nick siempre se sentía como en casa.
Chessler llamó a la camarera más próxima y señaló la carta.
—Un Lagavulin y lo mismo de antes —pidió. La camarera tomó nota y se retiró—. Nick y yo celebramos aquí el último cumpleaños de Marina. Tú estabas en Pekín. Adrián y tu madre le pagaron pasar el verano aquí.
—No me enteré de que estaba aquí en julio —dijo Jason, titubeando—. Debería haber respondido a sus llamadas.
—No hay tiempo para recriminaciones, muchacho. La vida es demasiado corta para andarse con lamentaciones. Sobre todo cuando uno alcanza mi edad.
La camarera volvió con el whisky y un segundo cóctel.
—Dijiste que Nick te envió una nota...
—Una nota, no, en realidad. —Jason fijó la vista en el vaso—.
Bien, digámoslo de este modo: la nota la envió a Julia. A mi me envió una fotografía. —Sacó el sobre de Mont St. Michel del bolsillo de la chaqueta y se lo entregó—. Tú apareces en ella.
Chessler sacó de la funda unas gafas de montura de plata, se las puso y observó la fotografía. Luego, miró a Jason.
—Bien... —Frunció el entrecejo—. Naturalmente, reconozco a tu abuelo. Y a Piers Aspinall, el ex director del MI6. Falleció el año pasado. El pobre tipo tenía parkinson, si no recuerdo mal. —Estudió la fotografía con más detalle—: Es antigua, muy antigua. Tu padre y yo debíamos de tener cuarenta y pocos. ¡Ah, los estragos del tiempo, Jason! —suspiró.
—¿No tienes idea de quiénes eran los otros hombres?
Chessler dijo que no con la cabeza.
—Mira, muchacho, tu padre y yo participábamos juntos en muchísimos consejos de administración. De fundaciones caritativas y de sociedades no caritativas. En la actualidad, soy director no ejecutivo de veintiséis entidades. Lo siento, Jason, pero no consigo acordarme de ellos.
—En el reverso —Jason señaló la foto— hay un nombre escrito. Es la letra de mi padre...
Chessler dio la vuelta a la foto.
—Aveline... —murmuró—. Sí, es la caligrafía de tu padre, la reconocería en cualquier parte. Haremos una cosa, Jason. Como veo que es importante para ti y, por lo que parece, también lo era para tu padre, haré unas investigaciones por mi cuenta, si no te importa que me la quede.
—Desde luego —asintió Jason—. Te lo agradeceré mucho.
—¿Has dicho que había una nota?
—Dirigida a Julia. Era críptica, digresiva. Típica de Nick. Sólo me quedé la fotografía, pero te diré qué resulta realmente extraño. El membrete es de Mont St. Michel. —Jason señaló el sobre—. Adrian me dijo que Nick no estuvo en la abadía el día que murió. Sin embargo...
—A veces, estas cosas parecen confusas, querido. —Chessler se quitó las gafas y las guardó de nuevo en la funda—. La muerte de Nick nos ha afectado a todos. Sin embargo, estoy seguro de que esto tendrá una explicación clara y simple.
—Supongo que nunca lo sabremos. —Jason se encogió de hombros. Levantó el vaso y volvió a pasear la mirada en torno al ecléctico espacio iluminado con velas—. Un brindis por Nick.
—Por Nick. —Xavier Chessler alzó su vaso de cóctel—. Brillante arqueólogo e hijo leal.
—Y hermano. —Jason apuró el whisky. Luego, torció el gesto—. Escucha, Xavier. Mañana tengo una reunión a las siete. Uno de los fondos de inversión de VOX. ¿Podríamos continuar la conversación mientras almorzamos... el domingo, pongamos?
—Pues claro, muchacho. —Chessler cerró la mano en el hombro de Jason—. Marina y yo vamos de fin de semana a los Hamptons. Ven a pasar el sábado y domingo con nosotros. Marina se muere por ponerse al corriente de todas las intrigas que se cuecen en los medios de Nueva York. La jubilación la está volviendo loca. Tu presencia será un regalo divino.
Jason se puso en pie.
—Volaré allí el viernes a última hora —anunció.
—Jason —dijo Chessler—, tú eres mi único ahijado. Tuve tres hijas y ningún varón. Siempre has sido como mi propio hijo. —Miró a los ojos a Jason y añadió—: Ya sabes que no hay nada, absolutamente nada, que no haría por ti.
—Lo sé, tío Xavier. —Jason se inclinó y abrazó al anciano.
Xavier Chessler lo siguió con la mirada mientras Jason cruzaba el bar. Cuando llegó a la puerta, se volvió. Chessler le sonrió afectuosamente.
Guardó con cuidado la fotografía en el bolsillo interior de la chaqueta y enseguida se agarró la muñeca izquierda, presa de un dolor agónico. Se desabrochó el puño de la camisa y contempló con espanto la Marca del Hechicero grabada en su piel. Echaba humo, literalmente.
Julius De Vere lo torturaba desde la tumba. Desde el propio Infierno. Estaba seguro.
Sacó el móvil y marcó.
—Creo que quizá tengamos un problema. —Sonrió a la camarera y le pidió la cuenta. Luego, bajó la voz y añadió—: No, nada que no pueda controlar. Sólo quería que estuvieras advertido. Sí. Parece que Nicholas envió una nota antes de morir. En un sobre con el membrete de Mont St. Michel. Sí, lo tengo.
»Pues claro que me desharé de la prueba. El vendrá a los Hamptons a pasar el fin de semana. Averiguaré qué sabe. No lo pierdas de vista. Infórmame vía nuestra conexión londinense tan pronto nos hayamos ocupado de ese gusano entrometido, Weaver.
Colgó y se quedó mirando al frente con expresión sombría.
Su ahijado sería un adversario formidable si, finalmente, se despertaba en él alguna sospecha. Sin embargo, manejando el asunto de forma adecuada, tal cosa no debería producirse de momento.
El exterminio de Jason De Vere tras la apertura del Séptimo Sello sería obligado. Hasta entonces, serviría a los propósitos de la Hermandad.
Llovía a cántaros.
Dylan Weaver estaba junto a la puerta de una tienda de congelados, a cubierto de miradas desde la calle. Consultó el reloj, inquieto, y volvió a echar un vistazo por la puerta acristalada de la tienda antes de aventurarse a salir a la casi desierta High Street.
Cien metros calle arriba, aún distinguió los dos Range Rover negros que llevaban aparcados delante de su casa desde las once de la mañana.
Se puso la capucha del anorak amarillo y se llevó a la boca lo que quedaba de una bolsa de palomitas. Con una última mirada furtiva hacia su piso en la fábrica de pianos reconvertida, anduvo a buen paso en dirección a la estación de metro de Kentish Town. Tomaría la Northern Line hasta King's Cross y, desde allí, la Circle Line a Paddington, con el tiempo justo de tomar el último expreso a Heathrow.
Con dedos sudorosos, palpó por quinta vez en la última hora el manoseado billete de avión. Hacía una hora que los hábiles hackers de Hangzhou habían recibido el disco duro.
El día siguiente, a mediodía, tomaría el Airbus de Virgin Atlantic a Shangai desde la terminal 3. Al anochecer, estaría en el aeropuerto de Pudong.