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La Semilla de la Serpiente
Helipuerto del Vaticano,
Ciudad del Vaticano,
Roma21 de diciembre de 1981, 05.00 horas
Rester von Slagel deambulaba con impaciencia de un lado a otro de la pista helada. Su hábito de jesuita se agitaba violentamente bajo las gélidas ventiscas invernales que, procedentes del norte, aquel año habían llegado a Roma desacostumbradamente tarde. Dudó unos breves momentos delante de la estatua de la Virgen y el Niño y siguió paseando incesantemente por la pista.
—¡Diciembre! —murmuró con amargura—. ¡Frío y maldito diciembre!
Observó el helicóptero de asalto Black Hawk Sikorsky UH-60, apenas visible a través del aguanieve. Estaba en medio de un círculo iluminado por los focos del helipuerto del Vaticano, vigilado por seis soldados del SAS británico, vestidos de uniforme y empuñando ametralladoras. La Hermandad había financiado el prototipo de Black Hawk y su primer vuelo, hacía seis años, y la recompensa recibida por ello había sido buena. Ahora, en manos de la Hermandad, había más de novecientas de aquellas naves operativas en todos los continentes de la tierra.
Esbozó una débil sonrisa de aprobación y luego frunció el entrecejo, observando los muros medievales de la Torre de San Giovanni.
Rester von Slagel se frotó enérgicamente los dedos pálidos y huesudos, siguió contemplando la torre y frunció los labios en una mueca de irritación. Sentía un profundo apego hacia su gran colección de ópalos y rubíes de brillantes colores y el hecho de que aquel día no llevase ninguna de sus llamativas joyas sólo servía para acentuar la irascibilidad que sentía.
Y su enfado por tener que residir en aquel cuerpo infernal como uno de los integrantes de la Raza de los Hombres.
El único factor que compensaba aquel malestar era que se trataba, sin lugar a dudas, de la operación más importante de la historia de los Caídos.
Cuatro cardenales llevaban un cofre de plata cerrado hacia Von Slagel y los violentos vientos levantaban sus vestimentas de color escarlata. Cuando llegaron ante él, le hicieron una reverencia.
Von Slagel estudió la tapa del cofre, exquisitamente labrada con una estrella de cinco puntas invertida, y luego observó a los cardenales que tenía delante. A diferencia de aquellos idiotas, él sabía perfectamente que dentro del cofre, sumida en un sueño profundo entre el terciopelo azul marino, estaba la semilla de su Amo. El «Príncipe». El clon de Lorcan.
En él residía la única oportunidad de los Caídos de destruir la pretensión ilegítima del Nazareno como Rey de la Estirpe de los Hombres. Von Slagel entrecerró sus pálidos ojos con satisfacción.
—A menos que Jehová se saque de la manga una línea de ataque nueva —murmuró para sí. Dirigió un saludo con la cabeza a los cardenales, que le hicieron una nueva reverencia. A continuación, subieron la escalerilla del helicóptero cargando cuidadosamente con el cofrecillo y montaron en la nave de combate.
El único ocupante del Black Hawk era una monja gruesa de aire teutón. Sus fofas facciones quedaban ocultas bajo la toca, que sólo dejaba a la vista los ojos, la nariz y la boca.
El hábito le llegaba por debajo de las rodillas y calzaba unos gruesos calcetines oscuros que le tapaban las gordas pantorrillas. La monja miró, hipnotizada, la imagen de oro de la cabra que llenaba la estrella de cinco puntas del cofrecillo.
—El sello de Bafomet —murmuró, con los ojos muy abiertos en una expresión mezcla de satisfacción y horror—. El dios de las Brujas —añadió y agarró con sus temblorosas manos rechonchas el crucifijo invertido que colgaba de su cuello.
El piloto, un sacerdote jesuita, se acercó a Von Slagel y se arrodilló en la nieve ante él.
—Hijo mío —dijo Von Slagel—, has sido elegido para la misión más suprema—. ¿Tienes las instrucciones?
—Sí, Santo Padre —respondió el piloto con una reverencia.
—El sistema de navegación está a punto. Transportarás el cofre a un destino fijado de antemano. La abadesa Helewis Vghtred realizará el intercambio.
Von Slagel posó sus manos sin anillos en la cabeza del sacerdote.
—En el Nombre del Padre —dijo Von Slagel en tono lacónico. El sacerdote se enjugó una lágrima de la mejilla, saludó y se encaminó hacia la cabina del aparato.
Von Slagel se dirigió al más condecorado de los seis soldados del SAS.
—Capitán Granville, sus instrucciones finales —le dijo en voz baja—. Al recibir al niño cambiado en la clínica San Gabriel, extermínelo. Y luego a los pilotos y a la tripulación.
El capitán Nicholas Granville saludó militarmente.
—Sí, señor.
Granville hizo una seña a sus soldados y, al unísono, levantaron sus ametralladoras MP5A3 y dispararon una ráfaga de balas de nueve milímetros contra el pecho de los cuatro desprevenidos cardenales. A continuación, cargaron sus cadáveres en la bodega y montaron en el helicóptero.
Von Slagel esbozó una sonrisa de aprobación, saludó y se volvió sobre sus talones bruscamente, abriéndose paso con dificultad en la tormenta de nieve cada vez más intensa para refugiarse en las viejas fortificaciones del Vaticano.
De repente, los cielos de Roma se llenaron con los roncos lamentos de cien mil estorninos. Sobre la cabeza de Von Slagel, el reluciente firmamento del amanecer se volvió negro con la inmensa columna giratoria de pájaros que se lanzaron en picado sobre él en una sombría masa arremolinada, retorciéndose y girando como un gran ciclón de plumas. Era la avanzadilla de su inicuo Amo.
El aroma familiar del incienso invadió el helipuerto.
Von Slagel se postró en el suelo al tiempo que una figura alta se materializaba en el centro del tremendo torbellino que se le cruzaba en el camino.
Tembloroso, alzó la cabeza y vio dos pies junto a él, calzados con un par de zapatos de charol Tanino Crisci. Levantó más la cabeza y distinguió un bastón de plata con una mano enguantada apoyada en la empuñadura labrada en forma de serpiente.
—Excelencia, va de camino a Londres —dijo con voz temblorosa—. Los bebés serán cambiados. Todo se ha ejecutado, Señor, según vuestro plan.
Tomó la mano de su Amo, llena de anillos, entre las suyas, vacías y temblorosas, y besó el sello dorado de un inmenso anillo de ónice.
Lorcan de Molay sonrió pausadamente en señal de aprobación y se arregló el gran crucifijo que llevaba colgando del cuello. Luego, miró a Von Slagel con las facciones ocultas bajo el borde circular de su negrocappello romano.
—Te has superado a ti mismo, Charsoc el Oscuro —murmuró.
Alzó la vista bajo la amplia ala de su sombrero de piel y clavó los ojos en el brillante helicóptero que ascendía en los cielos romanos. El aparato dio dos vueltas sobre el Vaticano y luego voló hacia el mar Tirreno rumbo a Londres. Sus luces ya no eran más que una mancha en el luminoso horizonte negro azulado.
Lorcan de Molay se acercó a la estatua de la Virgen y el Niño y se plantó ante ella, absolutamente quieto. La furiosa ventisca le agitaba la sotana negra de jesuita.
—El Nazareno... —Pasó unos dedos de cuidadísimas uñas por el rostro de hierro exquisitamente tallada del Niño Jesús.
»Una representación espléndida —susurró—. Casi perfecta —añadió, extrañamente cautivado por los rasgos de hierro del Niño Dios, y luego se fijó en la corona de oro, una delicada pieza de orfebrería, que lucía el infante en la cabeza.
De repente, se agarró la sotana y sus ojos azul zafiro destellaron con un repentino veneno. Luego, levantó el rostro al cielo.
—El reino de Tu Hijo toca a su fin —clamó, amenazante.
El Rey de los Condenados permaneció bajo la ventisca con el rostro vuelto hacia el reluciente firmamento del amanecer con expresión de profundo abandono mientras sus cabellos se agitaban enloquecidamente entre la tormenta de hielo. Progresivamente, se transformó en un serafín. En un arcángel. De su espalda surgieron seis monstruosas alas seráficas de color negro.
—¡Viene mi Reino! —gritó.