14
Vínculos ancestrales
Hogar ancestral de los De Vere
Bahía de NarragansettNewport,
Rhode Island
1994
La brillante limusina negra, escoltada por cuatro Lincoln todo terreno, cruzó tres casas de los porteros, unas altas verjas de hierro con el escudo blasonado de la familia De Vere y una amplia extensión de jardines, cuidados al detalle, que rodeaba la mansión ancestral de los De Vere. El vehículo pasó a toda velocidad por delante del quiosco, siguió la serpenteante calzada de acceso, dejó atrás majestuosos miradores y esculturas ornamentales y finalmente se detuvo ante una colosal mansión de piedra caliza de Indiana, tejados en gablete y cincuenta habitaciones. La casa gozaba de una privilegiada vista del océano Atlántico en la bahía de Narragansett, Nueva Inglaterra.
De la parte trasera de la limusina se apeó un hombre alto y elegante de unos cuarenta y ocho años que llevaba un delgado portafolios. Detrás de él, salieron cuatro guardaespaldas. James De Vere se detuvo un largo instante para contemplar el hogar ancestral donde había transcurrido su infancia en la Costa Este. Su atractivo rostro se veía ojeroso y cansado, al borde del agotamiento.
Mientras James subía los peldaños de piedra caliza, una de las enormes puertas delanteras se abrió y apareció un anciano y larguirucho mayordomo británico con una mata de pelo blanco, áspero y rebelde.
—Bienvenido a casa, señor James —le dijo con un culto acento británico al tiempo que le hacía una reverencia—. Es magnífico volver a tenerlo por aquí.
—Ha sido un viaje muy largo, Maxim —dijo James, con una sonrisa cansada mientras le tendía el portafolios—. Yo también me alegro de verte. ¿Los chicos se han portado bien, en mi ausencia?
—Todo está en orden, señor. —Con expresión sumisa, Maxim se miró las manos, enfundadas en unos guantes blancos.
James vio una quemadura en los pantalones negros perfectamente planchados de Maxim y entornó los ojos, airado.
—Espero que no haya habido más experimentos científicos mientras he estado fuera... —dijo.
El mayordomo se ruborizó de repente.
—Maxim, cuando te encargué la enseñanza de las ciencias a los chicos, me refería a explicaciones e hipótesis teóricas, no a experimentos de bioquímica avanzada —suspiró James.
—Sólo estudiamos reacciones bioquímicas en la leñera —dijo Maxim, incómodo.
—Veamos. En verano, Nick voló el aviario con nitroglicerina. En otoño, Adrian hizo estallar una mezcla de peróxido de acetona y serrín en el estudio de Frau Meeling y el día de Acción de Gracias, la señora De Vere descubrió a Jason montando una bomba de fabricación casera. No habrá quien soporte los nervios de la señora De Vere.
James se volvió hacia los guardaespaldas, disimulando una sonrisa.
—Pónganse cómodos en el porche, caballeros —dijo e hizo una indicación a su mayordomo—. Maxim les servirá algo de comer y beber.
Maxim frunció el ceño ante el grupo de hombres de trajes negros y los miró de arriba abajo con desconfianza.
—Como usted desee, señor.
James entró en el espacioso vestíbulo dorado, con el techo abovedado a seis metros de altura y se detuvo. Al captar los aromas familiares de mimosa y bergamota suspendidos en el aire, se relajó visiblemente. Maxim lo ayudó a quitarse el abrigo.
—¿Está usted fatigado, señor James? —preguntó, preocupado—. Me he tomado la libertad de dejar su batín y las zapatillas junto a la chimenea, como siempre.
James le puso una mano en el hombro.
—Maxim, viejo amigo, ha sido una semana difícil. ¿Dónde está Madame Lilian? —preguntó, arqueando las cejas.
—Madame Lilian está en el salón, señor.
—Llama a los chicos, Maxim, por favor. Tengo noticias que son de su interés.
James se dirigió a las enormes puertas de caoba del salón y las abrió despacio.
Junto a una chimenea de mármol en la que ardían grandes troncos se hallaba una mujer esbelta, elegante y de hermosas facciones. Tenía la piel fina como el alabastro y perfectamente maquillada. El pelo, castaño brillante, lo llevaba recogido en un moño y vestía un traje de seda color melocotón que le caía por encima de sus bien torneados tobillos y unas manoletinas de satén del mismo color. Todo estaba en su lugar. Lilian De Vere sc volvió al instante y, al ver a James, resplandeció. Corrió hacia él y se abrazaron. James cerró los ojos hundiendo su rostro en el cuello de ella. Parecía contento.
Levantó la cabeza, la soltó despacio y se acercó a la ventana. Unas negras nubes de tormenta se cernían sobre el Atlántico.
Lilian lo observó con atención.
—¿Te han convocado? —le preguntó acercándose a él y poniéndole la mano en la espalda—. ¿El Consejo de los Trescientos?
—No —respondió James. Se volvió hacia ella, pálido como la cera, y le dijo con una voz apenas audible—: Me ha convocado mi padre. En San Francisco. Para que asista al Gran Consejo Druida.
—Julius... —Lilian apartó su mano de la de James como si le quemara—. Los Sumos Sacerdotes de la Bruja... —susurró aterrorizada, mirándolo—. El Consejo vino una vez a nuestra casa.
Era la Noche de Difuntos. Ofició una misa negra en la capilla de mi padre.
Lilian se acercó al mueble bar y se sirvió un martini. Las manos le temblaban visiblemente.
—Sacrificaron a un niño en mi nombre —prosiguió—. ¿Qué quieren, ahora?
—Dentro de tres semanas, nos marcharemos a Londres —explicó James, tras respirar hondo.
—¿A Londres?
James alargó la mano para sujetarla por el brazo, pero Lilian retrocedió hasta la barra del mueble bar.
—Dijiste... dijiste que esta vez harías lo que habíamos hablado. Que esta vez les dirías que no —continuó ella, en voz amenazadoramente baja. Con el vaso en la mano, se acercó a los ventanales, contempló el hermoso y cuidado césped y luego se volvió hacia él, emotiva pero controlada—. No podrías hacerlo, ¿verdad?
James asintió, sintiéndose repentinamente exhausto.
—Cuando nos casamos, ya sabías que habría... —titubeó—, que habría exigencias. Cosas que nos veríamos obligados a hacer.
—Dijimos que nos negaríamos, que diríamos que no. —Lilian lo miró con una inquietante rebeldía en los ojos.
—Lo dejaron muy claro. Si nos negamos, Lilian —dijo con dureza—, nos matarán. —Vaciló unos instantes y añadió—: Si nos negamos, matarán a los chicos.
—Los chicos... —susurró Lilian, horrorizada.
Se volvió hacia él. Por su mejilla corría una lágrima solitaria.
—Los matarán igual que mataron a mi padre.
A Lilian le temblaban de rabia los esbeltos hombros. Levantó la cabeza. Sus ojos gris pálido habían adquirido de repente la frialdad del hielo.
—Toda mi infancia estuvo «manipulada». Sacrificios infantiles, control de la mente, el suicidio de mi padre. Ellos lo manipularon todo, del mismo modo que te manipulan a ti. Tenemos que marcharnos —emitió un gemido ahogado—. Por nuestros hijos, tenemos que marcharnos.
Su pelo, perfectamente peinado, le cayó, desordenado, sobre la cara. James se volvió hacia ella. Había palidecido y las manos le temblaban.
—No hay salida, Lilian. —Su voz sonaba desacostumbradamente dura—. Cuando nos casamos, ya sabías que yo había nacido en uno de los trece linajes de los Illuminati. Conocías el alto precio que pagaríamos por ello.
Lilian retrocedió.
—No quiero que mis hijos tengan nada que ver con esto —sollozó.
—Escúchame —le dijo James con voz firme, tomándole la cara entre las manos—. Me han dado su palabra. Si cumplimos con lo que nos exigen, con todas y cada una de sus exigencias, no tocarán a nuestros hijos. Si acatamos todas sus órdenes, los chicos podrán existir fuera de su alcance y serán libres para llevar una vida normal. Libres de los aquelarres y demás depravados rituales. Libres de cosas tan inconfesables que no se pueden mencionar.
Lilian miró a James con la respiración acelerada.
—Sacrificamos nuestra libertad —prosiguió él, implacable—, para que nuestros hijos vivan libres del subterfugio. Para que nuestros hijos vivan libres de sus garras.
A Lilian se le cayó el vaso de martini al suelo. Alguien llamó suavemente a la puerta del salón y entró una muchacha menuda vestida con el uniforme negro de doncella y un almidonado delantal blanco. De la mano llevaba a un niño de cinco años, rubio y de cara traviesa.
Nicholas De Vere alzó la mirada bajo su abundante flequillo y, al ver a su madre, esbozó una sonrisa de alegría. Lilian se volvió para secarse las lágrimas.
—Nicholas, querido —dijo abriendo los brazos a su hijo, tras recuperar la compostura.
Nick corrió hacia Lilian pero, al ver a su padre, se detuvo a media carrera. Sus rasgos se llenaron de una intensa emoción.
—¡Papá! —gritó, echándose en sus brazos. James lo cogió y lo levantó por encima de su cabeza y Nick gritó divertido. Luego, James se lo sentó en el regazo.
En aquel instante, en el umbral apareció una mujer de aspecto alemán. Era rubia y llevaba el pelo sujeto en una apretada coleta. Vestía un traje de cuadros de pata de gallo que no le favorecía nada y calzaba unas gruesas medias oscuras. La seguía un apuesto muchachito, casi hermoso, de unos trece años. Llevaba el pelo, castaño oscuro, muy corto y tenía unos pómulos prominentes. Su cara era dulce y seria a la vez.
—¿Adrián ha terminado sus deberes, Frau Meeling? —preguntó Lilian con una repentina frialdad en la expresión.
Frau Meeling asintió con la cabeza.
—El señorito Adrian —explicó— ha terminado los deberes de ciencias sociales, pero todavía le quedan los de álgebra.
Lilian asintió. Adrián se acercó a su padre, que lo abrazó, dándole unas palmaditas en la espalda.
—Me alegro de verte, papá —dijo el muchacho, devolviéndole un cariñoso abrazo.
—Yo también me alegro, Adrián, colega. —James le alborotó el pelo.
En aquel preciso momento, entró Maxim con una bandeja de canapés.
James la estudió y eligió una tostada de una pegajosa sustancia de color verde con la consistencia de la mermelada.
—Una nueva receta, señor James —dijo Maxim, irradiando satisfacción.
James intercambió una mirada con Lilian.
—Hoy es el día libre de Beatrice y de Pierre —le explicó Lilian, disimulando una sonrisa.
James gruñó, probó el canapé y lo escupió de inmediato en su pañuelo.
Adrián le guiñó un ojo a Nick y éste se echó a reír ruidosamente.
—¿Jalapeños, Maxim?
—Jalapeños, señor. —Maxim resplandecía de orgullo.
James miró a su alrededor y se encogió de hombros.
—¿Dónde está Jason? —quiso saber.
Maxim enarcó las cejas.
—Acabo de saber que, lamentablemente, el señorito Jason ha tenido una avería mecánica con su Mustang y que tendrá que volver a dedo —Maxim hizo una leve mueca—, si me permite decirlo, señor.
James exhaló un resoplido de irritación.
De repente, se oyó el fuerte chirrido de unos frenos, acompañado de ruidosas risas. Lilian se acercó al ventanal y vio al flaco muchacho de pelo oscuro de diecisiete años sacar con dificultad su metro ochenta de estatura de un viejo Mustang amarillo limón abarrotado de estudiantes.
Una rubia menuda le pasó el brazo por la cintura con expresión seductora y Jason le dedicó su habitual sonrisa encantadora. Entonces, levantó la vista y vio a Lilian, que los observaba desde la ventana del salón.
Rojo de cólera, miró enfurecido hacia la ventana al tiempo que cerraba el vehículo de un portazo. Las chicas que estaban sentadas en la parte de atrás le lanzaron besos mientras los chicos le dirigían insultos ininteligibles.
Jason se colgó la mochila al hombro y subió las escaleras del porche. Al cabo de unos instantes, entró en la sala.
—Mamá —le dijo con el entrecejo fruncido y le dio un beso en la mejilla mecánicamente. Al ver a su padre, se le iluminaron los ojos—. ¡Papá! ¡Has vuelto! —exclamó y se dibujó en sus labios una genuina sonrisa.
»¡Hola, Adrian! ¡Hola, Nick! —agarró al segundo por el hombro y lo atrajo hacia él—. En el porche hay cuatro agentes de seguridad.
Los chicos corrieron hacia la puerta.
—¡Pum! ¡Pum! —gritó Nick, disparando a Adrian con una pistola imaginaria.
James levantó la mano.
—Sentaos, chicos —dijo, poniéndose serio de repente—. Vuestra madre y yo tenemos que hablar con vosotros.
Jason dejó la mochila en el suelo refunfuñando mientras los pequeños desandaban sus pasos de mala gana.
Jason le arreó un puñetazo en el costado a Adrian y éste, con una mirada airada, le devolvió el golpe.
—¡Chicos! —Lilian lanzó una severa mirada de advertencia a Jason—. Vuestro padre tiene noticias.
—Que no sea otro ascenso —dijo Jason con el entrecejo fruncido—, y otra mudanza.
—Me han ofrecido y he aceptado el cargo de embajador de Estados Unidos —se sirvió un whisky de una bandeja que había junto a la de canapés—... en el Reino Unido.
Los chicos lo miraron, absolutamente pasmados.
—Eso requiere que nos mudemos a Londres. Dentro de un mes, nos instalaremos en Winfield House, situada en Regent's Park.
—Oh, papá... Mis partidos de béisbol —se quejó Adrian.
—La reina, ¡pum, pum, pum! —gritó Nick, corriendo por toda la sala.
Jason se sentó, con la mirada fija en el suelo. Los hombros le temblaban de rabia contenida. Lilian lo miró con ansiedad.
—Jason... —le dijo en voz baja.
El chico hizo caso omiso de ella y buscó los ojos de su padre.
—Yo no me marcho —dijo, poniéndose en pie con manos temblorosas—. Tendrás que matarme y sacarme a rastras de aquí.
James bebió un sorbo de whisky.
—Pues te mataré y te sacaré a rastras —dijo como si tal cosa.
Jason se volvió hacia Lilian, presa de una rabia incontenible.
—No iré, madre.
Lilian miró a James con expresión implorante.
—Harás lo que nosotros digamos —replicó James, imperturbable.
—¿Lo que tú digas? —se burló Jason—. Tú no eres ningún ejemplo. Nunca estás aquí. —Se puso a deambular de un lado a otro de la sala—. ¡Mi vida está aquí y no en un sitio apartado de Inglaterra! —Su voz había subido varios decibelios.
—¡Tu vida está donde esté tu familia! —gritó James a su vez.
—¿Qué familia, papá? ¡Tú no estás aquí nunca! ¡Nos hemos mudado cinco veces en cinco años! ¡Gracias a Dios que estoy en un internado! —Recogió la mochila y apretó los puños—. ¡Y no voy a ir a Yale! ¡Quiero ir a la escuela de cinematografía cié Nueva York y no me lo impedirás!
James se acercó a su hijo y lo agarró con firmeza por el hombro.
—¿Y quién paga el internado y pagará la escuela de cine? Harás lo que yo diga, jovencito.
—Adelante, compra mi sumisión con dinero... igual que compras a todo el mundo.
James se volvió hacia Lilian. Estaba encendido.
—¡Ya basta, Lilian! —le dijo—. Pasa días seguidos en su habitación viendo Dios sabe qué películas... Ese Stanley... Stanley...
—¡Kupik! —gritó Nick, hundiendo la cabeza en los cojines del sofá.
—¡Kubrick! —lo corrigió Jason, levantando las manos. Estaba rojo como la grana—. ¡Kubrick, un director de cine que mi analfabeta familia desconoce!
—¡Estás castigado y esta semana no tendrás paga! —murmuró Adrian entre dientes y Lilian le dirigió una mirada admonitoria.
—¡Estás castigado! —rugió James, empujando a Jason con furia.
Nick y Adrian soltaron unas sonoras carcajadas. Lilian les indicó con un gesto que callaran, pero no sirvió de nada.
—¡Y tú, domina ese genio, Jason De Vere!
Jason salió del salón dando un portazo.
—Ningún De Vere tiene un genio así —comentó James, acalorado.
La puerta se abrió de nuevo.
—¡Tú lo tienes! —gritó Jason y se marchó escaleras arriba corriendo como una centella.
Lilian se acercó a la ventana para ocultar que se estaba divirtiendo.
—¡Y sin paga! —bramó James, en dirección a la escalera.
Volvió al salón, dejando el vaso de whisky en la mesa, y se volvió hacia Lilian. Tenía el rostro encendido.
—Vendrá a Inglaterra, Lilian. Es mi última palabra.
Cinco semanas después.
Puerto de Nueva York, Nueva York
Toda la familia De Vere estaba congregada en la gran sala de embarque del puerto de Nueva York. A su espalda se apilaba una enorme cantidad de baúles etiquetados con el nombre «De Vere», detrás del gran cristal divisorio que los separaba de la inmensa cubierta del RMS Queen Elizabeth 2.
Lilian sacó un pañuelo para enjugarse las lágrimas que se acumulaban en sus ojos y atrajo a Jason hacia sí.
—Adiós, Jason querido.
El chico la abrazó con fuerza.
—Adiós, mamá. Cuídate.
James le dio unas palmaditas en la espalda.
—Te echaré de menos, Jason —dijo y retrocedió un paso. Se le habían humedecido los ojos.
—En Yale, haznos sentir orgulloso, hijo. —Lo estrechó en un abrazo—. Cuando apruebes en Yale, podrás ir a la escuela de cinematografía. Te he dado mi palabra.
Jason asintió, repentinamente emocionado.
—Gracias, papá —dijo. Alborotó el cabello a Nick y dio una palmada a Adrian en la espalda. James y Lilian se volvieron, enfilaron hacia el control de pasaportes y subieron a la pasarela del barco seguidos de Adrián y Nick, que se apresuraron a agarrarse con fuerza de las manos de su padre.
—¡Eh, Nick! —gritó Jason.
Nick se volvió.
—Ahora no estaré para protegerte y Adrian irá a Gordonstoun. ¡Tendrás que vértelas tú solo con los ingleses!
Nick se soltó de la mano de su padre, bajó la pasarela corriendo, pasó por debajo del policía que controlaba los pasaportes y corrió como una centella hasta hundir la cara en los gastados Levi's de su hermano.
Jason se arrodilló y levantó la cara en forma de corazón y manchada de lágrimas de Nick para acercarla a la suya.
—Eh, colega —le susurró—. Puedes contar siempre conmigo. Pase lo que pase.
—Pase lo que pase —farfulló Nick.
—Pase lo que pase —repitió Jason. Extendió la mano izquierda hacia Nick—. Recuerda. Es un pacto de hermanos.
Nick posó su mano regordeta, con las uñas mordidas, en la de Jason mientras Adrian volvía a bajar la pasarela hacia ellos. James estaba enfrascado en una intensa conversación con el policía. Éste hizo una seña a Adrian para que pasara y el muchacho puso su mano encima de la de Nick.
—Hermanos —dijo Jason.
—¡Hermanos! —gritaron Adrian y Nick al unísono.
—Para toda la eternidad —añadió Nick con vehemencia.
Jason miró con afecto la cara del niño de cinco años y le dedicó una sonrisa.
—Para siempre, compañero —murmuró Jason—. Tienes mi palabra.
Nick asintió.
Un flash se disparó mientras Maxim apretaba el disparador de su último invento, una gran cámara negra digital con innumerables e impresionantes dispositivos en la parte superior.
Sonó la sirena del barco.
—¡Chicos, vamos! —los llamó James. Nick y Adrian subieron corriendo la plataforma y enseguida se volvieron para saludar frenéticamente a su hermano.
—¡Os echaré de menos, chicos! —gritó Jason para hacerse oír por encima del rugido de los motores.
El flash se disparó otra vez.
James y Lilian se quedaron en la entrada y saludaron. Lilian lloraba y lanzó un último beso a Jason.
Jason respiró hondo al ver que su padre desaparecía finalmente en el interior del barco.
Maxim se acercó a Jason. Llevaba la cámara en la mano.
—Señorito Jason, ahora está bajo mi responsabilidad.
—Vayamos a hacer las maletas para ir a Yale.