27

Críptico

Jason se sentó a la mesa de melanina, con dos tazas de café ya vacías delante de él. Recordaba a Dylan Weaver de los veranos en Cape Cod. Era un sabihondo, pragmático y terco. Weaver había insistido en reunirse con él, pero ¿por qué?

Consultó el reloj y echó un vistazo por la ventana, entre la llovizna, a la pared del otro lado de la calle, empapelada de carteles hechos trizas.

—Detesto este tiempo.

Una joven y animada camarera, cuya minifalda roja de cuero apenas ocultaba nada, se acercó con un bloc en la mano, mascando chicle.

—¿Y bien, señor? —dijo con un acento londinense popular.

—Estoy esperando a alguien.

Ella se rió y guiñó un ojo en un gesto de complicidad.

—Por supuesto, señor. Todos están siempre esperando a alguien.

Jason echó otra ojeada al reloj y volvió la vista hacia la muchacha.

—Tráigame otro café.

—No está usted de buen humor, por lo que veo. —La camarera lo miró a la cara un momento y añadió—: Me recuerda a alguien. ¿No saldrá usted por la tele?

Jason dijo que no con la cabeza y ella empezó a retirarse sin recoger las tazas sucias. Jason carraspeó y la chica se volvió. El señalo las tazas. Ella mascó sonoramente el chicle y se inclinó hacia él.

—Pide usted mucho, ¿no? Condenados americanos...

La desvencijada puerta del local se abrió con un crujido y entró Dylan Weaver, desaliñado y sin afeitar. Venía empapado. Ya no llevaba el traje negro del funeral, pero conservaba puesto el anorak amarillo, algo pequeño para su talla, que apenas alcanzaba a cubrirle la fofa tripa.

—¿De Vere?

Jason asintió. Weaver se sentó pesadamente en la frágil silla de madera y, con la respiración entrecortada, se inclinó hacia delante sobre la mesa hasta que sus facciones descoloridas quedaron incómodamente cerca de las suyas.

Jason le tendió la mano. Weaver rehusó estrechársela y lo miró de arriba abajo con aire impasible.

—Yo pensaba que los hermanos debían cuidarse entre ellos... —dijo. Sacó de debajo del anorak un ordenador portátil muy usado, abrió la tapa con sus dedos rollizos y mugrientos y lo puso en marcha.

Luego, lanzó una mirada furtiva en torno a sí.

—Me siguen. No puedo quedarme mucho rato.

—¿Quién? ¿Quién te persigue? —preguntó Jason.

Weaver titubeó:

—No lo sé. Pero me siguen.

—¿Qué te contó Nick?

—De eso se trata. Nick no me contó nada.

—Mira, Weaver, si has venido para hacerme perder el tiempo...

—Si por mí fuera, De Vere, no volvería a verte nunca más. —Weaver le dirigió una mirada sombría—. Vayamos al grano: Nick me mandó un correo la noche que murió. Intentaba enviarme algo, un... archivo. Algo que había filmado. Lily me contó que Nick te había dejado un mensaje en el contestador. La misma noche que murió. Necesito saber si... si dijo algo acerca de lo que había filmado.

—Mira, Weaver —suspiró Jason—, mi hermano ha muerto. Y no, no me contó nada concreto; sólo un divague confuso, producto de alguna droga, acerca del Arca de la Alianza. Pero lo noté asustado. Asustado de veras. Parecía estar en uno de sus «viajes» de alucinógenos.

Weaver sacó un disco duro de su mochila y lo dejó sobre la mesa.

—Bien, entonces, no puedo ayudarte.

—¿Y ese archivo que te mandó? —preguntó Jason, ceñudo.

—Está en blanco. He aplicado la clave pública. Conozco la clave privada de Nick y debería haber sido sencillísimo abrirlo, pero no se lee. He probado diez millones de combinaciones, pero es un encriptado como no había visto nunca. He llegado a un punto muerto.

—¿Estás seguro?

—Yo me dedico a esto, De Vere. Los clientes me pagan un buen dinero para que esté seguro.

—Pues ahí tiene que haber algo. Está claro que Nick pensó que serías capaz de descifrar el código.

—Mira —insistió Weaver mientras empezaba a recoger—, lo que filmó, fuera lo que fuese, ya no está. Ha desaparecido. Aquí hay un encriptado de servicios de espionaje de alto nivel. Alguna agencia ha rastreado su correo hasta mi dirección, ha utilizado un programa de acción encubierta, una aplicación de encriptado con puertas traseras, y ha encriptado el correo de Nick. Esto es cosa de servicios de inteligencia de altos vuelos, De Vere. Hackers como ésos matan gente. —Se levantó y se dirigió a la puerta—. Y están siguiéndome. Sólo necesitaba saber qué sabías tú. Y veo que no sabes nada.

—Weaver, no puedes dejar esto a medias.

Dylan Weaver respondió calmadamente, sin volverse.

—Tenemos en nómina a algunos hackers chinos de altos vuelos. Deberíamos haber cortado con ellos hace años, pero nos proporcionan la información que necesitamos. Veré qué tienen que decir.

—No hemos terminado —dijo Jason, poniéndose en pie.

—El tiempo se acaba, De Vere. Estaré en contacto.

Weaver desapareció entre la lluvia en Shaftesbury Avenue. La puerta se cerró con un estruendo a su espalda.

Alex aparcó el Mini Cooper de coleccionista de Polly en el aparcamiento subterráneo. Se apeó del coche y levantó la vista al rótulo que decía «plaza reservada NDV». Suspiró, cogió la bolsa, cerró el coche de un portazo y se dirigió al ascensor expreso.

Un Range Rover salido de la nada aceleró y pasó a toda prisa junto a su cuerpo larguirucho.

—¡Mira por dónde vas! —gritó al conductor del vehículo, que desapareció rápidamente. Se sacudió el polvo y continuó la marcha hacia el ascensor mientras murmuraba—: Idiota...

Un minuto después, salía al vestíbulo del intercambiador de ascensores del bloque de apartamentos londinense.

—Hola, Harry —saludó al conserje, un hombre medio calvo de mediana edad.

—Un poco más y todavía los encuentra, joven. —Harry señaló el ascensor.

Alex frunció el entrecejo.

—¿Encontrar? ¿A quién?

—A sus compañeros de facultad. No lo veían desde hace meses y han pasado a darle sus condolencias por lo de Nick.

—¿Y los ha dejado entrar?

—No. No ha hecho falta. Traían su propia llave, joven. Han estado media hora y se han cansado de esperar. —Consultó el reloj y añadió—: Se han marchado hace cinco minutos.

—¿Han dejado algún mensaje?

Harry dijo que no con la cabeza. Alex observó al conserje, perplejo. Entró en el ascensor que llevaba al ático. Un minuto después, salía al recibidor de la enorme burbuja hedonista que era el ático londinense de Nick. Las luces se encendieron automáticamente, igual que la música. Se encaminó directamente a la terraza que rodeaba el apartamento, contempló el brillo del London Eye y de Canary Wharf a través de las cristaleras y, dejando atrás la bañera de hidromasaje, llegó al dormitorio de Nick.

Se detuvo en seco. Los cajones del estilizado vestidor negro de Nick habían sido arrancados de su sitio y la inmensa colección de vaqueros Levi's y camisas estaba tirada por el suelo. Alex salió a la sala de estar, enorme y diáfana, con el corazón latiéndole violentamente.

Contempló la imagen que reflejaba el inmenso espejo que cubría de punta a punta la pared del salón. El mueble bar chino lacado estaba volcado y la pared acolchada de cuero cobalto del comedor había sido reventada a navajazos. Hasta el último cajón de la estancia había sido abierto y volcado.

Parecía que un tornado hubiera pasado por el ático. Alex volvió la vista hacia la caja de seguridad, de cerradura digital, que normalmente estaba oculta bajo la copia numerada del Vampiro de Edvard Munch. El lienzo había sido arrancado de la pared y la puerta de acero de la caja fuerte, abierta, todavía oscilaba.

La caja estaba vacía.

Alex sacó el teléfono.

—Maldita sea —masculló Jason, consultando el reloj por tercera vez en cinco minutos. Debería haber tomado un taxi. Tenía un programa de actividades muy apretado y Julia se retrasaba. Encajó la mandíbula y añadió—: Tarde, como siempre.

El sonido estridente e incesante de un claxon rompió el silencio del tranquilo vecindario de Knightsbridge. Jason miró por el gran ventanal de estilo georgiano del salón.

Era Julia, por supuesto. Muy atildada, con un pañuelo de cabeza y gafas de sol, ocupaba el asiento del conductor del ostentoso Jaguar deportivo aparcado junto al bordillo. Jason cruzó el vestíbulo, salió dando un portazo, anduvo hasta la verja, abrió y se encaminó hacia el coche. Metió la cabeza por la ventanilla del lado del acompañante y dirigió una mirada furiosa a Julia.

—¡Esto no es New Chelsea, Julia! —masculló—. Estás en Belgrave Square. No es necesario que despiertes a todo el vecindario.

Al ver que Julia ponía la mano enguantada sobre el claxon y empezaba a tamborilear con los dedos con gesto impaciente, entrecerró los párpados, le lanzó otra mirada furiosa y, desmañadamente, abrió la portezuela y encajó con dificultad su metro ochenta en el asiento del acompañante.

—¿No podías haber buscado algo más funcional? —protestó—. Y llegas tarde.

Julia apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. Con un rápido gesto, movió las gafas de sol hasta la punta de la nariz y, mirándolo por encima de ellas, replico:

—Si no te gusta, llama un taxi.

Volvió a colocar las gafas en su sitio. Jason la miró, ceñudo, mientras se debatía torpemente con el cinturón de seguridad. Julia puso la llave en el encendido y se apartó de la acera con un rugido del motor. Jason todavía estaba liado con el cinturón por detrás de las orejas mientras el Jaguar blanco aceleraba por el centro de Londres y se encaminaba hacia las afueras.

Jason se llevó las manos a la cabeza descubierta, aterido por los gélidos vientos que entraban por todas partes. Julia, además del pañuelo, iba vestida para soportar aquel viento.

—¡Estamos a finales de diciembre, por el amor de Dios! ¿Por qué llevamos la capota bajada?

Julia salió bruscamente de la autovía principal a una carretera rural, maniobrando limpiamente alrededor de una camioneta que circulaba a marcha lenta.

—¿Quién te escoge el barbero, últimamente? —preguntó ella—. ¿La tía Rosemary?

Jason puso cara de estar a punto de estallar.

—Supongo que ese implacable magnate de los medios que pasa por encima de todo lo puro y honrado en tu último libro era yo —dijo. Julia encajó la mandíbula, irritada. Estuvieron a punto de toparse con un coche que venía de frente por la estrecha carretera.

»¡Por Dios, Julia! —exclamó—. ¿Qué pretendes, matarme?

Julia tomó una curva haciendo chirriar los neumáticos y Jason se agarró al salpicadero mientras pasaban a toda velocidad por delante de unas casas de techo de bálago cubierto de rosales trepadores.

—Si hubieras leído mi libro, sabrías que ya te había matado. Violentamente. Mediante un coche bomba. Resultó muy terapéutico... y me ahorró una fortuna en psiquiatras.

Hizo otro giro cerrado a la izquierda y se detuvo con un nuevo chirrido de neumáticos frente a una capilla rural rodeada de prados llenos de ovejas.

Se quitó el pañuelo y la melena rubia luminosa se desparramó sobre sus hombros. Se volvió a Jason.

—Si quieres saberlo, he pasado la noche con Alex en una comisaría de Southbank. Estoy agotada. Alguien ha registrado a fondo el ático de Nick.

—¿Registrado? —Jason la miró con una mueca de escepticismo—. ¿Esa definición es de la policía, o de Alex? —añadió con sarcasmo.

—De los dos, en realidad —replicó ella, gélida.

—¿Y tú cómo sabes que ha sucedido lo que dices?

Julia abrió la puerta del coche, se apeó grácilmente y lanzó una mirada furiosa a Jason por encima de las gafas de sol blancas de Chanel que hacían juego con los vaqueros blancos y la chaqueta de cuero.

—Estuve allí con la policía y con Alex a la una de la madrugada. Por eso lo sé, Jason —cerró el coche de un portazo.

—Probablemente hayan sido algunos amigos suyos de los bajos fondos que buscaban cocaína —murmuró Jason y apretó los labios. Al parecer, tenía tantos problemas para quitarse el cinturón como los había tenido para ponérselo.

—Nunca le diste a Nick el menor crédito, ¿verdad, Jason? Dejaste que se fuera a la tumba sin hablar con él. ¿Cómo pudiste...?

Julia se inclinó a coger un puñado de tulipanes rosa pálido del maletero.

—Ya lo entiendo —musitó Jason, ceñudo—. Me has traído hasta la tumba de mi padre para darme un sermón sobre lo rastrero y despiadado que soy por no haber perdonado a Nick.

El cinturón de seguridad se atascó en la puerta. Julia echó a andar por el serpenteante camino que llevaba a la capilla.

—Cortaste todos los vínculos con él, Jason. No volviste a dirigirle la palabra desde aquel día.

Jason consiguió desembarazarse finalmente del estorbo, se apeó y echó a andar detrás de ella mientras se pasaba la mano por los cabellos en un vano intento de peinárselos hacia atrás.

—Nick era un arqueólogo brillante —replicó a gritos—. Echó a perder su carrera detrás de la heroína, la cocaína o lo que fuese... y desacreditó el apellido familiar. Papá no lo superó nunca.

Un vicario muy inglés apareció de detrás de una lápida y miró al airado Jason con visible desaprobación.

—Buenos días —dijo.

Jason hizo un manso gesto de saludo con la cabeza y continuó caminando detrás de Julia.

Jadeando, llegó a su altura en un rincón apartado del cementerio, donde se había detenido ante un gran mausoleo, muy cuidado. El vicario los observó, suspicaz, desde el camino.

Julia se arrodilló y colocó los tulipanes en la tumba.

—¿Qué creías? —dijo con un siseo—. ¿De veras pensabas que querría quedarme a solas contigo?

Jason le lanzó una mirada irritada.

—Vivir sola te está volviendo paranoica —masculló y la agarró del brazo—. ¡Y quítate esas malditas gafas!

—No vivo sola. —Julia ardía de cólera—. Y no me llames paranoica. Siempre has sido un pomposo estúpido..Mira lo que le hiciste a Nick.

Jason puso los ojos en blanco y señaló la tumba de James.

—¡Chist! Ante la tumba de mi padre, no... Y no metas a mi hermano en esto.

Julia se irguió cuanto daba su metro sesenta y poco. Echando humo, se quitó las gafas y dejó a la vista unos ojos enrojecidos, bañados en lágrimas y con el maquillaje corrido.

—Tu hermano, tu hermano... ¿Pero cuánto tiempo pasaste con él durante los últimos siete años, Jason De Vere? ¿Cuánto, entre tanta fusión de empresas, tanta plataforma digital, tanto lanzamiento de satélites?

El vicario volvió a dirigirles una mirada de desaprobación.

—Nick intentaba decirte algo. No me preguntes por qué te escogió a ti, pero así fue. Pensaba que a vuestro padre lo asesinaron. Daba la impresión de estar metido en algún lío.

—Esto no es uno de tus libros, Julia, maldita sea. —Jason bajó la voz amenazadoramente—. La gente no anda por ahí matando a otros sin más.

—Lily dijo que Nick te había dejado un mensaje críptico en el contestador.

—Me llamó, eso es todo. El típico subterfugio de Nick. Sonaba como si estuviese colocado. Ahora, por favor, dame mi nota y un poco de intimidad.

Julia le lanzó otra mirada furibunda, pero abrió su bolso blanco de piel. Sacó el reconocible sobre de papel marrón y dijo:

—Fue enviada por correo desde Francia la noche de su muerte. Y, en realidad —añadió—, la nota va dirigida a mí.

Jason frunció el entrecejo, le quitó el sobre de las manos y observó, perplejo, el escudo de armas del membrete del Mont St. Michel. Lentamente, dio la vuelta al sobre.

—Es de Mont St. Michel.

—¡Pues claro que es de Mont St. Michel! —soltó Julia—. Nick pasó el día con Adrián.

—¡No, no estuvo con él! —declaró Jason, furioso.

—¿No estuvo? ¿Qué quieres decir? Me llamó cuando estaba a cincuenta kilómetros de la abadía, la mañana del día que murió.

—¿A qué hora te llamó? —preguntó Jason fríamente.

—Hacia las diez... diez y media. Hora de Londres, lo cual significa que para él eran las once y media.

—Te confundes. —Jason dio la vuelta al sobre una vez más.

—¿Ah, sí? —Julia se puso brazos en jarras y sintió que le hervía la sangre—. Que lo sepas, Jason De Vere, no me confundo.

Buscó el móvil en el bolso. Lo abrió y buscó el historial de llamadas recibidas. Furiosa, pasó el teléfono a Jason.

—Ahí lo tienes. En la lectura del satélite GPS de la UE. Llamada recibida desde cincuenta y dos kilómetros de Mont St. Michel, a las diez y treinta y siete, exactamente. Identificador de llamadas: Nicholas De Vere.

—Pues debió de cambiar de idea —concedió Jason a regañadientes—. Adrian me dijo que lo llamó, pero que algo lo retuvo. No llegó nunca a Mont St. Michel.

—Oh, vamos, Jason. Sólo estaba a cincuenta kilómetros cuando me llamó. Iba directamente hacia allí.

—Ya conoces a Nick. —Jason se encogió de hombros.

—Sí, claro que conozco a Nick —replicó ella—. Iba derecho a la abadía. Si no estuvo allí, ¿de dónde sacó el sobre?

Jason observó el membrete.

—Supongo que lo llevaría en su mochila —añadió Julia con tono burlón.

—¿Qué más dijo?

—Estaba un poco... —Arrugó la frente—. No sé, estaba serio. Muy serio. Quería información. El certificado de nacimiento de tío Lawrence, el nombre de los miembros del consejo de administración de VOX...

—¿El consejo de administración de VOX? —Jason la miró, incrédulo—. ¡Por Dios, Julia! Nick no ha querido saber nada de finanzas en su vida. ¿Y esta vez quería una lista de mi consejo de administración? Tenía que estar en uno de sus «viajes», no cabe duda.

—Está bien, como quieras. —Julia levantó las manos, dándose por vencida—. Aquí tienes la nota. Léela tú mismo. Y quiero que me la devuelvas.

Jason le dio la espalda, extrajo la nota del sobre y la estudió durante varios minutos.

—Escribe que le inocularon el sida —murmuró—. Dijo lo mismo en el contestador... —Su voz se suavizó—. Mira, Julia, ya sé lo unidos que estabais —dijo con cierto apuro, devolviéndole la nota. A continuación, sacó la fotografía.

Julia señaló a Julius De Vere.

—No reconozco a nadie, aparte de tu abuelo y del tío Xavier.

El auricular de Jason se iluminó.

—¿Sí, Purvis? —dijo. Se volvió. Su chofer apareció por el sendero, portando una corona de flores blancas. Jason cogió la corona y la colocó en la tumba de James—. Muy bien. Voy para allá. Di le a Macdonald que ponga en marcha el motor. —Consultó el reloj y empezó a desandar el camino entre las lápidas—. Dile a Levine que se asegure de llevar mi maletín. Y haz una reserva para dos en el Rose Bar. Asegúrate de que te dan mesa. Para después de las nueve.

Colgó el teléfono y se encaminó hacia el Bentley, que estaba aparcado directamente delante del Jaguar de Julia. El chofer abrió la puerta posterior.

Jason titubeó. Se volvió y agitó el sobre en dirección a la figura delgada vestida de blanco que lo observaba desde lejos. Le dedicó una torpe sonrisa y murmuró:

—Gracias.