De las crónicas de los hermanos
Libro 2
2021
Alejandría, Egipto
En vaqueros y con el torso desnudo, Nick contemplaba la gran panorámica de la bahía oriental y el puerto de embarcaciones de recreo desde el balcón del antiguo y majestuoso Cecil Hotel, situado en la plaza de Saad Zaghlou.
Respiró hondo, captando el aire salado del mar procedente del Mediterráneo. Aquella noche se permitió un raro sentimentalismo. Como inglés en Egipto, disfrutaba del hecho de que tanto Somerset Maugham como Noel Coward se habían asomado a aquel balcón antes que él y que incluso el servicio secreto británico había antaño ocupado una suite en el viejo hotel para desarrollar sus operaciones. Una razón tan buena como cualquiera para alojarse allí. Además, el Cecil contaba con un interés especial, el de su arquitectura árabe, un recordatorio constante de la antigua riqueza y prodigalidad de la ciudad.
Nick sonrió distraídamente ante el incesante griterío y los regateos procedentes de las pastelerías y cafés legendarios de Alejandría, aunque era casi la una de la madrugada. Había volado de Roma a El Cairo a última hora de la noche y se había desplazado directamente en coche a Alejandría por la autopista que unía las dos ciudades. Hacía una hora que había llegado al hotel. Por la mañana, visitaría lo que consideraba el único yacimiento del lugar donde había antigüedades auténticas, Kom el-Dikka, donde se había excavado un pequeño teatro romano. Luego, conduciría hasta el monasterio del desierto, donde lo estaría esperando el profesor Lawrence St. Cartier.
Nick alzó la vista por sexta vez aquella noche, quizás, hasta la luna llena, aquella extraña aparición blanca que resplandecía en el firmamento nocturno de Egipto, y luego se volvió y entró en una habitación de hotel decepcionantemente corriente. Suspiró, observando el previsible empapelado de las paredes y la abultada colcha de la cama. Se tumbó sobre el duro colchón y cerró los ojos. Ahora, su cuerpo decaía deprisa, lo notaba. Se miró las costillas, parcialmente visibles en el pecho. Había perdido otros cuatro kilos en las últimas dos semanas. Los vaqueros descoloridos le caían hasta las caderas y se los sostenía con un costoso cinturón de suave cuero con la hebilla abrochada en el último orificio.
Conocía el día y la hora exactos en que había sucedido. Había sido en Amsterdam, un domingo por la noche. Eran ricos, jóvenes y estaban aburridos. Carne de cañón de las celebridades. Siete de ellos habían compartido la misma aguja, aquella noche. Cuatro chicos y tres chicas, con toda la vida por delante. La heroína los había colocado, pero el virus había sobrevivido mucho después de que el efecto de la droga desapareciera. Era la cepa más perniciosa de sida que se conocía hasta entonces.
La sexta víctima había muerto el lunes anterior y toda la prensa británica se había hecho eco de la noticia. La chica, natural de Manchester, había sido modelo. Tenía el mundo a sus pies. Sus padres estaban destrozados.
Nick buscó el mando a distancia palpando la cama con la mano y puso en marcha el televisor. El primer canal que apareció fue Nilesat, donde daban una desconocida producción dramática local, y fue pulsando el botón hasta que encontró Al Jazira.
Allí, en un resumen de noticias, sonriendo desde Damasco, estaba su hermano mayor, Adrian De Vere. Gracias a Dios que Adrian existía. Nick sabía que, de no haber sido por él, no habría llegado tan lejos. Observó a su hermano. Adrian debía de haber seguido el consejo de Julia y contratado a un estilista de primera. Estaba bronceado, delgado, el cabello oscuro le resplandecía y tenía el mismo aire de sofisticación que una estrella de Hollywood. En cambio, acababan de nombrarlo presidente de la Unión Europea y era la persona más joven que nunca hubiera iniciado en acuerdo de paz en Oriente Próximo.
Nick bostezó, exhausto, y, con el mando a distancia aún en su mano, cayó enseguida en un agitado sueño en el que aparecían monjes y antigüedades, sus hermanos, Jason y Adrian De Vere... y la princesa jordana.
2021
Washington D. C.
Desde la azotea del edificio de la Cámara de Comercio, Jason De Vere observaba el Marine One, que despegaba del césped de la Casa Blanca con rumbo a Camp David. El presidente y el ministro de Asuntos Exteriores chino habían abandonado la gala hacía media hora, seguidos de los últimos senadores del Capitolio y un grupo de funcionarios de la embajada china. Sólo quedaban en el lugar los habituales rezagados de Washington y aspirantes a periodistas, de quienes lo mantenían a distancia sus siempre eficientes y bien pagados guardaespaldas.
Dejó el vaso de whisky en la improvisada mesa de banquete y cruzó la azotea, dejando atrás las carpas de los medios pertenecientes a la cadena VOX, su imperio mediático personal. Las televisiones chinas y extranjeras ya se habían marchado y sólo quedaban la BBC y SKY, recogiendo sus cables.
Jason sonrió. Pocas veces lo hacía. Estaba alborozado. Hacía dos años, había ultimado la VOX. Siendo ya el accionista mayoritario en plataformas televisivas de EE.UU., Europa, Asia y Oriente Próximo, había comprado Direct TV y, tres meses más tarde, había adquirido la FOX y su equivalente británica, SKY, para cerrar finalmente la adquisición de la 21st Century Fox. Y, el día anterior, VOX había firmado con Pekín una de las adquisiciones más importantes en el ámbito de la televisión global, la operación más arriesgada llevada a cabo nunca por De Vere, si se tenían en cuenta todos los factores. Ahora parecía ser imparable, lo cual no estaba mal para alguien a la edad madura de cuarenta y cuatro años.
Miró hacia la Casa Blanca, donde distinguió la familiar silueta de los francotiradores de la azotea. En aquel momento, sonó su móvil.
—¿Sí? —respondió lacónicamente—. No, no nos moveremos. Eso es lo más alto que llegaremos. No he cambiado de postura.
Comprobó los mensajes. No había llamadas personales. En realidad, no había recibido ni una sola llamada personal desde que había formalizado el divorcio con Julia, hacía trece meses. A excepción de las de su madre y de las de Adrian.
Julia.
Jason se quedó paralizado. Anonadado. Más incluso, se quedó pasmado ante la cantidad de emociones que se habían desencadenado en él cuando había visto a Julia en Damasco, la semana anterior. El encuentro lo había inquietado en grado sumo, lo había desconcertado. Todavía la amaba, eso lo sabía, pero no se atrevía a correr el riesgo de tener que afrontar de nuevo unas emociones tan intensas. No volvería a ver nunca más a Julia en persona, se prometió, a menos que fuese una cuestión de vida o muerte.
Volvió a guardar el móvil en la funda que llevaba a la cadera y contempló por última vez la Casa Blanca, que transmitía en directo a la calle M, cuya señal transmitían los satélites de la Fox a todo el mundo. Entonces volvió a mirar la extraña imagen blanca suspendida sobre el horizonte de Washington y se pasó los dedos por su corto cabello entrecano. Julia no lo soportaría y aquello le proporcionó una acometida de placer infantil.
Consultó el reloj y frunció el ceño. El día siguiente era el aniversario de Adrian. Cumplía cuarenta años.
Tomó nota de llamar a Francia por la mañana.
2021
Mont St. Michel
Normandía, Francia
Un hombre alto e impecablemente vestido con un traje de Savile Row observaba las enormes puertas de madera de cerezo de la biblioteca del palacio de verano europeo. En la mano sostenía un pergamino escrito en un extraño alfabeto arameo. Miró más allá de los cientos de policías militares que patrullaban el perímetro de la alambrada doble, más allá de los aviones armados con ametralladoras que sobrevolaban en círculo, y fijó los ojos en la cerúlea aparición, visible ante la luna llena, que se recortaba en los cielos crepusculares del Atlántico.
Un sacerdote jesuita, vestido con el vaporoso hábito de su orden de las «Sotanas Negras», venía caminando hacia él, golpeando el suelo de caoba pulida con un bastón de mango de plata.
—El Jinete Blanco —dijo, deteniéndose a pocos pasos.
El hombre asintió. Llevaba el pelo, negro como el ala de un cuervo, largo hasta el cuello de la camisa, a la moda del momento, y bajo el claro de luna adquiría un brillo azulado.
—Nuestra señal está en los cielos.
Se volvió levemente y la luna iluminó el contorno de sus rasgos cincelados. Su perfil era fascinante, extrañamente hermoso.
—Hemos esperado dos mil años para llevar a cabo nuestra venganza.
El hombre contempló la monumental panorámica de la bahía y, avanzando hasta quedar directamente iluminado por la luna, dirigió la mirada hacia la aparición. Con manos temblorosas de rabia contenida, acercó una candela fina de color negro al pergamino y le prendió fuego.
—Y ahora vengamos nuestro deshonor —murmuró Lucifer—. Nuestra humillación a manos del Nazareno.
Lucifer se alisó su hábito de jesuita, acarició la serpiente de plata repujada de la empuñadura de su bastón y esbozó una lenta y maliciosa sonrisa.
—Vengamos el Gólgota.